José Luis Romero (1909-1977) y América Latina.  Su significación continental y los dilemas del  pensamiento latinoamericano.

1. Presentación

Hace dos años se conmemoraron los cien años del nacimiento del historiador argentino José Luis Romero. No es la ocasión aquí, para desentrañar con detalle, los pormenores de la vida y obra del insigne latinoamericanista. Trataremos de recoger aspectos centrales de la obra del profesor argentino, de modo que podamos orientar la discusión en dos planos específicos: el de la contribución intelectual a la historiografía latinoamericana, en lo que atañe a la construcción de la imagen de América y a los escenarios analíticos que él desarrolló; y de otro lado, dimensionar los problemas que ofrece al lector de hoy, la reconstrucción del problema de las independencias de nuestro continente, al celebrarse ya 200 años de la emancipación de América frente a España.

Es necesario agregar que sobre José Luis Romero existen trabajos sistemáticos biográficos que auscultan los pormenores de su vida y trayectoria pública, como igualmente se hallan publicaciones especializadas de su influencia científica en el amplio espectro de las ciencias sociales a nivel latinoamericano por supuesto, pero también a nivel mundial. El lector que quiera acercarse a la obra de Romero bajo esas dos perspectivas, es necesario que consulte los siguientes referentes bibliográficos, los que ayudan a tener una idea amplia y general sobre el proyecto intelectual del insigne argentino, “De historia a historiadores. Homenaje a José Luis Romero” (1982), Félix Luna: “Conversaciones con José Luis Romero” (1986), Rafael Gutiérrez Girardot: “Hispanoamérica: imágenes y perspectivas” (1989), Alexander Betancourt Mendieta: “Historia, ciudad e ideas. La obra de José Luis Romero” (2001) y Omar Acha “La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero” (2005), entre muchos otros.

2. La historia en Romero, sus problemas y sus conexiones con América Latina

La reconstrucción de un proceso histórico siempre constituirá un reto y demandará esfuerzos inusitados en la claridad, en la concisión y en el detalle. Más aún, la reconstrucción de “las independencias latinoamericanas”, solicita esfuerzos analíticos que exigen romper con las miradas habituales y con los lugares comunes transmitidos de generación en generación a lo largo del tiempo. La historia sobre las independencias se ha interpretado preferentemente a partir de los acontecimientos en sí, sus fechas, sus héroes, sus batallas, sus triunfos (Ocampo, 1999), pero en menor medida se ha impulsado la óptica por hacer “viva la vida histórica” (Romero, 1988, p. 37), esto es, por confrontarla, debatirla, por dialogar crítica y constructivamente con ella. Las interpretaciones históricas de las independencias en el siglo XIX, estuvieron trazadas por el esfuerzo político de las elites de legitimar sus naciones independientes, aunque la historiografía del siglo XX, no fue ajena igualmente a dicha actitud común entre los equipos intelectuales.

Las historias patrias y con ellas, la noción de identidad nacional que las amparaban en el siglo XIX, fueron elaboradas por los grupos de intelectuales que eran al mismo tiempo, o militares y políticos, o políticos y ensayistas, o políticos y periodistas, cuya tarea fue legitimar y respaldar la obtención del poder de sus respectivos partidos según sus ideologías particulares dentro de sus regiones y localidades, acorde a las geografías que pertenecían. De esta manera la relación entre historia y nación latinoamericana se conformó a partir de las narraciones que fueron preferentemente autobiográficas, en el estilo ensayístico de la época que aparecían, o en los pocos periódicos existentes, o mediante la correspondencia privada en las que se exponían lo que fueron las primeras explicaciones sobre el pasado, pero contenían una intencionalidad firme de delimitar y darle referentes a la construcción político cultural de los territorios, aquellos que se fueron separando de España, en el curso o luego de las batallas independentistas, constituyéndose las primeras identidades nacionales en el marco de una constante rivalidad local y regional.

Sin embargo, la relación entre la historia y la construcción de la nacionalidad abrigaba una tendenciosidad entre los grupos políticos e intelectuales durante el siglo XIX, la de resaltar o abreviar, la de visibilizar o hacer invisibles, los procesos políticos de construcción de la nación; además de segmentar el contenido narrativo de la construcción de la nacionalidad, por cuanto, dependiendo del grupo o del sector social, de la ideología o de la estratificación social, esas historias patrias fueron dominantes según la interpretación de quienes las hacían, o de acuerdo al pasado que se quería validar o desautorizar según los intereses de diverso orden. De modo que no es de dudar que el entrelazamiento historia e ideología política y nación en América Latina fue muy fuerte en las primeras décadas del siglo XIX y XX, ya que como indica Alexander Betancourt Mendieta en su libro, arriba mencionado, dedicado a la obra de José Luis Romero, considera que:

“la figura del historiador en América Latina desde el siglo XIX, está asociada a la imagen de los acontecimientos heroicos que tienen que ver directamente con los hechos políticos. Efectivamente, las llamadas “historias patrias”, consolidadas como tales a lo largo del siglo XX, representan esto que se ha dado en llamar el modo tradicional de escribir la historia en esta parte del mundo. En ellas, la función pública del historiador y del relato histórico se redujo a la restauración de los fragmentos del pasado a través de grandes narraciones con las cuales se han creado las consciencias históricas nacionales. Vigentes aún en el ámbito social y político de nuestros días, las “historias patrias” plantean un menoscabo del legado del pasado debido al esquematismo que les regló su reproducción mediante las versiones escolares de la historia nacional. Estas versiones obviaron, como todo resumen, las tensiones fundamentales que se cernieron sobre las obras historiográficas elaboradas en el siglo XIX en el momento de su creación. Esto les da a las “historias patrias” el aspecto de una narración canónica a la que se vuelve reiteradamente, con facilidad y sin conflicto, en las aulas de clase, las conmemoraciones y los discursos”. (Betancourt, 2001. pp. 13-14).

La inclinación de las historias patrias a legitimar la nacionalidad bajo esas perspectivas, agrega una consideración problemática que ha sido usual de la historia latinoamericana, la periodización o el tiempo histórico. Fue corriente de la historiografía del siglo XIX y parte del XX, considerar las temporalidades históricas a partir de fechas emblemáticas, batallas, acciones heroicas, individualidades, acontecimientos inusitados, eventos inesperados, entre muchos otros, o a resaltar lo que les interesaba en el recorrido histórico, de modo que pudieran justificar el ascenso en el poder o la emergencia en la construcción de las naciones, de grupos o sectores sociales, de modo que se pudieran mitificar los personajes, los hechos y los acontecimientos acaecidos. No fue casualidad de la historiografía latinoamericana el que se orientara en sus inicios a lo local o regional, por lo que la nación se pensó desde la particularidad bajo una percepción del tiempo histórico subsumido en el recorrido lineal o considerado estrictamente rectilíneo, sin contar con las discontinuidades o destiempos, como con las disyuntivas históricas o las contradicciones de las temporalidades sociales y políticas en las que se desenvolvían.

Así, el discurso de la nación como linealidad marcó la preferencia como la preponderancia de los estudios historiográficos latinoamericanos a principios del siglo XIX, en especial, se utilizaban cortes temporales que necesariamente iban aparejados; el descubrimiento, la conquista, la colonización, las batallas de la independencia, la construcción de los Estados nacionales independientes, las repúblicas, las naciones en las primeras décadas del siglo XIX; todas ellas se colocaron en la reflexión histórica de manera sucedánea. Este recorrido era lo corriente, lo común y lo normal, porque se consideró que los inicios de la nacionalidad se fundaba con las batallas o en medio de las guerras de independencia, contexto o marco temporal en la que se trazaron una diversidad de polémicas, que definieron con el transcurrir de los eventos políticos, entre otras actitudes, las ideas liberales o conservadoras, indistintamente, confrontaciones éstas por lo demás visibles en dos de los grandes arquitectos de “América”, en Andrés Bello con su “Resumen de la historia de Venezuela” (1812) o en la insuperable obra de Domingo Faustino Sarmiento  “Facundo” (1845), por mencionar al azar estos dos monumentos intelectuales del continente.

A lo largo del siglo XIX, hubo una intensa polémica sobre los orígenes de la nacionalidad o de la nación, en la que las ideologías políticas definieron las corrientes interpretativas, que preferentemente se movieron, en el péndulo de los antihispánicos o prohispánicos. Sobresalen a este respecto; el mexicano Lucas Alamán, el colombiano Miguel Antonio Caro, el venezolano Cecilio Acosta del Valle, el ecuatoriano Gabriel García Moreno, por los conservadores, defensores y admiradores de la empresa española; de otro lado, despuntan los nombres del argentino Domingo Faustino Sarmiento, el colombiano Miguel Samper, el cubano José Martí, el chileno José Victorino Lastarria, el peruano Manuel González Prada, en una línea de radicalismo liberal contra la civilización española. La construcción de la percepción histórica en sentido continental, es decir, la idea de América como unidad, como universo, los acompañará a ambos pero por vías diversas y es sólo a la entrada del siglo XX, en la medida en que la historia se profesionaliza lo que hizo cobrar consciencia de esta dimensión, en un redescubrimiento de los procesos variados, discontinuos y contradictorios de la personalidad política del continente americano.

No sería pertinente ahora entrar en detalle sobre la imagen de América y su relación con la narración histórica a principios del siglo XIX, en la que una importante tradición de escritores y pensadores se dedicaron a auscultar la trama en primera instancia de las turbulentas batallas de independencia. Pero por la labor pedagógica que contiene este capítulo, es imprescindible mencionar la necesidad de la lectura de la obra del cartagenero Juan García del Rio, titulada “Meditaciones Colombianas” (1829); o valga la pena citar a José María Samper con su espléndida reseña y análisis de los acontecimientos políticos que llevaron a nuestras independencias, titulada “Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas hispanoamericanas: con una apéndice sobre la orografía y la población de la confederación granadina” (1861). Ambos libros se dedican a la reflexión de la construcción del Estado Nación hispanoamericano en sus inicios, sus avatares, y sus oscilaciones como las ambivalencias y ambigüedades. Sin embargo como este capítulo trata es de la obra de José Luis Romero y su importancia para Latinoamérica, enfocándose en el tema de las independencias, se centrará en los puntos específicos por los cuales se puede aseverar sin presunción pero sin tergiversación, que el historiador argentino es uno de nuestros clásicos del pensamiento latinoamericano.

Destaquemos entonces lo anterior, si bien, la historiografía latinoamericana en sus inicios decimonónicos fue nacionalista pero vinculada a los problemas locales o regionales, más que continentales en sí, volcada a definir los contornos de las nacionalidades, a lo largo del siglo XX también, se aceptará que no fue árida la imagen continental de América, por cuanto fueron apareciendo obras seminales con intención de totalidad, que merecen el rango de historias de América, basadas en trabajos con ópticas de cientificidad, además de contener elementos de utopía, esto es, cargadas en su interpretación con la sentencia que afirma que “descifrar el pasado con el ánimo de propiciar o de impulsar los cambios necesarios para repensar el presente y el futuro”, es la tarea de la historia en nuestras tierras.

Ya para el siglo XX, se podrían reseñar trabajos clásicos sobre la historia latinoamericana en la que la comprensión y el estudio, a veces en algunos casos, rebasa la intencionalidad “utópica” del siglo XIX, o en otros se mantiene esa concordancia entre “el esfuerzo intelectual y la esperanza”. Basta señalar al azar, a autores y títulos como los que siguen: Tulio Halperin Dongui “Historia contemporánea de América Latina” (1969), Garlos Rama “Historia de las relaciones culturales entre España y América Latina” (1982), Françoise Xavier Guerra “Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas” (1992), Ricardo Levene “El mundo de las ideas y la revolución hispanoamericana de 1810” (1956), Jorge Basadre “La multitud, la ciudad y el campo en la historia del Perú” (1947), David Brading “Orbe Indiano. De la monarquía católica a la monarquía criolla” (1998), Mario Góngora “Historia de las ideas en la América Hispánica y otros ensayos” (2003), por sólo mencionar algunos representativos. La obra de Romero ofrece una peculiaridad que expresa con un condimento intelectual que lo hace diferenciable de muchos otros; trazar una labor investigativa que tiene otro aliento como unas aspiraciones divergentes y diversas con muchos de sus contemporáneos.

3. José Luis Romero: Su significación continental en la imagen de América

Las obras de Romero constituyen un legado incuestionable para la investigación de temas o problemas latinoamericanos, en varios siglos. Hay que añadir que su contribución a los estudios de nuestro continente se revelan en sus intenciones metodológicas, como a un mismo tiempo se perfilan en el orden de lo teórico, en la que siempre reñía su concepción de la historia, con la noción positivista que era la dominante en las áreas de la enseñanza universitaria como en la actividad intelectual del mundo en ese momento. Hay en él una insistencia a la crítica empirista o positivista de la historia latinoamericana, como también tiene un interés específico, desvelar las carencias como las insuficiencias de dicha historiografía, sin la agresividad de quien destruye y más bien con la actitud de bondad de quien se dispone a la discusión o al debate sereno.

La concepción histórica de Romero, así como la crítica al empirismo o al positivismo histórico que realizó se debió, a un estilo diverso en la concepción metodológica que aplicó en sus estudios históricos, esto es, a un modo diferente en el manejo y en el análisis de las fuentes, como también de su reflexión. En contravía a aquellos que tenían como prevalencia para calificar la historia como ciencia, los datos, en estricto sentido, es decir, a validar la historia en el archivo, en los documentos primigenios, lo que es sustantivo y es esencial en la lucha contra la especulación y la propaganda dentro de la investigación histórica, Romero acudió por ejemplo no pocas veces a las fuentes literarias, a las biografías, a los epistolarios, a la prensa y las revistas como “documentos empíricos”, y les dio una peculiaridad en el análisis, dando cuenta que la historia no es de calendario o de reloj en sí misma, por decirlo de algún modo.

