José Luis Romero: literatura y ensayo

SELNICH VIVAS HURTADO[1][2]

Uno de nuestros grandes ensayistas

A la par del valor académico y de los reconocimientos internacionales gracias a su actividad investigadora, quisiera considerar a José Luis Romero, en primer lugar, como un exponente de las letras latinoamericanas. Este argentino es uno de nuestros ensayistas mayores. Hay en sus obras universalismo, reflexión y talento literario. Es usual afirmar que Romero se distingue de sus muchos colegas historiadores por su especial inclinación a evitar el documentalismo estéril (esquematismo de los cuadros y los datos sueltos) y por su interés por narrar en el sentido estricto del término. Romero vincula fuentes literarias como base de su trabajo historiográfico y, a la vez, se ocupa de ellas desde una mirada sociológica.

Ese rasgo aproximaría a Romero a los historiadores de la cultura, en la estirpe de un Huizinga y de un Auerbach, pero no evidencia las particularidades de su “filosofía de la composición”, para decirlo con palabras de Poe. El ensayo histórico en Romero no es apenas un formato más legible dentro de las formas de hacer historia y ciencias sociales; se inscribe en la saga de los maestros que al tiempo que hacían ciencia tenían que enseñar a escribir y a pensar los nuevos problemas de las sociedades latinoamericanas. Como en los escritores medievales, en Romero el “afán de saber” comporta un “afán de enseñar” (Romero, 1987, 177).  Piénsese también en Bello, Henríquez Ureña, Reyes y Freyre.

En las obras de Romero se evita la rigidez del modelo de los textos académicos. No importa que Romero haya publicado en revistas internacionales especializadas en la Edad Media o en el estudio de las mentalidades, su escritura prescinde de la erudición innecesaria y la jerga especializada da un paso al lado cuando Romero cuenta. La obra de Romero le apuesta a narrar una versión del mundo que pueda llegar a múltiples públicos, siguiendo el camino de un gran pedagogo que se interesa por hacer visibles los instantes decisivos del pensar y del sentir de una época, sin perder por eso el rigor de la interpretación de las fuentes y sin dejar de lado el trazado de las opiniones. En Romero las tensiones ideológicas, los tipos sociales y las transformaciones conceptuales adquieren rasgos de personaje literario. De hecho Romero es un historiador que sabe contar con amenidad y delicadeza historias complejas, cuyos hilos conductores (las ideas) atraviesan épocas, culturas, regiones y países diversos.

Indistintamente del tema que trate, Romero busca en todos sus libros que “la historia [sea] siempre una creación intelectual”, es decir, una construcción en la que la pulcritud del estilo y la simetría del pensar disidente adquieran un contenido visible, rico en matices y sorpresas. En esta forma de hacer ensayo haciendo historia “resulta difícil discriminar lo objetivo y lo subjetivo” (Romero, 1997a, 22), pues el historiador no cree que su ciencia sea menos literaria que la literatura de la que se sirve para ampliar el horizonte de una época. La convivencia de lo supuestamente objetivo con lo supuestamente subjetivo no va en detrimento ni de lo uno ni de lo otro, sino que se convierte en recurso retórico intermedio para dar realce a la conciencia imaginadora que se arriesga, con honestidad y trasparencia, a presentar un mundo hecho de añicos inasibles y en movimiento permanente.

