ARIEL GUIANCE
Dentro del panorama de la historiografía medieval desarrollada en la Argentina a lo largo del siglo XX, pocas figuras han dejado una impronta tan indeleble como la de José Luis Romero. Él representa, entre otras cosas, el nacimiento de una orientación que -como ha sido señalado en varias oportunidades- nació bajo el signo del encuentro. Encuentro, en primer lugar, entre una realidad histórica particular -sujeta a grandes oleadas inmigratorias europeas- y un espacio en el que la presencia indígena era reducida y había ido desapareciendo a lo largo del siglo XIX. Encuentro, también, de una tradición cultural dominante que buscó afanosamente, a lo largo del mismo siglo, atar su pasado a ese mundo europeo –primero con Francia e Inglaterra y, una vez superada la etapa de la independencia, también con España-. Encuentro de una intelectualidad local que no dudó en importar líneas de investigación extranjeras y un importante número de figuras foráneas que, por distintos motivos, llegaron al país a lo largo de dicha época. Encuentro, por fin, con la figura de grandes maestros (entre los que sobresale el propio Romero), que supieron crear escuela y una apreciable cantidad de recursos humanos que se asociaron a ellos. En suma, se trata de un curioso y complejo circuito de elementos que posibilitaron el desarrollo y crecimiento de una especialización que, en el presente, se ha convertido en la rama de estudios relativos a la historia europea con más trayectoria e integrantes que tiene la Argentina.
En ese cuadro, José Luis Romero debe ser señalado como uno de los fundadores de esa tradición de medievalistas locales, papel que comparte con otro personaje destacado –nacido en España pero que llevó a cabo gran parte de su trayectoria en Argentina-: Claudio Sánchez Albornoz[1]. Ambos -desde diferentes perspectivas y con distintos modos de hacer y entender la historia- supieron inculcar un espíritu de trabajo y de pasión por ese mundo medieval europeo, al que veían como antecedente inmediato y necesario de la evolución americana. Representantes de una intelectualidad que supo combinar su interés por la política con la investigación académica, los dos se revelan como auténticos hijos de su tiempo y testigos privilegiados de los cambios sociales que ocurrieron en la primera mitad del siglo XX. En tal sentido, Romero es un claro exponente de esas transformaciones y su obra es un espejo de los avatares que sacudieron la Argentina a lo largo de ese tiempo. Por todo ello, corresponde analizar de qué manera justificó su interés por el pasado medieval, al que Romero siempre entendió como época de referencia ineludible para comprender el mundo contemporáneo. En este caso particular, ese acercamiento se hará –dada la cantidad de obras que han analizado la labor de este historiador- fundamentalmente a través de las propias palabras de Romero. Tales palabras han quedado plasmadas en un libro (resultado de varias entrevistas mantenidas hacia el final de su vida), donde un Romero maduro hizo conocer su opinión acerca de lo que es la historia y cómo debe hacerse la historia. En suma, intentaremos aproximarnos a Romero según el propio Romero y, en segundo lugar, veremos cómo el pensamiento de este autor tuvo su eco en su producción y su trayectoria. En este último sentido, también cabe advertir que estas páginas sólo atenderán la labor de Romero como medievalista (dado que, como veremos, también se ocupó de la historia americana y argentina), especialidad en la que gustaba encasillarse -y a la que justificó frente a quienes la entendían como un pasatiempo sin mayor profundidad-.
Como ha sido señalado por uno de sus últimos biógrafos, “por relaciones familiares e intelectuales, la formación […] de Romero estuvo asociada a una idea de socialismo como visión progresiva de la realidad comunicable con el liberalismo político”[2]. Último hijo de una familia de inmigrantes españoles, José Luis Romero nace en Buenos Aires en 1909. Como él mismo lo reconoció en varias oportunidades, su formación estuvo signada por la personalidad de un hermano quince años mayor que él, Francisco –que se dedicaría a la filosofía y se convertiría en otra destacada figura de los círculos intelectuales argentinos de comienzos del siglo XX-. Este último le acercaría las primeras obras de historia que conocería Romero: “el primer libro que leí [señaló en la entrevista indicada] fue la Historia de Grecia de Curtius, que tenía mi hermano […]. Y al cabo de muy poco tiempo, un amigo de mis hermanos […] me puso en contacto con la Historia universal de Glotz, que empezaba a salir”[3]. El descubrimiento de Troya por parte de Schliemann (hecho posterior al texto de Curtius), le brindaría a Romero una de sus experiencias formativas más importantes, “yo de pronto descubrí un día que la historia se hacía, que la historia era móvil…”, esto es, que el conocimiento histórico “no es sólo […] el fenómeno de acumulación de datos, sino también la fuerza de los juicios y la fuerza de las hipótesis que abren nuevas vías de conocimiento”[4]. Este interés motivó a su hermano, una vez más, a poner “en mi cuarto una bibliotequita que había en casa, bajó todos los libros de historia que encontró y los puso allí”[5]. De tal manera, el joven Romero se hizo con un bagaje de lecturas que sería determinante en su futuro académico y en su labor personal. Paralelamente a esta instrucción familiar, Romero cursó sus estudios en el jesuita Colegio del Salvador, donde estudió hasta la muerte de su padre. Tras ello –“y luego del nada inusual descubrimiento de que quien había sido comerciante aparentemente próspero no dejaba con qué sostener a su numerosa familia”[6]-, Romero se vio obligado a abandonar ese colegio privado y continuar su instrucción en el ámbito público. Ese cambio en nada alteró la mencionada educación familiar, a tal punto que, al llegar “en el año 29, a la Facultad [de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata, ciudad al sur de Buenos Aires], yo era un alumno un poco diferente”[7]. En efecto, para ese entonces y según sus palabras, “había leído mucha historia griega, mucha historia romana y un poquito de historia medieval”. Cabe advertir que esta misma formación humanista y general, brindada en el estrecho marco hogareño, sería uno de los bagajes culturales que Romero más estimaría a lo largo de su vida -y cuya pérdida, por parte de la clase media argentina posterior a 1960, sería de los hechos que más lamentara-. En efecto, cuando se le consultó por la falta de “cultura general” que se advertía entre los historiadores formados después de 1950, no dudó en indicar: “Averigüe usted qué interés tienen [dichos historiadores] por la literatura o por las artes o por la filosofía, y descubrirá que es escaso; en consecuencia, el horizonte del historiador se achica”. En términos más amplios, se atrevió a decir: “¡Lo que está desapareciendo es la preocupación por la cultura general! Es una cosa tremenda…”[8]. Con ello, Romero se revela como un típico exponente de esas familias de inmigrantes, que con claro criterio advirtieron que la educación era la herramienta para el progreso personal e hicieron todo lo posible para brindar a sus hijos argentinos los medios para ello. Romero fue partícipe de esta actitud hasta el final de su vida, creyendo que “la Argentina es todavía un país donde se pueden hacer muchas cosas, donde cada uno tiene su bastón de mariscal en su propia mochila”[9]. Esta consideración de la formación familiar resulta tanto más significativa si consideramos que Romero nunca creyó que su formación universitaria le hubiera aportado demasiado. Para ese entonces, la historia argentina estaba encauzada en lo que se dio en llamar la “Nueva Escuela Histórica”. De clara influencia metodológica alemana (su libro de consulta era el manual de Bernheim), este agrupamiento de historiadores (ya que eran eso más que una escuela propiamente dicha) tenía como rasgos distintivos “erudición historiográfica, heurística en función documental, investigación metodológica desde la génesis del proceso histórico, concepción integral de la historia enfatizando los factores económicos y sociales y espíritu nacionalista”[10]. Volcada de manera exclusiva a la historia americana y argentina y obsesiva en su riguridad metodológica, este tipo de historia no podía atraer la atención del joven Romero, que pronto se volcó (sin dudas, influido por esas lecturas previas ya mencionadas) por la historia clásica griega y romana. Mucho más tarde, rescataría la figura de Clemente Ricci como uno de sus escasos maestros universitarios: fue él quien le enseñó “a trabajar lo que luego sería mi oficio, [personaje] verdaderamente inexorable en materia de rigor metodológico”[11]. Por cierto, paralelamente a esta formación, Romero ya había comenzado a trabajar como maestro escolar (función que prolongaría por casi diez años).
