Evocación de José Luis Romero

ROY BARTHOLOMEW

José Luis Romero murió en Tokio el 27 de febrero de 1977, hace ahora un año, en momentos en que terminaba su período como Consejero de la Universidad de las Naciones Unidas, que tiene sede en Japón y de cuyo Consejo Directivo era miembro en representación del área de los países de la América latina. Cruel por la soledad y lo distante, su muerte también fue hermosa, propia de un maestro de su significación, Historiador y filósofo de la historia (arte y ciencia que consideraba el saber de los saberes por su misión de abarcar la totalidad del proceso humano y su deber de complementar el documento con la apreciación armoniosa), muy pocos o ningún argentino de los últimos años tuvieron tan segura y lúcida conciencia del mundo, de su pasado, su presente y sus perspectivas, de su cultura, su dolor y su deber, de sus miserias y falsedades. Humanista moderno de curiosidad siempre alerta a todas las manifestaciones del vario acontecer de las ideas y los procesos, no deslindó la responsabilidad política como ninguna otra de las responsabilidades humanas. Fundó su vida enérgica, tan fecunda como insobornable, en el respeto por la dignidad de la cultura y los deberes de la libertad, en el estudio voraz y la pasión de enseñar, en el diálogo y el libro, en el recuerdo constante de las cumbres morales que tuvo la clara felicidad de tratar, en el ejemplo cotidiano de una resuelta dignidad cívica.

Al igual que su hermano Francisco, filósofo y maestro casi legendario o mitológico del que se consideraba “discípulo privado” (en nuestras conversaciones solíamos llamarlo “el tartesio” por creerlo capaz de versificar el conocimiento, tal como se dice que los viejos señores de las marismas acometieron la codificación de sus leyes), José Luis Romero no sólo formaba alumnos y discípulos —en la biblioteca, en el aula, en el café, en la calle—, sino que enseñaba a enseñar, modo profundo y certero de enseñar a saber, en la conciencia de que el saber es un bien carismático que hay que recibir con alborozo y transmitir con pulcritud y humildad. Cortés y mesurado para referirse a sus colegas, lo exasperaba la doble estafa que comportan quienes trepan a los cargos directivos de la educación, ávidos de figurar y sin base cultural suficiente, cuando no rencorosos hacia la cultura. Aunque torrencial y apasionado casi siempre, tajante e irónico con frecuencia, él también, como Pedro Henríquez Ureña, con su palabra enseñaba a oír y con su silencio a hablar.

Medievalista consumado y renovador, son suyos los estudios más originales —según comienza a reconocérselos en Europa— sobre el nacimiento y desarrollo de las ciudades medievales a partir de los siglos XI y XII, que surgieron del feudalismo y terminaron por cercarlo, dando pie a la cultura moderna, a la burguesía y el capitalismo. Pensaba dedicar a tal tema una obra de vastas proporciones, Proceso histórico del mundo occidental, del que publicó en 1967 la primera de las cuatro partes, La revolución burguesa en el mundo feudal, y dejó terminada en un setenta por ciento la segunda, Crisis y orden en el mundo feudoburgués, que próximamente se editará en México. La idea de tal obra tuvo su origen en su primer viaje a Europa, en 1936-37, que comenzó por España (país del que salió pocos días antes del levantamiento franquista) y que abarcó casi todo el occidente del Viejo Mundo. El más difundido de sus libros es el manual que apareció en 1949, La Edad media, que lleva diez impresiones y que se ha transformado en texto de estudio en casi todos los países de América. Sus conocimientos del mundo medieval le dieron una perspectiva de vasto alcance para entender el proceso de la colonización de América por parte de los españoles y los portugueses, y la formación de las sociedades en el nuevo mundo, y en 1976 publicó otro de sus libros fundamentales, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, cuyo contenido básico entronca con el Facundo, transformando en estudio decantado lo que en Sarmiento fue, esencialmente, dolor en carne propia e intuición genial. Creo que Latinoamérica: las ciudades y las ideas continúa con mayor propiedad y capacidad de visión actualizada al Facundo que la Radiografía de la pampa de Ezequiel Martínez Estrada y que es el ensayo de interpretación histórica americana más importante que se ha escrito en nuestro país en los últimos cincuenta años. Otras obras suyas, todas densas, de consulta obligada para especialistas, son Las ideas políticas en Argentina (1946), que en 1963 se tradujo al inglés; El ciclo de la revolución contemporánea (1948); El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX (1965); El pensamiento político de la derecha latinoamericana (1970). A comienzos de la década del sesenta -“en tiempos de mucho desconcierto”- escribió una desapasionada y a la vez personal Breve historia de la Argentina, que la Editorial Universitaria de Buenos Aires publicó en 1965, incluyéndola en su “Serie del Siglo y Medio”. En su brevísimo prólogo, Romero advierte: “La finalidad principal de este libro es suscitar la reflexión sobre el presente y el futuro del país; su lectura, pues, debe ser emprendida con ánimo crítico y polémico… El texto ha sido apretado desesperadamente y creo que dice más de lo que parece a primera vista”. No conozco ningún otro manual sobre el tema tan eficaz y resuelto. La obrita llega hasta 1958 y Romero no la continuó; ahora será nuevamente impresa, puesta al día por Luis Alberto Romero, hijo del historiador e historiador distinguido él mismo.