La historia es ciencia y es literatura a la vez. De tal modo que la imagen del pasado que inventa el historiador Romero nunca adquiere una estampa fija, inamovible, aunque sus lectores en la academia suelan reducirla a ciertos conceptos. Los conceptos en la historia de Romero son verdaderos personajes de novela, imágenes poéticas, que crecen y se mezclan hasta en las variantes más inesperadas a lo largo de numerosas presentaciones. Bastaría mencionar un personaje central de esa historia creada por Romero: el mundo burgués. Ese mundo es altamente maleable: germina en la Edad Media, atravesado por tradiciones tan disímiles como lo romano, lo hebreocristiano y lo germánico (1994b), y se metamorfosea incesantemente en las diversas etapas de la vida moderna renacentista, ilustrada e industrial, en las dos guerras mundiales y, sin duda, en su extensión latinoamericana, en donde adopta formas singulares y autónomas de acuerdo con los grupos sociales, los proyectos políticos y las regiones que adoptaron o rechazaron el capitalismo. Romero sabe que lo burgués es una categoría esencialmente inestable, no por eso menos perceptible, pues justamente su personalidad revolucionaria, esto es, su capacidad para transformarse sin abandonar su fundamento, la hace claramente predecible. Del mismo modo el espacio de la burguesía, la ciudad, “es el mejor indicador de los fenómenos de mestizaje y aculturación que se desarrollan en Latinoamérica en relación con la creación de nuevas formas de vida y de mentalidad” (1994a, 228), que, sin embargo, abrigan rasgos contradictorios y herencias del mundo burgués europeo moderno y premoderno.

Romero, un intelectual latinoamericano de izquierda, escribe con pasión sobre el mundo burgués y logra reconstruir su génesis y sus transformaciones, sin miedo a exaltar y a cuestionar, cuando sea el caso, los hallazgos del enemigo. Su “ensayo de historia no está escrito ―como casi ninguno― sine ira et studio” (1997a, 22). Todo acto de escritura es una toma de partido y Romero lo sabía desde la lectura de los clásicos. Se toma partido por la perspectiva de la narración, por las imágenes a seleccionar, por el estilo. El cómo se cuenta, lo saben los escritores, es una toma de posición frente al mundo imaginado. Y Romero es capaz de hilar fino, de anudar una tira de la Edad Media con otra de la vida moderna latinoamericana. La inserción del trasmundo hebreocristiano al imperio romano debilitó a las culturas indígenas europeas (celtas, íberas, italiotas, etc.) y luego convirtió a los invasores guerreros germanos en defensores de la fe cristiana (1994a, 9 – 1987, 118). Un proceso semejante se vive en América pero a favor de las élites comerciales, portadoras del catecismo de la civilización y el progreso. 

Para ver esos tránsitos inesperados Romero acudió justamente a la literatura y a las artes en general. Quizá porque consideraba que ellas parecían poseer “aptitudes más eficaces para expresar esa realidad que el pensamiento discursivo” (1997a, 121). Las “aptitudes más eficaces” hacen referencia a una amplitud en la mirada y, en muchos casos, a una contemplación crítica de la época. En cada época que estudió se sirvió de ellas y las incorporó sutilmente a la gama de registros que hablaban de mentalidades en conflicto. Así por ejemplo es difícil entender la Primera Guerra Mundial sin tener en cuenta que la literatura se oponía diametralmente a la oleada pangermánica impulsada por Wilhelm II. Stephan George, Rainer María Rilke, Franz Kafka, Edvard Münch, Max Liebermann, Kate Kollwitz o Max Klinger “no participaban de los ideales imperialistas que predominaban en los círculos áulicos” (1997b, 106). Esas voces disidentes constituían la Alemania que iba a ser eliminada para garantizar el dogmatismo de una aparición desesperada del horror. De esta manera Romero entendió que se debía apoyar en la literatura para ensayar lecturas plurales de época, para evitar el esquematismo, pues cada época contiene en sí misma varias épocas y culturas que la expresan y la niegan. Solo de esta forma se entiende que el historiador pueda, al mismo tiempo, aventurar reflexiones sobre lo humano en general. Solo así comprendemos el lugar que tiene Romero en la academia latinoamericana.

