José Luis Romero: una cierta idea de la Argentina

TULIO HALPERIN DONGHI [*]

Es sabido que José Luis Romero se iba a resistir largamente a encerrar su proyecto historiográfico en lo que en 1929, apenas salido de la ado­lescencia, describió como “el marco reducido de la historia local”[1] en el texto deliberadamente desafiante en que daba noticia de su ingreso en el campo de estudios al que había decidido consagrar su vida. Necesi­tarían pasar catorce años para que en 1943, cuando había publicado ya su primera obra mayor, La crisis de la República romana, consagrada a un tema de historia de la antigüedad clásica, de la que era entonces “un estudioso ferviente”,[2] ofreciera su primera contribución significativa a la historiografía de tema argentino con “Mitre: un historiador frente al destino nacional”, una conferencia que, editada en folleto en ese mis­mo año, cubre hoy cuarenta y dos páginas de tupido texto en la recopi­lación de ensayos citada más arriba.

La fecha es aquí significativa. En 1943 era el entero destino del mundo el que pendía del desenlace de una guerra destinada a dar respuesta final a los dilemas planteados por la inesperada crisis de ci­vilización que, apenas comenzado el siglo XX, había interrumpido el avance triunfal de la liberal y capitalista, en cuyo marco había trascurri­do hasta entonces el entero curso de la breve historia de la Argentina como nación. Es en la víspera de ese desenlace cuando Romero acude a la obra histórica de Mitre como a “un alegato irrebatible para la afir­mación de nuestra existencia colectiva y de un proyecto madurado para la construcción de un país en cuya obra fue arquitecto primero, obrero luego, acaso ahora profeta que clama en el desierto”,[3] en el que busca y encuentra apoyo para perseverar en la opción que ha sido desde el co­mienzo la suya, frente a los dilemas que están ya cercanos a resolverse.

Pero ocurre que al releer la Historia de Belgrano y de la independencia argentina, a la que ha acudido en busca del espaldarazo que solo podrá conferirle quien encarnaba la figura de un padre de la patria, descubre que tiene frente a sí un monumento historiográfico de inesperada envergadura, en el cual Mitre –como Guizot, cuya influencia Romero sospecha predominante entre “las de los grandes historiadores que constituían sus lecturas predilectas-”,[4] inspirado por los supuestos que lo guiaron también en su acción política, ha logrado repetir, en “el mar­co reducido de la historia local”, la hazaña de aquel en el de la entera historia europea a partir de las invasiones bárbaras. Porque quien en esa hora decisiva lee a Mitre en busca de la guía e inspiración que solo ese padre de la patria podría proporcionarle es también un historiador, que advierte muy bien que si ha encontrado en los textos de Mitre ese perfecto “ajuste entre el pasado y el presente para discriminar la línea del desarrollo futuro” que ha buscado en ellos es porque ese padre fun­dador de la Argentina moderna fue también un eximio practicante del oficio, que es también el suyo y que había logrado integrar de modo magistral en su relato las muy diversas facetas y dimensiones de un proceso a cuya complejidad hizo entera justicia mientras la hacía tam­bién a lo que en todas ellas contribuía a mantener a ese proceso en su unitaria línea de avance.

La admiración de colega por una obra en la que veía explicitada, antes aún que legitimada, la idea de la Argentina que no había nece­sitado articular para apoyarse en ella al definir su proyecto de vida, al revelarle que en él había encontrado a quien había ya realizado esa tarea, y por lo tanto le hacía aún menos necesario explorar un campo en que estaba seguro de saber ya lo necesario para entenderlo históri­camente, vino a confirmar su compromiso con un proyecto historiográfico que seguía rechazando limitar al marco local, y lo impulsaba en ese mismo momento a internarse en la historia del Medioevo, de la que iba a hacer su principal campo de trabajo en las siguientes dé­cadas. La convicción de que en ese otro campo más reducido, Mitre había hecho ya lo esencial no lo había abandonado cuando aceptó la invitación para preparar la colección Tierra Firme, que acababa de lanzar el Fondo de Cultura Económica, el volumen consagrado a Las ideas políticas en  Argentina, que vio la luz en 1946, en la estela del triunfo que la revolución peronista acababa de revalidar en la arena electoral, en febrero de ese año.

Y no lo había abandonado tampoco en 1975, cuando le tocó cele­brar la aparición de la quinta edición de ese mismo libro ante un re­ducido público integrado por sus amigos más cercanos, en un país que vivía la sangrienta agonía de la primera restauración peronista, cercana ya a su trágico desenlace, en que hubiera sido inoportuno encarar otra celebración menos discreta. Eso explica el tono confidencial con que se refirió a su deuda con la visión histórica de Mitre, donde partiendo de la premisa de que “la historia argentina la inventó Mitre, digamos la verdad” agregaba a ello que este había cumplido esa tarea de modo tan eficaz que no solo “durante mucho tiempo la Argentina no ha tenido más que esa visión” de su propio pasado, sino que aún en el presente “el período al que llegó Mitre sigue signado por la mirada de Mitre”, para concluir invitando a buscar la contribución original del libro, cuya reedición se celebraba en su tercera parte, dedicada a la etapa que no solo no había sido alcanzada por la mirada histórica de Mitre, sino que no había sido aún incorporada al territorio de la historia, al que había hallado en estado “absolutamente informe”. Necesitado de introducirla plenamente en ese territorio, se puso a la tarea de “sistematizar el pe­ríodo que comienza en 1880, y ponerle una designación [‘La Argentina aluvial’] que aludía al fenómeno que le parecía decisivo y fundamental de ahí en adelante, tal la metamorfosis que en la sociedad argentina opera la inmigración”.[5] Es en esa empresa sistematizadora que no sabe si atreverse a decir que “ha constituido un marco de referencia para mucha gente”, cuando sabe perfectamente que está en la base misma de la visión retrospectiva de la experiencia argentina en que se apoyan las ciencias sociales, entonces en pleno desarrollo en el país. Esto es lo que recuerda con más orgullo de esa su breve incursión en el campo de la historia patria, luego de su retorno al campo de la historia medieval, en el que sigue concentrando sus indagaciones tres décadas más tarde.

No había pasado más de un año desde que reiterara así su identifi­cación sin reservas con la visión histórica de Mitre cuando, en una car­ta a Javier Fernández, le confesaba “he estado pensando dónde y cómo dar una conferencia sobre Sarmiento historiador, estableciendo su cali­dad de cabeza de una línea historiográfica distinta de la de Mitre, pero paralela; estableciendo su filiación hacia atrás, quizá pensando –esto es un secreto– en su posteridad, a la que me honro en pertenecer”.[6] Pero si solo en 1976 había tomado conciencia de esa filiación alternativa, ya en el libro publicado treinta años antes, su visión se había apartado en más de un punto central de la de Mitre, y si solo ahora lo descubría era porque solo cuando el desenlace, que estaba en el horizonte el año anterior, había ya inaugurado una etapa en que el horror alcanzó extremos no solo desconocidos, sino inimaginables hasta sus mismas vísperas, terminó de disiparse el imperio que sobre él había ejercido esa informulada idea de la Argentina, que desde el momento mismo de su ingreso en el mundo había ofrecido el aval para el programa de vida que ya entonces se había trazado.

