La Argentina de José Luis Romero

ALBERTO CIRIA

“Exijo del historiador el amor a la humanidad o a la libertad; su justicia imparcial no debe ser impasible. Por el contrario, es necesario que desee, que confíe, que sufra o sea feliz con lo que descubre”.
Villemain, Cours de Littérature.
(Epígrafe de Domingo Faustino Sarmiento a Facundo, Buenos Aires, Losada, 1963, 13)

La personalidad intelectual del historiador argentino José Luis Romero (1909-1977) ha sido suficientemente reconocida con motivo de su repentino fallecimiento en Tokio, hace más de dos años. Intentos de evaluación de la obra de Romero, proyectos colectivos de homenaje y puestas en marcha de ideas esbozadas por el maestro están apareciendo en nuestro continente, a cargo de numerosos discípulos, colegas y admiradores. La perspectiva crítica de algunos de dichos trabajos no atenúa sino que realza los perfiles de un pensamiento humanístico, basado en el sistemático frecuentar de la cultura occidental, y del que son testimonios la veintena de libros y los incontables artículos que Romero dejo como legado vivo a sus compatriotas latinoamericanos y a especialistas de otras procedencias.[1]

Es innecesaria, por de sobra conocida, la presentación detallada de la vida y las obras más importantes de Romero.[2] Sólo deseo apuntar aquí que desde muy joven, y bajo el tutelazgo fraterno del filósofo Francisco Romero (1891-1962), su vocación lo volcó a la historia de Grecia y Roma, para luego centrar su interés en el mundo medieval y barroco con motivo de su primera y larga estadía en Europa.

Romero cumplió destacada labor docente en la Universidad de La Plata donde se había doctorado, y a partir de allí en muchos centros de alta enseñanza en América Latina, Estados Unidos y Europa. Esa experiencia le permitió concluir y publicar su fundamental La revolución burguesa en el mundo feudal (Buenos Aires, Sudamericana, 1967). Su período de apogeo profesional e institucional se consolida después de 1955. cuando ocupa los altos puestos de Rector de la Universidad de Buenos Aires y Decano de su Facultad de Filosofía y Letras. Los últimos años lo encuentran –retirado oficialmente de la docencia– prodigándose en lecciones ante auditorios fieles y procurando coronar varios proyectos de investigación, en su casa-taller de Adrogué a pocos kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. La Universidad de las Naciones Unidas lo contó como miembro de su consejo directivo, en representación del área latinoamericana, y precisamente el cumplimiento de una de esas tareas lo llevo a Tokio, la ciudad que lo vio morir.

Mi propósito no es abarcar, ni siquiera a vuelo de pájaro, la rica problemática encarada por Romero en sus obras dedicadas a la Argentina y América Latina, la segunda gran corriente de su producción. Los límites, y acaso las limitaciones, del intento radican en analizar críticamente ciertas ideas desarrolladas por este autor sobre su patria, que también es la mía, en especial a partir de la llamada crisis del 30. Las bases textuales de mi aproximación están dadas por buena parte de los escritos de Romero sobre la Argentina, frecuentemente citados en forma abreviada para evitar fatigosas referencias al pie de pagina.[3] También me apoyaré en testimonios, artículos periodísticos, cursos y conversaciones mantenidas con el durante los pasados quince años.

En la generalidad de los casos, el enfoque de Romero sobre la Argentina combinó la visión a largo plazo del historiador con la preocupación activa del ciudadano, momentos que no pueden escindirse al considerar sus aportes. La primera vertiente trató de entender la complejidad y el sentido profundo de los procesos socioeconómicos y sus relaciones con las estructuras políticas, por encima de anécdotas y personalismos ocasionales. La segunda, penetró con valores éticos y políticos al discurso histórico.

Romero subrayó:

“Yo creo que la ciencia histórica puede ayudar a prever el futuro siempre que pensemos en el análisis histórico de largo plazo y la previsión en el largo plazo. Lo que la historia no puede hacer es predecir el futuro inmediato en el corto plazo, y quizá difícilmente también en el mediano plazo” (Conversaciones, 99).

Las reflexiones sobre los propios valores que el historiador no debe ocultar, so pena de transitar los senderos de una esquiva “objetividad” en las ciencias sociales, abundan en los escritos de Romero. Ya en 1946, su posición era clara:

“Hombre de partido, el autor quiere, sin embargo, expresar sus propias convicciones, asentadas en un examen del que cree inferir que solo la democracia socialista puede ofrecer una positiva solución a la disyuntiva entre demagogia y autocracia: esta disyuntiva parece ser el triste sino de nuestra inequívoca vocación democrática, traicionada cada vez que parecía al borde de su logro” (Ideas políticas, 297).

Al prologar una colección de sus monografías sobre la Argentina, decía en 1956:

“El lector descubrirá cierta pasión escondida en los trabajos que se relacionan con los duros tiempos que ha sufrido el país. Que no se suponga, sin embargo, que la pasión ha contenido el afán de objetividad que entonces, como ahora, me mueve cuando procuro entender lo que ocurre a mi alrededor. Desearía haber logrado un prudente equilibrio entre la pasión y la objetividad; y más aún desearía que ese equilibrio dejara intacto el interés que puedan suscitar los temas de la realidad argentina que aparecen en este libro.” (Argentina, 7-8).

Y sobre el fin de su vida, reafirmaba: “Yo soy un reformista nato, constitutivo, soy un socialista reformista, que hoy es, a mi juicio, la máxima expresión de la vivencia del proceso histórico” (Conversaciones, 142-143). Y también: “Yo soy constitutivamente un hombre moral, y de las opciones que da la historia, elijo la que a mí me parece moral” (Conversaciones, 122).

Las ideas de Romero sobre su país, proviniendo como lo hacen de quien no se consideraba “especialista en historia argentina” (Argentina, 7) sino básicamente un historiador de la cultura occidental, y sobre todo de sus burguesías, ofrecen al lector el fascinante espectáculo de una mente lucida que maneja hipótesis, descubre relaciones entre temas y procesos que solían discurrir por cauces separados en la historiografía tradicional de los archivistas, y abre nuevos caminos para las síntesis necesarias que podrán alcanzarse a partir del razonado estudio de sus páginas, concebidas en un español riguroso y con sello personal. De ello, creo, darán muestra los fragmentos que reproduciré a lo largo de este trabajo.

La crisis del 30 y sus consecuencias: el peronismo

Desde la década del 40, Romero comprendió precursoramente que la llamada “crisis del 30” no constituyó un mero interregno (primero castrense y luego de restauración conservadora) sino el prólogo a décadas sucesivas en que el país pretendió, sin conseguirlo, lograr una estabilidad que combinara cierto grado de desarrollo económico con democracia política y redistribución de ingresos, de todo lo cual dejó constancia la alternación de regímenes militares con débiles administraciones civiles, en especial a partir de 1955.