Despojó, mucho antes que los nuevos medievalistas del siglo XX (digamos Umberto Eco) a la Edad Media de las “deformaciones generalmente intencionadas” (1994b, 73) que la hicieron parte de una “línea coherente y continua de desarrollo de la Antigüedad hasta los tiempos modernos” y la caracterizaron “como una mera transición, un oscuro valle entre dos cimas iluminadas” (1994b, 83). Romero supo ver en la primera edad de la cultura occidental (la mal llamada Edad Media) un “genio vigoroso y desbordante en busca de su propia expresión” (1994b, 93). No oscurantismo sino multiculturalismo, “elementos culturales una veces recibidos como legado del pasado y otras veces recibidos como prenda de un contacto con civilizaciones vecinas” (1994b, 93). En otras palabras: un mundo apasionante y libertario del que tendríamos mucho que aprender los latinoamericanos si intentáramos seguir el proceso de las discontinuidades y los saltos de nuestra historia.  La primera edad de la cultura occidental también fue propicia para el “amor de las cantaderas y soldaderas, de las mujeres gentiles que querían gozar de su cuerpo antes que se tornara —como el predicador solía repetirles— polvo y ceniza. El primat, el archipoeta y los múltiples autores de los Carmina burana  alegraban a sus contertulios —estudiantes, juglares, mercaderes y peregrinos— a cuyo alrededor se reunía, seguramente, toda la heteróclita población de las ciudades, inquieta y despreocupada” (1987, 177). Un mundo, en fin, nutrido de luchas similares a las de la contemporaneidad, en la que también se dan, bajo matices evidentemente diferenciados, los cantos de vida exaltada, en oposición al control religioso y estatal del cuerpo y de la libertad.

La literatura como fuente del ensayista

Son numerosas las fuentes literarias de Romero y no pretendo enumerarlas en detallle, ya que pasan con facilidad de Plinio el Viejo, quien se atrevió a declarar que la “naturaleza era la madre de todas las cosas y que sólo ella debiera considerarse divina” (1987, 116), como señalan aún los sabedores indígenas, a Kafka, quien en El castillo ha “reflejado con distintos caracteres esta peculiar situación del individuo en nuestro tiempo” (1997a, 139). Del mismo modo, cuando Romero se ocupa de la historia latinoamericana, no deja de lado a los más variados escritores latinoamericanos, desde el periodo colonial hasta el siglo XX. Se ocupa por igual tanto de El lazarillo de los ciegos caminantes como de Yawar Fiesta. Interesa saber aquí, más bien, mediante algunos ejemplos tomados de sus ensayos, cómo incorpora las citas y las menciones literarias al ensayo histórico para construirse un apoyo sociológico.

Tomemos un caso típicamente de Romero: la ciudad. La ciudad es un organismo viviente y dar cuenta de ella significa mostrar en detalle sus componentes físicos y mentales. No la imagen cerrada del mapa ni el acta de fundación en su clausura administrativa. Vale más dejar oír las voces que habitan, por inclusión o por exclusión, el proyecto de la ciudad. Esas voces pasan por todos los órdenes, desde los europeos trasplantados y los afrodescendientes esclavizados hasta los indígenas y la gran variedad de subgrupos producto del mestizaje y la aculturación. Teniendo en cuenta su participación en un momento dado del proceso se puede ver más claramente el cambio de la fisionomía de la ciudad y su periodo de vida y de esplendor o abandono.

El tránsito del siglo XIX al siglo XX trae numerosos cambios en las viejas poblaciones coloniales. Pero no es suficiente hablar de ciudades pequeñas y ciudades grandes o de pueblos que se volvieron ciudades y otros que conservaron la fisonomía de ranchería. Romero se apropia de fuentes literarias para hacer más perceptible el contexto y las consecuencias estéticas y psicológicas del fenómeno, cercano al europeo, pero de gestos muy singulares. Así explica la particularidad:

“no todos los inmigrantes venían del campo. Muchos se arrancaban de pequeñas o medianas ciudades que acentuaban su decadencia: de Ayacucho o Cajamarca en Perú, de los pueblos de la sabana en Colombia, de San Carlos de Salta o Moisesville en Argentina. Así se creó la imagen de la ciudad abandonada, como aquella de los llanos venezolanos llamada Ortiz por Miguel Otero Silva en su novela Casas muertas, o la de Comala donde sitúa Juan Rulfo a Pedro Páramo, o, en fin, la ilusoria Macondo que evoca Gabriel García Márquez en Cien años de soledad.” (1999, 391).