La formación de Romero en la Universidad se vio signada por un hecho crucial de la historia argentina contemporánea. Al año siguiente de su ingreso, en 1930, la Argentina conocería el primer golpe militar de la época moderna, encabezado por el general Félix Uriburu, que derrocaría el gobierno del presidente Hipólito Yrigoyen. El propio Romero reconocería más tarde su carácter opositor a Yrigoyen aunque pronto se alarmó por el matiz autoritario del nuevo gobierno militar. En esas circunstancias, muchos de sus maestros y compañeros decidieron afiliarse al Partido Socialista, al que entendían como “el último reducto virtuoso para combatir, intelectual u organizativamente, una realidad experimentada como amenazante”[12]. Por cierto, Romero no se adhirió políticamente en ese momento, limitándose a prestar su apoyo a los sectores políticos que se unieron para enfrentar ese avance. Ese sería su primer contacto con una actividad política que –a diferencia de su carrera académica- tuvo varios altibajos, resultado de las contradicciones existentes entre sus principios ideológicos y los vaivenes de la historia local.
Entre 1935 y 1936, Romero haría un viaje de siete meses por Europa junto con su esposa, observando las rápidas transformaciones que ocurrían en ese continente en vísperas de la guerra. De ese viaje quedarían una serie de pequeños artículos sobre sus experiencias cotidianas, trabajos en los que se revela un factor que será de primordial importancia en su producción: el análisis del mundo urbano. Mucho más tarde, Romero adjudicará a ese periplo su vocación por la historia medieval: “lo que realmente decidió mis intereses y mi viraje hacia el medievalismo fue un largo viaje que hice a Europa con mi mujer […] yo descubrí el mundo medieval y un poco el mundo barroco y ya no lo pude abandonar”[13]. De retorno a la Argentina, obtendrá su título de Doctor en la citada Universidad de La Plata en 1937, con una tesis en la que mantuvo sus intereses iniciales sobre la historia romana. Se trata de un estudio de gran amplitud, que luego daría a conocer en 1942 (en versión corregida) en su libro La crisis de la república romana. Los Gracos y la recepción de la política imperial helenística[14]. Su presentación del tema ofrece una imagen de los Gracos como augures de los nuevos cambios políticos y capaces de advertir –en función de sus conocimientos de los alcances de ese imperialismo helenístico- la transformación que impondrá el principado a la estructura política romana. Paralelamente, Romero también comenzaría su análisis de otro tema central de su pensamiento, esto es, “la formulación de una base de ideas para la indagación histórica […], que es fruto de su propia reflexión a partir de lecturas que no son primordialmente históricas”[15], y cuya primera expresión sería el ensayo La formación histórica (publicado en 1936). En este último, en particular, Romero daría a conocer uno de los ejes futuros de toda su obra: el tema de la crisis de la civilización occidental, a la que identifica específicamente como una crisis de la civilización burguesa. Este asunto será el que lo lleve a indagar luego –en una metodología retrospectiva- sobre los orígenes y evolución de esa misma civilización. Como afirmaría en el prólogo de una de sus obras principales, dedicada precisamente a la gestación de esa sociedad burguesa, “aunque a primera vista se ocupa de una época distante, este libro ha sido pensado para comprender el mundo actual, o mejor aun, el oscuro proceso histórico en el que se elabora y constituye la situación de nuestro tiempo”[16]. En función de ello, además, Romero deja entrever su noción de “vida histórica”, a la que más definirá como un entramado temporal que funciona dialécticamente: “la vida histórica es algo absolutamente objetivo y constituye el tema de la ciencia histórica […]. El hombre es un animal histórico y hace las cosas y resuelve las cosas a favor o en contra de lo que hizo, cortando o creyendo cortar sus relaciones con el pasado, porque la vida histórica es una dialéctica entre pasado o presente o, si se prefiere, entre la creación ya creada y la creación que se está creando. Pero en todo caso no se puede escapar de la historia. El hombre no existe sin un pasado”[17].
En 1942, Romero obtiene su primer cargo universitario por concurso, al ser designado como profesor de la cátedra de “Historia de la historiografía” en la misma Universidad de La Plata en la que se formó (cátedra que ocuparía hasta 1946). Hasta entonces, había sobrevivido en función de distintas actividades, entre ellas la de profesor del Liceo Militar de la Argentina, cargo que ocupó “siete años”. Esa estabilidad profesional coincide con la aparición de los primeros trabajos de Romero dedicados específicamente a la Edad Media (si exceptuamos un par de reseñas bibliografías de obras vinculadas a ese período, aparecidas previamente). En 1943, daría a conocer su examen del pensamiento de Nicolás Maquiavelo[18], al que adjudicaba “un modo de entender los procesos de las sociedades humanas que todavía alimenta a la historiografía contemporánea”, programa sustentado en el concepto de inmanencia, el empirismo y la realidad objetiva de las cosas[19]. En ese ensayo -como bien señala Burucúa-, Romero resultaría “inconsciente tal vez de que él mismo reeditaría en su existencia, con un acento en lo intelectual, la contradicción que destacaba en el Florentino entre comprensión de lo histórico y normativa política”[20]. Como sea, ese trabajo ya anticipaba otro rasgo innovador de Romero –que ha sido subrayado por la totalidad de sus biógrafos y comentaristas-: su búsqueda de una historia social de amplio alcance, que alternara el hecho puntual junto con la comprensión de procesos de largo aliento, en una alternancia de intereses que luego difundirían los hombres de la llamada “école des Annales”. De hecho, sería uno de esos hombres el que tributaría un elogio destacable de esta actitud historiográfica: a juicio de Jacques Le Goff, la obra de Romero “es el más bello ejemplo que conozco de esta historia global preconizada y jamás realizada en su totalidad por los historiadores franceses de Annales”[21]. Junto con ello, Maquiavelo serviría a Romero para oponerse nuevamente al modelo historiográfico de la Nueva Escuela argentina, del que ya hablamos. En efecto, si bien “el Florentino había entronizado la autonomía y la supremacía histórica de lo político” –un rasgo que parecía propio de dicha escuela-, al mismo tiempo había establecido una “explicación de los hechos exclusivamente sobre los deseos, las aspiraciones y los temores de los hombres”[22]. De tal manera, se introduce aquí una dicotomía que tendrá prolongada suceso en toda la obra de Romero: la que opone la realidad y lo mental, “la tensión irresoluble entre lo establecido, lo formal y lo pujante, lo creador”[23]. Como diría el propio Romero, “yo creo que la dinámica histórica es un juego entre la realidad y las ideas, múltiples y diversas, que son interpretaciones de le realidad y al mismo tiempo proyectos –utópicos o practicables- para cambiarla”[24]. Análogamente, también indicó que “una sociedad combina elementos de realidad y elementos de mentalidad”[25]. Se trata de una concepción de profunda influencia alemana (específicamente, la desarrollada por Simmel) y, a la vez, de una “morfología de raíz goethiana”[26], en la que Romero siempre reconoció inspirarse.
Al año siguiente de la publicación de su Maquiavelo, Romero daría a conocer otros dos trabajos sobre historia medieval, estudios que marcan su vinculación con un historiador al que Romero siempre respetó (pese a no compartir sus criterios historiográficos): Claudio Sánchez-Albornoz. Este había creado en Buenos Aires una revista que tendrá larga trayectoria, los Cuadernos de historia de España. Precisamente en el primer número de esa publicación, aparecido en 1944, Romero daría a conocer dos trabajos de su autoría: en primer lugar, una traducción al español de la Historia de los vándalos y suevos de san Isidoro y, junto con él, un artículo sobre “La biografía española del siglo XV y los ideales de vida”[27]. Sustentado en la obra de Pérez de Ayala, Díez de Games y Hernando del Pulgar –entre otros-, Romero trata de demostrar de qué manera llegó a España el paradigma de la biografía italiana de los siglos XIV y XV y la manera en que se acomodaron “los viejos ideales de vida y las nuevas formas historiográficas”. Con un magnífico criterio comparativo, nuestro autor muestra que dicho paradigma no podía ser aceptado sin matices por parte de la cultura hispana, ya que en ella no se advertía esa afirmación de la individualidad en un ámbito de crisis (como era el itálico). Por el contrario, el género biográfico español del siglo XV sólo expresa la afirmación de las formas arquetípicas de vida del noble y del eclesiástico, testimoniando “cómo subsisten las estructuras medievales y cuál es la valoración que la conciencia social otorga a esas formas renovadas de vida”[28] (que se imponían ya en Italia y apenas se esbozaban en España). Como sea, en ese mismo trabajo Romero comienza a reivindicar lo que sería otra constante de su pensamiento, la necesidad de recuperar la cultura española como parte de la propia cultura argentina. Como él mismo confesó, “yo reivindico totalmente la historia y la cultura española para los argentinos. El Arcipreste, La Celestina, el Quijote, la picaresca, Calderón y Quevedo son absolutamente míos, tan míos como de los españoles; no les reconozco a éstos ninguna exclusividad por el hecho de que están del otro lado del mar. Pero si es mío el Arcipreste, La Celestina, el Quijote y la picaresca y Velázquez, ¿cómo no va a ser mía toda esa cultura dentro de la cual España es un enclave…? España es Europa: si España es mía, Europa es mía…”[29].