Parece aquí llegado el momento de preguntarse por las razones que hicieron que esa idea de la Argentina siguiera gravitando tan largamen­te sobre Romero, pese a todo lo que en su experiencia de vivir en ella hubiera podido invitarlo a poner en duda su validez. Creo que aquí se hace necesario plantear esa pregunta en dos niveles distintos, conside­rando en primer lugar la idea de la Argentina inscripta en el compar­tido sentido común de quienes debían convivir en ella (que tenía mil maneras de grabarse en quienes, desde el momento mismo de ingresar en el mundo, comenzaban el aprendizaje de las pautas de convivencia que ese sentido común había inspirado) para luego examinar lo que de ella estaba presente en la que Romero había hecho suya cuando creyó encontrarla explícitamente formulada en la obra histórica de Mitre.

Decir que el motivo central en ella era una fe sin fisuras en el desti­no nacional es usar términos demasiado solemnes para designar lo que se acercaba más bien, a una serena confianza en que en la Argentina, ni aun las peores adversidades lograban detener por mucho tiempo a la fuerza incontenible que empujaba su economía y su sociedad ha­cia arriba y hacia adelante. Fue ese el descubrimiento de Sarmiento, quien –tal como comentó luego ácidamente Juan María Gutiérrez– en Facundo ofreció el retrato de un país del que solo conocía uno de sus patios interiores, cuando se estableció en Buenos Aires, y lo que allí vio le bastó para persuadirse de que “con la guerra, la paz, la dislocación o la unión este país marcha, marchará”.[7] Pero mientras Sarmiento había temido que ese descubrimiento desconcertante lo estuviera llevando a conclusiones que a él mismo lo espantaban, Mitre había construido sobre él su entera narrativa histórica, y le había agregado más de un corolario, cuyo eco es fácilmente reconocible en la idea de la Argentina que estaba destinado a hacer suya quien allí hubiera nacido en 1909.

Convencido estaba Mitre de que la economía capitalista en avance, desde su foco inicial en el Atlántico Norte, estaba preparada para apoyarse cada vez más en las tierras templadas de ultramar para satisfacer las necesi­dades de alimentos de ese foco originario, y de que ello ofrecía a la Ar­gentina la oportunidad de crear en sus tierras litorales (que encierran una de las más extensas praderas naturales del planeta) el núcleo de un país que aún carecía de él en lo que hasta la víspera no había sido mucho más que un desierto. El ritmo vertiginoso con que fue preciso llevar adelante esa construcción de las estructuras no solo económicas, sino también sociales, políticas, administrativas y culturales, que harían por fin de la Argentina un país a la altura de los tiempos, aseguraba de antemano que los resultados serían –demasiado a menudo– defectuo­sos, pero experiencias pasadas permitían esperar con firme confianza que esos defectos, por otra parte inevitables, fueran corregidos cuando a pesar de ellos la Argentina continuara avanzado en su marcha hacia objetivos cada vez más ambiciosos (de nuevo Sarmiento había en­contrado una fórmula más contundente para decir lo mismo, cuando dictaminó que en ese momento argentino las cosas había que hacerlas, mal si eso era necesario, pero aun así hacerlas).

Luego de que esa seguridad de que, aunque había mucho en la Argentina que no era lo que hubiera debido ser, no había motivo pa­ra dudar de que el país seguía avanzando en el buen camino, se viera cruelmente desmentida por el súbito cambio de fortuna, que trajo consigo la crisis económica mundial abierta en 1929, Eduardo Mallea le reprocharía el haber incitado a los herederos ingratos de un esfuerzo de construcción de un nuevo país, que no había aún alcanzado su meta, a concluir que había llegado la hora de gozar de lo que otros habían ya construido con su esfuerzo, en la seguridad de que ese impulso, que a lo largo de más de medio siglo se había reflejado en avances cada vez más amplios, se encargaría por sí solo de asegurar el éxito final de ese gigantesco proyecto de ingeniería social. Mallea celebraba en cambio, a los ciudadanos de un “país invisible”, que se apartaban de esa improvi­sada elite de gozadores y, que al encarar con una seriedad casi sacerdo­tal las tareas a las que en los más diversos campos su vocación los había atraído, proseguían en el silencio y la oscuridad la de construcción nacional de la que esa elite había desertado.

Entre ellos hubiera ubica­do sin duda a Romero, si sus exploraciones de la Argentina profunda le hubieran dado la ocasión de encontrarlo, y eso hace pertinente re­flexionar aquí, por un momento, sobre un rasgo en la actitud de esos ciudadanos de la Argentina invisible, que Mallea no había encontrado en absoluto problemático. Era esta su decisión de elegir la marginación más bien que el desafío a quienes, desde la cumbre de las jerarquías políticas, sociales, económicas y culturales de la Argentina, fingían seguir guiándola en el esfuerzo por realizar un proyecto de nación, que traicionaban minuciosamente todos los días, convencidos como esta­ban de que la habilidad con que estos habían sabido arrastrar a un país entero a aceptar como válida una grosera impostura que condenaba de antemano al fracaso cualquier intento de trabar un combate político (o quizá solo ideológico) contra quienes habían logrado imponer, en ambas arenas de conflicto, unas reglas del juego que hacían del todo imposible derrotarlos. Pero si la renuncia a una lucha frontal se acom­pañaba de la opción por una alternativa, que exigía esfuerzos y sacri­ficios no menos extremos que el combate al que se había renunciado, era porque al desaliento ante ese presente argentino lo acompañaba la implícita confianza en que las tareas que descubrían en él no iban a impedir el acceso a un futuro en el que, tanto ellos como la Argentina, cosecharían los frutos de esos esfuerzos silenciosos y solitarios.

Esa convicción de que las imperfecciones propias de una construc­ción nacional que había avanzado a ritmo vertiginoso no impedirían a la Argentina coronarla exitosamente; que ofrecía la premisa informu­lada pero indispensable para dotar de sentido a los proyectos de vida que ambicionaban realizar esos ciudadanos del país invisible, la ofrecía también para la idea de la Argentina que Romero había hecho suya, y que en 1943 iba a descubrir explícitamente articulada en la narrativa histórica de Mitre. Pero, puesto que Romero se apoyaba en ella para llevar adelante un proyecto historiográfico que abarcaba la entera his­toria occidental (y en que la historia nacional y aun la hispanoameri­cana no tenían lugar alguno) no necesitaba incluir mucho más que esa premisa en esa implícita idea de la Argentina, en la que sin advertirlo siquiera, se apoyaba al decidir jugar su destino en una apuesta que sa­bía extremadamente riesgosa.

En 1929, el breve ensayo sobre los hombres y la historia en Grous­sac, en que Romero convocaba a un debate en torno al modo en que en la Argentina se indagaba sobre la historia de la Argentina, revelaba hasta qué punto los problemas específicos de la historia nacional no eran todavía un tema que le interesara explorar. No solo lo sugiere así que planteará ese debate como una confrontación entre dos maneras de abordar el trabajo histórico, que en ese mismo momento estaba siendo planteada en parecidos términos entre quienes lo practicaban en los más variados rincones del planeta. Más significativo me parece que mientras no necesitó marcar ninguna divergencia con la idea de la Argentina implícita en los escritos de los integrantes de la Nueva Escuela Histórica (ya que les reprochaba no tener ninguna), tampo­co lo hizo en sus admirativos comentarios a la obra de Groussac, a la que celebraba en términos que no dejaban duda de que no había encontrado motivo alguno para disentir con la imagen de la experiencia histórica argentina, que sí estaba presente en ella, y que difería en as­pectos esenciales de la que –aunque él mismo no lo advirtiera– tenía ya en su mente (así fuera en esbozo), cuando se preparaba a encarar esa exploración del entero arco de la historia de Occidente a la que había decidido dedicar su vida.