Contra la obsesión, con que muchos historiadores latinoamericanos se empeñaron en establecer apologías empíricas, de los procesos económicos, políticos, sociales y culturales, en especial hacer contabilidad de las etnias, de los grupos o de las clases, de los sucesos o acontecimientos del continente, sin mediaciones, sin diálogos y menos sin reflexiones sobre los procesos intrincados que el devenir histórico expresaba, Romero varió con la obstinación y la pasión que le fue característico en sus esfuerzos, el desvelar desde la historia nuestra personalidad y nuestra identidad. Lo anterior se hace claro como lo indica Romero, en su prólogo al libro “Latinoamérica: las ciudades y las ideas” (1976), en la que señala cómo lograr construir la historia de nuestro continente como una unidad:

“La historia de Latinoamérica, naturalmente, es urbana y rural. Pero si se persiguen las claves para la comprensión del desarrollo que conduce hasta su presente, parecería que es en sus ciudades, en el papel que cumplieron sus sociedades urbanas y las culturas que crearon, donde hay que buscarlas, puesto que el mundo rural fue el que se mantuvo más estable y las ciudades fueron las que desencadenaron los cambios partiendo tanto de los impactos externos que recibieron como de las ideologías que elaboraron con elementos propios y extraños. Esa búsqueda es la que se propone realizar este estudio que, en principio, es una historia pero que quiere ofrecer más de lo que habitualmente se le pide a la historia” (Romero, 1999, p. 12).

Al centrarse en las ciudades como referente histórico, como contexto reflexivo de la investigación, escenario de análisis igualmente cultural, no obligaba a Romero a describir como a clasificar el mundo urbano en una escala de niveles, físicos, arquitectónicos e infraestructurales, como era lo exigido, sino por el contrario, el “Mundo Urbano” era la pieza clave, el peldaño de un armazón en el que podía analizar el continente latinoamericano como una unidad, es decir, unidad continental en un largo y extenso proceso que está conectado a los problemas de la historia occidental. No se desagregaba Latinoamérica como una unidad insular, como una porción desterrada del globo, todo lo contrario, se dimensionaba su especificidad, sin perder los lazos como las distancias y las diferencias con los trazos que heredó del mundo europeo occidental.

¿Por qué el mundo urbano? La ciudad era un referente analítico entonces que le permitía a Romero, la unidad dentro de la diversidad, la especificidad en medio de la generalidad, en un diálogo entre lo universal y lo particular a un mismo tiempo, en la que podía construir los ritmos de un proceso histórico sociológico que le permitía encontrar las continuidades como las rupturas de los problemas que tras los grandes eventos históricos como la conquista, la colonización, las independencias y la formación de las repúblicas, entre muchos otros, definieron la personalidad del continente americano, en diversos planos de la configuración de la vida social, sin inclinarse a las actitudes apologéticas o a las nociones reactivas frente a la integración mundial de los latinoamericanos.

Como lo indica Rafael Gutiérrez Girardot, los particularismos que dominaron la interpretación de la historia latinoamericana, los hispanizantes, los anti hispanizantes, los americanistas o los indígenas, constituían una concepción parcial de la historia, que como expresión segmentada, ya se había configurado en el mundo occidental también, en los momentos en que Romero consolidaba su labor intelectual, ya que en la misma historia europea se expresaron esos particularismos bajo las diversos totalitarismos, los nacionalismos o los fascismos, es decir, bajo la bandera de reivindicación de un sector, un grupo, una clase o una etnia o raza, que se delató bajo la misma intención pero con otras motivaciones en Hispanoamérica, por ello arguye Gutiérrez:

“Con esta otra discriminación política y cultural que se tradujo con el nombre demagógico de Indoamérica vino la otra irracionalidad, tan de origen europeo como la del indigenismo, esto es, el telurismo, el culto a la madre tierra. La euforia indigenista o telurista acentuó el provincianismo de la historiografía latinoamericana aunque decenios más tarde historiadores como el chileno Mario Góngora o el peruano Jorge Basadre dieron impulso a la historia social y asimilaron modernas teorías historiográficas francesas y alemanas, lo cierto es que en todos ellos se echa de menos una concepción y praxis universales de la historia y una fundamentación teórica que acompasa y se configura en el trabajo práctico”. (Conferencia inédita, Rafael Gutiérrez Girardot, Universidad de Antioquia, Medellin, 1999, p. 1).

El apego o mejor la reivindicación a ultranza de sectores, razas, grupos o etnias no era una invención latinoamericanista, ella se había ya construido como desiderátum en la historiografía europea, ya desde el periodo del Romanticismo o como reacción a la crisis de la democracia liberal en los años 20 que prefiguraron las reacciones de izquierda o de derecha que llevaron a los “regímenes totalitarios”, como lo indica de manera brillante el historiador inglés Eric Hobsbawm, aludiendo a ello en su obra “La Historia del siglo XX”, en particular su capítulo titulado “La crisis del Liberalismo” (Hobsbawm, 2003, pp. 116-147). Latinoamérica no fue ajena a este efecto dominó en que a partir de los años 20 diversas corrientes intelectuales empaparán de razones o innovaciones sus preocupaciones intelectuales que luego provistas de ideología marcarán en definitiva los procesos de masificación y de urbanización hasta muy entrado el siglo XX.

Los particularismos latinoamericanos reivindicaron con la política o la propaganda ideológica, momentos fragmentados de la historia del continente, aislando o marginando como era su intención, sectores o grupos sociales, eludiendo “la trama histórica”, parcializando su complejidad, o a veces simplificándola, hasta reducirla a retazos que caían bajo el dominio irracional. Lo interesante es, cómo al calor de esas disputas ideológicas entre un mundo de izquierdas y derechas preferentemente, o bajo las banderas de los dogmatismos políticos parcializados del momento en Europa y Latinoamérica (Uribe Célis, 1985), la misión de Romero dio un giro insospechado en la historiografía latinoamericana de la época, a la que no se eximieron otros intelectuales del continente, como lo resume de nuevo Rafael Gutiérrez Girardot refiriéndose al ilustre argentino:

“Para hacer historia sobraban las ideologías; era, en cambio, preciso tener en cuenta que “sin duda no todos los procesos históricos son de igual jerarquía, pero acaso ninguno carezca de ese encanto sutil —propio de la historia— que reside en la mutabilidad de las cosas”, como apuntó en el prólogo a ese libro titulado Sobre la Biografía y la historia. Con ello, José Luis Romero postuló una serenidad que desvirtuaba la pétrea crispación con la que la mayoría de los historiadores de entonces contemplaba el pasado latinoamericano: los hispanizantes, como el peruano José de la Riva Agüero, y los nacionalistas de diverso cuño como Ricardo Rojas. Los unos elogiaban con nostalgia el pasado colonial y aseguraban que la Independencia había sido inspirada por “los teólogos españoles de los siglos XVI y XVII; los otros culpaban ese pasado español de las desgracias presentes y afirmaban lo “criollo” o lo “indígena” como substancia de la verdadera historia y del futuro latinoamericanos. En esa disputa se pasaba por alto toda diferenciación y se recibía la literatura histórica europea como composición ideológica respectiva” (Gutiérrez, 1999, pp. 2-3)

En momentos en que crecía fuertemente la ideologización política de la historia o su contrario, la desideologización amparada bajo una idea de “neutralidad” como de asepsia positivista, de acuerdo al uso de las fuentes, los archivos y los datos; las tareas intelectuales a las que se encomendó Romero, se sustraían de los extremos y en medio de los dogmatismos como de la arbitrariedad de los prejuicios de la labor científica, abrió una brecha que sería rica, variada y sustancial para las posteriores generaciones que como lo indicaba Pedro Henriquez Ureña en su prólogo al libro la “Utopía de América” requerían innovar la tradición del pasado continental, o mejor construir tradiciones fundadas o normalizar los trabajos científicos sobre el acumulado histórico del pensamiento latinoamericano para comprender el presente y proyectarse al futuro, es decir, “Heredar no es hurtar” (Henriquez Ureña, 1989).

Volviendo a la centralidad del proyecto intelectual de Romero, la ciudad como referente transversal, fue un escenario esencial para periodizar los problemas latinoamericanos, que entre otras cosas, si constituía un objeto de investigación imprescindible para descifrar temas o problemas referidos al desenvolvimiento del continente en varios siglos. La construcción de las naciones latinoamericanas eran pensadas a partir de las “Guerras de Independencias”, como acontecimientos políticos unilaterales sin recabar adecuadamente en los rasgos culturales que los acompañaban, como el de las “ideas” generadas y constituidas a través de prácticas sociales e instituciones que fueron definidas por las “mentalidades”, dos acepciones intelectuales de Romero sobre las cuales volveremos a su análisis más adelante.

Así mismo se rehuía en ese contexto de la formación de las nacionalidades latinoamericanas, las complejidades históricas como los procesos acumulados que en diversas etapas determinó la construcción de la identidad latinoamericana. Romero estableció una periodización disímil, ya no detrás de la obsesión por las fechas, sino más bien, encarando los procesos sociales y culturales como también las mentalidades que componían los estratos o las estructuras históricas. En este punto merece Romero, su mayor atención. El mismo lo indica de manera clara cuando aseguró en su libro “Las ideas políticas en Argentina” lo que se proponía, esto es, lo expresaba de manera enfática: “Elaborar un estudio comparativo del desarrollo de las ideas en Latinoamérica, o al menos un ensayo en busca de las categorías que pudieran permitir la comparación” (Romero, 1946, p. 10).

Al trazar ese interés de analizar la historia latinoamericana, a partir de una metodología de “contraste y de comparación”, Romero añadió su propia concepción de la historia, es decir, una historia ni reducida a procesos políticos clasificables o descriptibles, ni compuesta por el anecdotario, el comentario fugaz, o la narración biográfica sin alcances o mediaciones sociológicos, lo que fundamentó de manera crítica en el libro “La biografía y la historia” de 1945. Para ello, o mejor para ahondar en esa perspectiva, el camino de Romero fue familiarizarse y aproximarse con los problemas de la Cultura Occidental, en la que en momentos como los años 30 y 40, los científicos e intelectuales del continente, se obstinaban en su labor por conformarse a la interpretación que los limitaba a las ideologías cerradas de los “nacionalismos” de izquierda y de derecha, considerados en el mundo como referentes ineludibles, oscilando bajo el péndulo que iba de los regímenes totalitarios de Italia, Alemania y España, a las democracias occidentales en ruinas, que llegó a establecer la polaridad de un orbe que tras la posguerra se movía entre la guerra fría y para Latinoamérica, la intervención imperial por el fantasma del comunismo en los años 50. Esta peculiaridad histórica en la que se debían aclarar el auge, la crisis y la decadencia de la cultura occidental, no era pesimismo, ni escapismo ni evasión en Romero, era búsqueda como interrogación del pasado en diálogo con el presente, tratando de hurgar en nuestra peculiaridad.

La utilización de la historia como antídoto ideológico en su manipulación o en su neutralidad, caracterizó a las generaciones latinoamericanas, en el sentido en que sus interrogantes y sus preguntas ya estaban respondidas bajo las banderas de una ideologismo tan voluntarista como tan puerilmente reaccionario, tan revanchista como vengativo, de modo que, conservadores históricos, nacionalistas históricos, indigenistas históricos, fascistas históricos, todos ellos, tras la argucia del discurso exaltado y del transcendentalismo fanático, que era una reminiscencia de los “Romanticismos europeos del siglo XVIII y XIX” (Rudé, 1988), se ubicaron en estas líneas históricas, con actitudes recurrentes, utilizaron pues la historia según los oportunismos como las conveniencias políticas.

José Luis Romero no se dedicó a esas parcialidades y a esas particularidades, por el contrario, tuvo a bien aquel arte que ninguno otro sabe del todo bien, según el poema de Jorge Luis Borges “In memoriam” (1989), a la muerte de Alfonso Reyes, que expresa en uno de sus apartados lo siguiente:

“El vago azar o las precisas leyes,

Que rigen este sueño el universo,

Me permitieron compartir un terso

Trecho del curso con Alfonso Reyes.

Supo bien aquel arte que ninguno

Supo del todo, ni Simbad, ni Ulises,

Que es pasar de un país a otros países

Y estar íntegramente en cada uno”.

Romero no se redujo a una época, a un espacio cultural o a un tema. Testimonia lo anterior el que los trabajos de Romero hayan pasado por el mundo helénico, los griegos, la Edad Media, el Renacimiento y la mentalidad burguesa, la modernidad, el siglo XIX, el siglo XX, de cada uno de ellos, a su Argentina, y por supuesto a América Latina, sin perder originalidad, rumbo, dirección y orientación. De los griegos a la Argentina del siglo XX, no se halla dispersión ni arbitraria disgregación, por el contrario en ese tránsito hay una unidad, una ilación como una búsqueda de contraste y comparación, en horizontes de pliegues y de rupturas.

Romero se dedicó a la cultura occidental, tratando de ubicar en ellos los procesos que en un largo, pero muy largo y lento proceso, se decantaron en Latinoamérica, como en su tierra natal. Pero en este juego, de tiempos como de contornos geográficos, la audacia de Romero fue la comparación y el contraste, la diversidad en la unidad, estos dos criterios, fueron utilizados por Romero de manera provechosa y rica como metodología. El descubrimiento histórico del mundo griego no era para Romero, la especialización y la erudición a ultranza, ni la Edad Media constituía huida, evasión o escapismo como queda dicho, ni menos aún refugio nostálgico; ambos terrenos o campos históricos tenían un sentido analítico de su proyecto intelectual, el mestizaje. Para muchos historiadores en la época de Romero, en los años 40 y 50, el tema de la Edad Media era un asunto de reafirmación o autoafirmación nacionalista, de rechazo a la ilustración y de paso, una crítica implícita a la crisis que experimentó tras las dos guerras mundiales, la democracia liberal; pero de otro lado, el mundo griego era la muestra de ese rechazo más enérgico, por la decadencia de la cultura occidental, en la que la historia o mejor los historiadores huían, como especialistas que en el fondo ahuyentaban las reflexiones de sus lectores, de modo que se imponían como “Idola Fori”, de la opinión pública histórica mundial, atenazándose bajo el ropaje del nihilismo o respondiendo de manera reactiva con el solapado conservadurismo.