La “ciudad abandonada” se torna así, y por efecto de la escritura literaria de Romero, en un rasgo distintivo aplicable a procesos paralelos ocurridos en regiones muy apartadas del continente que repetían, sin saberlo, un destino impuesto por el capitalismo caprichoso. Ortiz, Comala, Macondo son experiencias narrativas contundentes que dan cuenta del instante de la crisis, producto de la explotación de materias primas más rentables o de la acumulación de bienes y el comercio a gran escala. La imaginación literaria las ha dotado de valor de realidad en tanto imitan a y explican lo acontecido con Ayacucho, Cajamarca, San Carlos de Salta, Moisesville, Mompox, centros culturales de ayer, pero desdeñados hoy por las nuevas condiciones de producción. La ciudad medieval, abandonada por la peste, se transforma en la ciudad abandonada por la miseria sin esperanzas que 

“echaba de la ciudad a los jóvenes, a los que no se resignaban a enterrarse vivos en la ciudad que se moría, a los que todavía tenían fuerza moral para intentar reconstruir su vida en otra parte. Y la vieja ciudad apuraba su caída, abandonadas y en ruinas la mayoría de sus casas, y poblada solamente por viejos que arrastraban sus trabajos y sus días.” (1999, 391).

Casas muertas, Pedro Páramo y Cien años de soledad además de ser convocadas al diálogo sobre la ciudad aparecen adicionalmente interpretadas desde una mirada sociológica. Son expresión del campo desacreditado, de la nostalgia regional que perdió el otrora modo de vida y que fue substituido por la dinámica del negocio deshumanizado. La ciudad abandonada era el síntoma de una época que ya no admiraba el respeto a los ancestros y que había dejado sin piso los valores de la colectividad, de la familia y de la naturaleza. Comala y Macondo no eran metáforas insulsas de ciudades que se morían, eran literalmente ciudades agonizantes en los que la vida y la muerte se fundían, entre sombras y fantasmas que “arrastraban sus trabajos y sus días”. El vínculo de Hesíodo al final de la cita evidencia, además, que una expresión afortunada puede alcanzar un valor sociológico. Los habitantes de la ciudad abandonada ya no arrastraban humanidad, apenas trabajos y días, digamos, dificultades. Los de la nueva ilusión, la ciudad masificada, por el contrario, no arrastrarán ni trabajos y ni días, quizá ilusiones vacías y deudas. Se convertirían en poco tiempo en meros brazos mecanizados:

“La burguesía quería materias primas y las consiguió en cantidades fabulosas. Pero para que se transformaran nuevamente en riqueza era menester elaborarlas y comercializarlas, para lo cual necesitó brazos; pero brazos nada más: ni cabezas ni, menos todavía, conciencias. Brazos solamente. Porque siguiendo una tradición clásica suponía que los brazos producían más si obedecían a una cabeza ajena. En América, Asia y África, la burguesía se había procurado brazos a la fuerza, con el pretexto de que correspondían a conciencias descarriadas que era menester salvar; y, en efecto, durante algunas horas de cada domingo los brazos descansaban para escuchar la palabra divina.” (1997b, 37).