La llegada de Juan Domingo Perón al poder en 1945, catalizaría muchos de los criterios y actitudes de Romero. En ese mismo año rompe su hasta entonces tibia adhesión política y se afilia al Partido Socialista, al que veía como único capaz de “levantar la bandera de la democracia socialista, sin abandonar ninguna de sus consignas fundamentales en cuanto a los bienes de producción pero manteniendo, al mismo tiempo, las conquistas que considera decisivas en el plano de la libertad individual […] sólo la democracia socialista puede ofrecer una positiva solución a la disyuntiva entre demagogia y autocracia”[30]. Asimismo, manifiesta su descreimiento respecto de los partidos tradicionales argentinos –el radicalismo y el conservadurismo-, tanto como del comunismo (cuyo rumbo le era incierto). Por último, el avance del peronismo le impone tal definición política, en una declaración de principios terminante, que hace conocer en un libro sobre historia argentina que aparece en 1946: “El historiador tiene una deuda con la vida presente que sólo puede pagar con la moneda de su verdad […] el autor cree que, en este punto de su examen, le es ya lícito confesar su pasión, siquiera sea para que el lector pueda confiar en que procuró acallarla hasta este instante y, acaso, para ofrecerle la clave de lo que en este examen pueda ser su involuntario y apasionado error”[31]. Resultaba imposible que Romero compartiera la nueva ideología política, a la que más tarde denunciaría como una simple coyuntura y no como un hito crucial en la historia Argentina: “Perón es una hoja en el viento. Yo considero que la obra de Perón es un fracaso total […] él no orientó el proceso para nada; el proceso lo superó […] él no dio a los sectores sociales que se aglutinaron a su alrededor la interpretación adecuada para ese proceso del cual era el protagonista”[32]. Indudablemente, se trata de la peor crítica que Romero podía imaginar para un conductor político: su incapacidad para formular un programa de ideas. Con todo ello –y esto también es una nota que subrayan la totalidad de sus biógrafos-, Romero se manifestaba como un auténtico “elitista progresista”, con dos salvedades: por un lado, que tal elitismo “debe ser distinguido cuidadosamente de una justificación de la desigualdad “ y, por el otro, el hecho de que Romero “pensaba en términos de la ‘libertad de los antiguos’, esto es, en la conformación de una comunidad política activa y participativa”[33]. Consciente de esa actitud, Romero definiría a las elites como “un grupo funcional que racionaliza las tendencias genéricas y dispersas en la comunidad. Sin ellas, la acción común es contradictoria e ineficaz”[34].
Esta actitud confrontativa llevará a que Romero renuncie a su cargo de profesor en ese mismo año de 1946, “exiliándose” académicamente en Uruguay –cuya Universidad de la República lo contrata a partir de 1949 y donde actuará hasta 1953, viajando regularmente para dar sus clases-[35]. No obstante todo ello, esos años serían de intensa actividad de investigación, dando a conocer una serie de trabajos relativos a la Edad Media. Entre ellos destaca, en primer lugar, un breve artículo sobre “El patetismo en la concepción medieval de la vida” –editado en Venezuela[36]-, donde vuelve a la contraposición entre el mundo de las ideas y el mundo de los hechos, demostrando cómo se unieron las tradiciones estoicas, hebreo-cristianas y celtas en la configuración “de una concepción de la vida fuertemente caracterizada por lo patético”. En ese cuadro, “el hombre medieval no adopta solamente la típica actitud cristiana [frente al dolor] sino que, junto a ella, conoce y prefiere a veces otras que provienen de las diversas tradiciones que sobreviven [en Occidente]. De tal modo […], la Edad Media muestra su naturaleza plural y multiforme…”[37]. El trabajo es un magnífico espejo de la antinomia dolor-esperanza, perfectamente comprensible en el pensamiento de un Romero marginado desde el punto de vista académico y observador crítico de la evolución de la sociedad argentina en tiempos del peronismo. De la misma manera, también puede verse como un ejemplo de esa actitud “moralista” que algunos han señalado en el pensamiento de nuestro autor, donde se unen una “vena estoica” y una “vena hedonista”, de espíritu mediterráneo[38] -actitud que luego se plasmará con mayor vigor en sus estudios sobre la mentalidad burguesa-.
El otro trabajo destacado de estos años será el que publique nuevamente en los Cuadernos de historia de España –sin dudas, a instancias del mismo Sánchez-Albornoz[39]-, relativo a “San Isidoro de Sevilla, su pensamiento históricopolítico y sus relaciones con la historia visigoda”[40]. Se trata de un extenso artículo que suele ser pasado por alto en las obras relativas a Romero y que, sin embargo, es un excelente estudio de aquello que hoy se da en llamar “nueva historia política”. Como en su momento con Maquiavelo, Romero destaca aquí al Isidoro “historiador y estadista –que eso era esencialmente san Isidoro-“[41], encuadrándolo en la evolución de los acontecimientos históricos de la Península Ibérica en tiempos godos. Indudablemente, su interés por la figura del santo sevillano radica en su postulado de que “los visigodos eran más aptos que otros pueblos [de la época para propiciar] el desarrollo de la cultura”[42] –apareciendo nuevamente estos conceptos claves del pensamiento romeriano-. Igualmente, recurre a otro postulado metodológico propio al establecer, como rasgo básico del pensamiento isidoriano, la contraposición que cree ver entre una “concepción universalista en el plano de lo espiritual –la fe, el saber en cuanto atañe a la cultura- y la concepción regional o quizá nacional que se advierte en la interpretación de los hechos históricopolíticos”[43]. Con esa ambivalencia ideológica entre pasado romano y realidad visigoda –que advierte en san Isidoro-, Romero parece anunciar su propio recorrido como historiador: aquél que lo llevará de un análisis de la cultura occidental a su comprensión de la realidad americana y argentina como parte de ese entramado.
Los años 1949-1950 marcan otro hito en la carrera de Romero como medievalista, dando a conocer dos artículos cuyos títulos resumen lo que serán dos bases fundamentales de su pensamiento: los conceptos de crisis y burguesía[44]. Con ello, Romero se afirma en su anterior preocupación por el tema de la transformación de los valores burgueses de su época, buscando –como señalamos antes- el origen de esos valores y sus primeras impugnaciones. Como dirá en una oportunidad, la burguesía “es el tema, mi tema. El de las burguesías urbanas y las ciudades. Es una línea muy nutrida y [muy] importante, creo yo. Porque la línea del feudalismo incide mucho menos sobre el desarrollo del mundo moderno; en cambio la línea del mundo burgués es la línea del mundo moderno”[45]. Paralelamente, Romero había editado su libro El ciclo de la revolución contemporánea, donde analiza el fin de esa misma línea burguesa, resultado de la crisis provocada por la Segunda Guerra Mundial. Su desenlace, “a juicio de Romero, supone la entrada en una etapa posburguesa” –desenlace en el cual los regímenes fascistas; “defensa suprema del orden burgués, ha sido minar desde dentro ese orden […], enseñando de todas maneras a vastas masas el horror de los ideales burgueses”[46]. Junto con él, también publica un breve compendio -resultado de un encargo-, que llegará a convertirse en un libro emblemático de su trayectoria merced a la difusión que alcanzó. Me refiero a La Edad Media, magnífico resumen de la historia política de esa época, en cual Romero demuestra sus dotes de síntesis y, a la vez, de didáctica narrativa[47]. Asimismo, en él comienzan a aparecer algunas caracterizaciones que serán puntales en el pensamiento de este autor –según veremos-, como las que identifican a la burguesía medieval con ciertas notas que Romero entiende distintivas: una nueva concepción de vida, el surgimiento de nuevas doctrinas económicas, un sentido “fuertemente naturalístico” de la existencia, el goce del vivir, el individualismo, el empirismo científico y el surgimiento de una conciencia nacional[48]. Esos valores poco a poco entraron en conflicto con los ideales caballerescos ya existentes, dando lugar a conflictos pero también ajustes internos, en una lógica que Romero profundizará en trabajos posteriores –y que se convertiría en una de sus notas más personales-.