En 1946 Romero advertía:

“Fraude y privilegio fueron las características de este período. Muchas veces pareció que la constante acusación pública de que era objeto el gobierno terminaría por despertar la susceptibilidad de los hombres que usufructuaban indebidamente el poder; pero todo fue en balde. Las consecuencias fueron graves, sobre todo porque comenzaban a desarrollarse las industrias y se constituía un nuevo reagrupamiento de las masas populares, a las que comenzó a invadir poco a poco el más agudo escepticismo político. Este fue el signo de los turbios tiempos de la ‘década infame’ como la llamó algún nacionalista” (Ideas políticas, 237).

Los años que corren desde 1930 a 1943 significan, para el autor, el hecho trascendente de que, antes de esas fechas, la Argentina no era una nación multitudinaria, pero que pasó a serlo durante su transcurso.[4] El colapso de Wall Street en 1929 y la depresión de los treinta provocaron una quiebra de los mercados tradicionales argentinos. La delegación del poder político efectuada por la oligarquía a las “clases populares” del radicalismo termina cuando lo económico entra en crisis: los conservadores retornan al poder a horcajadas del golpe de José F. Uriburu y consolidan su hegemonía a través de las elecciones fraudulentas que llevan a la presidencia al general Agustín P. Justo. La “política de ajustes” favorece a las elites tradicionales, e introduce principios de intervencionismo estatal en el seno de la economía liberal (controles de cambio, un Banco Central con nutrida representación de la banca privada, un Instituto Movilizador que beneficia a los grandes productores, las Juntas Reguladoras de la Producción –y precios– de productos básicos de las economías regionales que contribuyen a socializar las perdidas empresariales, etc.).

La respuesta del interior no se hace esperar: desde mediados del 30, por lo menos, la miseria y la falta de trabajo empiezan a provocar extensas migraciones al Litoral. Muchos migrantes hallan empleos estables y buenos sueldos en las industrias que acordonan a la Capital Federal, proceso que se acelera con los efectos de la segunda guerra mundial: textiles en San Martín, San Justo, La Tablada, metalúrgicas y derivadas de la chatarra. El polo rico del país y el crecimiento industrial producen necesarias consecuencias sociales y demográficas, cuya expresión política adquirirá nuevas formas hacia 1945/46. La restauración conservadora transforma a la Unión Cívica Radical en “enemigo”, por lo menos hasta que el partido levanta su abstención electoral en 1935, y el verdadero juego político en los primeros años de esa década se da entre la posibilidad de un fascismo –la línea de Uriburu y sus afines– y la restauración ya aludida, que al fin es triunfadora.[5]

Romero apunta con agudeza, cosa que no siempre señalaron los trabajos militantes sobre este período, la existencia de gran cantidad de conformistas “expresos” y “tácitos”, y de cierto clima de “snobismo aristocratizante” compartido también por unas clases medias que se autoperciben como muy por encima de la “chusma radical”. Ello lleva a la “señorialización” de esas mismas clases medias y su correlato, el fenómeno sociocultural de una “hipocresía convencional”. El fraude intelectual, aparte del obvio fraude político, ayuda a entender el surgimiento del peronismo en la sociedad argentina, con sus reivindicaciones populistas, el “quiera el pueblo votar”, el énfasis en una imprecisa “cultura nacional” (nacionalista incluso) ajena a los antes vigentes modelos europeos. Eso conducirá al peronismo a rechazar en bloque –por lo menos retóricamente– a la época previa, y esa cerrada oposición, para Romero, incluye a lo poco rescatable de la misma: la obra compleja de Ezequiel Martínez Estrada, el mejor Eduardo Mallea, el Colegio Libre de Estudios Superiores. El análisis del autor permite aprehender la relativa violencia de la reacción antioligárquica, y a la vez lo explicable de parte de ella.

En 1951 el historiador afirmaba que la “perpetuación de la estructura económica agrícola-ganadera” (Argentina, 35) anterior a 1943 –año del nuevo golpe militar que posibilitaría el ascenso del peronismo– había mantenido sumamente limitados los horizontes de las masas, pese a su crecimiento numérico y a su diversa distribución geográfico-ecológica. De ello derivó un profundo resentimiento popular contra “una estrecha oligarquía, orgullosa de ser reaccionaria y fraudulenta” (Argentina, 53), y

“…un marcado escepticismo político al que correspondía y acompañaba la clara conciencia de ciertas reivindicaciones sociales y económicas que las masas consideraron de estricta justicia. Así abandonaron las masas la militancia en el plano político –que les era ajeno– y se situaron en el de la lucha social. Solo se necesitaba una ocasión favorable para que se manifestara esa nueva actitud, y esa ocasión llegó después de la revolución militar de 1943” (Argentina, 36).

En 1945, Romero evaluaba de esta manera los inicios del movimiento peronista:

“El hecho que ha causado más honda sorpresa ha sido la aparición de una masa sensible a los halagos de la demagogia y dispuesta a seguir a un caudillo. Este fenómeno –amargo y peligroso– no es de ninguna manera inexplicable. Medio siglo es poco tiempo para la evolución social y política de un conglomerado heterogéneo, y no debe sorprender que quede aún una masa que –siendo democrática en el fondo– conserve cierto justificado escepticismo frente a las instituciones de la democracia que no supieron afrontar a tiempo sus problemas y dejaron flotar sus indecisas pero innegables aspiraciones. Políticamente, esta masa es inexperta y simplista; como en el fondo es igualitaria y democrática, acoge con calor la propaganda demagógica que parece responder a sus anhelos, sin descubrir los peligros que entraña” (Argentina, 53-54).

Esta visión temprana del peronismo, compartida por muchos intelectuales de la tradición liberal y socialista democrática, ha sido objeto de críticas y modificaciones de origen más reciente.[6] El mismo Romero, que hubiese preferido como ciudadano un proceso en que las masas adquiriesen de modo más autónomo una clara conciencia de sus demandas económicosociales junto a la conservación y reafirmación de valores democráticos, se veía obligado a conceder –en 1965– que pese a la defensa que los parlamentarios socialistas hicieron en su momento de las “pequeñas grandes conquistas” (El desarrollo, 146),

“La acción de los sectores populares en el Congreso ni podía ser de largo alcance –dada la minoría a que los reducían las maniobras del fraude electoral– ni se desenvolvía fácilmente, obstruida de diversas maneras por los grupos conservadores que predominaban” (El desarrollo, 148).

Y además:

“Muchos síntomas manifestaban, hacia 1944, que la masa trabajadora y los estratos más modestos de las clases medias estaban en el límite de sus posibilidades económicas. Pero los partidos políticos populares, fieles a sus tradiciones y costumbres, creían conservar su ascendiente sobre esos sectores apelando a sus meras aspiraciones políticas, a sus convicciones profundas y a sus ideales de democracia y libertad. Los tiempos, empero, habían cambiado. Una nueva sensibilidad se había desarrollado en esas masas de reciente formación, y las reivindicaciones económicas y sociales contaban más para ellas que las nociones de democracia y libertad” (El desarrollo, 151).