Por el contrario, a través del mundo griego y la Edad Media, Romero trazaba un horizonte de preguntas, no estáticas sobre el pasado, sino más bien, eran sus trabajos suscitadores de una aventura sobre los procesos históricos en los que el lector de lengua española y por supuesto, el latinoamericano, podría encontrar las claves para comprender, analizar, reflexionar y entender las encrucijadas latinoamericanas; la principal, era el mestizaje, pieza clave y fenómeno histórico, político, cultural y social, a la que no escapaba indudablemente Latinoamérica. Romero hacía de la historia o de la vida histórica, algo plenamente vivo, la restituía para el presente y no la ahogaba para la posteridad a través de la aflicción o de la melancolía. Hacer viva la vida histórica era al mismo tiempo, preguntarse desde la historia por las encrucijadas y los dilemas de Latinoamérica, de ahí su esfuerzo ingente y descomunal en sus obras, para desde ellas hacer un ejercicio analítico que aplicaría sin exageración y sin extremismos, como era lo habitual, al descifrar los enigmas de la historia latinoamericana. Al respecto comenta Rafael Gutiérrez Girardot sobre uno de los libros acerca de Grecia escritos por Romero:

“Pocos años después, en 1952 publicó otro breve libro De Herodoto a Polibio. El pensamiento histórico de la cultura griega. Sobre Grecia y su cultura circulaba desde 1942 con insólito éxito la traducción castellana de Paideia. La formación del hombre griego de Werner Jaeger, que eximía a todo individuo culto interesado en Grecia de leer los textos griegos, de formarse un juicio antes de santificar al especialista, de explicar por qué el interés en Grecia tenía que tener algún sentido. El breve libro de José Luis Romero no sólo daba la lección de que el trabajo científico riguroso exige acudir a los textos originales, que para ello es preciso tener libertad intelectual y conciencia de ella sino también, que el pasado no es un ente etéreo” (Gutiérrez, 1999, p. 4).

La historia mediante fórmulas, clichés, consignas o recetas ha sido la preponderancia de la historiografía latinoamericana del siglo XX. A ella no se ha sustraído la universidad latinoamericana como sus intelectuales de las más diversas corrientes ineludiblemente a lo largo del siglo pasado y del presente. Detrás de la historia, de su descifrar y de su reconstrucción están no solamente el problema de los lectores, en los cursos de historia de América Latina suelen consolidarse esos prejuicios, de temas y profesores improvisados, quienes jamás han leído un clásico del pensamiento latinoamericano y por lo demás están atragantados de localismo y regionalismo. Las suscitaciones como las preguntas son la exigencia que el lector tiene al abrir las páginas de las diferentes obras de Romero, no era un objetivo de su trabajo intelectual la erudición o la especialización para resolver las inquietudes a los lectores, o para ahuyentarlo por el simple hecho de evitarle el esfuerzo de la reflexión por la carga de “autoridad” que imponen los historiadores mismos; por el contrario, las palabras y las preguntas están en situación, su propósito era demandar al lector un esfuerzo de diálogo y conversación con la situación histórica del pasado y del presente.

Las lecturas de obras de Romero cómo “La Edad Media” (1945), “Crisis y orden en el mundo feudoburgués” (1980), “La Revolución burguesa en el mundo feudal” (1967), “Maquiavelo Historiador” (1943), “La crisis de la república romana” (1942), “Estudio de la mentalidad burguesa” (1987), “Quién es el burgués y otros estudios de historia medieval” (1984), “La crisis del mundo burgués” (1997), “El ciclo de la revolución contemporánea” (1956) demarcan un panorama de inquietudes como de preocupaciones en las que el historiador juega un papel principal pero a él no se sustrae el lector en su “Toma de consciencia”, es decir, en la lectura que se halla en situación para decirlo con la Revista Mito (Gaitán Durán, 1999). Detrás de esta concepción histórica se abre el método, no se cierra, de modo que Romero no es historiador de resúmenes o compendios sino de síntesis reflexivas que ponen una vez más se reitera, al lector en diálogo con el pasado en el presente y a su vez, cuestionan al del presente a encarar el futuro.

Todo lo anterior se nota claramente en los trabajos de Romero ya citados, en especial en su libro insigne “Latinoamérica. Las ciudades y las ideas” (1976), cuando en ella a través del prólogo traza la disyuntiva entre historia política e historia social, asunto que se explorará más adelante. Como se puede colegir de lo anterior, la historiografía latinoamericana privilegiaba los acontecimientos políticos, sin más, con una periodización empírica burda, además de obstinarse por aquellos fenómenos que según se dilucidaban eran llamativos o rentables en las editoriales al uso, las dictaduras, los caudillismos, los personalismos políticos, los populismos, las guerras, las violencias, entre muchos otros fenómenos, elevados al canon de la esencia o de la originalidad de la identidad latinoamericana, sin causa alguna o sin comprensión, pero premeditadamente como mercancía de un boom literario, académico, universitario e intelectual. Por ello Romero luchó denodadamente por el conocimiento de Latinoamérica, en el que se exigía la “normalización” científica del saber humano y social en la que la convergencia profesor e intelectual es estrecha e ineludible. Como lo hace saber en el prólogo de su libro “La experiencia argentina y otros ensayos”. (Romero, 1980).

Predominó la historiografía política, con una tendenciosa actitud a afirmar o reafirmar los problemas latinoamericanos desprovistos de los procesos que debería incluir los problemas de la cultura occidental. Se reafirmó esa actitud de la historiografía latinoamericana además, sin conectar los problemas políticos y culturales a un mismo tiempo, sin hurgar con destreza, aquellos otros procesos más ricos y complejos como los sociales, se desconocían ilimitadamente o no se querían conocer en nuestro entorno. La obstinación de concebir la historia de Latinoamérica, exclusivamente como historia política, privaba de otra manera a las generaciones intelectuales, como a los lectores del aprovechamiento de la cultura universal, mutilados entonces, en una parcialidad o en un particularismo al que no se rendía indudablemente el historiador argentino, por eso admitía en su libro sobre las ciudades latinoamericanas lo siguiente:

“Sin duda, suele pedírsele a la historia sólo lo que puede ofrecer y dar la historia política: es una vieja y triste limitación tanto de los historiadores como de los curiosos que piden respuesta para el enigma de los hechos desarticulados. Pero este estudio se propone establecer y ordenar el proceso de la historia social y cultural de las ciudades latinoamericanas; y a esta historia puede pedírsele mucho más, precisamente porque es la que articula los hechos y descubre su trama profunda. Acaso en esa trama profunda estén las claves para la comprensión de la historia de las sociedades urbanas e, indirectamente, de la sociedad global” (Romero, 1999, p. 12).

Para alcanzar esa comprensión histórica y lograr la capacidad de síntesis requirió Romero el esfuerzo histórico de la asimilación de los muchos problemas de la cultura occidental desde el mundo griego a la modernidad, para con una plasticidad inusitada revertirlos no miméticamente, ni menos aún imitativamente, a la investigación de Latinoamérica, con destreza y versatilidad de unir al mismo tiempo, problemas genérico universales con problemas particulares y específicos; metodología que era una capacidad de síntesis magistral de la reflexión histórica, esencial para el redescubrimiento de los problemas latinoamericanos en los siglos XIX y XX.

La tendencia a la parcialidad histórica, es decir, a reificar lo local y regional, sin dimensión alguna, la predisposición a estudiar los temas, los problemas y los procesos de cambio, de manera lineal y plana, sin giros, sin quiebres, sin discontinuidades, dicho de otro modo, la actitud a “Naturalizar la historia”, sesgó a los historiadores a concebir la historia latinoamericana bajo una linealidad, sin percibir en ella, las variantes, las diversidades, las contradicciones como igualmente los ritmos lentos, los procesos de no cambio, las continuidades. En la medida en que Romero pasaba de Grecia a Argentina, de Argentina a la Edad Media, de la Edad Media a Latinoamérica, conjugaba la destreza del historiador que aprehende el tiempo y los ritmos de esos procesos, la corta y la larga duración, expresaba que Romero tenía una fuerza intelectual, sin que fuera ello entonces una muestra de diletantismo o de neófito vulgarizador, por ello una vez más lo afirma Rafael Gutiérrez Girardot, al referirse al papel que tuvo el mundo griego en Romero como clave de preparación y de metodología en los estudios de América Latina:

“En Reyes y Romero esta ocupación con el pasado griego tenía el propósito de despertar y fortalecer la conciencia histórica de Latinoamérica, de trazar un horizonte universal en el que se pudiera precisar la situación de Latinoamérica en el mundo. Reyes alternó sus trabajos sobre Grecia con trabajos sobre España, Francia y México. En el mismo año en que apareció el ensayo sobre las “Tres Electras”, Alfonso Reyes publicó su poética interpretación de la Conquista de México, “Visión de Anahuac”, José Luis Romero alternó sus trabajos sobre la Edad Media, el pensamiento histórico griego, la historiografía medieval española, “La crisis de la república romana” (1942), “Maquiavelo como historiador” (1943) con trabajos sobre la realidad política argentina, sobre figuras decisivas de Argentina como Bartolomé Mitre y de Latinoamérica como los argentinos Domingo Faustino Sarmiento y Alejandro Korn y del dominicano Pedro Henríquez Ureña, entre otros. Ejemplar fue así, su libro sobre “Las ideas políticas en Argentina” (1946). En Latinoamérica sólo se conocían hasta entonces las obras que sobre este tema habían legado los filósofos argentinos José Ingenieros y Alejandro Korn, es a saber, “La evolución de las ideas argentinas” (1918) e “Influencias filosóficas en la evolución nacional” (1919, publicada en 1938) respectivamente” (Gutiérrez, 1999, p. 7).

A esa actitud corriente Romero le dio una variación sustancial, frente a las peripecias de la historiografía dominante del continente todavía ancladas en lo nacional, en lo local y en lo regional, se añadía por tanto, el problema de pensar de forma lineal los problemas históricos del continente, es decir, más en la percepción de los procesos de cambio, en la velocidad, la aceleración, lo precipitado y la celeridad. Se rehuía investigar otros ritmos como otros fenómenos históricos más lentos, de mayor alcance y aliento, los que el mismo Romero denominó como los fenómenos de no cambio. En ese contexto, la percepción que dominó en Latinoamérica, era aplicar un estilo de la investigación que privilegiaba con preferencia los fenómenos de cambio, a su vez, sometió la historia política y con ellas a las ideologías, bajo este modelo metodológico, que acentuado tras las independencias a principios del siglo XIX, facilitaron las labores de legitimación de los Estados nacionales latinoamericanos, con una demanda a parcializar la historia, vaciando su complejidad. Por ello Romero, tras advertirlo de manera crítica, se oponía a esa inclinación corriente de los equipos intelectuales del continente, con la consigna de construir otras alternativas metodológicas, como lo alude con consistencia en la presentación al prólogo del libro “Pensamiento Conservador, 1815-1898”, en el que aprecia de manera contundente que:

“Más aún que en otras áreas, predominó en Latinoamérica después de la Independencia y a todo lo largo del siglo XIX una concepción de la ciencia histórica —muy difundida y de inequívoca estirpe iluminista— según la cual sólo parecen tener significado los procesos de cambio, y mayor significación mientras más acelerados e intensos sean. De hecho sólo de ellos se ha ocupado la ciencia histórica habitualmente, limitada como se veía por tradición a los fenómenos de la vida política. Empero es bien sabido que la vida histórica no se compone sólo de lo que cambia aceleradamente, y ni siquiera de lo que cambia en el mediano plazo. También forma parte de ella lo que cambia lentamente, y, sobre todo, lo que parece no cambiar a fuerza de ser insignificantes sus transformaciones a lo largo de extensísimos plazos. En rigor, sólo la justa percepción del juego que se produce entre esos componentes permite una exacta y rigurosa comprensión del conjunto de la vida histórica y ninguno de ellos puede ser olvidado” (Romero, 1986, p. 9).

El pensamiento conservador y las derechas constituyeron entre muchos otros temas, o mejor problemas histórico políticos explorados por Romero, da muestra de la importancia para nuestras sociedades de la investigación de los fenómenos llamados como “de no cambio”, o fenómenos de larga duración, que con insistencia impulsó en la investigación latinoamericana. El orden, la autoridad, las elites, la conservación, la moral, el poder, los cambios lentos y las estructuras sociales, la vigencia de los prejuicios o el mantenimiento de las clases sociales, el estatismo de la estratificación, como los privilegios, entre otros elementos de análisis se configuraron de manera versátil, en el historiador argentino, como lo expone en detalle en su obra “EL pensamiento político de la derecha latinoamericana” (1970). Eran objetos esenciales en los estudios o las reflexiones que se articulaban a propuestas innovadoras en una reflexión aguda sobre las relaciones entre las elites políticas y las masas latinoamericanas desde el siglo XIX y XX en nuestro continente. Pero la capacidad investigativa de Romero con los conservadurismos o las derechas se debía indudablemente a la profundización como al conocimiento que tenía del pensamiento liberal, o si se quiere racional liberal, ilustrado y moderno. Dicho conocimiento se lo brindó sus años de trabajo y de estudio con uno de sus temas predilectos, el de la mentalidad burguesa, de la cual se derivaban otras nociones no menos importantes, el progreso, la libertad, la igualdad, el desarrollo, la modernización, el avance o adelanto de las sociedades, todas ellas en medio de temporalidades problemáticas si se las aplicaban a Latinoamérica, siendo ellas juzgadas de manera plana en la historiografía tradicional del continente.