A partir de 1953, Romero se ve imposibilitado de seguir viajando a Uruguay (dadas las limitaciones impuestas por el gobierno peronista). No obstante, ese mismo año marca otro hito en su carrera, caracterizado por la fundación de una revista que –aunque de breve aparición- marco un rumbo en varios sentidos: Imago mundi. Revista de historia de la cultura[49]. Nacida gracias al apoyo financiero de un mecenas privado, la publicación sirvió para nuclear varios especialistas desterrados de la universidad peronista (y que tendrían una destacada actuación en el futuro). En el primer número de la misma, Romero desarrollaría un artículo fundador de la misma[50] (que reforzaría más adelante, con otro trabajo aparecido en 1954[51]), dando a conocer su idea acerca de lo que debía ser una “historia de la cultura”. Ambos trabajos –sobre los que quisiera brevemente extenderme- constituyen un magnífico programa acerca de esta orientación, delineado con una claridad conceptual digna de aprecio. A su juicio, “lo que llamamos la historia de la cultura es, en realidad, simplemente la historia”. En tal sentido, reclama para la misma un carácter global, “una forma historiográfica compleja, un esquema ideal en el que caben varios y diversos tipos historiográficos que aspiran a integrarse en síntesis más comprensivas”[52]. Por lo mismo, ésta no puede reducirse a una historia de hechos (aunque no los excluye ni se opone a los mismos), sino que “busca su sentido en otras áreas generalmente no fácticas”. Con esta posición, Romero reafirma su rechazo a la escuela historiográfica tradicional argentina (que ya mencionamos), insistiendo en una relación que había apuntado en trabajos previos: la de entender la historia como el juego entre lo que llama un orden fáctico y un orden potencial. El primero es aquél “en el que se encadenan los hechos constituyendo un complejo de acciones simultáneas y sucesivas derivadas de los impulsos, racionales o no, dirigidos hacia la acción y cristalizados en objetos irrevocables”. Los hechos que integran este orden no son todos del mismo carácter: los hay específicos y resultados de una acción concreta (una ley, un combate, una elección ejemplifica Romero), en tanto otros son vagos y difusos (la fusión de grupos sociales, el alza de los precios, etc.). Por otro lado, junto a este orden fáctico también se cuenta el orden potencial, “donde se alojan las representaciones del orden fáctico y las ideas e ideales que la conciencia crea por reelaboración de sus propias representaciones del orden fáctico”. De la unión entre ambas esferas resulta la vida histórica en su complejidad: “reduciendo esta fórmula a términos más simples, diríase que [la historia de la cultura] procura apresar la relación que existe entre formas de vida y las ideas” –razón por la cual sus mejores ejemplos no fueron producidos por historiadores tradicionales sino por gente proveniente de otras áreas de las ciencias humanas-. Como bien ha sido señalado, este postulado revela la influencia del pensamiento morfológico alemán, “que diferenciaba las formas constituidas y la vida como pulsión creativa”[53]. Por último, Romero sugiere que, así entendida, esa historia de la cultura no tiene sus raíces en el Iluminismo del siglo XVIII (aunque reconoce lo muchos que aportó esta corriente a su avance) sino en el propio Heródoto, ya que él procuró trascender la mera descripción de los hechos “para escudriñar” los secretos de esa vida histórica “en otras napas” de la misma.
Poco después, Romero afina algunos alcances de esta orientación, sugiriendo que la misma debe ser entendida en su sentido estricto y no como una simple manifestación de la cultura espiritual. Su historia de la cultura parte del principio de que cultura comprende “todo lo que es acción y creación del hombre”[54] aunque no todo debe ser objeto de estudio. Sólo compete a ella “el análisis y la interpretación de la sucesión de las mutaciones culturales, grandes o pequeñas, en la medida en que esas mutaciones representan una relación inestable entre quienes crean la cultura –los actores de la vida histórica- y la cultura misma, como proceso de creación y como cosa creada”. De tal manera, Romero introduce una salvedad que resultaría profética para las futuras historias de las mentalidades, de las ideologías y de las representaciones –entre otras especialidades similares-: aquélla que rescata la necesidad de analizar cambios culturales y no llevar a cabo una simple descripción de estructuras mentales. Junto con ello, sugiere que esa vinculación mencionada entre orden fáctico y orden potencial determina una actitud intelectiva propia y un método específico. La primera demanda “atender no tanto al peculiar desarrollo de cada uno de los dos órdenes […] como a las relaciones entre dichos órdenes”. El segundo “es un apropiado reordenamiento de los distintos elementos en juego que permita distinguir en ellos sus dos faces [sic], la fáctica y la potencial”. En otras palabras, no se trataba de comprender los distintos elementos en juego sino el juego mismo entre todas esas dimensiones. Con ello se comprendería la auténtica “vida histórica”. Por último, un análisis de este tipo exige que, quien intente llevar a cabo el mismo, debe prescindir del uso de esquemas conceptuales predefinidos. Por cierto, Romero no niega la utilización de dichos esquemas “como hipótesis de trabajo” pero “el historiador no debe olvidar ni un instante que no es un filósofo de la historia y que no debe proponer a priori un sentido para la vida histórica ni, en consecuencia, limitar su tarea a buscar en ella los elementos de prueba para su alegato”.
Con todo ello, Romero no hace más continuar casi escrupulosamente un camino que había iniciado prácticamente con su carrera académica, aspecto que ha sido observado como un cierto “conservadurismo” intelectual, “relativamente inmune a las tendencias intelectuales de corto plazo”[55]. Más que inmunidad, entiendo que Romero no quiso prescindir de aspectos claves de su pensamiento y, fundamentalmente, no vio motivos para ello. El otro aspecto tiene que ver con esta formulación original de la vida histórica (como entrecruzamiento de hechos e ideas) y la oposición que implica la misma respecto del materialismo histórico. En este último sentido, Romero señaló explícitamente su reconocimiento del pensamiento de Marx (al que calificó de un nuevo Maquiavelo, en la medida en que ambos han mostrado el revés “de la trama de la historia”). Sin embargo, indicó que “Marx subestimó el papel de las ideas (con minúscula) porque estaba obsesionado con la Idea hegeliana (con mayúscula). Yo creo, en cambio, que la dinámica histórica es un juego entre la realidad y las ideas…”[56]. Por otro lado, Romero tampoco creía que la economía por sí sola ayudara a explicar la crisis de la civilización occidental, circunstancias ambas que denotan que “el marxismo de Romero está fuertemente teñido de positivismo”[57]. Como sea, esta distancia respecto de una estructura de pensamiento que, en el cuadro ideológico de su época, podía haber servido de interlocutor a un intelectual como Romero, no sólo ha llamado la atención sino que hasta ha motivado sugerencias en el sentido de si Romero fue un marxista no reconocido[58]. Es indudable que una noción de la evolución histórica que subrayaba –como se indicó antes- cierta veta progresista y que desconfiaba de los aparatos conceptuales deterministas no podía congeniar con ese pensamiento marxista (ya sea o no positivista). El propio Romero lo indicó claramente en su vejez, cuando señaló que “…creo sinceramente que en el mundo contemporáneo, hay muy poca gente, que, en alguna medida, no sea marxista […] si se entiende por marxismo –y es su expresión más válida- un conjunto de principios de la dinámica histórica […]. El problema consiste en que de esa caracterización de la dinámica histórica, Marx […] dedujo una política para el futuro que él entendió era la consecuencia inexorable e inmediata de su teoría. Y ahí es donde las opiniones se dividen […]: los que creen que esa doctrina conduce a una actitud revolucionaria inmediata e inevitable, y los que creen que de su mismo esquema salen otras propuestas posibles”[59] –donde obviamente se encontraba su reformismo optimista, entre otras posibilidades-.
Para ese entonces, Romero ya había establecido contactos con algunos de los hombres de Annales, en particular con Fernand Braudel (con quien se entrevistó cuando este último visitó Buenos Aires) y, sobre todo, con el número dos de esa escuela, Ruggiero Romano. Sin embargo, esos contactos fueron mayormente personales y nunca llegaron a plasmarse en una deuda intelectual respecto de dicha escuela francesa[60]. Análogamente, Romero tuvo la oportunidad de desarrollar parte de sus actividades en el exterior cuando, en 1950, obtuvo una beca Guggenheim, llevando a cabo una estadía académica de siete meses en la Widener Library de la Universidad de Harvard. Tal estadía sería recordada lugar por Romero como el momento en que pudo completar la redacción de la que sería una de sus obras medievalísticas más célebres, La revolución burguesa en el mundo feudal[61].
