Un hombre de varios mundos

NATALIO BOTANA

UNA corta semana antes de recibir esta invitación para dejar un testimonio escrito acerca de José Luis Romero, lo recordé de improviso mientras caminaba de noche por la Plaza de la Villa en Madrid. No era la primera vez que esta evocación brotaba en semejante contorno. Me había visitado años atrás un mediodía en Siena y una tarde en Villa de Leiva. Ahora, sin sol ni crepúsculo, la remembranza llegaba envuelta por la luz artificial que iluminaba esa plaza hospitalaria.

¿Por qué estos destellos que tanto bien hacen a la memoria? Se me ocurre que José Luis Romero fue un hombre de varios mundos: un espectador que abarcó, al estilo de Mitre, el sentido horizontal de la historia con sus etapas desplegadas al viento, y se adentró, con la ayuda de Sarmiento, en los vericuetos profundos de un pasado que revelaba actores ignorados. Y todo ello acontecía merced a una vocación rebosante de universalidad que lo impulsó a recorrer el vasto escenario de la historia antigua y medieval.

Esas plazas de la Baja Edad Media, que recibirían luego el influjo del Renacimiento y del Barroco, no sólo se presentaban frente a Romero como recintos típicos de una época; también significaban una encrucijada de mundos visibles y emergentes. A la sucesión de acontecimientos, captada por una narración atenta a la dirección de esos procesos, se sumaba pues la pesquisa acerca de la formación de nuevas estructuras sociales.

Desplegar la mirada y cavar hondo en el suelo histórico: acaso haya sido éste el hilo conductor de una trayectoria que se inició en los años benignos de la década del veinte y concluyó en 1977 durante un período dominado por el odio, las matanzas y el terror recíproco. Por eso le tocó ser testigo de una crisis de legitimidad que hirió unos ideales republicanos abiertos a la dialéctica de la libertad y la igualdad. En medio de aquel desconcierto, Romero siempre permaneció fiel a esos valores.

Esta fue su Argentina: el país, según decía, que estaba en crisis. En uno de los últimos textos que redactó antes de su muerte, Breve historia de la Argentina, Romero reservó la palabra crisis para definir el período que se extiende entre 1955 y 1973 (en dicha fecha concluía ese sucinto relato), pero, en realidad, el concepto podía remontarse hasta los años treinta y cuarenta. Como escribió en el libro que le dio más fama, Las ideas políticas en la Argentina, publicado en 1946, el choqué entre los principios autoritario y liberal, engarzado con el conflicto entre las instituciones establecidas y una realidad social que las impugna, configuraba una vida histórica mucho más propensa al disenso que al consenso.

Desde luego, estas vueltas de la historia podían ser vistas al modo de un observador que pasa revista a los cambios de una Argentina “aluvial”, todavía impulsada por “la aventura del ascenso” (dos conceptos suyos que hicieron impacto en el campo historiográfi- co), o bien gracias a una actitud teñida por la aspereza del compromiso cívico. Romero transitó por este segundo camino.

Esta manera de insertar su oficio de intelectual en los avatares de la vida política (fue participante activo en el Partido Socialista y en las divisiones que lo sacudieron) tuvo efectos dispares. Ni los nueve años del primer peronismo, entre 1946 y 1955, ni la década siguiente pudieron ofrecer el marcó adecuado para quien ge- nuinamente deseaba disfrutar de los beneficios de una democracia estable. En su lugar, Romero tuvo que lidiar con el conflicto y con una inveterada propensión argentina hacia el “faccionalismo”.

El historiador asume como rector de la UBA y recibe el saludo de Deli’Oro Maini

Los instintos facciosos, esos hoscos repliegues de las convicciones que anulan el diálogo y decapitan los argumentos racionales, estallaron en los meses posteriores a septiembre de 1955. En ese momento Romero fue designado rector de la Universidad de Buenos Aires, al tiempo que una figura católica de nota, Atilio Dell’Oro Maini, ocupaba la cartera de Educación. El motivo que desató encendidos discursos, sermones, proclamas, acusaciones, movilizaciones callejeras y partió en dos el campo de la cultura fue un proyecto de ley (un artículo del mismo, para ser más precisos, el entonces estridente articulo 28) que habilitaba a las universidades nacidas de la iniciativa privada a expedir títulos habilitantes.

La retórica arrastró a los moderados y no abrió en su curso espacios intermedios: se era, en efecto, “libre” o “laico”. Romero estuvo de parte del último término de esta opción y Dell’Oro Maini encarnó el primero. Fue un conflicto paradójico. Mientras cundía un fervor militante, poco proclive al cultivo sereno de la inteligencia, la Universidad de Buenos Aires iniciaba con el rectorado de Romero una “fecunda y creativa” transformación (así la juzgó él mismo con toda razón); mientras, por otro lado, se presagiaba un oscuro porvenir clerical en la enseñanza superior, las universidades privadas trazaron después de aquellos sucesos un derrotero pluralista, hasta el punto de que una parte de la obra escrita de Romero fue reimpresa por la casa editora de la Universidad de Belgrano.

¿Qué ha quedado ahora de aquel torneo ideológico? En muchos casos, el olvido; en otros, la posibilidad de reconstruir el pasado, y en algunos más, la distorsión forzada de los personajes o el intento de fijar la memoria según rígidos estereotipos. Con el auxilio de una perspectiva de cuarenta años, es claro que el entonces rector y luego decano de la Facultad de Filosofía y Letras pudo sortear esa típica trampa de nuestros devaneos culturales. Romero no fue un estereotipo porque dejó soplar el espíritu crítico sobre las intemperancias propias y ajenas.

No creo que esta tácita referencia al ideal más franco de la tradición ilustrada hubiese incomodado al autor de Latinoamérica, las ciudades y las ideas (en mi opinión, su libro más transparente y enjundioso). Mejor todavía: me atrevo a pensar que este costado ilustrado, liberal en el mejor sentido, que perseguía el horizonte de la democracia y del socialismo, representaba en Romero el papel de una carta de navegación diagramada a fuerza de estilo.

Siempre me ha fascinado la combinación de empatia y distancia que rezuman sus libros, sobre todo los de sus últimos años, como si la decisión de asumir un objeto de investigación, en ocasiones lacerante, estuviese de inmediato sujeta al rigor de una prosa bella y apartada. ¿De dónde provenía ese don para avanzar con tanta serenidad en un terreno minado por gritos o erizado de voces grandilocuentes?

La historiografía de Romero reunió en un mismo relato dos genios aparentemente opuestos: la disposición para presentar visiones de largo alcance y la curiosidad para atender al detalle contenido en las historias menores. José Luis Romero estaba igualmente a gusto recorriendo los siglos del mundo feudal, en cuyo decurso se formó la burguesía, o comentando con alegría cómplice el ingenio de José María Vargas Vila, un vehemente panfletario colombiano (me tocó asistir a ese inolvidable seminario en el cual, junto con un grupo de amigos, lo acompañamos en una deliciosa excursión a través de nuestros géneros narrativos).

Esta fue para mí una gran lección de estilo. Tener estilo significa, entre otras cosas, estar de pie. Romero puede dar fe de ello pues su obra se conserva viva como corresponde: de frente y bien plantada.