GREGORIO WEINBERG
Ante los despojos mortales de José Luis Romero, estamos frente a quien fue la más alta expresión intelectual del país. Fue un sabio, pero ante todo, un hombre vitalmente comprometido con la historia, con la Argentina, preocupado y angustiado por nuestras crisis y por nuestro destino.
No recordaremos aquí – entre quienes tanto lo quisieron o admiraron, entre quienes reconocían en él un guía – su vasta obra publicada ni vamos a mencionar los cargos desempeñados, porque ellos no sólo son suficientemente conocidos, sino también porque en estos días la prensa los ha recordado; pero no lo hacemos, sobre todo, porque sus merecimientos siempre fueron mayores que sus muchos títulos.
Más que historiador, humanista; más que docto profesor, maestro en el sentido clásico del vocablo; más que hombre de militancia partidaria, un patriota apasionado por la política en el más noble sentido de la palabra. Suyas fueron, por profesión y por sensibilidad, una permanente preocupación por la persona y su circunstancia; suyos fueron los denodados esfuerzos por acuñar periodizaciones abarcadoras y por desentrañar el sentido de la historia, que redujeran al mínimo los factores transitorios y exaltaran al máximo la comprensión de sus mecanismos. Una filosofía que rescataba simultáneamente la libertad del individuo, su dignidad como hacedor responsable de su propio destino. Quizá detrás de esos rasgos podamos intuir la presencia de un nuevo humanismo, colmado de futuro; la promesa de un mundo moral.
Alguna vez se me ha ocurrido relacionarlo con Vicente Fidel López, que acaso fue el primero de los nuestros que, con espíritu juvenil, se atrevió con la historia universal. Por su lado Romero, desde su alta madurez, efectuó aportes capitales a esa misma historia universal, y estimo que en este sentido debe ser el primer argentino en hacerlo. Además, hecho infrecuente entre los científicos, fue un escritor sobresaliente.
Pero quizás en este momento convenga decir que Romero, intérprete siempre sagaz, fue una conducta ética, que participó efectiva y creadoramente en el quehacer contemporáneo, sin estrépito, sin concesiones a la demagogia ni a la retórica; tampoco a los lugares comunes, porque la suya fue siempre una posición principista y transparente. Este verdadero sentidor de nuestra Argentina fue un vigoroso racionalista a quien su sensibilidad humana, alerta y generosa siempre, lo condujo a un socialismo humanista, que no encubría sino que, por el contrario, creyó su deber abordar como estudioso y servir como ciudadano responsable.
Entre las muchas facetas de su rica personalidad recordemos que Romero fue uno de los mayores artífices de la época de esplendor de la universidad argentina hasta 1966, a cuyo encauzamiento contribuyó, como timonel experto y fervoroso, desde el rectorado y desde el decanato de la Facultad de Filosofía y Letras, pero también como maestro de excepcionales dotes humanas desde la cátedra y los institutos de investigación del más alto nivel. Quizás una de las formas de evaluar algunas causas del desmoronamiento de nuestra universidad durante el último decenio – y del cual aún no parece recuperada – sería preguntarse desde cuándo su consejo no fue solicitado ni su opinión escuchada; la de José Luis Romero, hombre generoso y constructivo, tan ajeno a los sectarismos como devoto de la verdad; la de quien, como él, tanto tenía que decir y hacer en todo lo referente a esa “industria pesada de la inteligencia” como ha sido llamada la universidad. Otro indicador posible de la magnitud de la crisis sería interrogarse donde están hoy sus discípulos; la respuesta sería amarga; están en París, California, Sidney, Santiago de Chile, Madrid, Vancouver, Caracas, México y en tantas otras universidades que los han acogido en la diáspora. Y vuelta del revés la misma pregunta: ¿cuántos de sus discípulos permanecen hoy en sus claustros?
José Luis Romero confesó muchas veces en público su deuda con dos grandes maestros: su hermano Francisco y don Pedro Henríquez Ureña; bajo tan alto patrocinio forjó su personalidad intelectual y moral. Y junto a Teresa, su querida y ejemplar compañera de toda la existencia, consolidó su vida afectiva; en su hogar supo cultivar el jardín con sus propias manos y trabajó la madera con igual amor de artesano que el que ponía en su prosa, de la cual no está ausente la música, otra de sus devociones. Vio así crecer, al pronto, los hijos, los amigos, los discípulos, las obras, las responsabilidades, los deberes; y al cabo de su faena de hombre bueno, pudo ver acrecentados sus ideales y aspiraciones, en sus nietos queridos y su creciente influencia intelectual, con todo lo cual fue forjando su posteridad, en la que sí creía. Entregado con fe, como siempre, hasta esta última misión que lo llevó tan lejos de nuestra tierra y nos lo devolvió muerto, es verdad, pero incorporado ya con perfiles clásicos a la eternidad de los grandes argentinos.
Tenía José Luis Romero – y qué amargo sabor posee este verbo en tiempo pasado –, tenía, decíamos, un fatigado ejemplar de las Poesías de Antonio Machado, que fue de su hermano Francisco, y entre ellas, una, que él a menudo repetía de memoria. Es la dedicada por el autor de Campos de Castilla a Francisco Giner de las Ríos:
Cómo se fue el maestro,
la luz de esta mañana
me dijo: Van tres días
que mi hermano Francisco no trabaja.
¿Murió? … Sólo sabemos
que se nos fue por una senda clara.
diciéndonos: Hacedme
un duelo de labores y esperanzas.
Sed buenos y no más, sed lo que he sido
entre vosotros: alma.
Vivid, la vida sigue,
los muertos mueren y las sombras pasan;
lleva quien deja y vive el que ha vivido.
¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!