A continuación, trataré de esbozar los principales elementos destacados por Romero en su análisis sobre el período 1943-55. “la República de masas” (Breve historia, 188).[7]

El peronismo se apoyó fundamentalmente en el ejército y en el movimiento sindical. Una de sus constantes en el análisis del fenómeno, o sea las características fascistas que a su juicio resultan esenciales para entender la complejidad de la historia, es presentada ahora por Romero de modo más matizado que en obras anteriores:

“Los sectores obreros acogían con satisfacción la inusitada política laboral del gobierno que los favorecía en los conflictos con los patrones, estimulaba el desarrollo de las organizaciones obreras adictas y provocaba el alza de los salarios; pero subsistían en su seno muchas resistencias de quienes conocían la política laboral fascista” (Breve historia, 190).[8]

El autor reconoce el importante aspecto real, y también el simbólico, del movimiento popular del 17 de octubre de 1945, reflejo del hecho de que “ahora poblaban los suburbios los nuevos obreros industriales, que provenían de las provincias del interior y que habían cambiado su miseria rural por los mejores jornales que le ofrecía la naciente industria”, y concede que Perón fue quien mejor percibió “esta redistribución ecológica” (Breve historia, 192).

Romero menciona el triunfo de Perón y sus candidatos, el 24 de febrero de 1946, en “elecciones formalmente inobjetables” y que el presidente, “gracias al incondicionalismo del parlamento pudo revestir todos sus actos de una perfecta apariencia constitucional” (Breve historia, 194). Durante los primeros años de su mandato, la floreciente situación de la posguerra permitió al régimen desarrollar “una economía de abundancia que debía asegurarle la adhesión de las clases populares” (Breve historia, 195). Elementos clave de la política económica fueron el intervencionismo estatal y la nacionalización de los servicios públicos.

El autor, sin embargo, critica la improvisación de los dos Planes Quinquenales, la burocratización y corrupción que en su momento caracterizaron al Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio, y el enriquecimiento de grupos económicos privilegiados (beneficiarios del sistema de control de exportaciones e importaciones). Romero destaca el apoyo oficial a la industria media y liviana, a través de los créditos del Banco Industrial y el aumento del consumo interno estimulado por los altos salarios. En cuanto a las aludidas nacionalizaciones, la fijación de precios “políticos” unida a los inflados planteles de obreros y empleados provocaron la disminución de los niveles de eficacia y el monto de las ganancias en los servicios públicos.

La política laboral del peronismo acentuó “los elementos emocionales de la adhesión que le prestaba la clase obrera” (Breve historia, 196), por medio de la acción y la palabra del presidente y de su esposa, Eva Perón; contribuyo al establecimiento de una organización laboral rígida, la Confederación General del Trabajo, que termino funcionando como correa de transmisión de consignas hacia los sindicatos y los delegados de fabrica que, a su vez, las hacían llegar a las bases; y mantuvo altos salarios (contratos colectivos, intervenciones del Ministerio de Trabajo y Previsión, “leyes sociales”) a la vez que fue responsable de los “cambios que se produjeron en las formas de trato entre obreros y patrones” (Breve historia, 197).

Junto a la mayoría de los estudiosos del peronismo, Romero señala los comienzos de la década del cincuenta como la época de crisis económica que afecto al régimen (sequías prolongadas, caída de los precios internacionales para carnes y cereales, inflación, etc. ).

Comenta el autor:

“Una crisis profunda comenzó a incubarse, por no haberse invertido en bienes de capital las cuantiosas reservas con que contaba el gobierno a comienzos de su gestión y por no haberse previsto las necesidades crecientes de la industria y de los servicios públicos en relación con la progresiva concentración urbana; pero, sobre todo porque, pese a la demagogia verbal, nada se había alterado sustancialmente en la estructura económica del país” (Breve historia, 199).[9]

Romero atribuye a la propaganda que el régimen peronista desplegó a lo largo y a lo ancho del país una de las razones explicativas del hecho importante manifestado por el apoyo obrero al gobierno, en medio de “signos inequívocos de la inflación” (Breve historia, 200). Su balance es negativo cuando resume los efectos de una inflexible represión policial que abarcó a los, partidos políticos opositores, las instituciones de cultura, los órganos de prensa y las instituciones superiores de enseñanza, “Dos iniciativas felices se pusieron, sin embargo, en práctica: las escuelas-fábrica y la Universidad Obrera” (Breve historia, 201-202).

El creciente autoritarismo del gobierno peronista, paralelo a la citada crisis económica, fue creando una oposición sorda de las clases altas y de ciertos sectores politizados de las clases medias y populares. Después de la muerte de Eva Perón (1952), el presidente dejó de contar con un invalorable aliado para mantener su autoridad sobre la masa obrera, a lo cual se sumó cierto descontento en medios militares que resentían la “peronización” de las fuerzas armadas. El conflicto con la Iglesia Católica, por añadidura, alienó a muchos creyentes disconformes con la apresurada aprobación de una ley de divorcio y la supresión de la enseñanza religiosa en las escuelas, y produjo resentimiento en la jerarquía eclesiástica. El frustrado putsch cívico-militar de junio de 1955 fue el preludio al movimiento que, en setiembre, desalojó del poder a Perón.

Para Romero, en 1953,

“Sólo quedaban unas masas populares resentidas por el fracaso, que se negaban a atribuir al elocuente conductor, y procuraban endosar a la ‘oligarquía’. Y quedaba una ‘oligarquía’ que confiaba en subsistir y en prosperar, gracias a la fortaleza que había logrado al amparo de quien se proclamaba su enemigo. Pero indudablemente, la relación entre oligarquía y masas populares quedaba planteada en el país en nuevos términos, porque los sectores obreros urbanos habían crecido considerablemente y habían adquirido no sólo experiencia política, sino también el sentimiento de su fuerza como grupo social” (Breve historia, 205).

La busca de una formula supletoria”[10]

Esta apremiante cuestión sintetiza, para Romero, buena parte de los problemas y conflictos que la Argentina afrontó, sin resolverlos totalmente, después del derrocamiento del gobierno peronista.

La creciente presión del tema social –que, como se recordará, había puesto en el tablero el peronismo desde sus inicios– y los intentos de implementar políticas económicas de diverso signo para reemplazar muchas transformaciones inconclusas del régimen depuesto –campo donde a poco empezaron a dirimir fuerzas intereses sectoriales aparentemente inconciliables– se vieron enfrentados por

“…el hecho político de la persistencia de una masa mayoritaria aglutinada, aunque fuera pasivamente, alrededor de un líder político proscripto, cuyo carisma parecía resistir incólume a la ofensiva sicológica desatada para minar su prestigio” (Ideas políticas, 238).