Y que ya entonces, así permaneciera ella informulada, había comen­zado a gravitar decisivamente sobre ese proyecto que no le había asig­nado lugar alguno en su temática. Del mismo modo que en Sarmiento, esa idea no reflejaba mucho más que la convicción de vivir en un país que “marcha, marchará”, que se imponía con la fuerza de la evidencia a quienes compartían la experiencia de vivir en él; pero a la vez, del mis­mo modo que en Mitre, el éxito del proyecto de construcción nacional al que se había lanzado la Argentina al mediar el siglo XIX –que no era otra cosa lo que esa convicción daba por descontado–, le ofrecía la más decisiva de las validaciones para las promesas de una filosofía de la historia que, aunque permanecía también ella informulada, guiaba con mano segura el itinerario de su exploración de la que era entonces conocida como historia universal.

Esa seguridad le permitiría a Romero abrirse muy libremente a las sugestiones que le llegaban del momento en que le tocaba vivir, y que no chocaban con la que era por entonces la premisa casi única en que se apoyaba su idea de la Argentina. Entre ellas iban a ser las primeras las que lo marcaron con más fuerza y grabaron para siempre en su memoria una imagen de la década del veinte, en cuyas postrimerías se incorporó a la vida de las ideas, como el momento en que una entera concepción del mundo había terminado de morir, y se disputaban el terreno que ella acababa de dejar vacío, las más variadas propuestas al­ternativas, en un entrechocar de ideas e ideologías, intuiciones y suges­tiones “ante cuya efervescencia –afirmaba en un texto inédito datado  en 1969– empalidecen los años del llamado renacimiento”; en el que “se plantearon bajo su primera fisonomía los problemas que hoy –el hoy de 1969– constituyen nuestras preocupaciones”.[8]

Tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo, los antagonistas enfren­tados en esos choques estaban convencidos de vivir en la que José Carlos Mariátegui celebró como una hora matinal. En  el Viejo Mundo gravitaba con peso abrumador la memoria de la primera de las grandes guerras del siglo XX, como la de una insensata carnicería en que la juven­tud de Europa había sido diezmada, como consecuencia de la criminal frivolidad de la provecta clase gobernante, que en 1914 regía los destinos de Europa, y eso hacía que la impaciencia por superar ese pasado, tenido igualmente por muerto en ambas orillas del Atlántico, se apoyara, en la europea, en un colérico rechazo de la herencia de esa civilización liberal y capitalista que había cerrado un siglo de avances triunfales con ese cri­minoso gesto suicida. En la hispanoamericana, en cambio, la ausencia de ese amar­go temple colectivo entregaba el entero primer plano a una optimista apertura hacia el futuro, relegando la aspiración de superar el pasado a la posición de un corolario demasiado obvio para movilizar sentimientos de intensidad comparable a los que suscitaba en el Viejo Mundo.

Se entiende entonces que Romero haya podido reconocer, en el tor­bellino de diálogos y debates de la década en que se abrió al mundo de las ideas, un signo de que le tocaba vivir un momento particularmente apasionante en ese avance hacia un futuro venturoso, que era la prome­sa de la informulada filosofía de la historia, que en 1943 iba a recono­cer, también allí informulada, en la narrativa histórica de Mitre. Pero la fe en esa promesa, que Romero debía a su experiencia de vivir en la Argentina, se integraba con otras sugestiones brotadas de esa misma experiencia que lo preparaban ya a hacer suya una narrativa de la his­toria nacional que, como se ha recordado más arriba, iba a apartarse en algunos aspectos nada secundarios de la de Mitre.

Entre ellas las que provenían del modo particular con que el Zeit­geist de la que entonces se conocía como la posguerra repercutía en un país que se descubría cercano a coronar exitosamente el proyecto de construir, desde sus cimientos, una nación nueva sobre el molde de las más avanzadas de Europa, cuando la gran guerra y su herencia de calamidades invitaban por primera vez a preguntarse sobre la validez de ese objetivo, y en consecuencia, no solo a echar una mirada menos prevenida sobre la herencia que la Argentina compartía con el resto de las naciones iberoamericanas (y que hasta casi la víspera había juzgado urgente sepultar bajo la mole de lo construido en el último siglo), sino a considerar la posibilidad de que en un mundo que, luego de atravesar esa inmensa tormenta se rehusaba a volver a su quicio, compartiera también con estas un futuro que, precisamente porque se anunciaba más incierto que nunca, ofrecía a esas naciones la posibilidad de cons­tituirse en interlocutoras de pleno derecho en el debate que a través de mares y continentes comenzaba a entablarse en torno al rumbo que podría permitir a la humanidad dejar atrás la encrucijada en que se descubría prisionera.

En el momento en que Romero abordó sus estudios universitarios en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata la gravitación de esa apuesta renovadora, inspiradora del movi­miento estudiantil que aspiraba a hacer de la reforma de la institución universitaria el punto de partida de una más vasta trasformación de la sociedad, cuyos ecos, diez años después de su eclosión en Córdoba, habían alcanzado a la entera Hispanoamérica, se hacía sentir con par­ticular intensidad en la universidad platense, nacionalizada y en rigor vuelta a fundar en 1905, en la que no habían alcanzado a arraigar esos legados tradicionales que el reformismo anhelaba abolir. Desde que en 1922 las fuerzas reformistas elevaron a su presidencia a Alfredo L. Pa­lacios, cuya elección en 1905 para ocupar una banca de diputado en el Congreso nacional había sido la primera de un candidato socialista en un parlamento del Nuevo Mundo, y que desde entonces había ganado una vasta popularidad, como el más elocuente de los oradores políticos y parlamentarios de su país y de su siglo. Este hizo de su despacho pre­sidencial una tribuna desde la cual su incansable prédica, inspirada en los motivos latinoamericanistas y antiimperialistas del movimiento de reforma, iba a resonar por todo el mundo hispánico, mientras los após­toles peruanos del credo político que, inspirándose en esos mismos mo­tivos, había articulado Víctor Raúl Haya de la Torre ganaban creciente influencia entre sus camaradas del estamento estudiantil.

Pero sin duda más que todo eso, lo que influyó sobre quien en ese momento ingresaba en su Facultad de Humanidades fue la enseñanza y el ejemplo de dos maestros, que iban a dejar en él una marca muy pro­funda. Pedro Henríquez Ureña, el eminente filólogo oriundo de la República Dominicana, marcado desde muy pronto en su expe­riencia de vida por las duras secuelas que tuvo para su país el creciente intervencionismo de los Estados Unidos en tierras centroamericanas y caribeñas, y poco más tarde por su muy activa participación en las ini­ciativas culturales y los proyectos educativos del México revolucionario, lo ganó para siempre para una versión del credo hispanoamericanista y antiimperialista, no menos militante pero infinitamente más rica y ma­tizada, que quizá por esa razón hallaba más persuasiva que la favorecida por la prédica de ese eximio orador y parlamentario que fue Palacios, o por la de ese formidable agitador de masas que fue Víctor Raúl.