El tema no era nuevo, pero bajo la óptica que le imprimió Romero, abría nuevos interrogantes como novedosas consideraciones a la metodología histórica latinoamericana. Nociones como burguesía, mentalidad burguesa, capital, capitalismo, industrialización o tecnicismo entre otras, eran consideradas por sectores intelectuales ligados a las izquierdas, lo mismo que en las derechas, como fenómenos con los mismos sentidos y significados. Su semejanza sin distinción y sin desenvoltura, se debía a la recepción acrítica que les imponían los historiadores como a su vez, se establecían por los prejuicios dominantes por la ideologización particular de los procesos históricos latinoamericanos. Parecían todas ellas lo mismo, se las asociaban al imperialismo, al colonialismo o a la dominación global, lo que era en parte cierto. Esta capacidad para significar en un mismo sentido las nociones y los conceptos indiscriminadamente, era propio de los dogmatismos bajo los cuales se colocaba en un receptáculo o en un valija los fenómenos como los hechos, los procesos como los problemas, en fin, era una tendencia común que uniformaba el lenguaje como constituía un acervo de las formas reaccionarias de percibir los dilemas como las contradicciones latinoamericanas.

Oponerse a este uniformismo lingüístico en las ciencias sociales latinoamericanas, pero en especial en las ciencias históricas teñidas de positivismo o marxismo, no era una intención revanchista o vengativa de Romero, por el contrario, fue su mayor riqueza como su patrimonio a los estudios latinoamericanos bajo una concepción heterodoxa de la investigación y de los estudios en nuestros territorios. Por ejemplo, el concepto de ideología era un concepto politizado con una carga dogmática en la que se creía, entre otras razones que la ideología sólo la portaba un grupo y era de dominio exclusivo de una clase como de un sector o de una raza en especial que la imponía por medios racionales o irracionales. El concepto de ideología que fue manipulado como vulgarizado por ciertas corrientes latinoamericanas, a la luz de los trabajos de Romero, de sus obras como el de la Mentalidad Burguesa permitía una reconsideración profunda de su uso social e histórico en las ciencias sociales.

Se supuso que las ideas eran productos acabados como también eran producidos por las estructuras sociales dentro del dominio especial de una clase o de un grupo social como ha sido reiterado. En sus obras señaladas Romero hurga con versatilidad y pertinencia cómo las “ideas” se forman al calor de las situaciones, de las costumbres y las creencias, esto es, las ideas se construyen o en concordancia o en confrontación con estructuras sociales, son asistemáticas, cuando ellas van apareciendo desde la experiencia, luego se constituyen en sistemas, lógicos y estructurados que se presentan en cuadros razonados o constituidos científicamente, generando o las crisis o las decadencias de los sistemas sociales, o su transacción o connivencia pactada, como su florecimiento o aparición revolucionaria; es el caso estricto de la mentalidad burguesa que investigó Romero, en la que indica cómo ella desde el siglo XI emergía en su expresión opacada, luego se hacía visible y finalmente asumía su intencionalidad revolucionaria (Romero, 1987. Prólogo).

Es importante destacar esta concepción metodológica de las “ideas” en Romero porque ellas se constituían no ya por la mente y el intelecto, o eran producto de “equipos intelectuales” que las irrigaban en la sociedad; por el contrario, el interés de Romero fue articular las ideas con las actitudes, que eran más o menos costumbres, estilos, creencias, formas de comportamiento, es decir, se manifestaban en la vida diaria, como experiencias, percepciones o formas de ver la realidad. Además los filtros o los canales por los que se construyen las ideas no eran exclusivamente como se pensaba al uso mediante un “aparato ideológico” o mediante una “técnica mediática”, las ideas así como las ideologías forman mentalidades y ellas se distinguen y se semejan en la medida en que se establecen en tensión entre la experiencia y las estructuras sociales, entre el pensamiento y la acción, entre las instituciones y los comportamientos. Desde este marco, en una sociedad como la latinoamericana donde las ideologías en especial, las políticas no provenían de una base de originalidad, donde la estratificación social había experimentado el mestizaje, donde, la sociedad había igualmente pasado por abruptos procesos de transformación desde la conquista hasta el siglo XX, el interrogante era ¿Cómo lograr construir la unidad dentro de esa diversidad para pensar como totalidad Latinoamérica según sus ideas políticas? ¿Cómo apreciar desde el trabajo histórico lo propio de lo ajeno, lo particular de lo general, lo local y regional de lo nacional o continental según las ideologías políticas? Fueron interrogantes que no podían responderse bajo esquemas rígidos ni menos bajo modelos verticales e impuestos foráneamente, o reaccionarios como los extremismos de los indigenismos o los hispanismos, entre otros.

4. Historia latinoamericana y los dilemas del pensamiento político del continente

Los anteriores presupuestos, contribuyen para examinar con detenimiento uno de los puntos centrales como capitales de los aportes científicos de Romero a la historia de América Latina en sentido continental, el de las ideologías políticas. Ya hemos indicado la importancia del libro “Latinoamérica: las ciudades y las ideas” (1976), en la que la relación ciudad y literatura se unen como objetos preponderantes del análisis histórico. En primera instancia porque la ciudad como referente primordial guarda conexión con el problema de las mentalidades y de paso con el de la burguesía. Estos tres elementos del análisis histórico aparecieron en Romero no por casualidad, sino más bien por su interrogación e interés por la cultura occidental. Cabe añadir que en ese marco, la discusión de Romero fue contra las modas y de ahí con el problema de la supuesta dependencia intelectual y cultural del continente latinoamericano.

El esquematismo y la imposición de los modelos foráneos, la recepción acrítica como el diletantismo en las fuentes históricas, la repetición insulsa de citas extranjeras, así mismo la publicación de una bibliografía aparatosa como engañosa fue lo común entre los intelectuales latinoamericanos del siglo XX. Ofrecía este aspecto una situación en la que sin mayor reparo se aplicaban metodologías o lenguajes ajenos a realidades que como la latinoamericana desbordaban con mucho la interpretación como la explicación de los procesos sociales e históricos, haciendo de la dependencia intelectual y cultural un rasgo más de los prejuicios en los que se sustentaba la supuesta originalidad o se exaltaba la vanidad de los científicos en esos años.

No había actitud crítica en la recepción ni menos se propiciaba un diálogo con las fuentes y la bibliografía, todo lo contrario, se hacía una apología intelectual de lo extranjero sin más o se caía en el rechazo de otra apología de lo propio sin miramientos reflexivos y sin mediaciones históricas. Por lo tanto, los años 50 y 60 plantearon una variedad de retos que pocos pudieron acoger pero ante todo capitalizar o desarrollar pese al “imperialismo” como al “colonialismo” intelectual. Mientras el positivismo y cierto marxismo dominaban en los ambientes científicos latinoamericanos, en los que se exigía rigor como bandera y luego se empotraba como dogma o fanatismo, Romero, a parte de los intereses mostrados por la cultura Griega, la Edad media y el Renacimiento, como un medio metodológico y analítico de madurar los problemas y de mostrar a los latinoamericanos que no eran asuntos de la simple erudición, se enfrentó al tema de la “burguesía” y con ella, al de las “Mentalidades”, mostrando la faceta que le fue más propia como la de mayor reconocimiento. Heredero de la influencia de la Escuela de los Annales de Francia, sus trabajos seminales sobre este campo se convirtieron en una superación o si se quiere un deshabituarse de los muchos prejuicios que se habían replegado en la “Inteligencia americana” del siglo XX.

Desprejuiciar y deshabituar fueron dos actitudes que en complemento con las de innovar, o emular pero no imitar, se trenzaron en el avance del proyecto intelectual del historiador argentino. Sus obras ya señaladas aquí de la Edad Media y la mentalidad burguesa, constituyeron un horizonte de trabajo intelectual invaluable, cuya riqueza en el fondo abrían las puertas de la reflexión al problema de la modernidad en Latinoamérica, que se asociaba con capital, industria o capitalismo de manera común, pero que Romero vinculaba al debate sobre la cultura y las mentalidades, lo que brindaba ponderar como igualmente enfrentar, los acertijos como los dilemas de las sociedades latinoamericanas, preñadas de prejuicios frente a esas nociones y conceptos.

Ligados a los presupuestos económicos o a las clasificaciones empíricas donde se pudiera constatar la mentalidad burguesa, Romero ampliaba el espectro del problema de la modernidad latinoamericana sustraído de los clichés o a los lugares comunes, al considerar el problema histórico de la “mentalidad” y la “burguesía” en el marco de las tensiones entre idea y acción, entre pensamiento y acción. Era natural que el esquematismo o la imposición de modelos por fuera de la realidad latinoamericana, no pudieran percibir la complejidad, el contraste y la contradicción con la modernidad, con el desarrollo y con el progreso, pues, desde la conquista y la colonización se daban como hechos inalterables de la sociedad española, aduciendo que Latinoamérica heredó un orden feudal aristocrático, así sin más, en la que era imposible el rastro de formas de pensar o de percibir feudoburguesas, burguesas o radicalmente liberal modernas.

Al asociar la modernidad con el capitalismo como un problema de la infraestructura, del mercado o de la industrialización, tanto las teorías de la dependencia como las positivistas o marxistas, no comprendían, o no querían comprender según sus esquemas, que en la vida histórica, la acción o las estructuras, como las instituciones se forman igualmente de formas de pensamiento, de ideas, que no son necesariamente claras, o estables, o sistemáticas o doctrinales, esto para el caso del Latinoamérica. El tema de la mentalidad burguesa permitía como lo explica en su librito pedagógico titulado “Estudio de la mentalidad burguesa” (1987), observar los diversos planos de la vida histórica en la que se van formando las instituciones o las organizaciones sociales a partir de lo recurrente de las ideas, las creencias, las opiniones, las conductas, las costumbres o las valoraciones, que si bien, son no muy conscientes, o poco conscientes, adquieren un sentido pleno o profundo, que poco a poco se va sistematizando o se va institucionalizando hasta adquirir una expresión más organizada como completamente social conformando así un estilo o la mentalidad dentro de los grupos o clases sociales.

Bajo esta percepción, “la mentalidad” o su construcción analítica permitía situar en el plano histórico las relaciones entre crisis de una sociedad y al mismo tiempo, decadencia y florecimiento de otra, lo que era fundamental entender para los ritmos históricos que en últimas aplicados en Latinoamérica, eran considerados por los investigadores como fijos, esquemáticos, raudos y verticales sin darle lugar a la comprensión de sus expresiones, no solamente a lo largo del tiempo sino igualmente en el tiempo corto. El problema de “La mentalidad burguesa” contribuía a un ejercicio de reflexión histórica de los conceptos y las categorías, lo que constituía en Romero un paso imprescindible del análisis histórico, de una forma de teorizar en el camino de la investigación histórica, no de validar o reificar la realidad histórica que era usual en los historiadores latinoamericanos, acostumbrados al archivo o a la comprobación de la fuente, sino más bien, proponía un diálogo de la historia con la realidad, un problematizar la realidad histórica, bajo la exigencia de la autoconciencia del historiador, en la medida en que él no era el sujeto mismo abstraído de los objetos históricos, por el contrario, el sujeto histórico en contraste con los objetos y la realidad histórica, su intercambio y su contraste permanente.

En la medida en que Romero iluminaba críticamente los problemas, los conceptos y categorías, los procesos y las realidades históricas, se iluminaba igualmente el acontecer histórico del mismo historiador, su pasado como su actualidad, en un juego en que los planos de la vida histórica entran en conversación reflexiva o analizada, de modo, que no reiterara los prejuicios de la verificación, o comprobación, o confirmación de las realidades históricas en un marco de ausentismo como de inercia del historiador, sino por el contrario, en un campo de fuerzas entre la reflexión del historiador, el método y las realidades históricas. El tema de la “mentalidad burguesa” por lo demás planteaba en el centro de la atención de Romero, el de la formación de las ideas en la sociedad, el de la constitución de las mentalidades en los grupos sociales, el papel que esas ideas y mentalidades tenía en relación con los estratos o estructuras de las sociedades, en especial las latinoamericanas. Para sociedades como las nuestras, donde el mestizaje y la aculturación fueron experiencias definitivas en su construcción como Estado, nación e identidad, a lo largo de 500 años, la originalidad como la autenticidad constituían un dilema difícil de superar por lo fácil de caer en los entremos ya mencionados.

A continuación se procurará valorar y examinar algunos de los aportes que existen en la obra de Romero específicamente sobre el tema de las ideologías políticas en Latinoamérica y el objetivo principal de este capítulo, mostrar cómo se enfrentó al tema de las independencias, asunto capital en las actuales circunstancias, a propósito de las celebraciones acogidas en el continente por la conmemoración del bicentenario de las independencias. Para dicho tema es importante considerar como obras principales, el libro “Situaciones e ideologías en Latinoamérica” (2001), “Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1999)” y el prólogo al “Pensamiento político de la emancipación (1790-1825)” (1985). A través de esas tres obras primordialmente, se estimarán los aportes reflexivos y analíticos de Romero al pensamiento latinoamericano, en conjunción con otras pequeñas obras y ensayos, pero como queda dicho, referidos muy en específico al tema de las independencias de nuestro continente.

La obra de José Luis Romero, más que un aporte a los temas o problemas latinoamericanos, se inscribe en la contribución continental por comprender en términos metodológicos las tensiones que generan el análisis de las nacionalidades latinoamericanas y la investigación de Latinoamérica como una unidad en un proceso amplio de la cultura occidental. Su apuesta metodológica se ve con claridad en los dos ensayos con que inicia su labor analítica en el libro “Situaciones e Ideologías en Latinoamérica” (2001), en especial los dos capítulos titulados, “Situaciones e ideologías en el siglo XIX” y “Situaciones e ideologías en el siglo XX”. Ambas trazan una postura intelectual, consistente, que sin duda, pudo mantener de manera continua y uniforme, a lo largo de su trayectoria académica como investigativa, la unidad dentro de la diversidad. Al investigador que le sea atractiva pensar América Latina como una unidad ha de enfrentarse a varias demandas y exigencias, según lo advierte Romero, en sus dos capítulos que son propuestas metodológicas:

“En rigor, desde la aparición de Las ideas políticas en Argentina, hace ya más de veinte años, me propuse hacer un estudio comparativo del desarrollo de las ideas en Latinoamérica, o al menos un ensayo en busca de las categorías que pudieran permitir la comparación. Era un tema ambicioso que requería revisar muchos materiales no siempre fácilmente accesibles. Pero, de todos modos, una investigación de tal índole representaba un experimento tentador para un historiador de la burguesía europea, puesto que suponía indagar de qué modo el sistema de ideas elaborado en Europa desde la Edad Media, al compás de un largo y complejo proceso socioeconómico, se proyectó hacia América, donde la europeización se desarrolló de manera radical” (Romero, 2001, p. 3).