Para los grupos en el poder, esto significaba “hallar una manera de derivar de sus propios cauces el voto y el apoyo de la masa peronista. La fórmula política supletoria fue buscada intensamente desde 1955 hasta 1973. La busca fue infructuosa” (Ideas políticas, 200). Para lograr una estabilidad que cada vez fue volviéndose más inalcanzable, dicha formula debía ser, a la vez, social y económica, y no podía fundamentarse únicamente en los partidos sino también en los “viejos grupos de poder” (los terratenientes, las fuerzas armadas, la Iglesia, el capital extranjero) y en los relativamente “nuevos”: los empresarios de la pequeña y mediana industria, los sindicatos obreros y “ese conjunto indefinido, pero operante, que constituían las masas populares” (Ideas políticas. 259).

Dejando aparte las divisiones ideológicas y tácticas frecuentes en las organizaciones políticas con posterioridad al 55, y el cúmulo de proyectos esbozados en distintas fuentes (dirigismo económico o libre empresismo, democracia autentica o democracia fraudulenta, democracia formal o democracia social, populismo autoritario o populismo sindicalista…), el leitmotiv continuó siendo

“…qué hacer con la masa mayoritaria que seguía fiel al líder proscripto y que rechazaba obstinadamente su apoyo a las diversas y variadas alternativas políticas que unos y otros imaginaron para seducirla” (Ideas políticas, 260).

A partir de este telón de fondo, el historiador sintetiza las frustradas y frustrantes variantes por consolidar la formula supletoria.

La “Revolución Libertadora” apelo a la restauración de una democracia formal, que incluía la supresión electoral del movimiento peronista, claro reflejo de una sociedad escindida por odios y antagonismos entre “vencedores y vencidos”. Si bien en lo económico el gobierno militar apelo a soluciones liberales (favorables a los sectores agropecuarios en general), “…en política, la categórica proscripción del movimiento peronista hizo injustificable hablar de liberalismo” (Ideas políticas, 263).

Ya en 1957, el numeroso caudal de votos en blanco depositados por los partidarios del conductor exiliado con motivo de la elección de convencionales constituyentes hizo tomar conciencia, sobre todo a los radicales intransigentes encabezados por el hábil político Arturo Frondizi, del obvio fenómeno de una “masa vacante” de sufragios en disponibilidad. El luego presidente de la nación entre 1958 y 1962 se propuso acaso “restablecer el esquema político de Perón” (Ideas políticas, 265), complementando el masivo respaldo de los proscriptos a través del voto –consecuencia de las reiteradas negociaciones con Perón, que culminaron con la “orden” esperada a los fieles–, con posturas favorables a ciertos sectores militares, sindicales, empresariales y eclesiásticos.

            El desarrollo del agro, la minería y la industria, con fuertes inyecciones de capital extranjero, más la, integración del peronismo al nuevo partido gobernante, purgado aquél de sus desbordes autoritarios y (quizás) de la poderosa influencia de su líder físicamente ausente, habrían de funcionar como los motores de esta fórmula supletoria. Pronto se demostré la inviabilidad del esquema: los cambios en política económica que acometió Frondizi, los sucesivos planteos militares, las reacciones peronistas que no consentían ya en la delegación de sus intereses y reclamaban un lugar en el sol mediante la participación directa en elecciones y/o huelgas, llevaron al colapso del “ensayo desarrollista”. Con todo, el experimento dejo huellas visibles en el país; la penetración de capitales multinacionales en la economía, los debates más complejos sobre opciones político–sociales que incluían formulas renovadas para canalizar la presencia activa del peronismo, son apenas dos ejemplos. El proceso acelero las divisiones en antiguos partidos como el radicalismo, el socialismo y el conservadorismo; en el seno del propia peronismo, con la secuela de vertientes “revolucionarias” y “reformistas” que luego escalarían en intensidad hacia fines del 60 y principios del 70; y también alentó incluso la atomización de algunos nuevos grupos políticos, “…junto al fortalecimiento de ciertos grupos de poder que, sin tener fuerza electoral, expresaban inequívocamente los intereses de un sector decisivo de la vida nacional (Ideas políticas, 267), como los sindicatos o las fuerzas armadas.

Dentro del marco de la proscripción del peronismo, y luego de los enfrentamientos armados que indicaron además la amplitud de la crisis al trasladarse esta al seno de la institución militar (interregno de José María Guido), el gobierno civil de Arturo Illia se movió dentro de los límites de una moderada política de nacionalismo económico y reactivación temporaria de los recursos básicos del país, junto a tentativas concretas de democratización que toleraron la participación parcial y progresiva del neoperonismo, pero que no fueron suficientes para contentar a los renovados reclamos sectoriales que estrechaban los marcos de esa misma democracia formal y la institucionalización.

El gobierno de la llamada “Revolución Argentina” que destituyo al presidente Illia en junio de 1966 convoco a escena, nuevamente, al poder militar y al poder sindical, en medio de cambiantes alianzas y modelos de reorganización de la sociedad y la economía, pero en esta ocasión con el agregado de una veda política que afecto a todos los partidos, y no solo al peronismo. La fórmula supletoria castrense tampoco aportaría soluciones a largo plazo, “…puesto que ninguno de los poderes era verdaderamente eficaz mientras Perón conservara personalmente el apoyo incondicional de una vasta masa mayoritaria” (Ideas políticas, 272).

La combinación del autoritarismo político del general Juan Carlos Onganía con un programa de apertura al capital extranjero y de defensa de la libre empresa, pareció contar con éxitos iniciales: las conocidas recetas –aplicadas antes y después de 1966– para reducir la inflación, como devaluación, congelación de salarios, drástica reducción del déficit fiscal, se aliaron a la retención a las exportaciones tradicionales, que el sector agropecuario sufrió por primera vez desde 1955, “…destinada a las explotaciones industriales, generalmente a cargo de empresas extranjeras, y un ambicioso plan de obras públicas que debería solucionar los problemas de la desocupación” (Ideas políticas, 278).

Pero las consecuencias socioeconómicas de ese plan pronto contribuyeron, de modo no siempre pacífico, a crear un clima de “reperonización” del país, subrayado por la prohibición de actividades políticas legales, la desprotección a los sectores económicos locales, la “desnacionalización” de empresas adquiridas por las multinacionales, la pérdida del valor adquisitivo de los salarios, los elevados impuestos, etc. Ello dio lugar a la gestación de nuevas alianzas entre los sectores populares y amplios estratos empresariales domésticos, a la crítica situación en ciertas economías regionales con centro en Tucumán, y al desvanecimiento de la “paz militar”, jaqueada por irrupciones de violencia colectiva (el famoso cordobazo de 1969). los brotes guerrilleros –dentro y fuera del campo peronista– y una generalizada oposición al régimen de la “Revolución Argentina”, esta vez a escala nacional y no restringida únicamente a la clase obrera. Romero evaluó así este proceso:

“La aglutinación espontanea de nutridas masas populares que coincidían en una cierta actitud de protesta y destrucción, revelaba que no sólo los grupos políticos sino la sociedad misma sufrían un profundo sentimiento de frustración. Era la sociedad la que desbordaba los estrechos canales que le había impuesto el gobierno militar, frustrado, a su vez, en una ingenua esperanza de convertir el fácil esquema de un orden formal en otra fórmula supletoria para salir de la encrucijada” (Ideas políticas, 282).