De Alejandro Korn iba a hacer suya la visión de la experiencia histórica argentina, que este habría de desplegar en los capítulos tardíamente re­unidos en un volumen en 1936, bajo el título de Las influencias filosóficas en la evolución nacional, pero publicados separadamente en su mayor parte, entre 1912 y 1914. En ellos Korn descubría como fuerza impul­sora, a lo largo de toda esa experiencia, una siempre renaciente tensión entre los anhelos de renovación y las resistencias retrógradas. En ambos aspectos, como se ve, esa postura se apartaba de la de Mitre, que por una parte resu­mía la entera historia de la que llegaría a ser la Argentina, como la de una tentativa afortunada de crear un rincón de Europa en un vacío pe­dazo de ultramar, que tenía como corolarios, por una parte, la negativa a reconocer ningún elemento común entre esa experiencia y la dominan­te en una Hispanoamérica surgida de una brutal empresa de conquista y marcada desde entonces, por la cruel dominación que los herederos de esa siniestra hazaña ejercían sobre las poblaciones sojuzgadas, co­mo consecuencia de ella; y por otra, una imagen del proceso histórico argentino como un desplegarse en el tiempo de un único principio, pre­sente ya en potencia desde su momento inicial, que al postular que en ese país afortunado la permanente apuesta por el futuro estaba avalada por un mandato vigente desde sus más remotos orígenes, excluía toda posibilidad de hacer de la lucha entre dos principios opuestos, el resorte dinamizador de ese proceso mismo.

Si ya treinta años antes de 1976, año en que Romero declaró su discrepancia con la perspectiva de Mitre, esa discrepancia quedaba ex­plícitamente registrada en el texto de Las ideas políticas en Argentina, hasta ese momento solo es posible intentar inferir su presencia a partir de lo que pueden sugerir sobre este punto las posiciones por él asumi­das en el campo de la historia de la antigüedad grecorromana, de las que era entonces estudioso ferviente. Y conviene aquí detenerse un po­co en este, su punto de partida en este campo más amplio, porque en él maduró ya un modo de aproximación al proceso histórico que iba a ser sustancialmente el mismo a lo largo de toda su obra, tanto cuando la colocaba sin reserva alguna bajo el signo de la historia de la cultura, como cuando vino a sumársele el de la historia social.

Se recordará que se sintió atraído primero por el tema desde una perspectiva propia de la historia de la cultura, en el sentido más estricto; al abordar el estudio de la crisis de la república romana aspiraba ante todo a explorar la hue­lla del impacto, que en su dimensión política había tenido el contacto de Roma con la cultura griega cuando, tras su victoria en la Segunda Guerra Púnica, comenzaba a expandir sus dominios más allá de Italia. Pero ese interés originario (que lo llevaría a dedicar una extensa mo­nografía a la exploración de los problemas teóricos y metodológicos implícitos en el tema)[9] iba a articularse bien pronto con el que des­pertaron en él otras dimensiones de ese proceso expansivo, en primer término, entre ellas, las transformaciones que este estaba introduciendo en la estructura de la sociedad romana, lo que promovía al centro de su temática a la política y sus conflictos, que ofrecían el terreno en que las modalidades de esa articulación iban a decidirse.

Hoy el vocabulario de nociones que utilizaba Romero al encarar esos conflictos puede parecer decididamente anacrónico; a partir de la contribución de Karl Polanyi hemos sido tan insistentemente adver­tidos de que la historia de la antigüedad grecorromana no ofrece un ensayo general de la de la Europa medieval y moderna, que expresio­nes como la de clases capitalistas y proletarias pueden inspirar cierta alarma. Injustificada, por cierto; basta leer unos pocos renglones de La crisis de la República romana para advertir que esas clases no tienen casi nada en común con aquellas cuyos conflictos pesaron tanto en la histo­ria del siglo XX; es en cambio la ya mencionada promoción de la arena política al centro de la escena histórica, la que refleja hasta qué punto los dilemas del presente orientaban la mirada que Romero dirigía al mundo grecorromano.

Ya al abrirse el siglo XX, había comenzado a avanzar la conciencia de que el conflicto político era algo más que un epifenómeno que permitía al historiador desentrañar el sentido de las trasformaciones que realmente contaban, y que le era preciso bucear en otras dimensiones menos transparentes de la experiencia colectiva, y desde Maurràs hasta Lenin, hubo quienes dedujeron de esa intuición conclusiones que iban a guiar su acción Pero iba a ser solo en la segun­da década de la entreguerra, cuando en medio de los desconcertantes golpes de escena que se sucedían a un ritmo cada vez más afiebrado, en una enloquecida arena política, el mundo se deslizaba hacia una catástrofe bélica, más auténticamente universal, que la desencadenada en 1914. Esa centralidad de la dimensión estrictamente política podía parecer, más bien que una conclusión del observador de ese trágico avance, un irrecusable dato de la realidad que tenía ante sus ojos.

Romero era del todo consciente de la afinidad entre los dilemas que había debido afrontar la república romana en la crítica coyuntura que se había propuesto estudiar, y la que afrontaba el mundo en la coyuntura que le tocaba vivir. Así lo reflejan los siete artículos en los que, entre 1940 y 1941, examinó en el semanario Argentina Libre,[10] los dilemas que planteaban a la Argentina y a Latinoamérica un conflicto mundial, que era a la vez una versión secularizada de las pasadas gue­rras de religión, en que es constante la referencia a las modalidades con que dilemas análogos fueron encarados en el mundo clásico. Pero si al espectáculo que le ofrecía ese atroz presente podía deber esa conciencia, cada vez más viva, de que era en la arena política donde se dirimían los conflictos que anidaban en la sociedad, y de que el desenlace que estos alcanzaban dependía de la pericia de cada uno de los contrincantes en el empleo de las armas específicas de la política, a la vez seguía gravi­tando sobre él, con la fuerza de siempre, la noción de que los dilemas que se dirimían en esa arena hundían sus diversificadas raíces en un terreno mucho más amplio, en que enteras sociedades vivían incesantes transformaciones, acompañadas por las de las representaciones colecti­vas de quienes las integraban.

Esa doble toma de conciencia está constantemente presente en el trasfondo de su estudio sobre la crisis de la república romana; en él celebra la búsqueda exitosa de una fórmula política adecuada, tanto a las transformaciones sufridas por una sociedad, en que a medida que sus conquistas territoriales trasforman a Roma en un centro impe­rial, gana en influencia y fortuna el grupo que tiene en sus manos el crédito usurario a las comarcas dominadas y exigidas de muy pesados tributos, cuanto a la ambigua fascinación que despierta, en ese pueblo conquistador, el espectáculo ofrecido por los de más alta civilización que en el Mediterráneo oriental Alejandro había unificado ya bajo su mando. Porque aunque hay mucho en él que lo invita a emularlo, advierte muy bien que si está logrando someterlo a su dominio es porque ha sabido retener, hasta entonces, las rudas virtudes propias de su comparativo primitivismo.