La caída del régimen peronista supuso un cambio decisivo en la vida de Romero. En primer lugar, porque en septiembre de 1955 iba a ser designado rector interventor de la Universidad de Buenos Aires, circunstancia que coincide con la designación de varios de sus antiguos colaboradores de Imago mundi como decanos normalizadores de las distintas facultades que componen esa Casa de estudios. Por otro lado, Romero se vio atenazado entre los distintos sectores que componían esa universidad postperonista. Por un lado, se contaban aquellos grupos conservadores que habían sido desplazados en 1945 (y pretendían recuperar sus antiguas posiciones) y, por el otro, grupo reformistas que veían la posibilidad de un cambio[62]. Ambas posturas finalmente llegaron a una solución de compromiso –más forzada por las circunstancias que por una auténtica voluntad de negociación-. Como sea, Romero pronto dejó el cargo (en mayo de 1956), disconforme con las nuevas medidas gubernamentales, que autorizaban la creación de universidades privadas con iguales competencias que las públicas.
Este ingreso de Romero en la vida política universitaria también coincidió con su inserción en un ámbito que, hasta entonces, no había conocido su presencia: la Facultad de Filosofía y Letras de la misma Universidad. Tal ingreso marcaría el inicio de una tensión permanente entre los dos grupos que buscaban imponer su “tradición historiográfica”. Al igual que lo sucedido en el ámbito universitario en general, dos escuelas históricas se postulaban como vencedoras del régimen peronista: los herederos de la “Nueva Escuela Histórica” y las líneas de historia cultural encabezadas por Romero. De hecho, “1955 exhibe una especificidad significativa (aunque no única) desde el punto de vista historiográfico que condicionaría toda la evolución posterior [de la disciplina]: no hubo un grupo […] vencedor sino dos…”[63]. Esa tensión explica el hecho de que Romero no haya obtenido ninguna de las cátedras tradicionales de la carrera de Historia sino que, en 1958, asumiera la titularidad de la recién creada asignatura “Historia social general”. Análogamente, tampoco consiguió insertarse en ninguno de los institutos de investigación de la misma Facultad sino que le fue fundado el “Centro de historia social”, ocupando también su dirección. Como sea, una y otro se convertirían en auténticos enclaves de formación de varias generaciones de historiadores argentinos, que siempre lo vieron como un verdadero lugar de formación y agrupamiento profesional. Más allá de eso, lo que queda claro es que, pese a sus proyectos paradigmáticos –especialmente vinculados al tema de la historia de la cultura-, Romero no buscó fundar “un programa concreto desde el cual fundar una nueva forma de hacer historia [que se opusiera a la sustentada por la Nueva Escuela Histórica]” sino que “ese programa es más una reflexión originalísima y propia [acerca del mismo quehacer histórico]”[64]. Ello explica, además, que los ámbitos nucleados en torno a él hayan actuado más de contenedores que de unificadores de esos grupos reformadores (sin que Romero hubiera actuado explícitamente, por ejemplo, para moldear las carreras profesionales de sus discípulos). A juicio de algunos, con esta actitud Romero (aun sabiendo que la misma implicaba la imposibilidad de establecer un modelo a seguir) mantuvo su independencia intelectual, con todas las consecuencias previsibles. De la misma manera, esta nueva “historia social” que propugnaba oficialmente desde esos años, si bien “no era lo mismo que la historia de la cultura que había cultivada décadas atrás, no había desechado nada de su capacidad de comprender e iluminar desde dentro pasadas tradiciones culturales…”[65]
Los vaivenes de la política y de la vida universitaria argentina en el período de la guerra fría vuelven a acosar a Romero a partir de ese mismo año de 1958. Interviene entonces (según algunos, de “manera decisiva”) en la división del Partido Socialista[66], convirtiéndose en un referente para algunos sectores juveniles del mismo partido. En noviembre de 1962, sería designado Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, inaugurando uno de los períodos más difíciles y controvertidos de su carrera[67]. Si en su breve paso por el rectorado de la Universidad, Romero había tenido que equilibrar todos los grupos que se disputaban la herencia del peronismo, en 1962 debió enfrentarse a las tensiones derivadas de la radicalización de los distintos sectores estudiantiles y docentes que pugnaban por entonces. Otro tanto debió hacer con la influencia de la situación política argentina (e internacional), catalizada por el surgimiento de la lucha política armada y la revolución cubana. Incapaz de manejar la situación, la gestión institucional de Romero se resintió a partir de 1964 (a raíz de un conflicto que involucraba alumnos de la Facultad, que murieron en un enfrentamiento guerrillero en el norte de Argentina). Poco después, en noviembre de 1965, decidió renunciar al Decanato y jubilarse de la vida académica.
Tras ese retiro, Romero se dedicaría de lleno a la elaboración de lo que siempre consideró su obra magna (y que no llegaría a terminar). Se trata de un vasto análisis en cuatro partes, dedicados al “proceso histórico del mundo occidental”. Tal proyecto ya había sido anticipado por un breve libro de 1953 sobre La cultura occidental, donde la misma es analizada como resultado de la unión de tres herencias, la romana, la cristiana y la germánica[68]. Las mismas habrían conocido tres momentos evolutivos: la época de la sociedad feudal, la era moderna y una tercera llamada “de la revolución de las cosas”. En tales épocas, “Romero descubrió diferentes equilibrios y persistencias de los legados, procesos de crisis y de ajustes que revitalizaron aspectos olvidados de las herencias [antiguas] pero que, en realidad, disimularon, bajo las máscaras de volver a lo antiguo, la irrupción de experiencias humanas radicalmente nuevas”[69].
Esa periodización, insinuada en 1953, comenzaría a plasmarse a partir de 1965, con la redacción de la mencionada obra en cuatro volúmenes, dedicados respectivamente a La revolución burguesa en el mundo feudal, Crisis y orden en el mundo feudoburgués (que comprendería los siglos XIV a XVI), Apogeo y ruptura del mundo feudoburgués (siglos XVI a XVIII) y El mundo burgués y las revoluciones antiburguesas (siglos XVIII a XX). De dicho proyecto, Romero sólo acabaría el primer volumen, en tanto el segundo –incompleto- fue publicado póstumamente por su hijo[70]. Los dos primeros constituyen, sin dudas, la obra de Romero más coherente desde el punto de vista teórico -en su carácter de medievalista- y, por lo mismo, esos textos han sido objeto de numerosos análisis críticos. Por medio de ellos, Romero se define a sí mismo como un historiador, en la medida en que ha encontrado “su” tema[71]. Tal tema será –como hemos anticipado- el de la burguesía. Según el propio Romero, “hay en realidad dos familias de medievalistas: los que ponen el énfasis en el mundo feudal y los que lo ponen en el mundo burgués. Yo pertenezco a la línea de Henri Pirenne, y pongo el énfasis en la burguesía. Este es el tema, mi tema. El de las burguesías urbanas y las ciudades”[72]. Indudablemente, nuestro autor manifiesta, en este sentido, una profunda influencia de las tesis de Luzzato, Sapori y Pirenne (este último, reconocido por él mismo como uno de sus mentores). Partidario de entender la crisis del mundo feudal como resultado del embate de ese factor exógeno, el burgués, Romero definió a éste “menos por su función en la economía de mercado que por el contenido social de sus experiencias y prácticas”[73]. En efecto, ya en un breve artículo aparecido en 1954, Romero se preguntaba ¿quién es el burgués?, entendiendo que el mismo debía ser caracterizado como aquél que busca su razón de ser en el control de la realidad inmediata, entendiendo que esa realidad “constituye el sumo bien”[74]. Esa actitud llevará a ese hombre nuevo a tratar de controlar la naturaleza, a la actividad económica y a una postura “realista” frente al mundo. Por cierto, ese modelo debe ser entendido –sigue diciendo Romero- como un “tipo ideal” más que como uno real (con lo cual retoma su postulado básico acerca del orden fáctico y el orden potencial). Para la misma época, Romero consideraba que ese nuevo modelo burgués (al que calificaba de “espíritu”) tenía como notas distintivas la presencia de una naturaleza sensible (que llevará al auge de la magia, la astrología y la alquimia), el espíritu disidente (el hombre como partícipe de esa naturaleza y consagrado a un destino terrenal), el goce mundano, el trabajo manual, el surgimiento de nuevas formas de convivencia, la despersonalización del poder y una dinámica original de la historia (que analizaba a través de las ideas de Joaquín de Fiore)[75].