Esta prosa conmovedora y veloz de Romero es digna del poeta revolucionario César Vallejo, que era a la vez católico y marxista. Una escritura digna de un sello de precisión visual en la experiencia textual de la denuncia de una de las grandes crisis de capitalismo en el siglo XX. No se limita al panfleto, sino que además ejercita gradualmente la dinámica de la deshumanización del hombre, de la desmembración del ser. En la ciudad masificada, en las ciudades apiñadas de fábricas e industrias, atiborradas de máquinas y centros comerciales, las personas dejaron de ser seres comunicantes y pensantes y se convirtieron en meras palancas para hacer fuerza y pujar el avance de las máquinas. Es decir, “brazos nada más”. De la pequeña ciudad, del campo a la gran ciudad, se perdieron las cabezas, las conciencias, pues el progreso técnico se volvió el nuevo catecismo Astete que regulaba la vida diaria. Es contundente la imagen. Romero no habla de trabajadores, habla de “brazos solamente”, lo que puede leerse al mismo tiempo como brazos en su soledad y abandono. Y como el proyecto cristiano se había sumado al proyecto capitalista, “cada domingo los brazos descansaban para escuchar la palabra divina”. Aculturación, mecanización y dogma van de la mano en estas singulares etapas de la ciudad en América Latina, Asia y África.

Apropiación del estilo literario

Romero cita obras literarias porque aprende de ellas una amplitud de criterio. Esa amplitud, fruto de su antidogmatismo conceptual, se expresa en el estilo que caracteriza a sus ensayos, en los que la riqueza de trazos y de tipos de informaciones logra definir el instante histórico. Romero se apropia de la autoconsciencia narrativa de los novelistas. Hace acopio de sus recursos, sin temor a confesar sus puntos de partida, sus metas. Así, por ejemplo, en La crisis del mundo burgués (1956) aplica la ironía y la distancia de un Cervantes:

“El propósito de este ensayo es de por sí un poco paradójico: tratar de introducir al hipotético lector —más curioso que desocupado sin duda— en su propio mundo familiar y cotidiano, en el mundo en que de hecho está introducido. Podría acusarse de imperdonable pedantería al que intentara esta aventura con aire suficiente: es ésta una materia sobre la cual nadie puede arrogarse autoridad y en la que difícilmente puede sobrepasarse el plano de la simple opinión. Pero sin atribuirle más valor que el de una opinión —o sólo un poco más—, no me parece desdeñable ofrecer a la consideración del lector la imagen que me he hecho de nuestro mundo, y ello por diversas razones que acaso convenga enumerar.” (1997a, 21).

No se esconde tras la coartada erudita del especialista ni se atribuye el honor de poseer una verdad sobre un tema de su competencia, sino suscita en el lector una suerte de identificación, de participación en un diálogo. Paradójico que quien sabe del tema se muestre humilde y se disponga con modestia a compartir saberes quizá demasiado conocidos, vivenciados. El sentido del pensamiento histórico no radica en la “imperdonable pedantería”, ni en el “aire suficiente”; exige una aventura compartible, colectiva. La imagen del pasado supera la “simple opinión”, pero no se puede sustraer al carácter subjetivo, en el que radica la posibilidad de pensar en disenso las diversas fuentes consultadas, incluida la propia experiencia de lectura. La obra histórica somete a la “consideración del lector” una imagen del mundo, una entre muchas. El mundo imaginado por la historia debe, por tanto, enumerar sus razones. Al hacerlo transforma la imagen del pasado en una experiencia textual de la que se puede inferir y colegir una opinión, es decir, una manera de ordenar, de organizar y producir sentidos. Sentidos, ya que en Romero no se podía opinar sobre las ideologías o las clases sociales de modo conclusivo. Ellas encarnan fenómenos de varias caras, como imanes que atraen y repelen a la vez.  El mundo capitalista había alcanzado hacia la primera década del siglo XX una fisonomía tremendamente admirable que, no obstante, desconcertaba por su impredecibilidad:

“Se había vivido hasta entonces en la embriaguez del proceso técnico, se admiraba la capacidad inventiva del hombre occidental, se gozaba de las ventajas que deparaban los múltiples adminículos que la industria ponía en manos de todos. Pero, de pronto, ese mismo progreso se transformaba en enemigo, y gracias a él la guerra se convertía en una empresa organizada para alcanzar un índice espantosamente alto de destrucción y de muerte: podía, pues, suponerse que también en este terreno el progreso sería indefinido y que las guerras del futuro resultarían aún más desastrosas y mortíferas.” (1997b, 130-131).