Las nuevas generaciones tuvieron un papel importante en este intento de transformación de la situación social de la Argentina, a la cabeza de un proceso que llevó a la reducción de la historia inmediata “a fórmulas notablemente simplificadas”. Ellas, como si todo hubiera empezado en 1966, coadyuvaron a crear una disyuntiva entre el poder militar (“dictadura”) y Perón, que ayudó a disipar la anterior antinomia de peronismo versus antiperonismo.

“La consecuencia fue una progresiva polarización alrededor de Perón” (Ideas políticas, 283). El proceso así puesto en marcha popularizo la idea de que no había otra salida de la coyuntura que devolver el poder al movimiento que se reclamaba como mayoritario y, por ende, a su indiscutido líder proscripto. Con variantes tácticas –después que el general Alejandro Lanusse se hizo cargo de la presidencia en 1971– la solución gano adeptos en grupos clave del poder militar, frente a las divisiones en el poder sindical respecto a las formas de colaboración con el régimen castrense, el retorno a la política de los partidos previamente disueltos, y al hecho crucial de “que una parte de la disidencia tomaba el camino de la subversión armada” (Ideas políticas, 283). El propio Perón, pese a sus harto conocidas maniobras pendulares, parecía “haber cambiado su concepción del proceso político argentino, girando hacia una postura más equidistante y menos intransigente” (Ideas políticas, 284), que incluía promesas de colaboración con pasados adversarios (el radicalismo), respeto al orden constitucional y apelaciones a tareas comunes de reconstrucción y unidad nacional.

El breve regreso de Perón al país, hacia fines de 1972, y las previas e intensas gestiones entre el poder militar, el conductor ausente y sus lugartenientes, y dirigentes radicales, parecieron realzar lo que Romero llamó una “política de coincidencias” centrada en la persona de Perón y su inequívoco respaldo popular.

Si bien la figura del ex-presidente, en su época, había desatado adhesiones incondicionales y casi religiosas a la par de violentos rechazos irracionales, después de 1966 pudo advertirse un gran cambio en la percepción de su importancia, sobre todo para las nuevas generaciones, que no sólo se sentían cronológicamente lejanas del empecinado debate de dos décadas atrás sino que experimentaban en carne propia la falta de realistas alternativas políticas a su alrededor. Por ende,

“Todos los juicios adversos sobre su acción de gobierno, reiterados tenazmente por los sectores antiperonistas, empezaron a perder significado y a caer en el descrédito. Era evidente que, a la luz de la experiencia de los últimos años, y en particular de la época de los gobiernos militares, la figura simbólica de Perón reemplazaba aceleradamente a su figura real” (Ideas políticas, 288-289).

De ahí que la nueva coalición, a diferencia de la que llevó a Perón al poder en 1946, estuviera compuesta por “los grupos más diversos y contradictorios” (Ideas políticas, 289).

Uno de sus componentes más importantes era el llamado “peronismo histórico”: los sectores obreros vinculados a la CGT; el “peronismo político” integrado por grupos populares y de clase media, con arraigo en el interior y expresado por caudillos regionales; y “una difusa y extensa napa social” que veía en el conductor a “un protector contra la injusticia y una esperanza inmediata de mejoramiento concreto” (Ideas políticas. 289).

Junto a ese núcleo originario se incorporaron sectores de extracción conservadora; nacionalistas de derecha (como había sucedido a mediados del 40); voceros “tercermundistas”, incluso sacerdotes progresistas, atraídos por las consignas de liberación nacional; pero también diversos contingentes de formación marxista, no siempre compatibles entre sí, que alcanzaron efímeramente a constituir lo que dio en llamarse “izquierda peronista”,[11] cuyas consignas al estilo de una “Argentina socialista” pretendían encontrar bases doctrinarias en los escritos y manifestaciones de Perón, que continuaban proveyendo a sus seguidores con ideas que, de antemano, ellos deseaban encontrar en los mensajes del líder. Un proceso similar, pero de distinto signo, tenía lugar con los moderados propulsores de una “Argentina potencia” que se ubicaban a la derecha del espectro político interno del peronismo.

No menos significativo fue el apoyo de importantes sectores de las clases medias y alta de tendencia apolítica o conservadora, que terminaron por convencerse de que Perón era la garantía de “ley y orden” frente al avance de los movimientos subversivos y de acción directa, cuyos golpes de mano conmovían a la nación. Más específicamente, los intereses de los productores agropecuarios coincidían con la predica ecológica del modernizado Perón. Los pequeños y medianos empresarios esperaban una reedición de anteriores políticas crediticias. Hasta ciertos inversores extranjeros parecían preferir los límites de una paz social fundada en el respaldo masivo, con posibilidades de incrementar en el futuro sus ganancias (difusos esquemas anunciados por Perón desde su refugio español proyectaban masivas inyecciones de capitales europeos y árabes para promover el despegue económico de la Argentina, que nunca se materializaron). Técnicos y científicos organizados en “comandos tecnológicos” se unieron a la caravana para elaborar ambiciosos planes de desarrollo, con la esperanza de que el nuevo gobierno, una vez llegado al poder, los pondría en ejecución.

La breve reseña apenas sugiere algunas razones por las que Perón quedo consagrado ante vastos sectores de la opinión pública “…como representante simbólico de una política nacional y popular, en la que estaba muy claro lo que el país no quería, pero que no llegó a definir positivamente sus contenidos mediatos e inmediatos (Ideas políticas, 289).

La síntesis de Romero sobre este fenómeno de “reperonización” de la Argentina es, a mi juicio, ejemplar:

“…el problema no consistió fundamentalmente en lo que Perón pudo sugerir a unos y a otros, sino en el caudal de los anhelos insatisfechos que la sociedad argentina puso al descubierto después de tantas frustraciones. En eso consistió el carisma de Perón: en lo que todos le otorgaron con la esperanza de que él lo encarnara. Solo en pequeña parte fue responsabilidad suya el defraudarlos, volviendo a lo que había sido el peronismo histórico, aquel esquema político en que creía el núcleo primigenio del movimiento, y cuyo despliegue había otorgado, sin duda, beneficios concretos a vastos sectores de las clases populares. Buena parte de la responsabilidad debía recaer en quienes contribuyeron a elaborar ese ilusorio símbolo sincrético de todas las aspiraciones –y frustraciones– argentinas, arrastrados por una especie de alucinación que despertó en los neófitos el celo que suele inflamarlos. Del bagaje tradicional de la política argentina y de todo lo que pudiera oponerse a Perón, nada quedó en pie frente a la convicción avasalladora e irracional de que la Argentina no tenía otra opción que Perón, sostenida acaso más fervientemente por los neófitos recientemente iluminados que por los viejos creyentes” (Ideas políticas, 291).