El vigor como la prestancia en la construcción de las grandes corrientes de ideas, en un compás que va de Europa a Latinoamérica al calor del mestizaje, indicaba la capacidad de Romero para percibir el proceso de especificidad en la que se podían auscultar los problemas latinoamericanos en varios siglos, en un esfuerzo de escudriñar desde una óptica universal los contenidos como las variantes en la que se circunscribían los temas de nuestro continente. Es un aprieto encontrar sistemáticamente trabajos que den cuenta de Latinoamérica como una unidad, ya que de manera habitual, los investigadores como los científicos latinoamericanos, se han dispuesto o al análisis de la corta duración, de lo actual e inmediato de los problemas latinoamericanos, pero de manera parcial, por localidades o regiones, sin elementos de comparación o de contraste; e igualmente se han imbuido en la larga duración, en el pasado lejano, con un distanciamiento agresivo, a veces ofensivo, sin comunicación con la actualidad o con el presente, a partir de las estructuras sociales pretéritas sin conexión alguna.

Lo que se podría aducir por lo anterior, que Latinoamérica es pensada desde los extremos, esos extremos constituyen polarizaciones que en ningún momento permiten las mediaciones o la construcción analítica de la unidad en términos continentales. Esas polarizaciones o lecturas extremas en Latinoamérica, la ha explicado Rafael Gutiérrez Girardot, al analizar las contribuciones continentales de José Luis Romero, de las que destaca entre otras, los nacionalismos, los indigenismos, las dictaduras y los protofascismos como se ha citado en este capítulo, pero que en relación inversa Romero supo explicar sin fanatismos, desde la perspectiva de la evolución de los problemas del pensamiento occidental. (Gutiérrez, 1989, p. 247)

Una de las tareas a las que se abogó Romero fue pensar Latinoamérica como unidad, como un conjunto si bien diverso, heterogéneo o diferencial, con rasgos de semejanza o de proximidad, en sus problemas como en su desenvolvimiento a lo largo de varios siglos, siguiendo con ello, las huellas de las investigaciones de su coterráneo, Sergio Bagú, el argentino exiliado en México, con sus obras “Economía de la sociedad colonial” (1949) y “Estructura social de la colonia” (1952), ambos trabajos de investigación, que construyen lo que fue el desvelo de Romero, pensar Latinoamérica en su construcción unitaria, en sus rasgos que la han unido en un proceso de larga y corta duración.

En ambos libros, se propuso Bagú no solamente construir una metodología de contraste y comparación que le permitiera profundizar en los estudios e investigaciones de Latinoamérica como un continente en conjunto, aceptando la diferencia y la diversidad de sus geografías y de sus regiones, como se comprometió desde esa perspectiva metodológica, a la elaboración de una sociología histórica latinoamericana donde más que el resultado, los datos o las fuentes comprobables o verificadas, era la reflexión histórica o mejor la autoconciencia histórica del pasado para desvelar el presente. Con esa misma intencionalidad, construyó Romero su designio intelectual, abrir desde el pasado, las preguntas pertinentes del presente, los acertijos y las encrucijadas de la actualidad, haciendo de sus obras realmente, libros abiertos del pasado, en el que el diálogo, la provocación, el debate y la confrontación entre el pasado y el presente, rinde los frutos de una composición histórica singular pero provechosa como fructífera.

Para realizarlo el primer paso que dio Romero fue auscultar la historia occidental, los ritmos, los giros, los ciclos y las etapas, no para refrendar la historia como dominación de una entidad, institución o grupo, sino para trazar los contornos de una composición en la que América Latina jugaba un especial papel, al decir de Alfonso Reyes ‘‘Entrada tarde al banquete de la civilización, América Latina vive saltando etapas” (Reyes, 1982). Con ese empeño y aprendizaje Romero supo moverse entre tierras, continentes y geografías que luego armadas en el crisol de Latinoamérica, le permitieron escapar a los extremismos como a los eufemismos hiperbólicos de las propagandas políticas del momento, los populismos o las dictaduras del continente. De nuevo lo expresa claramente Romero:

“La historia del desarrollo latinoamericano no puede ser la mera yuxtaposición de historias nacionales, y no poseemos sino esquemas muy precarios para analizar los fenómenos de conjunto. Fruto de ese esfuerzo son los cinco ensayos que aquí se reúnen. Me ha bastado introducir muy ligeras modificaciones en los textos para sentirme satisfecho a propósito de establecer suficiente continuidad en la exposición de los problemas, y toca al lector juzgar si, como yo creo, no es este volumen una simple recopilación de estudios sueltos sino un libro coherente, nacido de un pensamiento orgánico” (Romero, 2001, p. 4).

La insularidad o la marginación de los temas y problemas latinoamericanos, la atomización como la parcialidad en la investigación histórica era una insuficiencia de los desarrollos analíticos de la inteligencia latinoamericana que no alcanzaba a pensar en términos continentales, pese a los esfuerzos de latinoamericanistas virtuosos como las obras de Pedro Henriquez Ureña con sus dos libros “Las corrientes literarias en Ia América Hispánica” (1945) y la “Historia de la cultura en la América Hispánica” (1947), que construyen una tradición en esa intención de concebir a nuestro continente bajo la unidad y la especificidad; o Mariano Picón Salas con su libro “De la conquista a la independencia” (1944) y “Europa-América” (1991), en la que sin duda, en ellos, “heredaba sin hurtar” Romero, pero que a través de estos faros ineludibles pudo Romero iluminar, en un sentido alterno, potenciar mediante la innovación estas tradiciones intelectuales continentales.

Romero entonces pudo mediar esos tiempos, porque en el centro de sus pretensiones intelectuales, el tiempo era una entre muchas de las claves para considerar la investigación de Latinoamérica como una unidad. De Grecia a Roma, de la Edad Media al Renacimiento, de la Mentalidad burguesa a la modernidad, de la modernidad a las sociedades masificadas, de Latinoamérica a Argentina, mantuvo una integralidad en cada uno de esos espacios, en cada uno de esos tiempos y logró encontrar las particularidades como las divergencias en esos contornos que le permitieron sondear la encrucijada de Latinoamérica como una unidad, e igualmente como una diversidad.

Observemos las indicaciones que plantea desde el anterior contexto. Romero se concentró en temas políticos de Latinoamérica y para ello utilizó de manera deliberada la historia social y la historia de la cultura. Esa conversación abierta y flexible de la historia política en el marco del análisis social y cultural se debió entre muchas otras decisiones de Romero, a la superación de la historia como historiografía descriptiva o historiografía empírica y positivista, en las que tienen valor fundamental, el dato, el archivo, las fechas, que constituyen las fuentes esenciales del hacer historiográfico tradicional. Sin embargo, Romero amplió su espectro y bajo la versatilidad de la historia de las ideas, construyó con pertinencia, un campo metodológico de investigación y de análisis que le permitieron abarcar problemáticas de Latinoamérica tan discordantes como disímiles, esto es, las ideologías, las ciudades, las mentalidades, la cultura, la vida cotidiana, entre muchos otros, relacionándolos de manera indiscriminada pero no por ello, anárquica o fragmentariamente. De nuevo lo explica:

“De todos modos, me parece útil destacar en este prólogo qué es lo que creo que une los cincos ensayos, porque allí está, precisamente, lo que juzgo de mayor interés. En el campo de la historia latinoamericana son todavía escasos los estudios de historia social y han alcanzado, en cambio, vasto desarrollo y considerable brillo los de historia política. Estos ensayos parten del punto de vista propio de la historia social, pero no para detenerse en el análisis de sus problemas específicos, puesto que son casi meros enunciados, sino para señalar la estrecha relación que esos problemas tienen con los de la historia de las ideas” (Romero, 2001, p. 5).

Esta apreciación ha sido una consigna que ha rodeado el proyecto intelectual del historiador argentino José Luis Romero. Las incidencias intelectuales, los méritos, así como las contribuciones de Romero no son escasas como igualmente no son ínfimas en el trazado que le ha dado al pensamiento latinoamericano. La conjunción entre historia política e historia social, ampliaba en un rango científico las investigaciones de Romero sobre las ideologías políticas, difíciles de reconstruir en su originalidad como más aún, de establecer bajo fórmulas y esquemas sin atender los procesos y los contornos donde ellas se desarrollaban. Enmarcarlas en algunos de los moldes europeos era una deficiencia como una dificultad, porque ellas en su intencionalidad más allá que en su forma, traspasaron las fronteras como las márgenes en las que se suponía operaban o se desenvolvían.

Los liberales a veces se presentaban como conservadores, los conservadores como liberales, por poner un ejemplo, en el que era a veces absolutamente imposible delimitar, construir sus referentes o sus contenidos enmarcados exclusivamente en la óptica europea. Esta es uno de los aciertos, de los mayores aportes metodológicos de la concepción histórica latinoamericana de Romero, que las ideas en nuestro continente no se las podía enmarcar o señalar o encuadrar de manera segura como lo solían hacer los historiadores latinoamericanos tradicionales. De modo que para poder descifrar cómo operaban las ideas e ideologías en Latinoamérica era imprescindible el diálogo entre historia política e historia social, porque a la luz de los procesos de mestizaje las ideas no eran puras necesariamente ni eran del todo originales, como lo explica Romero:

“Quizás pueda afirmarse que en todas partes la historia social es inseparable de la historia política. En mi opinión es así. Pero quizás en el campo de la historia de los países de América Latina esta relación sea más estrecha y acaso más inseparable que en otros. El plazo de cuatro siglos y medio que cubre la historia del proceso de mestizaje y aculturación desarrollado en América no ha sido, ni podía ser, suficiente para otorgar estabilidad a las situaciones sociales y culturales, y en consecuencia, los conflictos no pudieron resolverse de otro modo que acudiendo a actos de poder que aseguraban el predominio de ciertos grupos. Esta circunstancia frecuente en todas partes pero más característica en la situación latinoamericana, enlaza la historia social y la historia política, y torna peligroso un acentuado desdén por la última, pese a la ya visible insuficiencia de sus procesos” (Romero, 2001, p. 10).

La referencia es importante porque las ideologías políticas no se pueden para el caso latinoamericano moldear de manera estática, ni aplicar como receptáculos vacíos que se imponen o no se aplican para la realidad. En ese sentido las ideas y la historia social comprendían que la recepción de las ideas políticas dependía de las geografías como de los entornos y contextos culturales en la que se fueron arraigando. Una de las mayores contribuciones de Romero fue haber reconstruido los entornos sociales sobre los cuales se recibían, se difundían, se discutían y se elaboraron las ideas en el continente latinoamericano. No se limitaba como muchos otros a explicarlas desde su contenido en sí, desde sus postulados o desde sus principios, sino más bien, recurriendo a la historia social, las explicaba de acuerdo a su ambiente y a sus situaciones sociales.

Las ideas son contenidos, pero para que ellas lleguen a ser tales, exigen prácticas sociales, en ambientes sociales y según unas situaciones que las invocan. Con esta manera de estudiar las ideologías políticas, Romero logró una capacidad analítica de los problemas latinoamericanos, en la que impedía los esquemas fijos, descubriendo así que las ideas se extienden en las sociedades porque ellas se dinamizan a partir de prácticas que emplean los grupos o las clases, los sujetos o las instituciones para hacerlas válidas o para desestimarlas. Esas prácticas sociales son propias de la vida cotidiana, la experiencia o como lo suele referir Romero, las situaciones sociales. La lectura, los espacios públicos, la vida privada, las instituciones de la vida intelectual, la experiencia, las creencias, las opiniones, los estilos de vida, las bibliotecas, entre otras, hacen parte de las ideas en cuanto esos escenarios llenan de sentido o le brindan sentido a las ideas, como de nuevo no los indica Romero:

“Mas de una vez he expresado mi punto de vista acerca de cuál es el campo propio de la historia de las ideas, y me remito al prólogo —y al texto, naturalmente— de un libro escrito con una marcada intención metodológica y que he titulado adrede ‘El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX’, para dar a entender a través de ese largo enunciado, cuál es la relación que me parece importante de ese largo enunciado, cuál es la relación que me parece importante perseguir para acercarse a los mecanismos profundos que operan luego en el plano de la historia política. No llamo ideas, solamente, a las expresiones sistemáticas de un pensamiento metódicamente ordenado sino también a aquellas que aún no han alcanzado una formulación rigurosa; no sólo a las que emergen de una reflexión teórica sino también a las que se van construyendo lentamente como una interpretación de la realidad y de sus posibles cambios. Estas otras ideas, las no rigurosas, suelen tener más influencia en la vida colectiva” (Romero, 2001, p. 5).

Esas otras ideas a las que alude Romero, son las que no están absolutamente dadas por esquemas fijos, por contenidos determinados por principios preexistentes, sino que se van formando de acuerdo a las situaciones sociales con las experiencias que las dinamizan entre los grupos sociales. De ahí que la labor por auscultar esas ideas en un plano de relaciones entre los ambientes sociales en que ellas operaban y las realidades sociales en las que se utilizaban, requería el análisis sociológico y cultural que unía a las prácticas sociales que las posibilitaban. No era un mero capricho u obstinación de Romero, partir de este presupuesto, sino por el contrario, era una búsqueda por entender la problemática del mestizaje, como un juego entre las ideas, los actores y las estructuras en un plano de temporalidades como de procesos de aculturación o de síntesis histórica de los grupos que las utilizaban en unas circunstancias o momentos específicos.