En La revolución burguesa en el mundo feudal, Romero retoma esos enunciados, planteado específicamente dicho problema en el marco de lo que ahora llama una “mentalidad” y dejando de lado esa idea de “espíritu” (sin duda, influenciado por la historiografía francesa del momento). En efecto, el libro comprende dos grandes apartados, en los que el autor analiza, en primer término, las características de lo que llama “el mundo cristiano-feudal”, caracterizado por la débil malla urbana, la fragmentación política, el predominio de la economía rural y una mentalidad cristiano-feudal. Ese sistema conseguirá una relativa estabilidad gracias a la asociación entre las aristocracias y la Iglesia (el único poder que podía plantear una propuesta a largo plazo en la Europa de entonces)[76]. No obstante, ese andamiaje comenzará a ser resquebrajado a partir del siglo XI, con el nacimiento de la burguesía, circunstancia que dará lugar al nacimiento de lo que Romero llama “mundo feudoburgués”. Tal modificación –a juicio del autor- fue muy lenta, “descomponiendo el sistema tradicional sin destruirlo, alterando el sentido de ciertas formas de actividad, promoviendo un nuevo estilo de vida […] del juego de las resistencias y concesiones resultó ese nuevo ordenamiento transaccional que llamo feudoburgués”[77]. Una vez más, Romero apela a la lógica ya subrayada entre orden real y orden potencial, estimando que se debe analizar la dinámica entre, por un lado, las situaciones de hecho y, por otro, las ideas, creencias e imágenes elaboradas por los hombres de la época. En tal sentido, este libro –como bien ha subrayado uno de sus biógrafos- plantea el juego entre el individuo y lo social, en la medida en que, si las nociones elaboradas por un determinado pensador podían “impregnar” a todo un conjunto humano, se llegarían a formular “imágenes divergentes de la realidad” que acabarían alterando todo el sistema histórico[78]. En concreto, esa tensión se habría desatado con el surgimiento de las ciudades como un espacio de mentalidades renovadores, capaces de implementar una lógica de vida distinta a la feudal. Tal lógica, durante largo tiempo, intentó coexistir con su antecesora –dando lugar a dicho contexto feudoburgués- hasta que finalmente se impuso sobre ella. Esa imposición se concretó (entre otras cosas) cuando el individuo se afirmó como ser no exclusivamente dependiente de un orden inmutable sino capaz de gozar de su propia autonomía –tesis que vuelve sobre el tema del control de la realidad por parte del burgués, que anticipara en 1954-. En suma, Romero presenta un enfrentamiento entre concepciones, que ha sido correctamente sistematizado en una serie de pares contrapuestos[79]. Estos enfrentan, entre otras cosas, inmutabilidad de la realidad a la posibilidad de cambiarla, fundamento en el trasmundo a eficacia de la realidad sensible, primacía de lo social a libertad del individuo, providencia a azar, destino a aventura, espiritualidad a sensualidad, inmediatez de la muerte a posibilidad de goce terreno, estabilidad de los grupos sociales a movilidad social. Todo esto, claro está, presuponía que el orden feudal era inmóvil en sí mismo y que sólo pudo conocer cambio alguno gracias a un factor externo como fue ese nuevo mundo burgués, cuyo ámbito propio de expresión serían las ciudades –tema que ha sido adecuadamente interpretado en el marco de las polémicas del siglo XX sobre la crisis del sistema feudal[80]-. Como sea, Romero supo articular una original interpretación del largo proceso que va del siglo XI al XIV, presentándolo como un juego de pares conceptuales, “como equilibrado/inestable, coherente/en desintegración, cerrado/abierto”[81].
Esta obra, primera parte del vasto plan cuatripartito propuesto por Romero, habría de ser continuada recién en 1980 (tras la muerte de su autor), cuando se publicó Crisis y orden en el mundo feudoburgués, texto reconstruido a partir de secciones ya elaboradas por el mismo Romero. En ella, se profundizan las líneas propuestas en el libro anterior, atendiendo en mayor medida a tres aspectos: el económico –donde desarrolla el tema del surgimiento y consolidación de la economía de mercado-, el político –que considera la crisis de los órdenes impuestos por el Imperio y el Papado y su desplazamiento por los nuevos modelos impuestos por las comunas y los Estados territoriales[82]– y, por último, el de las nuevas formas de vida. La obra contemplaba una cuarta parte sobre “la prefiguración del mundo burgués”, donde Romero aparentemente se habría explayado sobre los cambios en las mentalidades acaecidos a fines de la Edad Media[83]. Como sea, en este libro Romero vuelve a la oposición mundo feudal-mundo burgués –entendiendo por burgués, una vez más, el complejo entramado urbano-. En particular, considera en este caso los variados intentos desarrollados por esa burguesía para ocupar y consolidarse en el poder, circunstancia que dio lugar tanto a tensiones como a acuerdos con los sectores hasta entonces dominantes. En este caso, también, el análisis de Romero postula un principio que fue igualmente refutado por la crítica posterior, aquél que entendía que la monarquía centralizada “se habría afirmado como árbitro entre las clases, apoyándose para concretar esta autonomía en los recursos que le aportaba la burguesía”[84]. No obstante, la obra se explaya sobre la manera en que distintos grupos sociales (antigua aristocracia, patriciado, sectores urbanos en ascenso, campesinos) se adaptaron o sucumbieron ante los cambios acaecidos a partir del siglo XIV. En particular, interesa a Romero demostrar cómo ese “espíritu” burgués –cuyo nacimiento y primer desarrollo consideró en su obra previa- trascendió al grupo que le dio origen, esto es, la burguesía. En virtud de ello, “el desafío para el historiador era reconstruir el proceso de difusión de la mentalidad burguesa a otras clases, pues allí coincidía su condición ‘revolucionaria’”[85]. En particular, uno de los elementos que trascienden a esa mentalidad burguesa es el factor mismo que la promovió: la creación de ciudades. Esta actitud será pronto asumida, en especial, por las nacientes monarquías, con lo cual la fundación de núcleos urbanos “dejó de ser una creación espontánea de las burguesías y se transformó en un instrumento político y económico que ya desde el siglo XII empiezan a usar reyes y señores”[86]. De esta manera, Romero preanunciaba (un año antes de su muerte) el que sería su último libro, una obra que –si bien no atañe específicamente a la Edad Media- buscó proyectar ese mundo medieval a América: Latinoamérica, las ciudades y las ideas. Esas ciudades americanas no serán más que la proyección de la cultura europea, de la estructuración de un mundo nuevo, de una manera de asegurar la posesión de la tierra y de difundir valores culturales (en este caso, no surgidos espontáneamente como en las ciudades de los siglos XI-XII sino impuestos por las autoridades coloniales).
En 1975, Romero fue designado miembro del Consejo de Universidades fundado por las Naciones Unidas, organismo que lo convocó a una reunión a celebrarse en Tokio en 1977. En esas circunstancias, lo sorprendió la muerte el 27 de febrero de ese año.
En esa entrevista mencionada, al final de su vida, se le preguntó a Romero cuál era el sentido de hacer historia medieval en la Argentina. Su respuesta fue concluyente: “me inclino a creer que sólo los medievalistas [entendemos bien los procesos históricos argentinos]. No niego que otros lo entiendan también pero yo tengo la impresión de que mi especialidad me ha ayudado enormemente, me ha ofrecido pistas, me ha indicado líneas de desarrollo”[87]. Con ello, Romero insistía en su convicción de que la historia sirve en la medida en que ayuda a encontrar las razones ocultas del pasado que explican el presente. Y que esa búsqueda debe tener una moral propia: “nada es desdeñable, ni nada es condenable porque [los historiadores] no somos dioses y hemos visto las vueltas del juicio humano sobre todo”[88]. Por otro lado, supo expresar esos juicios de manera clara y didáctica, ya que siempre consideró que “no puede ser que los historiadores escriban sólo para los historiadores”[89]. Sus ideas, su proyección y su legado son clara prueba de esos principios, acompañados siempre de una conducta coherente y una independencia de pensamiento destacable. Al fin y al cabo, en toda su vida no hizo más que respetar lo que pensó como lema para su posible escudo: fue un hombre de un obstinado rigor[90].
Cronología
1909. Nace en Buenos Aires.
1929. Comienza su formación universitaria en él área de la historia en la Universidad Nacional de La Plata.
1937. Obtiene su título de doctor en la misma Universidad.
1945. Inicia su actuación en el Partido Socialista de la Argentina.
1946. Renuncia a su cargo de profesor de la Universidad Nacional de La Plata.
1947. Es designado profesor en la Universidad de la República, Uruguay.
1955. Es designado Rector interventor de la Universidad de Buenos Aires.
1958. Es nombrado profesor de la cátedra de “Historia social” de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y director del Centro de estudios de historia social de la misma Facultad, ambos creados ese año.
1962. Es designado Decano de la Facultad antedicha.
1965. Renuncia al Decanato y se jubila.
1977. Fallece en Japón.
Bibliografía
NOTA: Sólo se mencionan en este apartado los trabajos de Romero relativos al mundo medieval, dejando de lado aquéllos inherentes a otras áreas temáticas.