Los últimos años (1973-76)

En tres artículos periodísticos que merecen el comentario,[12] Romero dejó aclarada su posición ante la crisis argentina, puesta otra vez de manifiesto por el deterioro de la gestión presidencial de Isabel Perón, luego del fallecimiento de su esposo en 1974, y los signos premonitorios de una nueva intervención militar que por fin ocurriría en marzo de 1976. Sus conceptos, ajenos a lo que en la época citada podría llamarse un triunfalismo de circunstancias, sirven provisoriamente para tratar de entender las razones esenciales del drama nacional.

Reiterando ideas ya avanzadas en otros textos (Ideas políticas, El desarrollo. Breve historia), el historiador –en abril de 1973– señala que la inmigración masiva desencadenada en la segunda mitad del siglo XIX “…transformó radicalmente la estructura de la sociedad tradicional y creo un nuevo sector marginal: el de los inmigrantes y sus descendientes” (“El carisma”, 17). La Unión Cívica Radical, en su momento, tendió a representar –sobre todo con el apoyo que brindaron a Hipólito Yrigoyen las masas populares argentinas– el fuerte sentimiento de protesta de los grupos que vivían en una sociedad a la cual no estaban totalmente integrados, y cuestionaban los privilegios de una elite modernizante pero autoritaria.

Por ello,

“Del país nuevo que se constituía, las clases tradicionales perdieron el control social, obsesionadas por mantener el control económico. Por eso se puede decir que la que se había comportado como una aristocracia –en el sentido aristotélico de la palabra– se convirtió después del 80 en una oligarquía” (“El carisma”, 17).

El peronismo, que para Romero significó una nueva encarnación de esa protesta en las diferentes condiciones de los años cuarenta, tampoco consiguió crear una elite política duradera, de lo cual brinda testimonio empírico la perduración, si bien atenuada, de los intereses agropecuarios después de 1955, esta vez, en conjunción con otros factores de poder (fuerzas armadas, capital multinacional, etc. ), y la permanente rivalidad entre los nuevos bloques de poder y las alianzas defensivas trabadas en ocasiones por las clases populares y otros sectores afines en coyunturas favorables, como fue la de 1973.

De ahí que el autor sostenga que uno de los elementos fundamentales de la situación argentina haya sido la “crisis de las elites”, como contrapartida de la crisis evidente de la idea de privilegio:

“Las elites no pueden sobrevivir sin el consenso, porque el consenso proviene de la experiencia inmediata que tiene el grupo social de su legitimidad y su eficacia. Sin estas dos condiciones, la elite carece de sustento propio y necesita de la fuerza para sostenerse: la de las armas, o quizá la de una sutil intoxicación de las masas para la que se prestan sociedades que, cómo la argentina de hoy, han desarrollado un alud de expectativas para cada uno de sus grupos, generalmente superiores a las posibilidades de la estructura económica en que se insertan” (“El carisma”, 18).[13]

En noviembre de 1975, su diagnóstico se extiende a la crisis general de la sociedad argentina, que incluía la del propio movimiento peronista debilitado y agotado por las recientes pugnas intestinas, y previene contra los posibles efectos de ese “principio de disgregación”, que Romero deseaba evitar a toda costa como ciudadano,

“…pero sin ilusionarse acerca de las posibilidades que tiene el simple uso de la fuerza, porque la fuerza sirve para defender un sistema basado en el consentimiento, pero no es capaz de recrear un consentimiento perdido. Si la sociedad nacional quiere salvarse tendrá que salvarse en el cambio, corrigiendo el sistema de relaciones que la constituye y sustenta mediante una política capaz de suscitar un nuevo sistema de fines comunes y reconocidamente superiores a los intereses individuales. Eso es la política, más allá del insano juego del poder, más allá de la delirante pasión por la conservación o la conquista de privilegios sectoriales” (“Antes de disgregarnos”, 29).

Las divisiones manifestadas en la Argentina, mucho más aparentes después del 55 en las clases sociales, los sectores productivos, los partidos, las fuerzas armadas, la Iglesia, pusieron de relieve la lucha entre facciones, solo atemperada por transitorias coincidencias o treguas forzosas. Los fracasos populistas una vez desaparecido el simbólico Perón, los de anteriores gobiernos partidistas, y hasta los de las fuerzas armadas cuando ocuparon el poder sin intermediarios, mostraron la vigencia del homo homini lupus del viejo Hobbes, aplicable a las románticas y voluntaristas intentonas de buscar atajos para una difícil Revolución transformadora.

En enero de 1976, luego de recalcar el autor la peculiar naturaleza del masivo triunfo electoral del peronismo apenas tres años atrás (“La mayoría quiso un cambio, pero no de la estructura sino del sistema de participación”, o sea un sistema “en el que no hubiera privilegiados sino en el que todos fueran privilegiados”, sin aclararse bien a costa de quienes), este era el balance que surgía:

“Hemos asistido a un momento de galvanización alrededor de una figura carismática en la que se depositó un poder autocrático. Y el precio más alto que se pagó por esa delegación fue que no se formara una elite capaz de entender el movimiento –que era mayoritario y tenía derecho a gobernar– y con autoridad suficiente como para decantar y filtrar sus vagas tendencias para ordenar las más constructivas en una política posible” (“Esta elección”, 25).

La síntesis del observador y el argentino preocupado por la suerte de su comunidad nacional, las dos posturas recordadas previamente para el caso de José Luis Romero, quedo así formulada para el futuro, ese “largo plazo” en que optimistamente nunca dejo de creer:

“La vida histórica no se alimenta de retornos sino de creaciones, Hay que crear ideas, soluciones, proyectos. Crear algo que arraigue en la experiencia de hoy y que se proyecte hacia el futuro. Crear una política liberada de los fantasmas, de las reivindicaciones, de las nostalgias; apegada a las situaciones reales y despegada en una proyección prudente y audaz. Pero hay que asumir el proceso de cambio y partir de la instancia en que se encuentra” (“Antes de disgregarnos”, 29).

Balance provisorio

Como indique al comienzo, los límites de este ensayo no han permitido explorar, ni siquiera sumariamente, los importantes aportes de Romero a otras áreas de la historia argentina y latinoamericana.

Fuera de una periodización ya clásica –que merecería quizás ser revisada en el contexto de los últimos cincuenta años– de las, distintas etapas del desarrollo argentino,[14] que parte de la época colonial y se prolonga hasta el presente con la busca de una “fórmula supletoria” todavía no definitivamente arraigada, a mi juicio el valor de la interpretación de Romero radica en haber subrayado la constancia, sobre todo a partir de las décadas del 30 y 40, de una extrema sectorialización de la vida socioeconómica del país, con los consiguientes efectos (no mecánicos, por supuesto) sobre el proceso político y las actitudes mentales. El tema continúa siendo esencial para el mejor entendimiento de lo que algún observador extranjero llamo “la paradoja argentina”.[15]

La Argentina, pues, fue dejando de ser un país exclusivamente agropecuario al surgir, yuxtapuesta a dicha estructura, una base industrial que, sin embargo, dependía en buena medida de las divisas obtenidas por la comercialización de los productos primarios para expandirse y consolidarse. Entre las consecuencias sociales más evidentes figuran la constitución de una sociedad masivamente urbana, con centro en el Gran Buenos Aires, y los profundos cambios ocurridos en las clases populares y los sectores medios, pero también en las clases altas (“crisis de las elites”).