Revela lo anterior el que, con el ánimo de encontrar la esencia o la originalidad del pensamiento latinoamericano, lo que se busca como propio se convierte en dogma o en extremismo o polarización, ya que las ideas más allá de sus contenidos que las componen, ellas se utilizan acorde a las condiciones en las que se pueden recibir, pero igualmente, difundir, extender, debatir, discutir, analizar, controvertir, polemizar, como igualmente se pueden variar, se las puede juzgar o invalidar de acuerdo a la posición como a la estratificación social que las constituyen. Una razón más en la que Romero aprovecha este diálogo entre la historia social y la historia política es cuando asegura que las ideas en Latinoamérica dado el mestizaje se “bastardizaron”, es decir, se se reconvirtieron o se transformaron, alejándose o distanciándose de su procedencia o de su “bastión” de originalidad, perdiendo a veces su composición primera o su singularidad, asunto éste que es vital para una investigación o estudio de las ideologías políticas del continente, ya que muchos que se verían bajo un molde ideológico en la realidad se alejaban de lo que presumía se los podía ubicar en dichos moldes, para el caso lo estima Romero en su estudio sobre “pensamiento de las derechas latinoamericanas”, ya citado, pero en especial en el conservadurismo cuando afirma:

“Los partidos nunca han sido doctrinarios en tierra de Venezuela. Su fuente fueron los odios personales. El que se apellidó liberal encontró hechas por el contrario cuantas reformas liberales se han consagrado en códigos modernos. El que se llamó oligarca luchaba por la exclusión del otro. Cuando se constituyeron gobernaron con las mismas leyes y con las mismas instituciones. La diferencia consistió en los hombres. ¿Cómo llegaron, pues, a definirse unos y otros, fundamentalmente, como conservadores o liberales? Eran palabras que habían sido acuñadas en Europa y que se trasladaron a Latinoamérica; cada grupo las usó a su modo”. (Romero, 1986, p. 13).

Desde ese lente Romero expresó sin ambages los problemas metodológicos a los que se enfrenta el investigador al analizar las ideologías políticas de Latinoamérica. Sortear entonces la reconstrucción de las ideologías políticas exigía conocer no solamente los procesos, sino igualmente los ambientes sociales en que esas ideas discurrían a lo largo del siglo XIX y XX. Advertía Romero, la manera cómo el historiador ahondaba en los contextos sociales y culturales de Latinoamérica, además, el modo en que encaraba la misma reflexión como historiador. Esa preocupación de las relaciones entre ideas e historia social se perfila nítidamente en cada una de las obras de Romero aludidas al mundo medieval burgués, al mundo latinoamericano y por extensión al mundo argentino, de este último podemos destacar sus obras tituladas, “Breve historia de la argentina” (1965), “El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX” (1964) y “Las ideas políticas en Argentina” (1956).

5. América Latina y las independencias en el escrutinio de José Luis Romero

En el caso del prólogo al “Pensamiento político de la Emancipación (1790-1825)”, objeto de todas las consideraciones arriba construidas, es perceptible con mayor detenimiento, las argumentaciones de Romero acerca de una labor metodológica sobre Latinoamérica como unidad, que deja una impronta insuperable en los estudios sociales e históricos de nuestro continente a lo largo del siglo XIX y XX. La historia es el lugar de las preguntas del presente y del futuro, sin embargo, se ha impuesto un estilo de negar las contradicciones históricas, como un medio para neutralizar o para extrapolar, sin el entendimiento que es debido para descubrir o desenmascarar, las manipulaciones, las maquinaciones o las confabulaciones, que producen las interpretaciones históricas, producidas con intencionalidad maniática por la especialidad o por la opinión diaria. Habituados a utilizar a los ciudadanos como altavoces del poder, de los discursos del poder, se imponen el hábito del oficialismo, la oficialidad, como manto seguro de legitimidades superficiales y ambiciosas, en la que la “historia” es el amparo de la narración contada por los vencedores, impuesta temerariamente a los vencidos, o sea, la historia aceptada sin miramientos críticos e interrogantes, como dogmas incuestionables e inveterados. (Elias, 1982).

Intentaremos observar aquí analíticamente uno de los legados de Romero a la historia de nuestro territorio, el tema de las independencias. La reconstrucción de las independencias pasa por diversos filtros asegura Romero. Esos filtros se pueden describir en la historia europea de cuatro siglos por lo menos; España en sus múltiples fases imperiales hasta el siglo XIX; la conquista a la colonización; la historiografía misma de América en el siglo XVIII y XIX, el centenario y el bicentenario en las historiografías locales y regionales continentales, los intelectuales y su relación con el poder político durante esas fases, los medios de comunicación en su totalidad; en fin, la reconstrucción de la emancipación pasa por instancias que median sus análisis como sus interpretaciones. La independencia pasó por un mayor filtro, la “construcción de las nacionalidades” ya planteado en este capítulo, ya que las elites que se instalaron en el poder con la descolonización y la caída del imperio español, emplearon con sus intereses diversos, los argumentos que escatimaron eran propiamente los que justificaban su ascenso al poder político, sin duda, atravesados por las disputas en el control de la administración pública, los puestos burocráticos, la conformación del Estado, y la construcción de la idea de “identidad nacional”. Estas elites minoritarias durante el siglo XIX, justificaron o menospreciaron los legados de las independencias, en su afán de perfilar la construcción de los estados independientes (Halperin Donghi, 1985).

La variedad, los giros como la complejidad de las relaciones entre ideas y revolución en Latinoamérica es explicable entendiendo el entrecruzamiento de diversos factores históricos como en el profundo carácter paradójico o contradictorio a veces del evento que marca las “guerras de independencia en nuestro territorio” (Thiebaud, 2003). Expondremos por qué la discusión metodológica en la reconstrucción de las independencias latinoamericanas es una clave, entre muchas otras, para descifrar con alguna suficiencia analítica dicho evento continental y para ello, utilizaremos dos versiones conjuntamente, el prólogo a los dos volúmenes del “Pensamiento político de la Emancipación” (1985) del historiador argentino José Luis Romero, que aparece como capítulo en otra obra titulada “Situaciones e ideologías en América Latina” (2001).

Al inicio del prólogo a los dos volúmenes del “Pensamiento político de la Emancipación” (1985, 2001), José Luis Romero establece una diversidad de advertencias que ponen en evidencia las dificultades como las paradojas y las disyuntivas sobre las cuales, la investigación histórica de las independencias latinoamericanas ha realizado la interpretación de dichos acontecimientos. A su vez, Romero añade en esas mismas advertencias, una actitud en la que parece dudar sobre la existencia de una linealidad histórica como igualmente de una metódica, lógica y sistemática construcción latinoamericana del pensamiento político de la emancipación. Las sugestivas apreciaciones de Romero se enmarcan en el indicativo crítico que él mismo aduce frente a la historiografía latinoamericana del siglo XIX y XX, reiteradas en sus investigaciones sobre el continente, en la que centra sus observaciones polémicas en lo que respecta a las metodologías y las fuentes que se seleccionan para encarar las demandas al reconstruir los problemas latinoamericanos.

En su pertinente reconstrucción metodológica Romero destaca, las relaciones de las ideas y la revolución de independencia; los modelos ideológicos y las primeras formas de gobierno propuestos o aplicados por los proceres de las independencias; las mentalidades y las estructuras de las sociedades latinoamericanas, que en la actualidad son insuficientemente tratadas desde la investigación, pero pese a su tenue profundización analítica, son considerados por Romero como ejes principales de su ejemplar análisis. En el plano de la concepción histórica de Romero, él aduce la necesidad de un diálogo entre historia social e historia política, que para su momento constituía una invitación como una oposición sosegada frente a la historia positivista latinoamericana de dos siglos, que era predominante, empecinada en la descripción estrictamente plana de los hechos históricos como austera, sin pliegues, reiteradamente parca y lineal.

En este estilo de la historiografía en el continente americano se le ha dado relevancia a las narraciones épicas de las independencias, destacando para ello, las fechas emblemáticas, los héroes, las batallas insignes, los acontecimientos como las acciones trascendentales (Romero, 2001, p. 7). Es cierto que las biografías de los héroes de las independencias constituye una fuente primordial, pero en la medida en que se la encara con otros planos de la vida social y política en su totalidad, no como una parcialidad o singularidad, de la acción teleológica de los hombres de acción de las independencias latinoamericanas. En ese sentido escribió Romero cómo las biografías son una fuente peculiar del “encuadre histórico” del pensamiento político como una información imprescindible para reflexionar sobre las relaciones entre acción subjetiva y estructuras sociales, mostrando sus enlaces como sus características específicas, basta para ello auscultar sus obras “la Biografía y la historia” (1945) y “Maquiavelo historiador” (1970), para mencionar dos de sus trabajos más significativos en esta línea.

Para encarar esa relación entre historia social e historia política en las independencias, Romero en el prólogo al “Pensamiento político de la Emancipación” señala tres consideraciones metodológicas que en el desarrollo de su presentación son transversales a lo largo de todo el recorrido de su ensayo, entre las que se destacan en primera instancia: la selección e interpretación de las “fuentes”; la segunda que él llama “el encuadre histórico” y la tercera sobre las “corrientes de ideas”. Con estas tres advertencias metodológicas para construir los contenidos ideológicos de las independencias se apremia a considerar que: “La preparación de una antología del pensamiento político de la emancipación no sólo obliga a seleccionar según cierto criterio —siempre discutible—, los textos que se juzguen más significativos, sino que se propone inexcusablemente ciertos problemas de interpretación sobre los que caben diversas respuestas” (Romero, 2001, p. 51).

Frente al primer encuadre, como queda ya citado, Romero encuentra que las interpretaciones de las independencias latinoamericanas han estado cargadas de la “selección a veces caprichosa de las fuentes” del investigador, en su escogencia de lo que le parece más prominente y en la interpretación de lo que igualmente juzga como las más justas en su apreciación. Ese cierto grado de “criterio discutible en la selección” como primera advertencia vale para las historias nacionales construidas a lo largo del siglo XIX, historias legitimadas por los equipos intelectuales ligados según la estratificación social, a las ideologías en curso, la adhesión a los partidos políticos, apresuradas a ser construidas por la premura entre otras circunstancias para legitimar su vinculación con el manejo del poder y del Estado. Actitud que es visible en los latinoamericanos si se aprecian obras como las de Bartolomé Mitre en Argentina, Lucas Alamán en México, Miguel Antonio Caro en Colombia, por citar algunos, lo que en últimas, no fue un procedimiento latinoamericano estrictamente, sino también, la historia decimonónica concebida en este estilo fue una actitud europea como lo señala George Rudé en su obra “Europa desde las guerras napoleónicas a la revolución de 1848” (1988).

Esta relación entre “El intelectual y la política del siglo XIX”, concibió la historia como una arma ideológica (Gutiérrez Girardot, 1989) politizando la profesión, en la que se vieron involucrados los criterios de la “selección” como admite Romero y en la que se pueden destacar nombres como los de Andrés Bello, Domingo Faustino Sarmiento, Miguel Samper, Ignacio Altamirano, José Martí, Gabriel René Moreno, Manuel González Prada, como muchos otros, quienes rindieron versión de la historia española y de su pasado, depuraron con intencionalidad política las guerras de independencia, como a su vez, construyeron su imagen de Nación desde posiciones ideológicas diferenciadas, según el estrato a qué pertenecían como igualmente de acuerdo a las mediaciones culturales en las que se inscribieron. En un nivel cerrado de la descripción a ultranza de los “hechos históricos de las independencias”, narrados con asepsia o con intencionalidad política, en la que primaban preferiblemente las fechas, los actos emblemáticos, las batallas, los sucesos considerados transcendentales, los héroes, se nutrió el campo de investigación de la “vida histórica” en la que se encogía estrictamente a ser “historia política” sin más, sin conexión con estratos más profundos de la vida social como lo indica Romero:

“En los países latinoamericanos —tan distintos, por cierto, y tan difícilmente comprensibles como unidad más allá de ciertos límites— los estudios históricos se desarrollaron intensamente en la segunda mitad del siglo XIX como consecuencia de causas encontradas y diversas. Sin duda los cultivaron y desarrollaron ciertas minorías cultas, de muy fina formación intelectual e impregnadas de pensamiento europeo. Pero sólo en parte fue una pura actitud científica la que las movió a dedicarse a la investigación histórica, como se advierte si se la observa que ninguno de los miembros de esas minorías cultas sumió exclusivamente en ella. Tanto como la pasión del conocimiento, o acaso más, las movió cierta militancia política, tanto en sentido lato como en sentido estricto. Y de esa confluencia de motivaciones obtuvo el saber histórico cierta inobjetable gravitación” (Romero, 2001, p. 8).

Y aunque la historia no era una profesión considerada como “vocación”, fue ella el filtro de una actividad a la cual se dedicaban quienes estaban instados a mantener como a contraponerse al poder político de quienes manejaban los “Estados Naciones” en los diferentes territorios del continente. A contrapelo con la anterior observación o en conjunción contrastante con la misma, en la actualidad hay una vasta profusión de investigaciones en el siglo XX y XXI, las que han hecho un esfuerzo por considerar desde lentes diversos el “Pensamiento político de la Emancipación”, como a su vez “los procesos de independencia latinoamericana”. En ellas se viene distinguiendo para ello, con fuentes innovadoras como creativas, elementos o sucesos diferentes, las ideas y sus instituciones culturales, los lenguajes de las guerras, los caudillos y sus bases sociales no solamente lo militar o lo político, la estructura socioeconómica y las mentalidades, la estratificación social y su relación con la burocracia, los intelectuales y el conocimiento científico, la diplomacia y las relaciones internacionales, las políticas imperiales y el orden geopolítico mundial, el papel de la Iglesia y su relación con las revoluciones, las instituciones culturales y las prácticas sociales de la lectura, los grupos marginales y los movimientos sociales, en fin, ante la verticalidad a veces de la “historiografía positivista” del siglo XIX y XX, se han abierto canales de investigación.

