La democracia inorgánica en el pensamiento de José Luis Romero: los usos de Sarmiento

EDUARDO NAZARENO SÁNCHEZ

En uno de sus textos clásicos, Las ideas políticas en Argentina, publicado por primera vez en 1946, José Luis Romero recurrió a Sarmiento como uno de los núcleos de indagación por excelencia para dilucidar una de las diatribas más relevantes de la historia y la política argentinas: la democracia inorgánica. Antes que nada, debemos tener presente la coyuntura política del autor porque fue determinante, caracterizada por, como militante del Partido Socialista, su lucha contra el fascismo, primero, y el peronismo, después (Devoto y Pagano, 2009: 351). O sea, aquellos fenómenos que parecían denotar el curso irregular de la historia; en este sentido, el peronismo era una desviación de los parámetros institucionalistas que resultaron ocluidos por la receta populista. Por otro lado, nuestra referencia de la obra mencionada es el capítulo número cinco, bajo el nombre de El pensamiento conciliador y la organización nacional, porque es el punto de contacto del libro en cuestión, es donde se entrelazan, por una parte, el pasado y la herencia colonial -con sus respectivas consecuencias- con, por la otra parte, el futuro próximo que tomaría la Argentina por aquellos años; unión sólo viable gracias a la labor de Sarmiento y otros intelectuales que fueron trascendentes para la organización nacional, tras la caída de Rosas, y las políticas aplicadas posteriormente, específicamente en los años de 1862-1880. Realizadas estas aclaraciones, podemos avanzar sobre la obra seleccionada y el problema de la democracia inorgánica.

En sí mismo el título del libro ya es sugestivo: Las ideas políticas en Argentina; es decir, las ideas, por un lado, aparecen como entidades plenas y definidas que son aplicables a, por el otro lado, la situación, a la particularidad argentina y, en un marco más amplio, latinoamericana. En Pensamiento conservador (1815-1898), el autor nos aporta algunos indicios para dilucidar esta cuestión. El prólogo de dicha obra culmina de la siguiente manera:

En Latinoamérica hay una línea inequívoca de pensamiento conservador, que cada cierto tiempo apela a sus raíces profundas y a sus fundamentos esenciales [la herencia de la dominación colonial, sobre todo la concepción jerárquica de la sociedad]. Pero ese pensamiento conservador ha sido tocado por el pensamiento liberal. En el mundo de los principios, las divergencias eran profundas, y a veces se presentaron como irreconciliables; pero en el mundo de las realidades sociales y económicas, las coincidencias se manifestaron poco a poco, y muchos principios adquirieron vigencia con manifiesto olvido de su rótulo originario. En rigor, nada parece más difícil, cuando se analiza el pensamiento político latinoamericano del siglo XIX, que distinguir un conservador liberal de un liberal conservador (Romero y Romero, 1978: XXXVIII).

Desglosando la cita, el pensamiento, tanto el conservador como el liberal, aparecen como dos entidades bien determinadas que, en el caso latinoamericano, se fueron trastocando entre sí a raíz de las condiciones económicas y sociales suscitadas en el subcontinente latino; dando forma a, por ejemplo, el liberalismo conservador (Romero, 2010: 189-209),[1] el cual no sería un oxímoron, sino una respuesta a las particularidades latinas y a la adecuación/inadecuación de esas ideas. De este punto se desprende la visión de Romero sobre la política latinoamericana: “[…] Latinoamérica y Europa fueron dos mundos diferentes, el viejo y el nuevo mundo. Cada uno de ellos operaba en alguna medida en función del otro: Europa como el foco dinámico de una vasta área de influencia y Latinoamérica como uno de los sectores de su periferia” (Romero, 1980: 22). La incorporación de América Latina a Occidente, a partir de la conquista, había determinado esa posición periférica que sólo habría de arrastrar y perpetuar en el tiempo, siempre bajo la impronta de los procesos originados en el viejo continente. En consecuencia, “El esquema de las corrientes ideológicas en Europa occidental no puede servirnos de modelo, porque el desarrollo de las corrientes ideológicas tiene allí una profunda coherencia con el desarrollo económico, social, político y cultural. Esta situación no se da en Latinoamérica” (Romero, 1980: 41). La cita nos permite profundizar sobre el tópico del autor respecto al desfasaje permanente entre las ideas, surgidas en Europa, y las realidades propias de América Latina; el subcontinente latino parecía dispuesto a la deriva, donde sus procesos autónomos sólo enfatizaban la inadecuación permanente con las coordenadas intelectuales y políticas disponibles.