Lo que Romero encuentra digno de celebrarse es en suma, la “genial previsión” con que los hermanos Tiberio y Cayo Graco supieron anti­ciparse, en un siglo, a la solución que Augusto iba a dar a esa ecuación con demasiadas incógnitas, cuando logró persuadir a los romanos de que con la instauración del principado había coronado la restauración de las instituciones republicanas llevadas al borde de la destrucción por la guerra civil, y de que la normalización del funcionamiento de las asambleas incluidas en estas, tras de su reestructuración sobre bases censitarias, no suponía la instauración de un orden sociopolítico radi­calmente nuevo e inequívocamente plutocrático, sino la restauración, también en este aspecto, de la vigencia del que había acompañado el ascenso del poderío romano cuando esas virtudes estaban aún intactas.

Es suficientemente claro que el interés que, como tema historiográfico, había despertado en Romero el conflicto entre la lealtad debida por el ciudadano a la comunidad política a la que pertenece y la que otorga a una facción activa no solo en ella, tal como este se planteó en la antigüedad grecorromana; también debía mucho al resurgimiento de ese dile­ma primero en la Europa de la tardía entreguerra, pero pronto también en el más cercano ámbito argentino Es necesario todavía preguntarse si en los planteos que allí desarrolló es posible rastrear algo de los que, sin haberlos encarado aún como tema de investigación histórica, orientaban quizá ya su visión del pasado tanto como del presente de Hispanoamérica y la Argentina, y que iban a aflorar muy poco después en Las ideas políticas en  Argentina.

Hay dos rasgos de la narrativa que Romero desenvuelve en ese libro, que invitan a una conclusión afirmativa. Uno es su visión del proceso que narra, que lo imagina orientado hacia una meta que cumple en él la función de una causa final, cuya presencia en la visión histórica de Mitre iba pronto a subrayar en el ensayo que le dedicó, y en el que –co­mo iba a objetarle en un extenso comentario epistolar Giovanni Turin, durante su exilio argentino– había decidido ignorar que la instauración del principado por Augusto no marcó el punto de llegada de la crisis abierta junto con los primeros avances de Roma hacia el dominio del mundo mediterráneo, sino uno de los de inflexión de un proceso mucho más extenso, que solo había de cerrarse con el eclipse final del poderío romano. La curiosa indiferencia que Romero mantenía frente a un dato de la realidad, que desde luego conocía perfectamente, refle­jaba, me parece, la fuerza que sobre él ejercía esa visión optimista del proceso histórico, que era entonces patrimonio común de los argenti­nos, pero no sé si no pesaba aún más en ella, esa otra fuente de opti­mismo, que en Romero brotaba del fondo mismo de su personalidad, y que (del mismo modo que en Mitre) no era fácil decidir si reflejaba una ciega confianza en el mundo o una bastante menos ciega, en su propia capacidad de afrontar sus desafíos. Había a la vez, otro rasgo en su visión de la crisis de la república romana, que creo reflejaba más inequívocamente su deuda con la entonces dominante de la experien­cia histórica argentina, con cuyo enfoque frente a la problemática de la acción política compartía una premisa esencial. Era dicha premisa la que postulaba que para que un proyecto político alcanzase éxito era condición imprescindible (y a veces parecía sugerirse que también sufi­ciente) que se apoyase en una visión precisa y certera de los específicos problemas que cada hora plantea.

De nuevo, Mitre lo había sugerido así en su Historia de San Martín, que tiene por subtema casi permanente un retorno al clásico debate so­bre la gravitación que virtud y fortuna ejercen sobre la marcha de la his­toria. Su conclusión es aquí que para que la virtud influya eficazmente en el proceso histórico debe comenzar por percibir el rumbo que este ha tomado, y consagrarse a facilitar su avance en esa dirección; porque San Martín así lo entendió instintivamente, este hombre cuyas limita­ciones Mitre tiende a exagerar más bien que a disimular, logró dejar en la historia latinoamericana una huella más profunda y duradera que la de Bolivar. Nada sugiere sin embargo, que en este punto Romero deba su inspiración a la Historia de San Martín, que solo cita cinco veces en su ensayo sobre Mitre historiador, cuyas ciento y una notas a pie de pá­gina no dejan duda de que, para su argumento central, se ha apoyado, de modo casi exclusivo, en su lectura de la de Belgrano y del gran discurso sobre Rivadavia. En su imagen de la crisis de la república romana es en cambio fácil reconocer la figura que el texto fundador de la generación de 1837 trazaba sobre la que aquejaba a la Argentina en la etapa pos-revolucionaria: para Echeverría y Alberdi era la justeza del diagnóstico que habían propuesto para esta última crisis lo que los capacitaba para señalar el camino justo para superarla, y a la fe que seguían depositando en esa premisa debieron aferrase para no desesperar frente a los reveses que iban a acumularse en su camino durante la siguiente década.

Cuando salió a la luz Las ideas políticas en Argentina (leemos en el colofón que ello ocurrió el 28 de diciembre de 1946, en una edi­ción al cuidado de Daniel Cosío Villegas), Romero sabía que se había abierto ya para él una etapa que se anunciaba igualmente pródiga en reveses, y sus alusiones a esa situación sugieren que buscaría las razo­nes para no desesperar, sin acudir para ello, a la premisa que se las ha­bía proporcionado a los corifeos de la generación de 1837; cuando es­cribió ese libro –confía a sus lectores en la Advertencia inicial, fechada en junio de 1946– era presa de “la ansiedad de quien se juega la vida confundido con una multitud cuyos pasos no sabe quién dirige”.[11] Pero en el Epílogo de una narrativa que clausuró en 1930, con la revolución que en ese año había puesto fin a la primera experiencia democrática que conoció la Argentina, y que intituló “Sobre los interrogantes del ciclo inconcluso”, muestro tener una opinión muy clara acerca de los dilemas que ese episodio desdichado había dejado en herencia al pre­sente y una opinión no menos clara, acerca de cuál de las alternativas propuestas para superarlos deseaba ver emerger victoriosa; lo que dife­rencia su actitud de la de Echeverría o Alberdi es que, a esa altura del siglo XX, se hacía difícil depositar en cualquier filosofía de la historia la maciza fe que en la centuria anterior había agregado una, no siem­pre confesada, dimensión profética a cualquier mirada al pasado.

El diagnóstico de la situación en que, desde entonces, se debate la Argentina la atribuye a “influencias extrañas [que] han comen­zado a sentirse más próximas cada vez; sobre las tendencia políticas tradicionales han comenzado a obrar las ideologías que germinaron en Europa después de la primera guerra mundial. Así, al tiempo que algunos sectores conservadores, antaño liberales, evolucionaron hacia un ‘nacionalismo’ aristocrático y fascista, ciertos núcleos populares, antaño democráticos, no ocultaron sus simpatías hacia algunos de los principios de la demagogia fascista, en la que parecía retoñar el viejo autoritarismo criollo”, mientras subsistían como alternativa a esos “conjuntos de ideología híbrida… los núcleos de las fuerzas tra­dicionales, encarnadas en un conservadorismo y un radicalismo de esencia democrática y liberal”, pero también la que se encarnaba en el socialismo argentino, que “firme en los puntos fundamentales de su doctrina… ha procurado compenetrarse con la tradición liberal que anima las etapas mejores de nuestro desarrollo político”, y ha logrado por ello “levantar la bandera de la democracia socialista, sin abando­nar ninguna de las consignas fundamentales en cuanto a los bienes de producción, pero manteniendo, al mismo tiempo, las conquistas que considera decisivas en el plano de la libertad individual”,[12] que no quería ocultar a sus lectores, que era también la suya.

