Las ideas políticas en Argentina

TULIO HALPERIN DONGHI

El autor advierte en el prólogo que no se ha propuesto solamente estudiar el no muy cuantioso pensamiento político original que haya podido desarrollarse en la Argentina, sino sobre todo las corrientes de ideas que – más o menos claramente expuestas y sentidas – han orientado a las masas y a los grupos minoritarios en nuestro país. Así entendida, la historia de las ideas políticas es casi la historia argentina, vista desde ese enfoque particular. El enfoque es en este caso feliz, porque presta unidad y coherencia a un proceso tan complejo como lo es el de la formación de la nacionalidad.

La visión que tiene el argentino culto de la historia de su país carece de esa unidad. Hasta Caseros posee un esquema de la evolución nacional que le fue proporcionado por la generación del 37, pero que conoce sobre todo a través de Sarmiento. Dentro de este esquema logrará colocar muy pocos hechos; de los hombres que actúan en ese período – salvo unos pocos – guarda una imagen borrosa y un tanto convencional. Por el contrario, de la época posterior a Caseros, y sobre todo de la posterior al 80, conoce muchos detalles; sabe quiénes han actuado en los primeros planos, conoce su vida pública y mucho de la otra, y tiene de la psicología de esos hombres ideas sumarias, pero muy precisas y ricas en contrastes.

Al mismo tiempo le falta un esquema de la evolución nacional en ese período más reciente. La oposición “civilización-barbarie” llena la época anterior a Caseros, y frente a esta lucha dramática le parece como si la era posterior estuviese vacía. La historia que le enseña la escuela le dice que en ese período se llevan a ejecución los ideales de la generación del 37. Esta interpretación sólo a medias es aceptable; la niegan hechos desconcertantes que asoman a cada paso (el desconcierto no es nuevo; lo advertimos, por ejemplo, unido a cierta desazón, en los escritos de la vejez de Sarmiento, que reflejan el instante en que comenzó a aflorar la nueva Argentina, tan parecida y a la vez distinta en muchos aspectos a la planeada por la generación del 37). Al mismo tiempo ignora qué fuerzas actuaban en el proceso que llevó al país de la presidencia de Mitre a la de Roca.

Romero sigue en la primera y en la segunda parte (el libro está dividido en tres: la era colonial, la era criolla, y – más brevemente tratada – la era aluvial) las líneas generales trazadas por la generación del 37, acusándolas quizá con más rigor y seguridad – trasuntada en una terminología ceñida y original – a la vez que examina con más detención el legado colonial. Analiza, por ejemplo, el llamado espíritu democrático de las masas coloniales en las que halla cierto sentimiento igualitario, pero no inclinación hacia el liberalismo; examina igualmente el pensamiento político de los protagonistas de la revolución, y halla que – sea porque tal era, en efecto, su pensamiento íntimo, o porque el ambiente no habría tolerado otros enunciados más revolucionarios – están los patriotas argentinos más próximos a los sustentadores del moderno liberalismo español del siglo XVIII que de los revolucionarios franceses; que, como los españoles, son decididamente liberales en lo económico, más moderados en lo político, y escrupulosamente conservadores en materia religiosa. Pero el autor nos da la medida de su valor al no perderse en la maraña de los hechos más recientes – los de la Argentina aluvial –. No significa ello que simplifique lo que es de suyo complejo, ni que quiera ver como definitivo lo provisional y cambiante; sí que señala con decisión y claridad qué elementos intervienen en la compleja formación de la segunda Argentina.

Luego de Caseros, y especialmente luego de Pavón, llegan al poder los ejecutores de los propósitos de la generación del 37. Suponía ésta necesaria una conciliación; estaba dispuesta a aceptar la legitimidad de los recelos que había despertado en las masas el plan unitario, pero se proponía a la vez transformar radicalmente al país (mediante la inmigración y el capital extranjero) de tal modo, que los grupos que se oponían al ideal del estado organizado ocupasen un lugar menos importante en la nueva estructura social. Mientras tanto se avenía a aceptar una participación de esos grupos en el gobierno (los núcleos que gobiernan en las provincias del interior varían muy poco luego de la caída de Rosas). Lleva a cabo el plan una minoría aristocrática, a la que las masas reconocen ciertas virtudes republicanas que hacen tolerable el monopolio del poder en manos no siempre blandas.

Pero la transformación del país siguió un cauce no totalmente idéntico al esperado. La inmigración – que no vino, como esperaba Alberdi, de los países sajones – introdujo grandes masas cuyo nivel cultural no era apreciablemente superior al de las locales, y cuya existencia espiritual estaba desquiciada por el transplante. Estas masas obraron de disgregante poderoso de los ideales de las criollas, y los sustituyeron en parte por el único que ahora poseían, un ideal de elevación individual en la sociedad mediante la conquista de la riqueza. Así fue cambiando el carácter de las masas argentinas, substituyéndose a los grupos coherentes de la “Argentina criolla” los guiados por ideales aún más imprecisos, pero no menos imperiosos, de la “Argentina aluvial”.