Romero señala con agudeza que

“…los cambios fácticos se producen con mucha mayor velocidad que los cambios mentales. De modo tal, que una constante en la interpretación de la vida histórica es que los fenómenos que determinan nuevas situaciones sean juzgados con un sistema de ideas que corresponde a la situación anterior; y en la Argentina la crisis de los partidos políticos me parece, simplemente, el resultado de esta actitud” (Conversaciones, 111).

Por lo tanto, la posición de Romero adquiere vigencia contemporánea al subrayar que el hecho básico, e irreversible a pesar de transitorios retrocesos, de los últimos treinta o cuarenta años consiste en la “toma de conciencia social por parte de las clases populares (…) al compás de la obra política de Perón, pero por debajo, por encima y al costado de la obra política de Perón” (Conversaciones, 113). Y añade a continuación:

“Los representantes de la vieja estructura del país tienen que elegir entre hacer canales o poner diques. Si los representantes de la vieja estructura no encuentran otra manera de enfrentar el problema que levantando diques, la cosa va a ser seria. Porque los diques resisten un año, cinco años, diez años; ahí está el caso de Portugal, el caso de España.”

Si por el contrario descubren la posibilidad de hacer canales para orientar estas fuerzas sociales, es posible que la Argentina tenga un gran porvenir, un porvenir en el cual la clave es acrecentar notablemente el número de los responsables del país, esto es, acrecentar la participación (Conversaciones, 114).

En el campo de la llamada “historia de las ideas”, que Romero consideraba siempre en estrecha relación con los grupos sociales que las elaboran y las llevan a la práctica y con los contextos histórico-culturales donde se asientan (las ciudades en América Latina, por ejemplo, tesis de uno de sus libros seminales)[16] sus aproximaciones metodológicas habrán de servir para profundizar esta vasta área de investigación abierta para sus continuadores, incluso polémicos:

“Mi objetivo ha sido esbozar un cuadro de conjunto en el que se muevan las corrientes de ideas y de opiniones a través de los grupos sociales que las han expresado, defendido o rechazado, para descubrir cómo han obrado sobre las formas de vida colectiva, como operaron a través de grupos –mayoritarios o minoritarios– según el diverso grado de vigencia que alcanzaron, como inspiraron ciertas formas de comportamiento social o, en fin, como expresaron los contenidos de ciertas actitudes espontáneas” (El desarrollo, 7).

Romero, que conocía a Marx pero que no era marxista en un sentido específico del término, parece ejemplificar de modo singular a ese tipo de investigadores a que se refiere un lúcido marxista europeo:

“A pesar de los cambios en décadas recientes, los historiadores ajenos al marxismo han escrito la gran mayoría de obras históricas serias en el siglo XX. El materialismo histórico no es una ciencia acabada, ni tampoco quienes lo practican poseen un calibre similar. Existen campos historiográficos dominados por investigadores marxistas; hay muchos donde los aportes no marxistas superan en calidad y cantidad a los marxistas; y acaso existen todavía otros donde las contribuciones marxistas brillan por su ausencia. En un examen comparativo que debe considerar obras provenientes de tan diversos horizontes, el único criterio permisible de discriminación radica en su solidez e inteligencia intrínsecas.[17]

El historiador argentino reconoció el aporte decisivo de Maquiavelo y Marx al poner el dedo en la realidad real, “esa trama gruesa, insoslayable, de lo que es el comportamiento humano, individual y social” (Conversaciones, 90). También era consciente de la recepción que el marxismo, como conjunto de principios de la dinámica histórica ha tenido en gran parte de las ciencias sociales de este siglo. Fundamentalmente, Romero se separaba de Marx en dos aspectos. El primero, su rechazo a soluciones revolucionarias inmediatas y su preferencia por formas de democracia social más igualitaria que la burguesa, como lo sostuvo en innumerables trabajos.[18] El segundo, apoyado en sus estudios sobre Vico, Hegel y el propio Marx, proponía

“…otra teoría de la dinámica histórica. Yo creo que Marx subestimó el papel de las ideas (con minúscula) porque estaba obsesionado con la Idea hegeliana (con mayúscula). Yo creo, en cambio, que la dinámica histórica es un juego entre la realidad y las ideas, múltiples y diversas, que son interpretaciones de la realidad y al mismo tiempo proyectos –utópicos o practicables– para cambiarla. Hablo de ‘juego’, porque no pienso en una dialéctica de los contrarios, sino en una dialéctica múltiple y plural, más variada y menos lógica que aquélla.” (Conversaciones, 93).

La muerte de Romero impidió la concreción detallada de uno de los libros en que trabajaba sin descanso, y en el que esperaba desarrollar su Teoría general de la vida histórica, de acuerdo a los telegráficos lineamientos apuntados.

El legado del historiador no se reduce a sus obras, para el caso de José Luis Romero. También incluye, en palabras de Sergio Bagú, el ejemplo de un hombre civil con “limpieza de espíritu, el amor por las cosas de la cultura y una clara definición a favor de la justicia social”.[19] De él, como del casi olvidado Saúl Alejandro Taborda,[20] cuando se escriba la necesaria biografía intelectual del maestro, podrá decirse “Vivió y pensó para su tierra”


[1] Sergio Bagú, uno de los escasos pares generacionales de José Luis Romero, ha publicado un sintético y sugeridor ensayo que servirá de punto de partida para futuros analistas: “José Luis Romero: evocación y evaluación”, Cuadernos Americanos, México, XXXVI, vol. CCXIII, 4, julio-agosto 1977, 97-104.

Tulio Halperin Donghi, desde Berkeley, y con el apoyo de Arnaldo Orfila Reynal, creador de Siglo Veintiuno Editores, está compilando el volumen Las ciudades y las ideas. Escritos en memoria de José Luis Romero, que reunirá ensayos de estudiosos unidos por amistad y afinidad de temas y perspectivas al desaparecido intelectual: historia urbana, historia de las ideas e ideologías enmarcadas en el contexto histórico-social de la ciudad, etc.

El historiador Luis Alberto Romero coordina la obra colectiva Buenos Aires: cuatro siglos que, de acuerdo a criterios elaborados por su padre para el estudio de las ciudades latinoamericanas, ofrecerá una visión integral y multidisciplinaria de la capital argentina, cuando esta se apresta a celebrar el cuarto centenario de su fundación por Juan de Garay, en 1580.