Aquí caben dos observaciones; una es que Romero no eliminó de su visión histórica todo atisbo de futuro, ya que su apuesta socialista no tendría sentido si no creyera que la alternativa sigue abierta. La otra es que la hibridez que caracterizaba a las dos corrientes que veía predominar en el escenario político argentino reflejaba hasta qué punto veía en el episodio de 1930, el momento en que el proceso his­tórico argentino perdió el rumbo, que Romero, en la estela de Mitre, veía avanzar a través de un juego de antítesis destinado a culminar en una síntesis capaz de integrar y a la vez superar a ambas. Sin duda, la antítesis no es la misma que en Mitre; es precisamente en este punto donde se revela la que Romero describirá en 1976, como su opción por Sarmiento, quien en Facundo encarnó, de modo inolvidable, a través de las contrastadas imágenes de Córdoba y Buenos Aires, la antítesis entre espíritu autoritario y liberal, en la que él mismo iba a encontrar un siglo más tarde la clave que buscaba para su exploración del entero curso de la historia argentina. Pero, se ha visto ya, solo en 1976 iba a descubrir hasta qué punto esa discrepancia había alejado su visión sobre la experiencia histórica argentina de la de Mitre; todavía un año antes, cuando proclamaba que la historia argentina la había inventado Mitre y por lo tanto, solo al abordar la etapa que este no había alcanza­do a cubrir, había hecho obra verdaderamente original, no advertía que su deuda con el autor de la Historia de Belgrano era aún más pesada, porque la narrativa que había destinado a continuar en el tiempo a la de Mitre compartía con ella su premisa central; Romero se apoyaba, como Mitre, en una apuesta sobre el futuro en la que debía alcanzarse la síntesis superadora de los dilemas planteados en el curso del tercer ciclo histórico, cuya exploración había abordado, y que veía anticipada en el proyecto socialista al que por esa razón brindaba su apoyo.

Pero –se ha visto ya– si el momento de esa síntesis no había llegado aún, no era porque las posiciones antagónicas que esta debía reconciliar no estaban aún maduras para ello, sino porque el triunfal ingreso en escena de esas dos corrientes, cuya hibridez Romero subrayaba insis­tentemente, había abierto en ese avance del pasado al futuro un pa­réntesis, que era imposible adivinar cuándo habría de cerrarse. Pero se negaba a considerar siquiera la posibilidad de que fuese algo más grave que eso, en la esperanza de que alguna peripecia tan imprevisible como la que había abierto ese paréntesis, viniera a cerrarlo y le permitiera retomar su papel en ese avance momentáneamente interrumpido, en el punto mismo en que esa interrupción lo había obligado a abandonar­lo. Sin duda, esa esperanza puede parecer un recurso casi desesperado para evitar caer en una terminal desesperanza, pero ciertamente en Ro­mero no reflejaba ese temple de ánimo, y si el futuro que Mitre procla­maba garantizado desde el origen de los tiempos, por un decreto de la Providencia, en Romero se había reducido a objeto de una apuesta, que aceptaba de antemano que podía resultar perdedora, era menos porque su optimismo fuese más firme que el de Mitre que porque, como sabía muy bien, en el siglo XX un historiador que quería ser tenido por res­petable no podía permitirse las derivas al terreno de la profecía, que no habían estado vedadas a sus colegas del XIX.

Ese optimismo que no osaba decir su nombre se apoyaba por otra parte, en algo más que en un rasgo de su temperamento: no solo al volver su mirada a la Argentina, Romero creía tener razones muy só­lidas para no reaccionar frente a los conflictos que iban a vivirse en la estela de la Segunda Guerra Mundial, con la alarma con la que había seguido los avances de los que la habían precedido. A su juicio, puesto que –como estaba plenamente convencido– era ya impensable una restauración lisa y llana de la civilización liberal y capitalista, que había conquistado casi por entero el planeta en el medio siglo anterior a la Primera Guerra Mundial, del mismo modo en la Argentina, también en el escenario más amplio en que se libraba la guerra fría, se enfrenta­ba una alternativa que aspiraba a injertar el socialismo en el tronco de la democracia liberal, con otra que buscaba apoyarse para construir el socialismo en una más antigua tradición autoritaria, y Romero estaba lejos de creer que esos dos conflictos entre alternativas que no eran, esta vez, total ni exclusivamente antagónicas, se orientaran necesaria­mente hacia un desenlace catastrófico.

Le hizo sin duda más fácil sobrevivir sin excesiva amargura a su separación de la universidad (y de todas las instituciones docentes del estado argentino), el inesperado descubrimiento de que su forzada reorientación hacia otras actividades no le impedía llevar adelante el ambicioso plan de trabajo que se había fijado en el campo de la histo­riografía medieval, en el que por otra parte, su presencia comenzaba a ser reconocida en ámbitos más amplios que el de su país nativo, en el que solo el contacto con el Instituto de Historia de España, dirigido por don Claudio Sánchez Albornoz, abría una brecha en el muro que lo separaba del mundo académico. Pero su maduración como estudioso de historia medieval, avanzó en paralelo con el perfilamiento, cada vez más acusado, de su figura como la de un intelectual público cuyas opiniones comenzaban a ser escuchadas, en un país en cuyo horizonte se acumulaban los signos de otra tormenta no menos intensa que la que había alcanzado su resolución en 1946. Esta debió vivirla Romero bajo el signo de una precariedad destinada a acentuarse, a medida que se aproximaba ese desenlace tan temido como esperado. No es sor­prendente entonces que en esa etapa, que la permanente incertidum­bre lo obligó a vivir al día, la imagen de la Argentina que hasta ese mismo 1946, había venido madurando en secreto y en ese año fuera desplegada por vez primera en Las ideas políticas en Argentina, viviera también ella una suerte de existencia suspendida en el punto exacto en que vino a sorprenderla el triunfo de la revolución peronista.

En 1955 la caída del régimen instaurado por esa revolución, que puso término a la marginalidad a la que había sido reducido Romero, tanto en el ámbito universitario como en la arena de debates y con­flictos ideológico-políticos, marcó un decisivo punto de inflexión en su trayectoria, que iba a entrar en una etapa de intensa actividad en ambos campos. Figura protagónica durante el esfuerzo de reconstruc­ción universitaria, que casi milagrosamente logró prolongarse por los siguientes diez años, en un país que avanzaba con rumbo cada vez más incierto, iba también a constituirse en uno de los protagonistas de la crisis interna de la que nunca iba a recuperarse el Partido Socialista, mientras su condición de figura de referencia en la vida de la cultura y de las ideas no podía ahora ser más pública. En medio de ese torbe­llino, iba a seguir llevando adelante obstinadamente sus proyectos en el campo de la historia medieval; aunque en él su primera obra mayor, La revolución burguesa en el mundo feudal, iba a ver la luz solo en 1967, un año después de su retiro de la universidad, Romero la había venido forjando a lo largo de esa década de febril actividad en la arena univer­sitaria y política, que ese retiro acababa de cerrar.