Las opiniones de Romero recuerdan las de Marx en El manifiesto comunista y concuerdan con las de Marshall Berman en Todo los sólido se desvanece en el aire, ambos autores inspirados profundamente en el romanticismo alemán. Las opiniones de Romero son frases que también nacen de la lectura entusiasta de la poesía y, en cuanto acto de escritura elaborada, van más allá del propósito de informar sobre un hecho histórico; más bien experimentan el desasosiego de la época que describen. El léxico, la puntuación y el ritmo testimonian el mundo leído, padecido. ¿Cómo no embriagarse con el proceso técnico si la “inventiva del hombre occidental” nos sorprende con millones de “adminículos”?

Nótese la sencillez del estilo paradojal: la inventiva embriaga con adminículos, con prótesis. Las herramientas de mano (machetes, hachas, picas, etc.) con las que se había logrado aculturar a las culturas no occidentales en el siglo XVI, fueron perfeccionadas en el siglo XX para la homogenización del pensamiento en el orbe europeo. De amor a las herramientas pasamos a la embriaguez de las chucherías, de las muletas, de los aparatos de consumo y desecho. Y hoy el asunto anunciado por Romero ha llegado a niveles francamente intolerables. Hoy en día hay más teléfonos celulares que especies de plantas y de animales, que seres humanos. La opinión de Romero era comprobación visionaria, alimentada de Kafka. El desarrollo técnico inventó adminículos para el embrutecimiento colectivo. Solo en este contexto se entiende que haya habido consenso para autorizar el negocio de la guerra, una “empresa organizada” de altos niveles de “destrucción y muerte”. El término guerra en el diccionario personal de Romero adopta una forma singularmente perversa: “el esperado y temido duelo forzoso entre los distintos sectores de la burguesía imperialista” (1997b, 79). Los dueños de las fábricas se disputan el mercado de los adminículos. Encubren, empero, sus verdaderos propósitos con discursos nacionalistas, identitarios, religiosos, civilizatorios. 

En otros casos la escritura de Romero es decididamente literaria, es decir, se arriesga a la construcción de conceptos inesperados por medio de imágenes “más eficaces para expresar esa realidad que el pensamiento discursivo” (1997a, 121). Cuando se estudia la historia de las naciones se suele emplear mapas para mostrar a los estudiantes el avance o el retroceso de las fuerzas en conflicto. Se defiende la representación cartográfica como un instrumento, adminículo, para explicar cambios territoriales. En Romero la idea comporta una reflexión adicional, pues el mapa aparte de ser una representación mental del espacio es una herramienta de los vencedores, a través de la cual se expresa el poder:

“El mapa de Europa [después de la Primera Guerra Mundial] estaba lamentablemente desgarrado y parecía necesario zurcirlo lo mejor que se pudiera sin entrar en excesivas averiguaciones sobre cuál era la realidad que el mapa representaba y cuáles las fuerzas que habían producido los desgarrones.” (1997b, 127).

El mapa así visto es el producto de lo que Borges llamara los oscuros hombres de genio capaces de inventar un planeta ideal que eliminaba todas las contradicciones de planeta real. Trazar el mapa de un territorio significa extender líneas imaginarias que necesariamente violentan a sus habitantes y a sus tradiciones. ¿En qué lado del mapa debía quedar Alsacia? ¿Eran los alsacianos más o menos franceses, más o menos alemanes? Todo trazo es un corte, una herida, un desgarrón de pueblos. Zurcirlo, sin entrar en “averiguaciones”, anunciaba el comienzo de las guerras venideras. El mapa oculta, borra, instaura decisiones administrativas, intenta ―a veces lo logra como en los mapas de América Latina, completamente eurocéntricos― homogenizar las culturas, fabricarlas al antojo de quienes tienen el poder de turno para trazar su pensamiento. El mapa zurcido era parte de los nuevos ídolos, “indignos del sacrificio que se cumple sobre sus aras [y] constituyen el más grave peligro que oscurece la perspectiva de esta tercera edad del occidente” (1997b, 214). El mapa recuerda una vez más que la invectiva crea dependencias y que las artes habían empezado a engrosar el catálogo de adminículos. Nada nuevo, dirá Romero, en otras épocas “La guerra y la poesía están inseparablemente unidas” (1987, 206).

