José Luis Romero

ALAIN GUERREAU

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A José Luis Romero se le cita aun menos. Y sin embargo su obra La revolución burguesa en el mundo feudal (1967) es digna de atención. José Luis Romero no se preocupa demasiado de la economía, y sus fuentes de reflexión son esencialmente narrativas y literarias. Peor todavía: al dedicarse a los grupos sociales medievales casi llega a descuidar a los agricultores. Las dos articulaciones principales de su contribución son interesantes por igual: en primer lugar, Romero se lanza a elucidar las relaciones y los antagonismos entre los grupos sociales «dominantes», utilizando algunos pares conceptuales muy operatorios, como equilibrado/inestable, coherente/en desintegración, cerrado/abierto; en segundo lugar, busca sistemáticamente relacionar las estructuras socioeconómicas y las estructuras sociopolíticas y mentales, lo cual explica la riqueza del libro.

La gran conclusión de Romero es la oposición, en el interior de la época feudal, entre una primera parte cristiano-feudal (siglos v al xii) y una segunda parte feudoburguesa (siglos xiii al xviii), la primera dominada por la Iglesia y la segunda marcada por el desarrollo de un grupo social esencialmente urbano.

Los grupos germánicos que se instalaron en el imperio romano encontraron en él una sociedad ya teocrática. Su llegada y su asentamiento tuvieron como primera consecuencia hacer desaparecer el carácter definido de la oposición hombre libre/esclavo (creando por el contrario numerosas situaciones no definitorias respecto a esa oposición), y más generalmente, cualquier estado de derecho: Romero recuerda cómo todas las tentativas de redactar códigos, y con más razón, legislaciones, a las que se libraron diversos soberanos entre el siglo v y el siglo ix, acabaron lamentablemente en fracaso. El poder no era más que un poder de hecho: el antagonismo permanente entre la aristocracia y los reyes creaba una inestabilidad estructural; la situación de normalidad la constituían la patrimonialidad del poder, venganzas privadas, guerras. Tan sólo la Iglesia gozaba, al precio de permanentes compromisos, de una relativa estabilidad o continuidad, resistía como podía a la desintegración, incluso extendía su red parroquial.

Si la aristocracia terrateniente aspiraba de algún modo a un cierto orden, era a condición de que la monarquía respetase su papel eminente y su organización jerárquica, y se convirtiese en cierto modo en su cabeza, con un poder reducido y controlado, cosa que precisamente convenía también a la Iglesia. Así, la aristocracia y la Iglesia confluyeron en la configuración de la monarquía y del poder feudales, que correspondían al marco de objetivos trascendentes propuesto por la Iglesia y a los que ésta prestó el sólido respaldo de su estructura institucional. Para apoyar esa noción de orden terrenal, la Iglesia contaba con la enorme fuerza que le proporcionaba su doctrina y, por encima de todo, con la que le confería su monopolio de la literatura escrita (p. 96).

Esa noción de confluencia de aristocracia e Iglesia parece ser en efecto, esencial.

La estabilización del sistema cristiano-feudal fue de ese modo su finalidad: la aristocracia se convirtió en una especie de casta, al tiempo que se establecían reglas de sucesión y la posibilidad de vender y comprar feudos. Esa estabilización se efectuó bajo la égida de la Iglesia, que alcanzaba entonces una de las cumbres de su poder y que cristalizaba su pensamiento en el momento en que aparecía el espíritu de libre discusión. La dominación de la Iglesia permitió a ésta crear las condiciones subjetivas de transición a un nuevo estadio del sistema (esquema tripartito de la sociedad, cristianización de la ética caballeresca), contribuyendo de ese modo a modificar las condiciones «políticas» (cruzadas, sostenimiento de reyes débiles y limitación del poder del emperador).

La aparición de nuevos grupos (urbanos, sobre todo), a pesar de algunas tensiones, en ningún caso se produjo contra el sistema existente: la interdependencia de los antiguos y los nuevos grupos se dejó sentir rápidamente; por otra parte, el patriciado urbano ya estaba dividido cuando triunfó. La tentativa de constitución de la aristocracia en casta hizo aparecer la necesidad para esos aristócratas de justificar sus pretensiones de un estatuto privilegiado, precisamente por lo mucho que gastaban. El ordenamiento de esas tensiones provisionales se consiguió con la aparición de las señorías urbanas y con la urdimbre de nuevas relaciones entre el poder real y los distintos elementos de la jerarquía feudal. La principal novedad radicaba, de hecho, en las nuevas posibilidades de reflexión ofrecidas a los comerciantes por su propia práctica: inestabilidad económica y aperturas especiales: de ahí el desarrollo de la noción de cambio, la aparición de un sensación de autonomía de la sociedad y de la naturaleza en relación a Dios.