La reciedumbre física de José Luis Romero era acorde con su firmeza intelectual, mas residió en él la serena confianza da quien está acostumbrado a observar la aventura humana —sin practicar ningún provincialismo— con mirada larga y penetrante, a la manera de los estadistas del pensar. Su prosa avanzaba en olas sucesivas y disímiles, lentas e incontenibles. No de otra suerte llega el océano a la playa, con el respaldo de un caudal inmenso. Manejó, en efecto, un océano de conocimientos, no para acumular información —tarea que en todo caso es prueba de interés generoso— sino para bucear en los principios de mutación, para intelegir la trama de fondo del tapiz de la historia, para conocer los caminos de la libertad —que son los de la ética—, para exprimir la tradición sin admitir pasividad ante ningún preconcepto —de ahí, entre otras, su brillante teoría del barroco prerrenacentista, para la cual le bastaba mostrar, ante ojos bien abiertos, un tapiz del siglo XIV—, para volcar su experiencia de inteligencia y honor en favor de los demás. Tuvo, en apariencia, más de gladiador que de apóstol, pero su lucha fue ciertamente apostólica; su saber, preciso y múltiple, abarcó la historia de la cultura occidental —consideraba, como el autor de Argirópolis, que “pertenecemos al Imperio romano”—, y, a la manera del clásico famoso, nada de lo humano le fue ajeno. Atesoró el pasado para ahondar el presente e interrogar el futuro, ayudando a merecerlo; persuadido, no obstante, de la existencia y la presencia de una curva lógica y necesaria entre el ayer y el mañana. Lo que equivale a decir que valía, él solo, por toda una universidad.

Su paso por la educación, como maestro de escuelas, como profesor secundario, como profesor universitario en La Plata y en Buenos Aires, sobre todo como rector de la Universidad de Buenos Aires y como decano de su Facultad de Filosofía y Letras, fue uno de los más trascendentales de los últimos decenios. Impetuoso y resuelto a la manera de Sarmiento, abrió puertas y ventanas y llamó a colaborar a todos cuantos creyó que podían aportar con honestidad y solvencia al bien común, impulsado siempre por la vocación generosa, nunca por el cálculo ni la mezquindad. Como Sarmiento, tenía la convicción íntima de que podía hacer el bien, porque sabía en qué consiste. Al tiempo que sostenía y ampliaba su sólida obra de publicista, atento a que ésta sería, tal vez y en definitiva, su legado más útil y permanente. Como sus amados Francisco Romero, Pedro Henríquez Ureña y Alejandro Korn, supo que en todo y por todo la aptitud magistral está por encima de la actitud magistral, aunque no desdeñó a ésta última cuando la ocasión lo requería, no por solemnidad académica (nuestro más grande historiador contemporáneo y el único de dimensión universal no perteneció a la Academia de la Historia) sino por dar más punta y eficacia a sus exposiciones.

Tuvo grandes pasiones, dos supremas: la defensa de la libertad del individuo y de la inteligencia, y la demanda de justicia social. Formado en la tradición liberal que afirmó la superioridad del individuo apasionado por el bien de los demás ante el que sólo so ocupa de su propia perfección intelectual, tuvo apetito del mundo y convencimiento de que la dignidad de la condición humana sólo se puede lograr a través de la cultura humanística, síntesis suprema de libertad y justicia, desafío arduo y resplandeciente de los que optan por trabajar contra el éxito fácil y desdeñan la mera seguridad de los burócratas. Ciudadano esencialmente democrático, sintió absoluto rechazo moral por todas las formas de la dictadura. Si bien su hábito de manejar el horizonte histórico le había enseñado que la humanidad sabe sobrevivir a todas las humillaciones, no vaciló en perder una cátedra por saber respetarla. Trabajador incansable, bullía en proyectos y podía decir con propiedad de uno o más de sus libros, todos densamente meditados: “Está listo; sólo falta escribirlo”.