Al mismo tiempo se producía un cambio en el equipo gobernante. Ya en la elección de Sarmiento influyeron los grupos provincianos que se reconstituían lentamente, ahora bajo el signo liberal, y que finalmente obtuvieron con Roca la preponderancia en el gobierno de la Nación. Ello les resultó posible gracias a la transformación de la aristocracia republicana; halló ésta que su estilo austero de vida no era apreciado por el nuevo conglomerado criollo-inmigratorio, y por otra parte tendió a abandonarlo espontáneamente ante las oportunidades de enriquecerse junto con el país, que lo hacía con ritmo vertiginoso; a la vez que apartaba de sí a algunos de sus miembros más valiosos: un Mitre o un Sarmiento.

Se constituyó así un Estado fuertemente centralizado, manejado en provecho de las que Mitre llamó “ligas bastardas de mandatarios”, por un Poder Ejecutivo que en manos de Roca alcanzó un poder enorme. No por ello fue abandonado totalmente el plan de la generación del 37; se llevaron a cabo reformas liberales que condujeron a la oposición a los grupos católicos, a la vez que se acentuaba en el grupo oligárquico la preocupación fundamental por el orden y un cierto desprecio por la democracia universal que en el grupo del 37 nacía de la experiencia rosista.

Frente a esos núcleos se unieron al principio todas las fuerzas opositoras: miembros de la aristocracia liberal, como Mitre, católicos opuestos a las leyes laicas, junto con los voceros del nuevo conglomerado que substituía a la masa criolla.

Luego de la revolución del 90 esos grupos se separan, y alcanza preponderancia entre ellos el radical, que expresaba los anhelos imprecisos de la nueva masa aluvial. Llega la Unión Cívica Radical al gobierno en 1916, cuando la oligarquía se resigna a dejar el poder, pero debido quizá a la heterogeneidad de los impulsos que la mueven, no logra concretar una línea de gobierno, especialmente en el campo social, en el cual adopta una actitud incoherente. En el campo político, se propone desalojar a las oligarquías locales y en su modalidad más característica – con Yrigoyen – instituye una vez más un Poder Ejecutivo poderoso y avasallador.

El fracaso del radicalismo yrigoyenista – que constituía indudablemente la corriente más poderosa dentro de la democracia popular, y cuya política imprecisa y floja era en buena parte consecuencia de la vaguedad de los ideales muchas veces contradictorios sustentados por las masas en las que hallaba apoyo – lleva una vez más al gobierno a las oligarquías conservadoras, que, creyéndose en parte autorizadas por el fracaso de la democracia universal, y en parte como eco de los acontecimientos europeos, adoptan una ideología nacionalista y antiliberal, en la que ven un trasunto del fascismo. Pero el ciclo de la Argentina aluvial no se ha cerrado. Permanece inconcluso, y “fuera ingenuo intentar una respuesta a la grave cuestión de cuáles de estas fuerzas prevalecerán en las próximas etapas de nuestra vida política y cuáles marcarán con su sello el proceso de ordenación social e institucional en que nos hallamos”. Señala, sin embargo, el autor su simpatía por la tendencia que sustenta en la Argentina el partido Socialista, que incorpora ideales de una y otra línea – la de la aristocracia liberal y la de la democracia popular –, conciliándolos en los de una democracia social.

Que Romero haya querido seguir las grandes líneas no significa que ignore las diferencias más menudas ni que desdeñe recordar a aquellas figuras – aún grandes figuras – que se han apartado de las dos líneas opuestas en las que se resume la formación de la Argentina más reciente. No ha olvidado, por ejemplo, a Aristóbulo del Valle o a los grupos católicos de oposición a la oligarquía liberal, o a Lisandro de la Torre. Ni, dentro de la tendencia conservadora, se olvidan los rasgos que individualizan a Pellegrini o a Joaquín González, o dentro de la democracia popular, lo que separa la modalidad de Alvear del radicalismo yrigoyenista, y aún, en breves líneas, lo que caracteriza a Palacios dentro del socialismo. Es mérito del libro, además, llegar en un instante en que la mejor conciencia argentina se halla entregada a un apasionado examen, en el que se atribuye, junto a errores y faltas muy reales, algunos vagos crímenes imaginarios; en el que Hispanoamérica cree ver cómo los defectos que hacían del argentino un vecino poco cómodo – jactancia, orgullo nacional desmedido, afirmación ruidosa de sí propio – se articulan en el perfil definitivo del fascismo. Ante todo esto, el libro de Romero contribuye a poner las cosas en su punto: frente a una nación que tuvo hace muy pocos años su nacimiento tumultuoso, que está aún lejos de haber alcanzado su figura definitiva, no puede haber lugar para la desesperanza incondicionada.