Como se nota se ha ido “dispersando la espesa niebla” con que se ha ido leyendo el pensamiento político de la emancipación y con él, acercando la investigación hacia las independencias, con una actitud, en la que las disciplinas sociales humanas latinoamericanas se han encaminado en un esfuerzo por dialogar en la medida en que se trata de “redescubrir la historia”, con fuentes diversas pero más decididamente en una conversación que exige el intercambio de la filosofía, la misma historia, la sociología, la economía, la ciencia política, entre otras, que han permitido una mayor claridad, frente a la dominación casi autárquica en un tiempo de la historiografía positivista. Se ha ido colmando un campo diversificado en la que se conjuga la historia social y cultural con la historia política, en el modo en que es insinuado por Romero en el prólogo y en el que se descubren elementos como tendencias que requieren como se notará una renovación de las tradiciones intelectuales latinoamericanas acumuladas ya en casi dos siglos.

La vida cotidiana, el pensamiento, los intercambios culturales, la opinión pública, los espacios urbanos, la lectura, la literatura, la filosofía, entre otros aspectos, tan o más fascinantes que aquella propia de la descripción llana de los hechos políticos, se han ido acentuando poco a poco en una bibliografía amplia, generosa y extensa. Si se siguen las huellas de los trabajos con que se ha ido “escribiendo en la actualidad”, la historia del pensamiento político de la emancipación como su relación con las independencias latinoamericanas en su unidad y extensión, esa pesada bruma de la construcción de las “nacionalidades latinoamericanas del siglo XIX”, si se consideran los innumerables trabajos de investigación prestos a pensar nuestros procesos, más que ser pensados como parte sustancial de una parcialidad geográfica o territorial, han ganado espacio en el modo de concebir “Latinoamérica” como una unidad, como un ente conformado por una totalidad que puede ser estudiado en sentido pleno, completo, pese a las diferentes ópticas y a los medios analíticos que se empleen para ello.

6. Los dilemas en el “encuadre histórico” y las “corrientes de ideas” en la periodización de las independencias latinoamericanas

Una segunda advertencia al respecto, añade una reflexión más a la oscilación metodológica con que Romero plantea la lectura histórica de las independencias latinoamericanas; el del “encuadre histórico”, esto es, el del marco histórico y con él, el de la periodización o el de la percepción del tiempo histórico. ¿Qué suceso o sucesos se les debe otorgar el mérito de ser los primordiales en la génesis del proceso político de la emancipación? Una de las dificultades o dilemas de las independencias latinoamericanas sobre las cuales reflexiona Romero está expresada en el interrogante elaborado arriba sobre cuál es la periodización que el historiador considera como la más oportuna o pertinente. Una de las primeras barreras es el de las dicotomías. Crisis o auge, decadencia o surgimiento, son dicotomías recurrentemente utilizadas para denominar el contexto o ciclo de los años que transcurren entre 1808 y 1824, aproximadamente.

La elección de un momento o de varios momentos históricos sobre los cuales poder situar la explosión política de la independencia, o en concordancia con lo anterior, designar con destreza reflexiva o analítica, el surgimiento de las ideas emancipatorias, constituye uno de los retos centrales del examen que realiza Romero. Saber situar las realidades históricas con los procesos que unen la emancipación en las ideas al proceso de independencia en sí, es una exigencia que Romero expone con claridad como una problemática metodológica. La capacidad de reflexión es un reto que agrega al historiador la demanda del conocimiento y una capacidad de “síntesis” que para el propósito de Romero define lo que él llama “Encuadre histórico”. Este postulado de Romero sobre la capacidad de “síntesis”, en el análisis histórico se aproxima a las demandas que el sociólogo alemán Norbert Elías planteó en su momento en el diálogo interdisciplinario entre historia y sociología, en su obra titulada “La sociedad cortesana” especialmente la introducción “sociología y ciencia de la historia” (1982).

El manejo de esas dicotomías depende del despliegue reflexivo del historiador. La manera cómo el historiador entonces vea cómo se desenvuelve la crisis o la decadencia, que para el caso de las independencias latinoamericanas está ligado al vaivén del imperio español, cómo se da el auge o impulso de la naciente “conciencia nacional criolla independentista”, en qué medida ubicar o situar en un plano las acciones y pensamientos individuales en su conexión con el conjunto no solamente de la realidad histórica, sino además con la totalidad de la sociedad, pues, el “historiador” tiende a individualizar tratando para ello de darle “trascendencia” a las acciones de los sujetos despegados de su “conexión vital” con la sociedad, de ahí que, siguiendo a Elias quien tiene una semejanza en sus demandas como en sus exigencias con Romero, las “Acciones individuales” que el historiador privilegia son apenas una parte parcial del entorno, en la que como lo señala con reiteración Romero, el juego de las acciones hay que ubicarlas en un “entorno amplio y de conjunto”, es decir, del “encuadre histórico”.

Romero en su amplio desarrollo, realiza una reconstrucción de las obras filosóficas y políticas que fueron no solamente leídas, traducidas, o comentadas entre las elites latinoamericanas, sino igualmente trata de reconstruir su recepción en un marco en la que se conectan tanto las relaciones del juego de poder colonial mundial, —cómo se dio la influencia geográfica y cultural entre Inglaterra, Francia, Holanda, Portugal, y la España misma, las que influyeron en el destino y en el carácter pragmático de las independencias latinoamericanas (Romero, 2001, pp. 54-55)— que es un aspecto central para examinar las independencias, como las condiciones sociales e históricas propiamente “latinoamericanas”, el ambiente en que esas obras fueron debatidas como a su vez, utilizadas con intención política en la construcción de las formas del estado nacional como en la orientación de las formas de gobierno.

En ese sentido uno de los campos poco explorados es el de las intervenciones políticas de los imperios coloniales y con ellas, el de las relaciones diplomáticas sobre las cuales se fueron fraguando los procesos de independencia, en medio de acuerdos, ayudas económicas, empréstitos o negociaciones que brindaron apoyo a las guerras definiendo los hechos consumados de la emancipación política de Latinoamérica en sus diferentes regiones y localidades, que dan muestra del ambiente de conflictos o consensos a nivel internacional a principios del siglo XIX, descritos de manera parcial en una obra lamentablemente tan poco valorada como leída, la del cartagenero bolivariano, Juan García del Rio en sus artículos compilados bajo el título “Meditaciones colombianas” (1829), que constituye entre otras acepciones, una de las fuentes primordiales de las ambivalencias o las disyuntivas de las independencias de nuestro continente, siendo quien fue, un alto diplomático y secretario de los gobiernos de San Martin, O’Higgins y Bolívar.

El aspecto anterior abre igualmente un segundo punto de polémica o confrontación ya insinuado, el de la tensión entre acontecimientos externos e internos. La estimación de ¿Qué procesos históricos “ajenos a las realidad colonial americana” fueron preponderantes y decisivos en el proceso de la emancipación latinoamericana?, así mismo, ¿Cuáles sucesos propiamente americanos junto con los foráneos son considerables como de mayor injerencia en la emergencia del pensamiento político de la emancipación y su vinculación con los procesos de independencia? constituye un campo inexcusable de la investigación sobre el pensamiento político de la emancipación, inocultable e imprescindible, aunque hay una obra que tiene un mérito sin igual en este sentido, la de Thimoty E. Anna “España y la independencia de América” (1986) o en el caso de las relaciones diplomáticas, el libro compilado por La casa de Bello titulado: “Bello y Londres. Segundo Congreso del Bicentenario” (1980); o el de Miguel Angel Cárcano: “La política internacional en la Historia de Argentina” (1973), para mencionar algunos en este campo.

Es importante tener en cuenta en este terreno las discusiones que al respecto Romero ha abordado con relación a las relaciones entre coyuntura y estructura, entre corta y larga duración, ya muy elaboradas a lo largo de sus temas y problemas acerca de América Latina. Romero los ha explicado como descrito claramente en sus obras, entre las que se destacan “Sobre la biografía y la historia”, “Situaciones e ideologías en América Latina”, ya señalados, específicamente en su prólogo al libro “Latinoamérica: las ciudades y las ideas” (1999), en las que explica el “proceso de europeización y su repercusión en el continente americano” (Romero, 2001, p. 4). La tendencia a explicar las “independencias” como “el pensamiento político de la emancipación” como un momento de ruptura, no permite con plasticidad o versatilidad encarar procesos históricos más amplios sobre los cuales, detectar las continuidades y los quiebres de los procesos históricos que las encausaron o las influyeron, la conquista, la colonización, la crisis imperial española entre las más destacables, como ha sido objeto de investigación en el sociólogo argentino Sergio Bagú en su obra “Economía de la sociedad colonial. Ensayo de historia comparada de América Latina” (1992) o en el chileno Mario Góngora “Historia de las ideas en América Española y otros ensayos” (2003).

Las independencias han de ser construidas analíticamente bajo este juego del tiempo histórico entre la corta y la larga duración, en los que se puedan contemplar adecuadamente ambos, lo que permitiría revelar las huellas como las distancias dentro de una amplia gama de temporalidades históricas a las que hay que sopesar analíticamente, la conquista, la colonización, las políticas imperiales españolas, la invasión napoleónica de 1808, las cortes de Cádiz, la restauración de Fernando VII y las guerras de independencias, propiamente dichas, asuntos éstos que han sido sin duda elaborados por muchos investigadores, pero es de enfatizar que ha sido el historiador británico John Lynch, quien con generosidad ha auscultado esos dilemas de la “crisis y el auge”, indistintamente en los dos continentes, “España y América”, en sus obras “Las revoluciones Hispanoamericanas: 1808-1826” (1976), “Hispanoamérica 1780-1880. Ensayos sobre el estado y la sociedad” (1987) y “América Latina, entre colonia y nación” (2001).

Si bien Lynch, destaca como punto de inflexión y de la crisis española imperial “las reformas borbónicas de Carlos III entre 1759 y 1788”, y por ende, desde ese encuadre histórico concibe los orígenes del pensamiento político de la emancipación y el “auge de la conciencia criolla americana” del proceso de independencias en Latinoamérica, le da un sentido significativo a otras, sin que se utilice aquí el esquema “acción y reacción”, “crisis y por lo tanto inmediato auge”, que ha sido usual en la historiografía europea y latinoamericana, sino que examina con cuidado, esas dos dicotomías sin que privilegie ninguna de las dos en alguno de los continentes, sino más bien las explora con cautela y con objetividad en su recorrido y en su dinámica mutuamente, en tanto, es la invasión napoleónica de 1808, un punto crucial de los orígenes criollos de la nacionalidad latinoamericana y española, pues, curiosamente, ambas comienzan sus procesos de independencia en esos momentos con paradojas y disyuntivas inocultables.

Las evaluaciones históricas de la relación entre conquista, colonización e independencias como dispositivo histórico esencial en el surgimiento del pensamiento de la emancipación ha sido explorado con holgura en obras que tratan de darle concordancia a las relaciones entre larga y corta duración, en las que vale la pena señalar junto al ya mencionado Sergio Bagú, Ricardo Levene “El mundo de las ideas y la revolución hispanoamericana de 1810” (1956), y de varios compiladores “Problemas de la formación del estado y la nación en Hispanoamérica” (1984). Romero se torna polémico cuando pregunta sobre las relaciones entre ideas y revolución en Hispanoamérica. ¿Qué tipo de revolución fue la hispanoamericana? ¿Existió una concordancia en el sistema de ideas y los procesos de revolución? ¿Hubo una coherencia y correlación entre las clases sociales y las ideologías de la emancipación que ellas invocaron en Hispanoamérica? Entre la crisis del imperio colonial español y el nacimiento del sentimiento de inconformismo criollo americano, el del surgimiento de su conciencia nacional, es claro que hubo divergencias, sus ritmos fueron disimiles en las áreas sociales y geográficas del continente, como las reacciones y respuestas que se emplearon estuvieron según admite Romero sustentadas en “contradicciones”, en una tensión permanente entre ideas y decisiones políticas, por ello insiste Romero que “el encuadre histórico” es problemático, ya que hay una oscilación en la comprensión analítica, cuál contexto se considera de mayor prestancia o cuál marco se asume con mayor susceptibilidad de interpretación, por ello lo indica Romero cuando expresa que:

“¿Hasta dónde es válido pensar e interpretar el proceso de la Emancipación sólo como un aspecto de la crisis de transformación que sufre Europa desde el siglo XVII y en la que se articula la caída del imperio colonial español? Sin duda esa crisis de transformación constituye un encuadre insoslayable para la comprensión del fenómeno americano, y lo es más, ciertamente, si se trata de analizar las corrientes de ideas que puso en movimiento. Pero, precisamente porque será siempre imprescindible conducir el examen dentro de ese encuadre, resulta también necesario puntualizar —para que quede dicho y sirva de constante referencia— que el proceso de la Emancipación se desata en tierra americana a partir de situaciones locales, y desencadenan una dinámica propia que no se puede reducir a la que es propia de los procesos europeos contemporáneos” (Romero, 2001, p. 51).

De modo que es absolutamente inadecuado a la luz de Romero, comprender el proceso de la Emancipación latinoamericana exclusivamente bajo los moldes, los criterios o las imágenes como las interpretaciones de los modos o modelos acaecidos en las revoluciones europeas, incluida la norteamericana. Sobreestimar o yuxtaponer las revoluciones europeas con las latinoamericanas es atribuir de manera inadecuada aspectos que sólo en la medida en que se entienda “el proceso de mestizaje y de aculturación” sustentado con detalle en su ensayo “Los puntos de vista: historia política e historia social” (Romero, 2001, p. 10), se podrá comprender a cabalidad, el grado de especificidad que este proceso histórico de nuestro continente tiene de peculiar.