I. Obras de José Luis Romero
I.a) Libros
–Las cruzadas, Buenos Aires, Atlántida, 1943.
–Maquiavelo historiador, Buenos Aires, Nova, 1943 (reed. 1970 y 1986).
–Historia de Roma y la Edad Media, Buenos Aires, Estrada, 1944.
–Historia antigua y medieval, Buenos Aires, Estrada, 1945 (reed. corregida 1972).
–La Edad Media, México, Fondo de Cultura Económica, 1949 (reed. 1979, 1987).
–Ensayos sobre la burguesía medieval, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1961.
–La revolución burguesa en el mundo feudal, Buenos Aires, Sudamericana, 1967 (reed. 1979).
–Crisis y orden en el mundo feudoburgués, México, Siglo XXI, 1980 (reed. 2003).
–¿Quién es el burgués? y otros estudios de historia medieval, Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1984.
–Estudio de la mentalidad burguesa, Madrid, Alianza, 1987 (reed. 1993).
I.b) Artículos en revistas científicas y libros
-“La Antigüedad y la Edad Media en la historiografía del Iluminismo”, Labor de los Centros de estudiuo de La Plata, t. 24, fasc. 2 (1942).
-“Sobre la biografía española del siglo XV y los ideales de vida”, Cuadernos de historia de España, I-II (1944).
-“Estudio preliminar” a Hernando del Pulgar, Libro de los claros varones de Castilla, Buenos Aires, Nova, 1944.
-“La historia de los vándalos y suevos de san Isidoro de Sevilla”, Cuadernos de historia de España, I-II (1944).
-“Fernán Pérez de Guzmán y su actitud histórica”, Cuadernos de historia de España, III (1945).
-“Estudio preliminar” a Boccaccio, Vida de Dante, Buenos Aires, Argos, 1947.
-“La obra de Claudio Sánchez Albornoz en la Argentina”, Cuadernos americanos, 1 (1947).
-“Otero Pelayo y la Galicia medieval”, Galicia. Revista del centro gallego, 413 (1947).
-“El patetismo en la concepción medieval de la vida”, Revista nacional de cultura, 64 (1947).
-“San Isidoro de Sevilla. Su pensamiento histórico-político y sus relaciones con la historia visigoda”, Cuadernos de historia de España, VIII (1947).
-“Estudio preliminar” a Dino Compagni, Crónica de los blancos y los negros, Buenos Aires, Nova, 1948.
-“Dante Alighieri y el análisis de la crisis medieval”, Revista de la Universidad de Colombia, 16 (1950).
-“El espíritu burgués y la crisis bajomedieval”, Revista de la Facultad de Humanidades y Ciencias, 6 (1950).
-“Burguesía y espíritu burgués”, Cahiers d’histoire mondiale, vol. 2, nro. 1 (1954).
-“¿Quién es el burgués?”, El Nacional. Papel literario, Caracas, 18 de marzo de 1954.
-“Sociedad y cultura en la temprana Edad Media”, Revista histórica de la Universidad, nro. 1 (1959).
-“Ideales y formas de vida señoriales en la alta Edad Media”, Revista de la Universidad de Buenos Aires, año 4, nro. 2 (1959).
-“Burguesía y Renacimiento”, Humanidades, II, nro. 2 (1960).
-“El cuerpo político en la ciudad medieval”, Estudios de historia social, 1 (1965).
-“Maquiavelo, ideologías y estrategias”, Raíces, 10 (1969).
II. Obras relativas de Romero
-AA.VV., De historia e historiadores. Homenaje a José Luis Romero, México, Siglo XXI, 1982.
-Omar Acha, La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero, Buenos Aires, El cielo por asalto, 2005.
-Carlos Astarita, “Estudio preliminar”, en José Luis Romero, Crisis y orden en el mundo feudoburgués, México, Siglo XXI, 2003, pp. XIII-XXXVII.
-José Emilio Burucúa, “Treinta años de historiografía moderna en la Argentina: enfoques culturalistas”, en Comité Internacional de Ciencias Históricas-Comité Argentino, Historiografía argentina (1958-1988). Una evaluación crítica de la producción histórica argentina, Buenos Aires, 1990.
-Nilda Guglielmi, “José Luis Romero y la historia medieval”, Comité Internacional de Ciencias Históricas-Comité Argentino, Historiografía argentina (1958-1988). Una evaluación crítica de la producción histórica argentina, Buenos Aires, 1990.
-Alain Guerreau, El feudalismo. Un horizonte teórico, Barcelona, Crítica, 1984.
-Tulio Halperín Donghi, “Un cuarto de siglo de historiografía en la Argentina”, Desarrrollo económico, 100 (1986).
[1] La figura de Claudio Sánchez-Abornoz ya sido objeto de un estudio en el primer volumen de esta obra, debido a la pluma de José Luis Martín.
[2] Omar Acha, La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero, Buenos Aires, El cielo por asalto, 2005, p. 44.
[3] Félix Luna, Conversaciones con José Luis Romero. Sobre una Argentina con historia, política y democracia, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1978 (en adelante, citado Conversaciones).
[4] Conversaciones, pp. 82-83.
[5] Ibidem, p. 84.
[6] Tulio Halperin Donghi, “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, Desarrollo económico, v. 20, nro. 78 (1980), 249-274 (la cita en p. 249).
[7] Conversaciones, p. 84.
[8] Ibidem, p. 40 y 39 respectivamente.
[9] Conversaciones, p. 172.
[10] Beatriz Moreyra, “La historiografía”, en Academia Nacional de la Historia, Nueva historia de la Nación argentina, Buenos Aires, Planeta, 2003, t. X, p. 69. Un análisis del triunfo de la Nueva Escuela Histórica (al amparo de los cambios políticos argentinos posteriores a 1930) puede verse en Tulio Halperín Donghi, “Un cuarto de siglo de historiografía argentina”, Desarrollo económico, v. 25, nro. 100 (1986), 487-520.
[11] Conversaciones, p. 87. Clemente Ricci fue un historiador italiano radicado en Argentina en 1893, discípulo de César Cantú. Fue profesor de historia de las religiones en la Universidad de Buenos Aires y de historia de Grecia, Roma y Edad Media. Una de sus obras fundamentales sería La significación histórica del cristianismo, publicada en 1909.
[12] Ibidem.
[13] Conversaciones, p. 87.
[14] Publicado en ese año en Buenos Aires por la editorial Losada (reed. en 1980).
[15] Halperin Donghi, “José Luis Romero…”, p. 259.
[16] José Luis Romero, La revolución burguesa en el mundo feudal, Buenos Aires, Sudamericana, 1967, p. 9.
[17] Conversaciones, p. 145.
[18] Maquiavelo historiador, Buenos Aires, Nova, 1943.
[19] José Emilio Burucúa, “José Luis Romero y las perspectivas de la época moderna”, Anales de historia antigua y medieval, 28 (1995), 25-36 (la cita en p. 33).
[20] José Emilio Burucúa, “Treinta años de historiografía moderna en la Argentina: enfoques culturalistas”, en Comité Internacional de Ciencias Históricas. Comité Argentino, Historografía argentina (1958-1988). Una evaluación crítica de la producción histórica argentina, Buenos Aires, Comité argentino de ciencias históricas, 1990, pp. 389-402 (la cita en p. 390).
[21] Jacques Le Goff, “Presentación”, en José Luis Romero, Crisis y orden en el mundo feudoburgués, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, p. IX.
[22] Burucúa, “José Luis Romero…”, p. 33.
[23] Acha, op. cit., p. 22.
[24] Conversaciones, p, 103.
[25] Conversaciones, p. 169.
[26] La expresión es de Acha, op. cit., p. 21.
[27] El primero se encuentra en pp. 289-297 y el segundo en pp. 115-138. La mayor parte de los estudios de Romero dedicados a la Edad Media luego fueron editados en la obra ¡Quién es el burgués? Y otros ensayos de historia medieval, Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1984.
[28] “Sobre la …”, p. 138.
[29] Conversaciones, p. 93.
[30] José Luis Romero, Las ideas políticas en la Argentina, Fondo de cultura económica, 1986 (ed. original de 1946), p. 297.
[31] Ibidem.
[32] Conversaciones, p. 125.
[33] Acha, op. cit., p. 46.
[34] Conversaciones, p. 166.