José Luis Romero tuvo pasión por los viajes —arte de ver, conocer y aprehender— y la fortuna de poder realizarlos con amplitud y frecuencia. Domiciliado en Adrogué los últimos treinta años de su vida, su presencia no fue notoria para el vecindario: prefería pasar desapercibido, pues cuidaba celosamente de sus horas de estudio, de investigación, de escritor, de entrega caudalosa en el diálogo íntimo. Socrático de buen paño, sabía enfrentar a su interlocutor consigo mismo, y no vacilaba en acelerar el intercambio de ideas con una rotunda afirmación inesperada o una pregunta a quemarropa, o presionar la temperatura de la argumentación trepándose o literalmente haciendo cuerpo a tierra en su vasta biblioteca distribuida por cuartos y corredores, para aportar el libro, la revista, el opúsculo, la ilustración, el mapa o el simple papel que el caso requería.

Lo conocí en abril de 1945, en el tren que nos llevaba de Buenos Aires a La Plata. Yo tenía quince años y desde hacía algunos días era alumno de castellano de Pedro Henríquez Ureña. Ese mediodía, fue el mismo don Pedro (¡ay, amigos!) quien me lo presentó, en los inolvidables minutos en que también me presentó a Francisco Romero, a Ezequiel Martínez Estrada y a Amado Alonso.

Lo traté con cierta regularidad hasta 1956; después, excepto alguna comunicación epistolar con motivo de la muerte de su hermano en 1962 (por entonces yo residía en Chile), no volvimos a tener contacto personal hasta principios de 1974, en que también me domicilié en Adrogué, tras quince años de servir en el cuerpo diplomático. A partir de entonces nos vimos muchos sábados por la mañana, en su casa, y no pocas tardes y noches de cualquier día de la semana: por lo general llegaba para una breve reunión, preocupado por tal o cual tema específico, y terminaba por quedarme una o dos horas. También nos encontrábamos haciendo compras en el supermercado o en la carpintería o en la calle, yo con mis hijos de la mano y él con sus nietos, camino de la calesita. Fue en estos últimos años cuando cobré idea cabal de su dimensión. Siempre lo supe un intelectual eminente, un historiador de horizonte insólito, un maestro valeroso y un ciudadano ejemplar; tenía, también, evidencia de su interés por la música y de sus opiniones basadas en un ordenado conocimiento de la historia de dicho arte: durante la “primera etapa” nos habíamos encontrado en muchos conciertos y tertulias y habíamos podido conversar al respecto. Pero fue en Adrogué, donde siempre lo vi vestir ropa “de fagina”, indumento que prefería para su trinchera de la biblioteca, para su banco de carpintero y para su bienamado jardín, donde nuestras conversaciones me revelaron la asombrosa vastedad de sus conocimientos en literatura —poesía, novela, teatro, ensayo, hagiografía, picaresca—, en pintura, en historia del arte en general, en arquitectura, en matemáticas, en ciencias naturales, su interés por el cine, los deportes, las modas, su curiosidad en verdad sin límites y donde —era inevitable— hablamos de nuestros queridos y venerados amigos muertos, pero vivos y siempre docentes en nuestro recuerdo. La verdad, con la muerte de José Luis Romero volvieron a morírseme Pedro Henríquez Ureña, Ricardo Rojas, Alfonso Reyes, Francisco Romero y todos los grandes maestros que tuve la suerte de tratar, conocer y respetar, quienes me brindaron su amistad y estímulo generoso, y quienes fueron protagonistas y guías de una época culminante del proceso intelectual y moral de nuestra América. José Luis fue el benjamín del grupo y el último en morir.

No obstante, la muerte lo sorprendió sin que hubiese llegado a la vejez (había nacido en Buenos Aires en 1909) y en formidable plenitud de ideas y confianza de nuevas realizaciones. De su juventud física decía la persistencia de su modo de ocupar toda la casa, toda la facultad, todo el tren, toda la posibilidad de presencia. De su juventud espiritual sirvan dos testimonios: una mañana me recibió, tal como sabía hacerlo, con esta desconcertante carga de profundidad: “¡Me gustaría ser millonario!” Le pregunté, risueño, por qué. “Para poder fundar una institución que reuniera debidamente remunerados a todos los grandes intelectuales de América, con la misión de remontar el saber acumulado y sintetizado por Henríquez Ureña en sus libros y darnos la gran summa o enciclopedia de la cultura en la América hispánica que todavía nos falta”. Y otra vez, también a quemarropa: “Dígame en pocas palabras qué es para usted el Facundo”. Le respondí: “Es el acto de toma de posesión de la americano por un americano”. Se mostró conforme y habló durante más de una hora sobre nuestro libro fundamental. Terminó preguntándome si tenía las obras completas de Sarmiento. Le respondió que sí y rápidamente esbozó un plan de lecturas paralelas. Finalizó: “Al cabo de los años he llegado al convencimiento de que Sarmiento fue nuestro más grande historiador, es decir, el que descubrió la historia profunda; voy a dedicarle los últimos diez años de mi vida”. Pero esa fue la última vez que nos vimos, a principios del año pasado, pocos días antes de su viaje a Japón.