Ya en esa etapa, la inflexión que había sufrido su trayectoria pública había ido más allá de quitarle tiempo que consagraba a sus tareas de historiador, para incidir en más de una manera en ellas, y en particular a las dedicadas al campo hispanoamericano y argentino, que conserva­rían siempre a sus ojos un estatuto híbrido (todavía en sus palabras de 1975, citadas aquí quizá ya demasiadas veces, decía haberlas compuesto al margen de la erudición, y como una obligación de ciudadano).[13] En verdad era esta una presentación demasiado simple del enfoque que llevaba a sus estudios en el campo de la historia hispanoamericana y argentina, cuya unidad temática y problemática había sabido reconocer de inmediato, cuándo la opinión dominante conservaba aún plena fe en la excepcionalidad argentina en el marco hispanoamericano. Sin duda contribuyó a ello el contacto con Pedro Henríquez Ureña, pero esa premisa solo iba a hacer sentir sus consecuencias en su visión de la experiencia histórica argentina, después de que, en vísperas de verse forzado a continuar su carrera fuera del ámbito universitario, el mismo Henríquez Ureña lo introdujo como autor en ese nuevo campo.

Desde entonces, sus contribuciones a este lo ayudarían una y otra vez, a aliviar los problemas derivados de su condición de cesante, y los no siempre menos graves problemas que iban a surgir luego de su retor­no a la universidad, en un país en el que una inflación ya crónica iba a retacear progresivamente sus ingresos, primero como docente universi­tario y luego como integrante de las clases pasivas. Creo que era la con­ciencia de que entre sus contribuciones a ese campo temático habían, en su origen, trabajos de encargo que no hubiera emprendido espon­táneamente lo que lo llevaba a subrayar, en esa misma charla de 1975, que después de cada una de esas excursiones, en un territorio que no consideraba del todo el suyo, volvía al de la historia medieval. Pero eso no le impidió poner en ellos toda la honrada diligencia que le imponía su siempre alerta sentido del deber, que era uno de los corolarios de su casi anacrónico sentido del honor, y cada vez que se internaba en ese te­rritorio, que seguía creyendo a medias ajeno, no podía evitar interesarse demasiado en lo que este le revelaba, para administrar tan cicateramen­te como se había prometido, los esfuerzos que iba a desplegar en él.

Ya en El pensamiento político de la derecha latinoamericana, publicado por la editorial Paidós en 1970, era claro que Romero tenía plena con­ciencia de explorar un tema harto más rico y variado de lo que hasta entonces había advertido, reflejada en su presentación, en ese momen­to extremadamente original, del eclecticismo como rasgo dominante entre los voceros de las corrientes conservadoras, que debido al eclipse inesperadamente completo de las posiciones ideológicas en que se había apoyado el misoneísmo dominante en la etapa del Antiguo Ré­gimen, se vieron obligados a improvisar sus posiciones en el debate de ideas, a partir de una apropiación fragmentaria y tendenciosa de moti­vos ya presentes en las de sus rivales. Tanto esa como otras intuiciones igualmente penetrantes, que significaban una implícita toma de distan­cia respecto de la imagen de la evolución de las ideas argentinas, pro­puesta en su libro de 1946, sugerían la necesidad de una revisión más radical de los supuestos en que esta se apoyaba, y Romero tendría aún tiempo de encararla en Latinoamérica: las ciudades y las ideas, su última obra mayor, publicada en 1976, un año antes de su muerte.

Es esta obra la de inspiración y argumento más rico y complejo entre todas las de Romero, que a la vez que marcó un hito para la historia de Latinoamérica vino a cerrar en ese escenario ultramarino el hilo narrativo de una historia para la que había tomado como punto de partida la crisis de la república romana. La inesperada ampliación en tiempo y espacio de los horizontes, que antes había fijado para su mirada de historiador, respondía desde luego a estímulos que iban más allá del proveniente de su conocimiento, cada vez más preciso y detallado, de las realidades latinoamericanas, y hay dos por lo menos que gravitan con no menor peso que este último. Uno es el del contac­to más estrecho que por esos años se establecía entre la historia y las ciencias sociales, que estaban atravesando una etapa de rápida expan­sión en Latinoamérica y particularmente en la Argentina, y su reflejo en una colaboración entre ambos campos en que estas últimas (mejor enraizadas que la historia en el aparato institucional que tomaba cada vez más a su cargo canalizar los recursos necesarios para llevar adelante sus proyectos), esperaban de los historiadores que, recurriendo a su algo pedestre saber fáctico, sometieran a la prueba de los hechos las hi­pótesis que brotaban incesantemente de la imaginación de los cultores de esas disciplinas, que si disponían de recursos más vastos era porque prometían alcanzar conclusiones inmediatamente útiles para afrontar los problemas del presente.

Aunque entre los historiadores solía reinar un cierto escepticismo en cuanto a la eficacia de sus intervenciones, ello no impedía que a través de ellas tuvieran ocasiones cada vez más frecuentes para concen­trar sus reflexiones en las relativamente estrechas franjas de pasado y futuro, juzgadas relevantes a los problemas del presente por quienes les solicitaban que los ayudaran a entenderlas. Las consecuencias en cuan­to al pasado no afectaban demasiado a quienes trabajaban en el área latinoamericana, ya que lo considerado relevante alcanzaba en ella por lo menos al siglo XVIII y en algunos temas se remontaba más allá de la conquista, pero en cuanto al futuro, les imponía límites bastante más severos. Mientras no parece probable que se encuentre en esa relación más íntima con las ciencias sociales la clave para la ausencia total en el texto de Latinoamérica: las ciudades y las ideas, de esa dimensión profé­tica que hasta entonces no había desaparecido del todo de los escritos de Romero, es en cambio indudable su vínculo con la redoblada ener­gía con que este reivindica, para el historiador, el derecho de dirigir su mirada al presente tanto como al pasado,[14] puesto que era exactamente eso lo que requerían de él quienes solicitaban su colaboración desde las ciencias del hombre y de la sociedad.