Desfasaje profundizado por otra cuestión: el desvío de España respecto del camino que siguió una parte importante de los países europeos, sobre todo Inglaterra, que luego sí se desarrollaron. Esa particularidad ibérica se basaba en, por un lado, el predomino de la casa de los Habsburgo, signado por la impronta autoritaria, siendo Felipe II el prototipo del monarca absoluto. Asimismo, cabe aclarar que el enfoque de Romero, si bien no lo niega, tiende a relativizar el alcance de las enseñanzas y la cultura política elaboradas por los pensadores de la Universidad de Salamanca en el siglo XVII que otorgaron los fundamentos intelectuales de la amplia gama de libertades y acción a los cuerpos políticos que integraban los dominios castellanos en ambos márgenes del Atlántico.[2] Por el otro lado, ese núcleo autoritario refractó cualquier impulso modernizador en cuanto a la organización política, situación que se trasladó a la colonización americana y dio forma a dos ordenamientos distintos: el autoritarismo castellano en oposición a la cultura liberal vigente en Norteamérica.[3]

Una vez aclarada la condición de la política latinoamericana, podemos avanzar sobre la tarea intelectual de Romero, a partir de la cual recurrió a Sarmiento: en desentrañar esa desarticulación, esa inadecuación para entender al peronismo. En el plano más básico, el asunto puede reducirse a ese desfasaje entre ideas y realidad, por ejemplo, en relación a la imposibilidad de utilizar como pauta de organización sistema federal ya que en Hispanoamérica dominaban los grandes hacendados y comerciantes originados bajo la dominación española fuertemente jerarquizada (Romero, 1980: 102). El meollo de la cuestión se encuentra en visualizar la existencia, o no, de una forma de lograr la conciliación entre ambos elementos a través del descubrimiento de la relación entre el factor social y el político, cómo uno infería sobre el otro y lo determinaba, cómo la sociedad estipulaba la política y a la inversa. Podemos sintetizarlo en la siguiente pregunta: ¿Cómo incidían, cómo se relacionaban las estructuras sociales con los programas y/o proyectos políticos que se implementaron, o intentaron, en Argentina y en América Latina? Interrogante que nos deriva en dos cuestiones. En primer lugar, aquí encontramos el lugar de Sarmiento en la empresa de Romero porque el ex presidente resultó determinante en la organización nacional ya que fue uno de los intelectuales que reflexionó sobre las condiciones que habían favorecido el ascenso de Rosas, conceptualizado como el principal escollo para la unidad nacional, para más tarde llevar adelante, en la medida de lo posible, parte de las conclusiones logradas.

En segundo lugar, asistimos a un problema histórico/político de alcance latinoamericano, la cuestión de la Patria Boba. Brevemente, dicho apotegma se basa en el fracaso de los instrumentos constitucionales como el único medio para el establecimiento de un orden político e institucional tras la caída del sistema colonial, por encima de las consideraciones sociales; es decir, una concepción absolutamente pedagógica de la constitución. La incapacidad constatada de dicho elemento fue uno de los objetos de reflexión de varios historiadores que sustentaron sus tesis en la dificultad de aplicar los modelos constitucionales vigentes en aquel entonces debido a la disonancia de sus fundamentos con las estructuras legadas en América Latina por la herencia colonial. Por ejemplo, volviendo a Romero:

Los hombres de Buenos Aires sostuvieron que la nación preexistía con respecto a las provincias y defendieron la tesis de que sus instituciones fundamentales eran previas a las autonomías provinciales. Este principio, que se enraizaba en la tradición centralista del grupo ilustrado de Buenos Aires desde la Revolución de Mayo, se oponía, en última instancia, a la constitución del país mediante un pacto que significara la mera agregación de partes heterogéneas tal como lo suponían, en general, los pactos federativos a quienes parecían aspirar muchos de los caudillos (Romero, 2010: 98).

Coexistían dos concepciones distintas sobre la soberanía que respondían a orientaciones políticas divergentes, de las cuales triunfó la soberanía fragmentada que ocluyó a aquélla basada en una concepción monista, de una soberanía única, indivisible, y anterior a todos los componentes. En una línea similar, François-Xavier Guerra sostuvo que uno de los núcleos para la comprensión de la historia política hispanoamericana del siglo XIX es justamente la irrupción de los principios políticos plenamente modernos legados de la Revolución francesa en un mapa, como el ibérico, dominado por los principios tradicionales, corporativos, etc. (Guerra, 1992: 28-33).

