Significación de la burguesía

Delfín L. Garasa

Los genuinos historiadores de la cultura no reducen su erudición al acopio de documentos (tarea previa imprescindible), si no intuyen las coordenadas subyacentes en todo proceso dinámico, ya que eso -proceso dinámico- es en esencia la trayectoria o aventura del hombre en el tiempo. José Luis Romero, inolvidable maestro en los diversos pábulos de su avidez intelectual, reunió plenamente tal requisito en sus estudios medievales, como revela su ya clásico libro La Edad Media, de 1949, y reiteran artículos diversos aparecidos en revistas especializadas y de divulgación, algunos en el suplemento de La Nación, seleccionados aquí por su hijo, también historiador, Luis Alberto Romero.

Uno de los temas que más atrajeron a Romero fue el advenimiento histórico de la burguesía en tanto clase social y sustento de una peculiar visión del mundo. Le interesaban primordialmente los momentos de transición y crisis. Estos momentos daban pie a Romero para ejercer su perspicacia, para rastrear precedentes remotos de transformaciones consolidadas, para percibir fisuras en bloques compactos o discordancias en períodos aparentemente homogéneos. Así es como discierne atisbos del espíritu burgués en pleno predominio cristiano-feudal, tanto en el surgimiento de nuevas pautas económicas como en una nueva valoración de la naturaleza, del goce sensual, de la vida terrena y su ulterior destino. Pocas denominaciones como la de burgués requieren precisión semántica, pues su evolución secular la ha tornado ambigua, pasando a designar el miembro de una clase social definida o un esquemático tipo humano, progresista o reaccionario según los tiempos, objeto de ensalzamientos o sátiras. Piénsese en las ridiculizaciones de Molière y los apostrofes románticos, pero no olvidemos que el Renacimiento fue obra de la burguesía o al menos concreción de aspiraciones del espíritu burgués. En este como en otros puntos Romero previene contra las generalizaciones falaces, aunque a veces didácticas, como la de encuadrar todo el Medievo en un sereno orden escolástico, borrando su patetismo disolvente del erotismo, el sufrimiento o el terror. Dante es testigo no imparcial de esta crisis perturbadora de su sistema de la creación. Romero apunta aquí coincidencias con el estudio de Bakhtin, no aparecido en su versión italiana hasta 1970 (Dante e la societá italiana del ’300).

Estas inferencias sobre la vida medieval tienen sólido aval, como se advierte en el artículo dedicado a San Isidoro de Sevilla, quien en plena dominación visigótica perfila rasgos de lo que llegará a ser España. Entre otros estudios aquí compilados merecen destacarse los dedicados al género biográfico y a la diferencia entre los italianos que intentaban captar al hombre en plenitud, sin soslayar sus debilidades (como en la vida de Dante por Boccaccio) y los españoles, en cuyas biografías de capitanes y prelados prevalece el paradigma heroico o moral sobre los rasgos singularizadores. No obstante en las “semblanzas” de Fernán Pérez de Guzmán y en los “claros varones” de Hernando del Pulgar el caballero y el asceta medievales, pese al apego tradicional del Renacimiento español, comienzan a transigir con los refinamientos del cortegiano.