El otro de los influjos antes aludidos provenía de su propia obra en el campo que seguía considerando el único plenamente suyo, en el que, con Crisis y orden en el mundo feudoburgués, que sería publicada postu­mamente en 1980, había llevado el hilo de su narrativa hasta la crisis del siglo XIV y se disponía a abordar en un proyecto sucesivo, el trecho que la separaba aún del siglo del maduro Renacimiento y la Reforma. Esa vasta exploración que tiene por tema principal, el papel cada vez más central de las ciudades y las clases urbanas en la Europa medie­val, ofrece los términos de referencia para la imagen de la experiencia colonial de Latinoamérica, que constituye sin duda el aporte que más que ningún otro hizo que esta obra marcara en efecto un hito en la historiografía latinoamericana. La narrativa que desenvuelve Romero en sus obras de historia medieval cumple esa función de dos maneras, aparentemente casi opuestas: por una parte porque, al subrayar el con­traste entre la ciudad medieval que surge en los intersticios dejados por un orden señorial, que no tiene en rigor lugar para ella y que necesitará casi medio milenio para superar plenamente esa originaria marginali­dad, y la ciudad iberoamericana, que es desde su origen la sede desde la cual el conquistador organiza sus instrumentos de dominio sobre las sociedades sometidas a su imperio, incita a los historiadores, a los que la costumbre de dar por supuesto ese rasgo definitorio del orden colonial, llevaba a menudo a pasarlo luego por alto, a explorar las rami­ficadas consecuencias que ese dato básico iba a alcanzar la experiencia histórica de las Américas ibéricas con toda la atención que merecen. Pero al mismo tiempo, Romero hace claro hasta qué punto ese nuevo modelo urbano continúa y extrema en ultramar un proceso ya comen­zado en el Viejo Mundo, desde Iberia hasta los confines orientales del mundo germánico, y se apoya en esa premisa para recoger en los esquemas interpretativos que ha elaborado en su reconstrucción del mundo feudoburgués, inspiración para el que va a ofrecer de las ciuda­des patricias del Nuevo Mundo.

La incorporación del presente al territorio de la historia, ese otro rasgo que en Latinoamérica: las ciudades y las ideas innova, aparece por primera vez en la obra de Romero, lleva implícita otra innovación más radical: entre los testimonios sobre los cuales construye la obra tiene un lugar, nada secundario, el suyo propio, lo que en las últimas etapas del libro hace de su testimonio –para decirlo con el lenguaje de los antropólogos– el de un observador-participante de la experiencia de vivir en el marco de las ciudades masificadas del tardío siglo XX. Se advierte aquí hasta qué punto fue la confianza por primera vez plena y sin reservas en su dominio del oficio de historiador, lo que hizo posible desplegar la excepcional riqueza de perspectivas que su obra alcanza en ese libro casi póstumo. Es esa confianza la que reflejan admirable­mente sus palabras de 1975, ya recordadas aquí más de una vez; tras admitir que la historia del presente requiere un esfuerzo mucho mayor de objetividad que la del pasado y obliga, por esa razón, a “multiplicar los controles”, objeta que más aún que eso requiere que el historiador tenga “el oficio” que le hará posible “desdoblar su juicio para diferenciar lo que es objetivo de lo que es subjetivo”, sin el cual, concluye, “yo diría que no es un historiador”.

Esa del todo legítima dimensión personal de la experiencia que re­coge e interpreta Romero en su última gran obra hace aún más notable que cuando se busque en ella cuál es la idea de la Argentina que había madurado en él en el momento final de su carrera de historiador, no se la encuentre por ninguna parte; en rigor en Latinoamérica: las ciudades y las ideas la Argentina no existe como sujeto histórico independien­te. Sin duda, en la imagen de la etapa más reciente de la experiencia histórica latinoamericana que Romero traza en el último trecho de su libro ocupa el primer plano la que se ha formado del modo en que ella estaba siendo vivida en la Argentina, con solo mirar con la debida atención lo que ocurría a su alrededor. Ella le inspiró una de sus intui­ciones más certeras: es esta la que pone de relieve las dos almas de la versión peronista del populismo, que ofrecía a las masas populares, a la vez la promesa del ascenso individual por vía del éxito empresario para los integrantes que pusieran en ello el esfuerzo necesario, y la de su ascenso colectivo, asegurado este último por el arbitraje favorable del estado peronista en sus conflictos con las clases propietarias. Pero aun esa imagen que reflejaba lo que la experiencia argentina había tenido de peculiar, había sido transmutada en Latinoamérica: las ciudades y las ideas en un rasgo común a la entera experiencia latinoamericana.

No creo que sea difícil adivinar la clave para ese desvanecerse de la Argentina del horizonte historiográfico del último Romero: ella ofrece el testimonio de su fidelidad esencial a la idea de la Argentina, que había hecho suya desde su entrada en el mundo, en la que la solidari­dad en que se fundaba su cohesión como nación no era la de quienes compartieran un pasado, sino la de quienes habían decidido compartir un futuro. Era ese futuro el que se había desvanecido del horizonte, y porque lo aceptó así, en el breve trecho que le quedaba por vivir buscó inspiración para definir el papel, que no renunciaba a desempeñar en su país, en la noción estoica de amor fati, que tanto lo había atraído al estudiar la crisis de la república romana. Ella lo invitaba a aceptar activa y no solo resignadamente, aun las más duras adversidades im­puestas por el destino, en la seguridad de que quien supiese hacer uso virtuoso de la sabiduría podría ofrecer una contribución positiva aún en medio de las circunstancias atroces que atravesaba la Argentina, en el momento más sombrío de su entera experiencia histórica en que lo iba a sorprender la muerte. Los textos que nos ha dejado de esa última etapa, enteramente libres de lo que suele hacer hoy penosa la lectura de tantos otros que decían encontrar inspiración análoga, ofrecen un con­movedor testimonio de la seriedad con que asumió ese compromiso, que hizo que al quedar atrás esa mala hora, sus compatriotas buscaran en su memoria el vínculo con un legado que solo advirtieron hasta qué punto valoraban cuando temieron haberlo perdido para siempre.


[*] Muriel MacKevitt Sonne Professor, Emeritus University of California, Berkeley.

[1] “Los hombres y la historia en Groussac”, en José Luis Romero: La experiencia argentina y otros ensayos. Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980 (en adelante Romero 1980), pp. 283-287, la cita es de p. 283.

[2] “A propósito de la quinta edición de Las ideas políticas en Argentina”, Romero 1980, pp. 2-9, la cita es de p. 3.

[3] “Mitre, un historiador frente al destino nacional”, Romero 1980, pp. 231-273, la cita es de p. 253.

[4] En el lugar citado, nota 3, p. 249.

[5] En el lugar citado, nota 2, pp. 7-8.

[6] “Sarmiento, un homenaje y una carta, 1976”, en Romero 1980, pp. 219-220, la cita es de p. 219.

[7] “Carta a Mariano de Sarratea” fechada el 20/V/1855, en Tulio Halperin Donghi: Proyecto y construcción de una nación. Buenos Aires, Ariel, 1995, pp. 266-267.

[8] Citado por Luis Alberto Romero en su presentación de José Luis Romero. La crisis del mundo burgués. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 8.

[9] José Luis Romero. Bases para una morfología de los contactos de cultura. Buenos Aires, Institución Cultural Española, 1944.

[10] Incluidos en Romero 1980, pp. 413-441.

[11] José Luis Romero. Las ideas políticas en Argentina. México, Fondo de Cultura Eco­nómica, 1946, p.11.

[12] Romero, op. cit., nota anterior, pp. 209-210.

[13] “Todo esto, al margen de la erudición, porque me parecía que era una obligación del ciudadano”, Romero 1980, p. 8.

[14] Así en 1975, al presentar la quinta edición de Las ideas políticas en Argentina: “…en la Argentina siempre ha existido el prejuicio de que hay un límite [cronológico] entre la his­toria y la política que no debe ser sobrepasado. Yo me niego rotundamente a este juicio. La historia termina con cada uno de nosotros, porque el pasado termina en el instante en que cada uno está pensando”, Romero 1980, p. 7.