Esa confianza en la concepción pedagógica de la constitución no es menor porque marcó la primera mitad del siglo XIX latinoamericano, es más, fue parte de la explicación que encontraron sus contemporáneos a la impotencia y el fracaso político. Sin ir más lejos, en el Manifiesto de Cartagena, de 1812, Bolívar expuso sus consideraciones sobre la caída de la República de Venezuela, dijo:

El más consecuente error que cometió Venezuela al presentarse en el teatro político fue, sin contradicción, la fatal adopción que hizo del sistema [se refiere al republicano] tolerante; sistema improbado como débil e ineficaz […] Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del Gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano (Bolívar, 1985: 131).[4]

Bolívar halló en esos principios indefinidos los fundamentos de la república que buscó imponerse y que, más tarde, se convirtieron en la causa esencial de su fracaso; en otras palabras, obnubilados por la constitución, los dirigentes políticos no le habían dado la atención correspondiente a las necesidades concretas del momento ni a la coherencia de dichos proyectos, por ejemplo, la adopción del sistema federal terminó por diluir todos los lazos de sujeción social y, en consecuencia, había sido parte de las causas desencadenantes de la anarquía vigente (Bolívar, 1985: 113). El caso mencionado, junto con el de otros dirigentes latinoamericanos, atestigua la trascendencia del interrogante político más urgente y álgido derivado de las revoluciones e independencias: “[…] el hecho es que nuestras elites […] tuvieron que afrontar el problema fundamental y clásico de construir un orden político que ejerciera una dominación efectiva y duradera” (Altamirano, 2005: 21). Esta fue la cuestión que buscó responder, de forma particular, Sarmiento. En consecuencia, acerquémonos al caso argentino, siguiendo con la interpretación de Romero.

Las medidas y los lineamientos vigentes durante las presidencias que se sucedieron entre 1862 y 1880 derivaron del acervo de ideas y de los programas elaborados por la Generación del 37’ que habían sido retraídos por la opresión del régimen de Rosas (Romero, 2010: 133-134); fue el momento, al fin, del pensamiento conciliador y de la organización nacional. Entonces, una vez superado el escollo que representaba el gobernador de Buenos Aires, esos potenciales programas encontraron sus posibilidades de realización, siguiendo la prioridad de descubrir cuál había sido la causa del triunfo de Rosas que lo había llevado al mantenimiento en el poder durante tanto tiempo para, de esta manera, superar a los antiguos unitarios que agotaron su potencial en la impostación de fórmulas institucionales sin conocer el terreno en el cual debían llevar adelante sus programas. La premisa de la que partieron dichos pensadores fue que Rosas, de una forma u otra, había sido la manifestación de un orden de cosas muy particular, por lo tanto, había que examinar qué estaba por detrás de esa expresión.

Para Sarmiento, la cuestión de fondo se encontraba en el desierto sin más que reducía todo posible progreso a Buenos Aires; entonces, había civilización, la cuestión estribaba en que, debido al predominio del desierto, había quedado circunscripta a la región mencionada, provincia controlada por un gobernador que no tenía ninguna intención de fomentar cualquier expansión civilizatoria. Así, empezaba a tomar consistencia la dialéctica histórica entre dos formas antinómicas y aparentemente irreconciliables: desierto-barbarie/ciudad-civilización, donde la primera había avanzado sobre la segunda con sus respectivas consecuencias:

El desierto las circunda [a las ciudades] a más o menos distancia, las cerca, las oprime; la naturaleza salvaje las reduce a unos cuantos estrechos oasis de civilización enclavados en un llano inculto de centenares de millas cuadradas, apenas interrumpido por una que otra villa de consideración […] el hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida civilizada tal como la conocemos en todas partes: allí están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular, etc. Saliendo del recinto de la ciudad todo cambia de aspecto: el hombre del campo lleva otro traje, que llamare americano por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos, sus necesidades peculiares y limitadas: parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños uno de otro. Aún hay más; el hombre de la campaña, lejos de aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales corteses […] (Sarmiento, 1961: 34).

Debemos resaltar dos cuestiones: primera, esas diferentes concepciones se desprendían del entorno en el cual se desarrollaban; es decir, la falta de leyes, la supervivencia del más fuerte, el reconocimiento social basado en las destrezas físicas, etc., conformaron una masa bárbara en las campañas, en oposición a las normas civilizadas que tenían lugar en las ciudades. Segunda cuestión, esas tendencias antinómicas ya existían antes del estallido revolucionario, pero a partir del mismo encontraron las posibilidades de desplegarse plenamente; por un lado, la influencia de las elites ilustradas que impulsaron la emancipación y, por el otro lado, el atraso materializado en las campañas, las masas y los caudillos.

