Ezequiel Gallo
No es fácil escribir sobre José Luis Romero. Es difícil hacerlo sin caer en el lugar común o en la repetición de los múltiples y justos elogios que ha recibido durante su multifacética vida. Otros con mayor autoridad han dejado testimonio de sus logros en la vida universitaria, cultural, política y en el periodismo. ¿Y qué más decir sobre su magnífica obra como historiador que no haya sido dicho infinidad de veces? No parece quedar ya lugar más que para la evocación personal.
Dos días después de morir Romero alguien me preguntó si había sido su discípulo. La pregunta me tomó de sorpresa y me dejó algo confundido. Ciertamente mi formación personal no había transcurrido junto a Romero, ni había sido influida por las corrientes historiográficas que es posible percibir en su obra de historiador. Ni siquiera mis opiniones sobre la Universidad y la vida política contemporánea eran coincidentes con las que tan lúcidamente él había expresado. Al mismo tiempo, me resultaba difícil definir a ninguno de los historiadores de mi generación como discípulos de Romero, ni podría discernir la existencia de una “escuela Romero” en el panorama historiográfico local.
Y, sin embargo, contesté que sí. Quizás por falta de palabras más precisas. Quizás, también, varios de mis colegas hubieran hecho lo mismo. Romero no lideró escuelas ni dejó discípulos. Pero pocos como él contribuyeron a crear el clima propicio para el resurgimiento de los estudios históricos en la Argentina. Sin arrogancias, sin compulsiones, sin exigir compromisos con realidades metafísicas. Transmitiendo el gusto y el placer por una indagación curiosa y respetuosa del pasado. Sin esas formidables síntesis que fluían con facilidad envidiable de su cátedra de Historia Social muchos nos hubiéramos perdido en el marasmo de infinidad de datos y circunstancias singulares. Sin esa pasión por la anécdota y el detalle que hacía tan cautivante la conversación con Romero, hubiéramos ignorado la infinita gama de matices sobre la cual se sustenta toda realidad humana.
Recuerdo vivamente mi último encuentro académico con Romero. Fue en un pequeño seminario que un grupo de historiadores organizaba en el IDES. Ese día un historiador inglés, Malcolm Deas, hablaba sobre un novelista colombiano (Vargas Vila) tremendamente popular en las primeras décadas del siglo. Recuerdo la cara adusta de Romero tras el par de chistes (a los que el personaje se prestaba bien) con que Malcolm abrió su ponencia. A medida que la charla avanzaba y que José Luis Romero comprobaba que el tema era tratado con la pasión, curiosidad y seriedad que él reclamaba, su expresión cambió radicalmente. Y, al finalizar la charla, y luego durante el almuerzo, fuimos testigos de aquella discusión fascinante entre Deas y Romero de la cual fluían detrás de un conjunto de novelas rosas una compleja trama de costumbres, hábitos y relaciones sociales. Al cabo de muchos años la presencia inquieta de un historiador de estirpe nos impactaba nuevamente a todos.
A los hombres de las ciudades (esa que Romero tanto estudió y tanto quiso) nos es difícil encontrar palabras justas en ciertos momentos. He oído alguna vez en el campo argentino describir a un hombre importante de la región con una expresión seca y precisa: “Era un gran señor”. José Luis Romero fue eso: un gran señor de la cultura argentina.