[35] Un detalle de la actuación de Romero en Uruguay puede verse en Carlos Zubillaga, “La significación de José Luis Romero en la desarrollo de la historiografía uruguaya”, en Fernando Devoto (comp.), La historiografía argentina en el siglo XX, Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1994, t. II, pp. 132-147. Romero fue contratado a partir de 1949 para dictar los cursos de “Introducción a los estudios históricos” y “Filosofía de la Historia”. En 1950, se agregó a ellos el de “Historia contemporánea”. A partir de 1951, Romero también tuvo a su cargo un Seminario de Historia de la Cultura, verdadero centro de formación profesional del estudiantado uruguayo de ese entonces.
[36] Aparecido en la Revista nacional de cultura, nro. 64 (1947) –reeditado en ¿Quién es el burgués?…, pp. 49-56 (ed. que será citada en este trabajo).
[37] Ibidem, p. 52.
[38] Halperín Donghi, “José Luis Romero…”, p. 261.
[39] Romero realizó una ponderación de la obra de Sánchez-Albornoz en Argentina en una breve nota que apareciera en los Cuadernos americanos de México, año VI, vol. XXXI (1947), pp. 211-217.. En ella, señala la escasa inserción que tenían para ese entonces los estudios medievales en ese país, circunstancia justificable por el hecho de que “los estudios históricos se desarrollaron en la Argentina a partir de la Organización nacional (1953) y han conservado como imborrable signo de ese origen una casi excluyente preocupación por los problemas de la nacionalidad” (p. 211). En virtud de ello, reafirma la necesidad de profundizar dichos estudios dada “su estrecha relación con el proceso de colonización americana” y considera que debe agradecerse al erudito español “el haber abierto una huella por la que podría llegarse a importantes revelaciones acerca de nuestra propia historia y nuestra propia cultura” (p. 217).
[40] Aparecido en el vol. VIII (1947), de esa publicación y reed. en ¿Quién es el burgués?, pp. 77-125.
[41] Romero, “San Isidoro…”, p.
[42] Ibidem, p.
[43] Romero, “San Isidoro…”, p.
[44] Se trata de los estudios “Dante Alighieri y el análisis de la crisis medieval”, Revista de la Universidad de Colombia, 16 (1950) y “El espíritu burgués y la crisis bajomedieval”, Revista de la Facultad de Humanidades y Ciencias, 6 (1950) -publicado en Montevideo, donde Romero ya actuaba como profesor-.
[45] Conversaciones, p. 66 (subrayado en el original).
[46] Halperin Donghi, “José Luis Romero…”, p. 263.
[47] Publicado originalmente en 1949 por la editorial Fondo de Cultura Económica de México, tuvo reediciones en 1956, 1961, 1965, 1966, 1969, 1974, 1977, 1979, 1982, 1985, 1989, 1994, 1995 y 1997.
[48] Véase La Edad Media, pp. 184-209 de la ed. de 1985. Cfr. Acha, op. cit., p. 105.
[49] Un buen análisis del alcance que tuvo esta revista puede verse en Acha, op. cit., pp. 85-100.
[50] José Luis Romero, “Reflexiones sobre la historia de la cultura”, Imago mundi, 1 (1953). Reeditado en la colección de artículos de este autor, La vida histórica, Buenos Aires, Sudamericana, 1988, pp. 121-130 (ed. que citaré en lo sucesivo).
[51] José Luis Romero, “Cuatro observaciones sobre el punto de vista históricocultural”, Imago mundi, 6 (1954), 32-37.
[52] Romero, “Reflexiones…”, p. 121. A fin de no abundar en citas, remito a este trabajo de nuestro autor para las siguientes expresiones textuales que se mencionan a continuación.
[53] Acha, op. cit., p. 88.
[54] Romero, “Cuatro observaciones…”, p. 33. Al igual que en el caso anterior, remito a ésta y las restantes pp. de este trabajo a fin de no abundar en citaciones.
[55] Acha, op. cit., p. 19.
[56] Conversaciones, p. 103.
[57] Halperín Donghi, “José Luis Romero…”, p. 260. Cfr. Acha, op. cit., pp. 45-46.
[58] Halperín Donghi se formula tal pregunta al decir: “…¿Romrero es un marxista que se ignora y […] su toma de distancia se debe sobre todo a que sólo ha conocido un marxismo contaminado de positivismo? No necesariamente: sin duda es concebible que, sometido a otros influjos culturales e ideológicos, Romero hubiese usado un vocabulario distinto para formular sus intuiciones fundamentales sobre la realidad histórica…” –“José Luis Romero…”, p. 260-.
[59] Conversaciones, p. 101.
[60] Cfr. Fernando Devoto, “Los estudios históricos en la Facultad de Filosofía y Letras entre dos crisis institucionales (1955-1966)”, en Id. (comp.), op. cit., pp. 50-58 (en especial, p. 61 y ss.).
[61] Conversaciones, p. 90.
[62] Véase Tulio Halperín Donghi, Historia de la universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Eudeba, 2002 (ed. original de 1962), pp. 155-160.
[63] Devoto, op. cit., p. 50. El análisis de la inserción de Romero en esta casa de estudios que realizo a continuación sigue de cerca las observaciones de este autor, al que remito para un análisis más detallado del problema.
[64] Devoto, op. cit., p. 61.
[65] Halperín Donghi, “José Luis Romero…”, p. 255.
[66] Halperín Donghi, “José Luis Romero…”, p. 253 –donde se señala la escasa concentración de Romero para llevar adelante una carrera pública y sus fracasos en este sentido-. Cfr. Acha, op. cit., pp. 43-83, que analiza con más cuidado las difíciles relaciones de Romero con la cúpula del Partido Socialista argentino y sus diferencias ideológicas respecto de la situación argentina a principios de los ’60.
[67] Un detalle de la situación de la Facultad en estos años puede verse en Pablo Buchbinder, Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Eudeba, 1997, pp. 207-217. Cfr. Acha, op. cit., pp. 63-68 (que analiza la manera en que la actuación de Romero fue considerada por la prensa de esos años).
[68] José Luis Romero, La cultura occidental, Buenos Aires, Columba, 1953.
[69] José Emilio Burucúa en “José Luis Romero y las perspectivas de la época moderna”, Anales de historia antigua y medieval, 28 (1995), 25-36 (la cita en p. 27).
[70] Véase la “Advertencia” de Luis Alberto Romero a la edición del 2003 de la obra de su padre, Crisis y orden en el mundo feudoburgués, Buenos Aires, Siglo XXI, pp. V-VI.
[71] Conversaciones, p. 22.
[72] Conversaciones, p. 65.
[73] Acha, op. cit., p. 105.
[74] Romero, “¿Quién es el burgués?”, aparecido originalmente en El Nacional, Caracas, 18 de marzo de 1954 y reproducido en su libro ¿Quién es el burgués? y otros estudios de historia medieval, Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1984, pp. 34-38 (la cita en p. 38 de esta última ed.).
[75] José Luis Romero, “Burguesía y espíritu burgués”, publicado originalmente en Cahiers d’histoire mondiale, II (1954) y reeditado en Ensayos sobre la burguesía medieval, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1991 y en ¿Quién es el burgués?…, pp. 39-48.
[76] Tema sobre el que insiste Alain Guerrau en su análisis de la obra de Romero. Véase El feudalismo. Un horizonte teórico, Barcelona, Crítica, 1984, pp. 107-108.
[77] José Luis Romero, La revolución burguesa en el mundo feudal, Buenos Aires, Buenos Aires, Sudamericana, 1967, p. 15.
[78] Acha, op. cit., p. 110.
[79] Sigo en esto la propuesta de Acha, op. cit., p. 115, que brinda una correcta síntesis de las posturas de Romero.
[80] Cfr. Carlos Astarita y Marcela Inchausti, “José Luis Romero y la historia medieval”, Anales de historia antigua y medieval, 28 (1995), 15-23 y, del primer autor, su “Estudio preliminar” a la obra de Romero, Crisis y orden en el mundo feudoburgués, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, pp. XIII-XXXI (donde retoma puntualmente los conceptos vertidos en el primer trabajo citado).
[81] Guerrau, op. cit., p. 107.
[82] Como bien señala Le Goff, Romero no emplea la idea de “naciones” –op. cit., p. IX-.
[83] Véase la “Advertencia” a la ed. de Crisis y orden…, cit. en nota. Según su hijo, esta última parte debía comprender los capítulos “El cambio y la imagen de la realidad”, “La mentalidad popular”, “La mentalidad renovadora”, “Las proyecciones de la mentalidad renovadora” y “El conflicto de las mentalidades”.
[84] Astarita, op. cit., p. XV.
[85] Acha, op. cit., p. 117.
[86] Conversaciones, p. 45.
[87] Conversaciones, p. 65.
[88] Conversaciones, p. 135.
[89] Conversaciones, p. 133.
[90] Conversaciones, p. 134.