Una vez expuesta la incógnita, llegamos a la particularidad rosista: el gobernador de Buenos Aires no sólo representaba los rasgos de la barbarie, como así también lo había hecho Quiroga y otros tantos, sino que, además, había sido un fenómeno único ya que surgió e impuso esa barbarie en el centro mismo de la civilización, en Buenos Aires (Sarmiento, 1961: 124). Así, parecemos llegar a un punto ciego porque no resultaban claras, en el caso de existir, las formas para romper con el cerco impuesto, no se contemplaba la manera de vencer a la barbarie porque ésta ya había avanzado sobre el faro civilizatorio; sin embargo, Sarmiento encontró una respuesta:

Pero no se vaya a creer que Rosas no ha conseguido hacer progresar a la República que despedaza, no: es un grande y poderoso instrumento de la Providencia, que realiza todo lo que al porvenir de la patria interesa. Ved cómo. Existía antes de él y de Quiroga el espíritu federal en las provincias, en las ciudades, en los federales y en los unitarios mismos; él lo extingue, y organiza en provecho suyo el sistema unitario que Rivadavia quería en provecho de todos. Hoy todos esos caudillejos del interior, degradados, envilecidos, tiemblan de desagradarlo, y no respiran sin su consentimiento. La idea de los unitarios está realizada, sólo está demás el tirano: el día que un buen Gobierno se establezca, hallará las resistencias locales vencidas, y todo dispuesto para la UNIÓN” (Sarmiento, 1961: 265).

De esta manera, el pensador sanjuanino encontró el lugar de Rosas en la historia porque no había sido un sin sentido histórico, un elemento absurdo que se convirtió en la barrera infranqueable de la civilización, sino que había cumplido una tarea específica. El gobernador de Buenos Aires hallaba su lugar en la historia, resolviendo así la paradoja: ¿Cómo había sido que la barbarie adquirió entidad histórica y política? (Palti, 2009: 58).

Gracias a ese diagnóstico, Sarmiento podía programar aquellas actividades que debía llevar adelante el futuro gobierno para encauzar el progreso nacional debido a que, a pesar de sus atrocidades, Rosas había logrado imponer la autoridad en el territorio (Sarmiento, 1961: 271), por lo tanto, se encontraba constituido el medio para implementar las reformas que se consideraban necesarias. Dentro de éstas, el aspecto inmigratorio fue determinante para combatir el atraso de las masas e impulsar una sociedad ligada a la industria. Inmigración que tuvo en la Generación del 37’ a uno de sus principales defensores ya que era considerada como el medio para destruir los componentes de atraso vigentes, sobre todo los hábitos españoles asociados con el ocio, la ignorancia y demás connotaciones peyorativas (Halperin Donghi, 1987: 196).

Por su parte, Alberdi, al igual que Sarmiento, tuvo que afrontar el porqué de Rosas en el poder. En su texto de 1837, Fragmento preliminar para el estudio del derecho, el abogado tucumano resaltó el “hiato” del rosismo ya que la gestión de Rosas había sido un freno, un punto muerto en el proceso de emancipación que habían iniciado los hombres de 1810, por lo tanto, la tarea política por antonomasia era concluir dicha labor, retomar la senda pérdida; en el caso particular de Alberdi, era indisociable de la conquista de la razón (Alberdi, 1984a: 123). El lugar de la razón no era menor porque en ésta se encuentra parte de la explicación del poder del gobernador de Buenos Aires ya que “El señor Rosas considerado filosóficamente no es un déspota que duerme sobre las bayonetas mercenarias. Es un representante que descansa sobre la buena fe, el corazón del pueblo” (Alberdi, 1984a: 145). Es decir, el gobernador de Buenos Aires contaba con el apoyo de la mayoría, no obstante, era una mayoría que no había capturado la razón y, en consecuencia, debía ser educada debido a que “La mejora en la condición intelectual, moral y material de la plebe, es el fin dominante de las instituciones sociales del siglo XIX” (Alberdi, 1984a: 149). La plebe, utilizando las mismas palabras, era el actor político por excelencia y la revolución sólo culminaría con la ilustración de ésta.