La Comisión para la Difusión del Pensamiento de José Luis Romero, presidida por Gregorio Weinberg, aparte de realizar gestiones para la traducción de sus principales obras y de recopilar artículos dispersos en ediciones definitivas, ha creado un “Premio Internacional de Historia” para trabajos inéditos referidos especialmente a aspectos socioeconómicos y socioculturales del proceso histórico de América Latina, o de algunos de sus países. El Comité Honorario incluye los prestigiosos nombres, entre otros, de Arturo Ardao, José Babini, Jorge Basadre, Fernand Braudel, Ricardo Donoso, John Lynch, Richard M. Morse, Raúl Prebisch, Jesús Silva Herzog y Leopoldo Zea.

[2] Entre otros trabajos evocativos, cfr. Hugo Gambini, “El legado de José Luis Romero”, Redacción, Buenos Aires, vol. V, No. 49, marzo 1977, 58-61; Félix Luna, “La muerte de un escritor”, La Opinión, Buenos Aires, año I, No. 37, 13-19 de marzo de 1977, 62-63; Roy Bartholomew, “Evocación de José Luis Romero”, El Día, La Plata (Argentina), 26 de febrero de 1978, 3a. sección, 1, 4; y Alberto Ciria, “José Luis Romero, un argentino universal”, NorthSouth, Vancouver, vol. III, Nos. 5-6, 1978, 222-227.

[3] . Las obras utilizadas son: Argentina: imágenes y perspectivas. Buenos Aires, Raigal, 1956 (en adelante: Argentina); El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX, México, Fondo de Cultura Económica, 1965 (El desarrollo); Latinoamérica: situaciones e ideologías, Buenos Aires, Ediciones del Candil, 1967 (LA: situaciones); El pensamiento político de la derecha latinoamericana, Buenos Aires, Paidós, 1970 (El pensamiento); Las ideas políticas en Argentina, 5a. ed. rev. , Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1975 (Ideas políticas); Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 1976 (LA: las ciudades); Félix Luna (comp. ), Conversaciones con José Luis Romero (Sobre una Argentina con historia, política y democracia), Buenos Aires, Timerman Editores, 1976 (Conversaciones); y Breve historia de la Argentina, 2a. ed. rev. , Buenos Aires, Huemul, 1976 (Breve historia).

[4] Los párrafos que siguen se basan en las notas tomadas durante el cursillo dictado por José Luis Romero sobre “La sociedad, la política, la cultura (1926-1976)”, en la Sociedad Hebraica Argentina (Buenos Aires, mayo de 1976).

[5] Las influencias del fascismo europeo sobre distintas corrientes político-ideológicas en la Argentina y América Latina fue uno de los temas constantes recalcados por Romero en sus análisis (cfr. Ideas políticas, El desarrollo, El pensamiento, etc.). Sin dejar de reconocer obvias influencias “fascistoides” en ciertos aspectos de la personalidad y la acción de Perón –y también de su círculo de allegados, tanto en el período 1945-55 como en 1973-76–, en otro contexto me he referido a las importantes diferencias entre fascismo y peronismo. Véase A. Ciria, Perón y el justicialismo, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 1971. 85-98; también Martin Kitchen, Fascism, Londres, Macmillan, 1976, passim.

[6] Entre las más difundidas, cfr. la posición de Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero, Estudios sobre los orígenes del peronismo/1, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 1971, donde se discute empíricamente el tema de la vieja y la nueva clase obrera, el apoyo más “racional” que emotivo que sectores representativos del sindicalismo tradicional terminaron otorgando al peronismo, etc. El artículo de Peter H. Smith, “The Social Base of Peronism”, Hispanic American Historical Review, vol. 52, No. 1, febrero 1972, 55-73, puso en marcha una vivaz polémica en las páginas de Desarrollo Económico donde, entre otros, participó Gino Germani. El problema continúa abierto en busca de una solución definitiva.

[7] En un libro anterior, Romero lo había definido como “dictadura de masas” (El desarrollo, 134).

[8] Véase nota 5.

[9] Una interesante visión revisionista de tan complejo problema es Jorge Fodor, “Perón’s Policies for Agricultural Exports 1946-1948: Dogmatism or Commonsense?”, en David Rock (comp. ), Argentina in the Twentieth Century, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 1975, 133-161.

[10] Título del cap. X, Ideas políticas. 258.

[11] Uno de los escasos trabajos críticos sobre el fenómeno de radicalización que afectó al peronismo, sobre todo en sus partidarios juveniles, es Daniel James, “The Peronist Left, 1955-1975”, Journal of Latin American Studies, 8, noviembre 1976, 273-296.

[12] Se trata de los artículos publicados en el mensuario Redacción de Buenos Aires: “El carisma de Perón”, vol. I, No. 2, abril 1973, 16-18; “Antes de disgregarnos”, vol. III, No. 33, noviembre 1975, 28-29; y “Esta elección y la otra”, vol. IV, No. 35, enero 1976, 24-25.

[13] Sobre la crisis de las elites urbanas, y los cambios producidos en las clases sociales ciudadanas en la época posterior a la crisis del 30, véase LA: las ciudades, sobre todo el cap. 7 (“Las ciudades masificadas”), 319-389.

[14] La misma incluye la era colonial (el espíritu autoritario de los Austria contrapuesto al liberal de los Borbones), la era criolla (con las líneas de democracia doctrinaria, liberal y centralista, y de democracia inorgánica, autoritaria y federalista) y la aun inconclusa era aluvial, a partir de las migraciones europeas de fines del siglo XIX, donde pugnan –para el autor– la línea del liberalismo conservador, la de la democracia popular y la del fascismo, cuyos conflictos no han llegado a dirimirse totalmente después de 1955, Cfr. Ideas políticas, passim.

[15] Un aporte sumamente incisivo para aprehender las razones estructurales de ese “empate social” a que alude Romero, es Guillermo O’Donnell, “Estado y alianzas en la Argentina, 1956-1976”, Documento CEDES/G. E. CLACSO, No. 5, Buenos Aires, octubre 1976.

[16] Se trata del ya citado LA: las ciudades, que Romero consideraba como producto de sus maduras reflexiones sobre el Facundo de Sarmiento, sin solidarizarse “de una manera terminante con la antítesis civilización y barbarie” (Conversaciones, 46) del sanjuanino intuitivo.

[17] Perry Anderson, Passages from Antiquity to Feudalism, Londres, Verso Editions, 1978, 9.

[18] Como el siempre actual “Democracias y dictaduras”, en LA: situaciones, 69-85.

[19] Bagú, “José Luis Romero: evocación y evaluación”, 97.

[20] Taborda (1895-1944) fue un ensayista político y pedagógico con quien Romero mantuvo trato cordial en épocas juveniles. La lápida severa de granito que cubre sus cenizas, en el cementerio argentino de Unquillo, apunta el epitafio compartido y citado en el texto.