Lo que de nuevo abre un punto de debate en la relación emancipación y revolución latinoamericana desde Romero, ya que como él lo señala, ese “encuadre histórico” y “las corrientes de ideas” son dos presupuestos metodológicos que juzga no solamente necesarios, sino igualmente, decisorios del análisis del “Pensamiento político de la Emancipación”. Las ideas tal y como las asume Romero difieren sustancialmente del trato científico corriente que presuponen las ideologías, puesto que Romero, concibe las “Ideas” en el sentido de “mentalidades”, a las que le otorga un papel primordial del análisis histórico latinoamericano. Las “ideas” según su criterio difieren del sentido que se les da usualmente a las “ideologías”, porque las primeras se hallan en un plano diverso puesto que no son “contenidos” que se caractericen por ser solamente lógicas, o por ser sistemáticas, es decir, acabadas doctrinariamente y concluidas en principios, sino por el contrario, las ideas o ideologías en Latinoamérica son susceptibles de investigarse por cuanto ellas, no tienen aún un nivel de teorización o de sistematicidad plena o exclusiva. Romero en su prólogo del libro “El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX”, que cita en su ensayo “Situaciones e ideologías”, sostiene su consideración de Ideas e ideologías y admite:

“No llamo ideas, solamente, a las expresiones sistemáticas de un pensamiento metódicamente ordenado sino también a aquellas que aún no han alcanzado una formulación rigurosa; y no sólo a las que emergen de una reflexión teórica sino también a las que se van constituyendo lentamente como una interpretación de la realidad y de sus posibles cambios. Estas otras ideas, las no rigurosas, suelen tener más influencia en la vida colectiva. En verdad, son expresiones de ciertas formas de mentalidad, y suponen una actividad frente a la realidad y un esquema de las formas que se quisiera que la realidad adoptara. Todo esto no suele ser engendrado en las mentes de las elites. Suele ser el fruto de un movimiento espontáneo de vastos grupos sociales que se enfrentan con una situación dada y piensan en ella como en su constrictiva circunstancia, sin perjuicio de que las elites sean quien provea la forma rigurosa, la expresión conceptual y, acaso, la divisa rotunda capaz de polarizar a las multitudes y enfrentar a amigos y enemigos” (Romero, 2001, p. 5).

Subyace a esta consideración de Romero, el problema central del pensamiento político de la Emancipación, puesto que sus tesis sobre las “ideas” en Latinoamérica han de ser construidas bajo el tamiz de tres relaciones preponderantes como problemáticas; la relación entre ideas y estratificación social en Latinoamérica, el de la recepción de ideas y su utilidad práctica o aplicación, y el de la relación entre ideas y realidad social, en las que no necesariamente hubo concordancia o coherencia plena entre las clases o los grupos sociales fáciles de encuadrar en los moldes liberales, conservadores, progresistas o tradicionales, u otro tipo de ideologías. Por lo anterior, Romero trata de superar los mitos sobre los cuales de manera ordinaria se han construido tanto las independencias como el pensamiento político de la emancipación, vistos bajo el trasfondo unilateral y unánime de las revoluciones burguesas europeas, sin recabar en sus contrastes como en sus diferencias sociales, políticas o culturales, en las respuestas o reacciones particulares como específicos que les dieron los grupos latinoamericanos a finales del siglo XVIII y principios del XIX.

Aunque la historiografía del siglo XX y la actual, ha contribuido enormemente a desmitificar las habituales lecturas de las independencias de nuestro continente, la generalidad de los ciudadanos si acaso, accede a esas interpretaciones novedosas, de las que poco o nada tienen referencias, siempre supeditadas como lo es para el caso del proceso político de la emancipación o las independencias a ser examinadas de manera habitual o corriente como revoluciones semejantes a las revoluciones burguesas, a la revoluciones liberales amparadas en la Ilustración o a imagen de la Revolución Francesa de 1789. Las concordancias con esas revoluciones como igualmente con la revolución norteamericana no se pueden perfilar de manera unánime si se tienen en cuenta las advertencias para las revoluciones hispanoamericanas.

Obviamente este es uno de esos puntos de la discusión de las independencias y del pensamiento de la emancipación latinoamericana con un alto contenido polémico, cargado igualmente de disentimiento, además de la confrontación analítica que exige. Sopesar o mejor asumir con equilibrio analítico ese encuadre histórico y el modo en que Romero encara “las corrientes de ideas”, demanda un amplio conocimiento de la historia europea de varios siglos, la historia española por supuesto, naturalmente la historia latinoamericana desde la conquista a la colonización en la que se ha movido con holgura Romero, lo que se ratifica en sus obras sobre Grecia y la Edad Media, pero especialmente, “La mentalidad burguesa en el mundo feudal” (1967), “Crisis y orden en el mundo feudo burgués” (1980), “Estudio de la mentalidad burguesa” (1987), y los ya mencionados sobre Latinoamérica, en los que se conjugan “Las ideas políticas en Argentina” (1956) y “Breve historia de la Argentina” (1997), como las más representativas en las que ausculta y descubre el proceso ideológico del mestizaje y de la europeización en Latinoamérica.

De todos modos, tantear con sobriedad qué ideas, eventos y sucesos foráneos pesaron más en la instauración de una “consciencia criolla americana de las independencias” que desataran el proceso como la elaboración intelectual de la emancipación latinoamericana resulta como lo sugiere Romero, de la versatilidad reflexiva con que se asuma ese encuadre europeo y además de valorar con cuidado las respuestas como las reacciones americanas, que según lo que admite Romero, al señalar de manera reiterada, el pensamiento de la emancipación de América se dio en un plano de réplicas locales, que no fueron en el tiempo uniformes, unilaterales, como lineales en su carácter ideológico como en sus contenidos y acciones políticas (Romero, 2001, p. 52).

Por ello, su tercera advertencia tiene relación con las corrientes de ideas y desde este plano se insinúa un contexto de nueva discusión, el de la relación entre las ideas y la revolución misma. Las disimilitudes de las revoluciones europeas y latinoamericanas en este campo son dicientes según las advertencias consideradas por Romero, ya que de nuevo lo señala “Más aún: desencadena (el encuadre histórico, R.R.M.) también unas corrientes de ideas estrictamente arraigadas a aquellas situaciones que, aunque vagamente y carentes de precisión conceptual, orientan el comportamiento social y político de las minorías dirigentes y de los nuevos sectores populares indicando los objetivos de la acción, el sentido de las decisiones y los caracteres de las respuestas ofrecidas a las antiguas y a las nuevas situaciones locales”. (Romero, 2001, p. 52).

Este argumento desdice de la manera corriente con que se estiman las revoluciones de independencia latinoamericanas como obra y semejanza de las ideas de la ilustración o de la Revolución francesa con que se ha preferido encuadrarlas ideológicamente. Para este caso los ensayos de Lynch al respecto, se aproximan a este punto crítico de las aseveraciones de Romero una vez más, basta señalar del historiador británico, los ensayos titulados “Las raíces coloniales de la independencia latinoamericana” (2001, pp. 117-169), “Las Reformas Borbónicas y la reacción Hispanoamericana, 1765-1810” (1987, pp. 7-43), “Orígenes de la nacionalidad Hispanoamericana” (1967, pp. 9-47) y los más específicos, “Los caudillos de la independencia: enemigos y agentes del estado-nación” (1987, pp. 71-99), “El gendarme necesario: el caudillo como agente del orden social. 1820-1850” (101-128), “Simón Bolívar y Era de la revolución” (2001, pp. 207-246), “Bolívar y los caudillos” (2001, pp. 247-290) y sin duda, una de entre las mejores biografías del libertador “Simón Bolívar” (2006), en los que son claramente discernibles las especificidades de las corrientes de ideas, el pensamiento político de la emancipación y los procesos de las independencias del continente.

El prólogo de Romero avanza dubitativamente y con cierta precaución en sus argumentos, alega una vez más con titubeo, de la existencia de un pensamiento político claramente definido de la Emancipación, frente a lo cual reitera: “Pero es bien sabido que no siempre —o casi nunca— tuvieron auténtica y profunda vigencia real. Esa contradicción proviene, precisamente, de la inadecuación de los modelos extranjeros a las situaciones locales latinoamericanas y, sobre todo, de la existencia de otras ideas, imprecisas pero arraigadas, acerca de esas situaciones y de las respuestas que debía dárseles. Eran ideas espontáneas, elaboradas en la experiencia ya secular del mundo colonial en el que el mestizaje y la aculturación habían creado una nueva sociedad y una nueva y peculiar concepción de la vida. Lo más singular —y lo que más dificulta el análisis— es que esas ideas no eran absolutamente originales, sino transmutaciones diversas y reiteradas de las recibidas en Europa desde los comienzos de la colonización, de modo que pueden parecer las mismas y reducirse conceptualmente a ellas. Pero la carga de experiencia vivida —irracional generalmente— con que se las transmutó introdujo en ellas unas variantes apenas perceptibles, y las mismas palabras empezaron en muchos casos a significar otras cosas” (Romero, 2001, p. 52).

Más que la impostación de las ideas foráneas o adaptadas, el entramado histórico y las situaciones reales en que se encauzaban dichas ideas constituyeron en el pensamiento de la emancipación una variedad de contradicciones que resultan casi que imposibles de diseccionar o separar a la hora de reconstruir las independencias latinoamericanas. Realidades sociales, experiencias, sentimientos, creencias o si se prefiere, costumbres arraigadas, matizaron los moldes ideológicos en que se recibieron las ideas de la emancipación con las “respuestas o reacciones” propiamente americanas, en un juego de contiendas o de confrontaciones entre las formas institucionales y la realidad. De ahí la percepción histórica de las independencias constituye una coyuntura compleja, difícil de descifrar, por las tensiones que se expresan entre los escenarios que van de lo escrito a la acción, de las ideas a la revolución, de los pensamientos a las decisiones políticas, lo que ofrece al historiador o al lector común, la imagen de una vasta pero complicada serie de eventos plagados de contradicciones.

Lo que parece insinuar Romero porque no lo hace explicito, es que más allá de la recepción de las ideas, de manera estática, la investigación histórica de las independencias, debe por el contrario, auscultar cómo se insertaban esas ideas y cuáles eran las prácticas sociales como las instituciones culturales que las soportaban, en qué medida se fueron depurando ellas y también cómo se produjo la articulación allí de los sectores o los grupos sociales, los contrastes de las actitudes con que se fueron difundiendo esas ideas como una vez más los acercamientos o alejamientos. Al avanzar en la lectura con relación al arco histórico de la ilustración y la Revolución Francesa, y luego de considerar las obras más representativas de la ilustración liberal agrega Romero sin ambigüedad que:

“No es fácil establecer cuál era el grado de decisión que poseían los diversos sectores de las colonias hispanoamericanas para adoptar una política independentista. Desde el estallido de la Revolución Francesa aparecieron signos de que se empezó a pensar en ella, y cuando Miranda inició sus arduas gestiones ante el gobierno inglés se aseguraba que vastos grupos criollos estaban dispuestos a la acción. Pero era un sentimiento tenue, que sin duda arraigaba en los grupos criollos de las burguesías urbanas sin que pueda saberse, en cambio, el grado de resonancia que tenían otros sectores. El sentimiento prohispánico estaba unido al sentimiento católico, y los avances que había logrado la influencia inglesa, promovidos por grupos mercantiles interesados en un franco ingreso al mercado mundial, estaban contenidos por la oposición de los grupos tradicionalistas que veían en los ingleses no sólo a los seculares enemigos del España sino también a los herejes reformistas. Fue esa mezcla de sentimientos la que galvanizó la resistencia de Buenos Aires cuando dos veces hizo fracasar otros tantos intentos ingleses de invasión en 1806 y 1807”. (Romero, 2001, pp. 54-55).

Esta ambigüedad en las actitudes como esta mezcla de sentimientos entremezclados del pensamiento de la emancipación, esos giros contradictorios entre el tradicionalismo o la independencia, o ambas incluso unidas, sólo pueden ser descifrables en la medida en que se logran captar las contrastantes actitudes políticas en los diversos momentos y sucesos en que se conjugaron las posiciones de los criollos frente a las variantes externas que las suscitaban. Era expresión de un vaivén en el juego de relaciones de poder y de alianzas, en la que el entramado de consensos, o disensos, externos o internos, dan muestra por ejemplo, de la oscilación o la ambigüedad de las independencias, expuestos en los manifiestos, cartas, panfletos y los múltiples escritos de los “orígenes del pensamiento de la emancipación latinoamericana”, de modo que Romero reconstruye y proyecta su imagen hispanoamericana del proceso de Emancipación e independencia a través de una diversidad de repliegues complejos como contrastantes.

Ante la profunda diversidad, ante el carácter ventajoso del mestizaje, ante la pluralidad y heterogeneidad, no solamente racial, geográfica, cultural y social, es necesario postular una reconsideración de nuestra historia a través de otros presupuestos. Es posible pensar lo particular como universal y es aun más viable, pensar la totalidad en lo particular. El secreto no es la extrapolación, los extremos en los que se ha fijado Latinoamérica en los últimos tiempos, y con esto, con la enseñanza de Alfonso Reyes en su impresionante texto “Ultima Tule y otros ensayos” (Reyes, 1982), es de considerar que es una demanda que nos legaron García del Rio, Andrés Bello, Domingo F. Sarmiento, José Martí, Simón Bolívar, González Prada entre otros, pensar América Latina como unidad. Como nos lo recuerda José María Samper al respecto en su libro “Ensayo sobre las revoluciones políticas”, al decir y con ello cerrar este capítulo: “Las repúblicas colombianas son un verdadero misterio para el mundo europeo, sobre todo bajo el punto de vista político-social. Acaso, son algo peor que un misterio, un monstruo de quince cabezas disformes y discordantes, sentado sobre los Andes, en medio de dos océanos y ocupando un vasto continente. A Europa no llega jamás el eco de las nobles palabras que pronuncia la imagen de las bellas figuras que se levantan ni la revelación clara de los hechos buenos y fecundos que se producen en Colombia. No. Lo que llega es el eco estruendoso y confuso de nuestras tempestades políticas, la fotografía de nuestros dictadores de cuartel o de sacristía, las proclamas sanguinarias o ridiculas de nuestros caudillos de insurrecciones o reacciones igualmente desleales” (Samper, 1969, p. 1).

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