Entonces, Rosas no se sujetaba al poder por el uso de la fuerza ya que contaba con el respaldo de la mayoría, en términos similares a Sarmiento, Alberdi fue capaz de dotar de sentido a la figura del gobernador. Ahora bien, para que Rosas pudiera ser completamente legítimo debía dar lugar a ese elemento racional faltante con el que no contaba la plebe; ¿de dónde obtenerlo? Del grupo de intelectuales que estaba dispuesto a otorgarlo, de Alberdi y la Generación del 37’. Así, por un lado, llegamos a la totalidad de la fórmula política del pensador tucumano: la voluntad general sólo se constituye cuando se entrelazan y articulan la razón colectiva y la soberanía popular (Palti, 2009: 41). Y, por el otro lado, el conflicto de los jóvenes ilustrados con el gobernador de Buenos Aires se desprendió de que Rosas no tenía motivo para aceptar a dicho grupo porque contaba con el apoyo de la mayoría; además, parte de dichos intelectuales habían aceptado favorablemente el bloqueo al puerto de 1839 que motivó el levantamiento de los hacendados que puso en jaque, momentáneamente, al gobierno de la provincia de Buenos Aires.

En otro punto de contacto con Sarmiento, Alberdi, ya en las Bases, rescató la trascendencia de Rosas en cuanto a que éste había llevado a cabo la centralización del poder; “Esa disposición, obra involuntaria del despotismo, será tan fecunda en adelante puesta al servicio de un gobierno elevado y patriota en sus tendencias, como fue estéril bajo el gobierno que la creó en el interés de su egoísmo” (Alberdi, 1984b: 215). Nuevamente, se percibe la asociación del régimen de Rosas con sus intereses personales en lugar de su acción a favor del conjunto social; no obstante ello, su herencia debía ser considerada, tal vez porque era ineludible, a futuro.

En conclusión, Alberdi y Sarmiento encontraron en el rosismo, por una parte, un orden de cosas, una organización en particular que respondía a determinados factores (el desierto y el apoyo de la plebe inculta) y, por otra parte, rescataron, a costa suyo incluso, la imprescindibilidad del legado rosista, particularmente la centralización del poder. Siguiendo con estas conclusiones y retomando la lectura de Romero, el pensamiento de la Generación del 37’ fue realista y conciliador porque atendió a los fenómenos sociales que se encontraban por detrás de las manifestaciones políticas y, a partir de dicha salvedad, fueron obsecuentes en la elaboración de ciertos proyectos que resultaron determinantes para la organización nacional a partir de 1862 al superar las antiguas dicotomías. Así, por ejemplo, fue posible contemplar la necesidad de modificar los rasgos de la sociedad, signada por el predominio del elemento rural y bárbaro, a través de la inmigración, como bien sostuvo Alberdi, para fomentar la llegada de población anglosajona, identificada con el vapor y el trabajo (Alberdi, 1984b: 234-235). En última instancia, se debían llevar adelante todos los reparos posibles para evitar repetir la experiencia de Rosas; incluso, su lugar en la historia ya estaba realizado, por lo tanto, su perpetuación en el tiempo sería un absurdo histórico.

Antes de continuar, es pertinente realizar una serie de aclaraciones sobre el desarrollo de la política inmigratoria para apreciar de qué manera esas ideas se materializaron en medidas concretas. Durante la presidencia de Mitre, en el marco de la organización nacional con el Estado como uno de sus promotores más importantes, la inmigración fue una de las políticas predilectas del nuevo gobierno, sobre todo por la necesidad de poblar la inmensidad del territorio. Ya con Sarmiento como presidente, las políticas inmigratorias se profundizaron a través del contacto con los países de los que provenían la mayoría de los potenciales inmigrantes. Además, esta política tenía una connotación más profunda porque:

[…] esa relación [inmigración/colonización] adquiría un peso decisivo, pues se vinculaba con la propuesta de transformar uno de los rasgos básicos de la sociedad argentina: la estructura de propiedad de la tierra, que privilegiaba el latifundio y la ganadería, y reproducía la cultura “bárbara” de las pampas. Repartir la tierra, desarrollar la agricultura, fomentar el desarrollo de una sociedad de granjeros autónomos, organizados en municipios autogobernados: esos debían ser los pilares de la Argentina futura (Sabato, 2012: 194).

El resultado de esa política iba más allá de un simple aspecto económico porque tenía un significado más trascendente ya que la modificación en la vida económica era inseparable de los alcances para alterar los rasgos de la sociedad porque no tenía como objetivo primordial la generación de riqueza, sino incentivar la virtud cívica del propietario independiente, dueño de su tierra y de sus instrumentos de trabajo (Botana, 2013: 268). Finalmente, durante la gestión de Avellaneda se impulsó la Ley nacional de inmigración y colonización de 1876 que buscaba asegurar el reparto de tierras para los incipientes colonos.

Para finalizar con las cuestiones presidenciales, 1880 significó, con la llegada de Roca a la presidencia de la nación, la culminación de la organización nacional, fue el triunfo definitivo del “principismo” frente al personalismo (Romero, 2010: 164). Los tres presidentes constitucionales habían hecho prevalecer a la incipiente república por encima de los intereses personales; situación que llegó a su fin tras el triunfo del gobierno central sobre Buenos Aires y la secesión encabezada por Tejedor; la última de las provincias, nada más y nada menos que la más importante, había sido sometida dando paso al federalismo hegemónico (Botana, 2013: 328). Empero, de forma casi simultánea, se empezaba a perfilar un nuevo problema: la elite dirigente, que había encabezado el proceso de organización, era, valga la redundancia, una elite y, sumado a los cambios vertiginosos que se dieron en la sociedad por aquellos años, sobre todo en la economía,[5] se fue cerrando sobre sí misma frente a cualquier señal, con asidero o no, que manifestara el ascenso de otros sectores sociales que pudieran amenazar su posición política y económica.

De esta manera, en la interpretación de Romero, la relación entre la elite ilustrada, cuya legitimidad se basaba en la posesión de un acervo intelectual y político, y la masa se convirtió en una de las claves para la intelección de la historia argentina ya que encarnaban dos concepciones sociales y políticas divergentes. En una primera instancia, habían triunfado las segundas, con sus consecuencias evidentes -el predominio de Rosas y su barbarie-; más tarde, a partir de la caída del tirano, la elite pudo llevar adelante los programas de gobierno que habían sido relegados a raíz del régimen rosista, dentro de los cuales, la modificación de los caracteres sociales a través de la inmigración fue uno de los más determinantes. Situación que parecía repetirse con el ascenso del primer gobierno peronista de 1946, que habría de revitalizar dicho problema; otra vez, eran las masas las que irrumpían y alteraban la fisonomía de la política nacional.

Según Gino Germani, quien compartió con Romero la modernización académica en la Universidad de Buenos Aires (Devoto y Pagano, 2009: 403), la llegada al poder del peronismo se correspondía con los cambios estructurales suscitados en la sociedad argentina a partir de la crisis de 1930:

[…] no puede haber duda de que ese acontecimiento [el 17 de octubre, entendido como el acto fundacional del movimiento peronista en el cual se hicieron visibles los sectores mayoritarios que lo apoyaban] fue la culminación de un largo proceso durante el cual la irrupción de los nuevos sectores sociales en la vida política asumió la forma de adhesión a un líder carismático, no mediada por organizaciones de clase ni fundada en una conciencia obrera claramente estructurada (Germani, 1980: 143).

La argumentación del sociólogo italiano se construye en torno a la vorágine y a la inadecuación entre los cambios económicos y sociales -las migraciones internas y la industrialización-, que no encontraron correspondencia en las instituciones y, en consecuencia, sólo lograron su canalización en el nuevo movimiento político que iba tomando forma; es decir, que el peronismo habría surgido al calor de las demandas de esos sectores mayoritarios que, más tarde, se convirtieron en su base de apoyo y legitimidad política. Todas estas transformaciones fueron abordadas en uno de los trabajos más conocidos de dicho sociólogo: Estructura social de la Argentina. Análisis estadístico, en la cual mantuvo una lectura no muy distinta a la de Romero en cuanto a la relación entre la sociedad y la política, que los comportamientos políticos resultan inseparables de los sociales (Germani, 1987: 10).

De forma similar, Romero, a través de su estudio de las ciudades latinoamericanas como el escenario por excelencia para apreciar las transformaciones históricas, sociales, políticas y culturales, tuvo una consideración parecida en tanto que, a partir de las modificaciones generadas por la crisis de 1930, se produjo la “masificación” de las ciudades, una explosión en la población que acarreó consigo las fisuras y las grietas de la sociedad que se había conformado hasta ese entonces ya que la incorporación masiva de esos nuevos sectores sacaron a la luz los límites de la movilidad y el ascenso social (Romero, 2011: 319).[6]

En ese lugar de transformaciones espaciales, las pletóricas expectativas chocaban permanentemente con la carencia de sus satisfacciones; los individuos que buscaban mejorar sus condiciones de vida no podían satisfacer sus expectativas porque las ciudades, el entramado social que éstas representaban, se encontraban desbordadas. Llegamos así al problema, la cuestión que articuló la tarea política e histórica de Romero, el problema de la democracia inorgánica. El gobierno de Rosas había demostrado que las demandas y los intereses de los sectores mayoritarios se habían canalizado, al igual que con el resto de los caudillos, en esas figuras que habían dado forma al sistema político y relegado los principios e instituciones que debían organizarlos, situación que parecía reiterarse y cobrar más potencia con el peronismo. Parte de la tarea de Romero era discernir ese problema, tanto su causa histórica como las posibilidades de superarlo; si era viable encontrar la manera de canalizar las demandas políticas de los sectores mayoritarios que no eran contempladas en las instituciones, a la luz de la inadecuación entre las situaciones latinoamericanas que no se condecían con los parámetros provenientes del viejo continente.

En ese punto de desencuentro entre las instituciones y las demandas sociales se encontraba la fuerza del populismo porque éste se erigió como la respuesta a gran parte de esas peticiones no satisfechas.

Tales condiciones propuso la nueva ideología del populismo para que la estructura promoviera la aceleración del moderado cambio a que aspiraban aquellos que pretendían incorporarse a ella: eran los que componían la nueva masa urbana y que, en principio, sólo parecían querer ayuda para alcanzar el nivel de subsistencia y seguridad, cualquiera fueran las condiciones que se le impusieran […] Buscaba [el líder político] el consenso de aquellos a quienes proponía el cambio, y lo persiguió despertando en la masa los legítimos motivos de resentimiento que tenía frente a ciertos sectores de los que ya pertenecían a la estructura y estaban arraigados en ella (Romero, 2011: 382).

Esos sectores que no encontraban lugar en la sociedad marcada por los cambios vertiginosos se convirtieron en el apoyo de los líderes demagogos y populistas que, si bien fueron la expresión de los primeros, terminaron por utilizar a esas masas para mantenerse en el poder. Se percibe la analogía con Ortega y Gasset en cuanto a la teorización de las masas ya que éstas aparecen como un elemento amorfo y dispuesto a ser manipulado debido a que no contaban con una determinación capaz de motivar sus acciones, eran el elemento anómico de la sociedad (Ortega y Gasset, 1984: 44), en oposición a la elite vigorosa y activa. El problema que se configura por detrás de esta caracterización es la relación entre el liberalismo y la democracia, más específicamente de la hiperdemocracia (Ortega y Gasset, 1984: 250), el avance de la sociedad masificada y monótona sobre los individuos, que terminó siendo contraproducente para la sociedad porque la cantidad se convertía en cualidad -en tanto ley dialéctica-, el sector mayoritario había logrado fijar la norma mediocre como media social.[7]

Hasta aquí el enfoque de Romero, tanto de su labor histórica como intelectual, basado en desentrañar la relación entre las condiciones sociales y la política, tanto de sus límites como de sus potencialidades. En esta dirección, se perfilaba el problema de la democracia inorgánica, tanto aquella contemporánea al autor como la pasada, a raíz de los sectores mayoritarios que habían apoyado esas formas de existencia política y la elite gobernante que se cerró sobre sí misma e imposibilitó una apertura factible. Es en este punto donde encontramos a Sarmiento y su obra porque, junto con otros pensadores de la Generación del 37’, fue quien advirtió parte de los rasgos que determinaban la sociedad y combatió para cambiarlos a través de su función política, de ahí que su pensamiento haya sido realista y necesario para la organización nacional y la conciliación, de dejar atrás las grietas y las divisiones políticas que habían conducido a la anarquía y el desgarro del país durante casi medio siglo.

Para finalizar, todo la interpretación de Romero versa sobre el supuesto de la oposición entre ideas, por un lado, y realidad, por el otro lado, lo cual, referenciándonos en Quentin Skinner, nos lleva a advertir una serie de absurdos históricos, o mitologías: en primer lugar, hay una clara mitología de las doctrinas, para ser más exactos, la cual se basa en, respecto a lo que nos concierne en el trabajo, el desarrollo de “una idea unitaria”, inmutable y persistente en el tiempo (Skinner, 2007: 114), por ejemplo, la historia de la democracia, la historia de la libertad, etc. En este caso, la idea de democracia inorgánica que podemos sintetizarla, a partir de lo trabajado, como la incapacidad de las instituciones de gobierno de dar lugar a las demandas sociales a través de los mecanismos vigentes y que, tarde o temprano, encontraron otras formas de canalización, como su adhesión a los caudillos, como atestigua el caso de Rosas (Romero, 2010: 101-131). En este sentido, la argumentación de Romero está orientada en la indagación de los factores sociales que hicieron factible dicha situación en la política argentina, tanto en el siglo XIX como en el XX. Es aquí donde se encuentra el problema porque, por ejemplo, no son las mismas masas las que apoyaron a los caudillos en el siglo XIX debido, en gran parte, a la inexistencia de instituciones de gobierno debido a las consecuencias inmediatas de la revolución e independencia que demolieron la organización española; que aquellas masas que habían contribuido al ascenso del peronismo al calor de las largas consecuencias de la crisis de 1930. Por otro lado, una consideración similar debemos hacer en relación a los caudillos, dejando de lado la connotación de liderazgo que se les suele atribuir, porque el desarrollo institucional de los siglos XIX y XX no puede compararse. Por eso, el historiador argentino, advertimos, incurre en el absurdo que mencionamos ya que sigue el derrotero de una idea, la democracia inorgánica, a lo largo del tiempo; concepto utilizado para explicar los siglo XIX y XX. Además, dicho absurdo resulta inseparable de otro: la mitología de la coherencia que se basa en buscar y señalar la supuesta coherencia, valga la redundancia, de una idea en particular (Skinner, 2007: 129). En dicho absurdo, entra en escena la obra de Sarmiento y otros intelectuales de la Generación del 37’ ya que sus trabajos son contemplados como si fueran absolutamente suficientes en sí mismos y, en consecuencia, plausibles a aplicarse a los problemas de la realidad nacional; no tiene en consideración los cambios que atravesaron los mismos. Por último, nos topamos con una mitología de la prolepsis “[…] el tipo de mitología que estamos inclinados a generar cuando estamos más interesados en la significación retrospectiva de un obra o acción históricas dadas que en su significado para el propio agente” (Skinner, 2007: 137). Es decir, que el significado de la obra de Sarmiento se encuentra supeditado a las consideraciones y los problemas del autor, más que a su significado histórico; desde ya, sería absurdo negar dicha trascendencia, pero esto no debe llevar a ocluir el marco y las contingencias históricas en las cuales se desarrolló.

En síntesis, toda la interpretación de Romero se basa en el supuesto de que, más allá de cualquier contradicción, el programa de Sarmiento se correspondió totalmente con la realidad nacional; es decir, pensamiento y acciones, por un lado, y pensamiento y realidad, por el otro lado, se conciliaron plenamente. En este caso, la obra de Sarmiento, o parte de ella en realidad, fue determinante para la organización nacional porque penetró en las particularidades sociales que explicaban el curso de la política nacional y, una vez aclaradas, fue posible implementar una batería de reformas específica. De ahí, se entiende la trascendencia de dicho pensador como un antecedente directo para retomar y tratar de encontrar una explicación al problema de la democracia inorgánica, revitalizada con el peronismo, ya que había aportado una solución primaria para superar a aquélla que tuvo lugar en el siglo XIX y que reaparecía casi cien años después con un nuevo líder y un impacto desconocido.

Bibliografía

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[1] Como un ejemplo inmediato de ese liberalismo conservador podemos acudir a la figura de Lucas Alamán, intelectual y político mexicano que, en el plano político podríamos catalogarlo como conservador porque se opuso al levantamiento de Hidalgo y Morelos, pero, en el espectro económico, impulsó importantes reformas para fomentar la industria, como la creación del Banco de Avío.

[2] Esa escuela neoescolástica fue central en la acción de los cuerpos políticos hispanos y tuvo proyección hacia el continente americano (Halperin Donghi, 2010a: 37-66).

[3] Dicha diferenciación ha sido uno de los tópicos más recurrentes para explicar la diferencia de los caminos políticos que siguieron América Latina respecto de Norteamérica (Palti, 2007: 26-36).

[4] En todas las citas sobre documentos de la época, de todos los autores, se ha actualizado la ortografía.

[5] Sobre los derroteros de la economía, véase Halperin Donghi, (2010b).

[6] En esta idea, la lectura de Romero sigue la interpretación de Ortega y Gasset y su concepto de “lleno” (Ortega y Gasset, 1984: 42).

[7] De acuerdo con la lectura de Bobbio, el problema de la mayoría, para denominarlo de alguna manera, es uno de los nodos más controvertidos de la política modera debido, principalmente, a que su injerencia no puede ser negada, en consecuencia, es indispensable actuar para encontrar una respuesta plausible a dicho actor que pasó a ser ineludible en el escenario político (Bobbio, 1992: 45-49).