El ensayismo: la vía del disidente

El ensayismo (o el arte de desconfiar de las verdades absolutas por medio de una escritura paradójica, pesimista y autocrítica) fue elevado a la categoría de obra de arte gracias a El hombre sin atributos de Robert Musil, un contemporáneo de Romero. Ante el desconcierto que proporcionaban las ciencias y las religiones (incluso las mismas artes embriagadas de progreso) se abría una posibilidad de sentido, en la que hubiera espacio para defender el pensamiento disidente. Romero conoce a estos disconformistas desde la Edad Media, se ha tropezado con ellos a lo largo de las revoluciones latinoamericanas y los periodos de posguerra del siglo XX. Ellos eligen la vía intermedia entre el poeta y el científico, entre el anarquista y el humanista, entre el hedonista y el maestro. No son seres geniales, más bien personas naturalmente humanas, despojadas de cualquier pretensión de aire suficiente.

“Los disconformistas tienen un nombre y un apellido, tienen familia, trabajan, esto es, pertenecen a la sociedad; pero son los que han escogido la marginalidad por razones individuales que, sumadas, expresan un hecho social: y el disconformismo es la opción que han elegido como camino para su realización personal. Son los que han rechazado la gama de posibilidades que la sociedad les ofrece, para inventar o descubrir una posibilidad nueva, cuyo valor más alto no es acaso el logro sino el invento o el descubrimiento. La rebeldía misma es la creación. Por eso un disconformista se identifica por su devoción hacia los dioses mayores de la rebeldía y la creación. Para algunos, Cristo el primero, sublime en su condenación del fariseísmo. Para otros, los anarquistas y sensuales como el marqués de Sade; o los imaginativos, como William Blake o Edgar Poe; o los poetas malditos, o los revolucionarios.” (1997a, 179). 

Romero fue parte de los disconformistas en las ciencias sociales; probó que el uso de metáforas no tenía la función de adornar la escritura, sino de resaltar las ambigüedades y las tensiones de época. Romero: el ícono de nuestra modernidad se desvivía por la Edad Media. Su tributo fue el de un goliardo moderno que enseñó a pensar bonito en medio de las terribles confusiones y las vanas ilusiones.

Obras citadas

Romero, José Luis: La crisis del mundo burgués. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1997a.

Romero, José Luis: Situaciones e ideologías en América Latina. Clásicos del pensamiento hispanoamericano, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 1994a.

Romero, José Luis: La cultura occidental. Alianza Editorial, Buenos Aires, 1994b.

Romero, José Luis: El ciclo de la revolución contemporánea. Fondo de Cultura Económica, Argentina, 1997b.

Romero, José Luis. Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Clásicos del pensamiento hispanoamericano. Prólogo de  Rafael Gutiérrez Girardot. Editorial Universidad de Antioquia, Medellín,  1999.

Romero, José Luis: La Edad Media. Fondo de Cultura Económica, Argentina, 1987.


[1] Este capítulo hace parte del proyecto Germanística intercultural latinoamericana del Grupo de Estudios de Literatura y Cultura Intelectual Latinoamericana de la Universidad de Antioquia y se inscribe dentro de la Estrategia de Sostenibilidad 2013-2014 financiada por el CODI.

[2] Escritor y profesor de literaturas alemanas de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia.