Martínez Estrada, el interlocutor posible

ADOLFO PRIETO

“La Historia, como disciplina, está hoy en malas condiciones porque ha perdido de vista sus orígenes en la imaginación literaria. En el interés por aparecer científica y objetiva ha reprimido y negado su más grande fuente de vigor y renovación. Si colocáramos de nuevo a la historiografía en su íntimo contacto con sus fundamentos literarios, nos pondríamos no solamente en guardia contra distorsiones meramente ideológicas: nos pondríamos también en camino a arribar a esa ‘teoría’ de la historia, sin la cual [la historia] no puede pasar siquiera por una disciplina”.[1]

Estas palabras de Hayden White no están citadas aquí con el ánimo de abrir un frente polémico con los historiadores —o al menos no con el ánimo primordial de provocarlo— sino con la intención de articular una serie de observaciones sobre algunos de los escritos de José Luis Romero y sobre la relación y la incidencia de estos escritos en la configuración del espacio que vino a ocupar entre los historiadores argentinos. Este espacio, previsiblemente, admite diversos niveles de abordaje, y uno de esos niveles, acaso el más exterior, el más inmediato a la percepción, empieza por visualizar la imagen de un historiador marginal, o más precisamente, de un profesional largamente excluido del patrocinio académico; extraño, y, de alguna manera, refractario a los canales de reconocimiento consentidos por la propia corporación de historiadores.

Tulio Halperin, al trazar el perfil biográfico de Romero, ha destacado suficientemente esta condición y distinguido en ella lo que podría considerarse como simple limitación estructural de la universidad contemporánea y lo que correspondía a una clara opción personal sobre métodos y sobre concepción de la historia. En el extenso artículo que escribió poco después de la muerte de Romero, Halperin rememora los años de formación del autor de Las ideas políticas en Argentina, y advierte el paralelismo entre su desinterés por la línea de trabajo trazada por Ricardo Levene en el Departamento de Historia de la Universidad Nacional de La Plata y su atracción por otros dos maestros de la misma universidad, Alejandro Korn y Pedro Henriquez Ureña; entre una disciplina que lo constreñía en el marco de la historia local y la pericia documentalista, y un diálogo que lo invitaba a sumergirse en la consideración de los grandes temas de la cultura universal.[2]

En lo más temprano de esos años de formación, en 1929, Romero escribió “Los hombres y la historia en Groussac”, un breve ensayo de homenaje al recién desaparecido autor de Mendoza y Garay, que le sirvió para denunciar las desviaciones de los improbables discípulos agrupados en la Nueva Escuela Histórica. Para los integrantes de esta escuela, “la búsqueda del dato erudito” se había convertido en el objetivo final de la historia, al tiempo que el desdén por lo que consideraban “la vaga literatura” transformaba a sus trabajos en “colecciones de nomenclaturas sin contenido alguno”. Y era precisamente esa apelación a la literatura la que distinguía los trabajos históricos de Groussac de los promovidos por la sequedad metodológica de la Nueva Escuela, esa capacidad de trascender la parcelación le los hechos por un proceso de construcción asociativa que se atrevía a indagar la manifestación de lo universal en el examen de los fenómenos particulares.

Es evidente que Romero se hace eco de un marco conceptual en boga cuando califica de “vaga literatura” a la gran ausente del instrumental operativo de la Nueva Escuela Histórica. Es evidente que su propia aproximación al término estaba más cerca de las definiciones retóricas del siglo XIX, anteriores al auge del positivismo, que a las definiciones que algunos de sus contemporáneos empezaban a centrar en consideraciones puramente lingüísticas. En todo caso, sorprende encontrar en el joven de 20 años que escribe en elogio de Groussac, la seguridad para reconocer la presencia de los aspectos específicos literarios en los escritos del maestro, la presencia de una narrativa, de un movimiento elocutivo que arrastra, combina, genera significaciones múltiples. En uno de esos escritos, sobre todo, El doctor don Diego Alcorta, Romero celebra la elección de una perspectiva de análisis que subordina la preocupación erudita documentalista a la eficacia persuasiva de una reconstrucción del pasado en la que el historiador se reserva tanto la decisión sobre el uso de las piezas de convicción necesarias, como sobre las jerarquías internas y el orden de preeminencia de las mismas. Sobre la biografía de un modesto profesor de filosofía de la época de Rosas, Groussac construye así “el más formidable de los cuadros que se hayan trazado de la época de la anarquía […] el cuadro más extraordinario de la subversión moral y de la apatía política que prepara el camino de la dictadura”. Una condensación de hechos cuya complejidad hubiera aplanado el mero recurso a la compulsa documental, pero una condensación que habla con todas sus voces cuando interviene, como recuerda Romero, el “investigador quintaesenciado en un artista de amplia, de extraordinaria comprensión”.[3]

Leído desde el presente, este ensayo de Romero, publicado por la revista Nosotros en 1929, impresiona menos por lo que debió parecer entonces: una escaramuza tangencial con los integrantes de la llamada Nueva Escuela Histórica, que como la articulación de un larvado manifiesto en el que el novel practicante anticipa las líneas de trabajo que presidirán, con notoria consistencia, sus futuras incursiones en el campo historiográfico. Aquí están la desconfianza en la minucia erudita, el modo de interrogación que busca trascender la corteza de los hechos y el gusto, la fascinación por los recursos y las posibilidades abiertas por el juego de la construcción literaria.

Unos quince años después de publicado el ensayo sobre Groussac, en uno de los raros momentos de introspección que se concede, Romero admitirá la persistencia de esta fascinación. “Para esta época —dirá— mediados de la década de 1940, creo que había leído las dos terceras partes de la literatura argentina, especialmente la relacionada con los ensayos y las ideas”.[4] Y en el inicio de la misma década, como una verificación de la intensidad con que acometía esta experiencia, llegó a escribir dos artículos en los cuales su identificación con el rol de escritor suprimía, sin vacilaciones, su identificación con el rol de historiador profesional. En uno de estos artículos, “El escritor frente a la guerra”, Romero apela a la responsabilidad del intelectual ante los graves acontecimientos que afectaban ya el orden internacional y que amenazaban principios fundamentales de la cultura de Occidente. Que ese intelectual, que se dirigía a otros intelectuales, se presentara a sí mismo como escritor, era decididamente un tributo a una de las convenciones más respetadas de esa misma cultura.

Foucault, en su polémico ensayo “Qué es un autor”, sitúa el nacimiento de esta convención en los comienzos del siglo xix, una vez que el prestigio del autor del texto científico, omnipresente a lo largo de los siglos xvii y xviii, se disuelve en el anonimato de las propias formalizaciones del texto.[5] El escritor reemplaza entonces al científico como intérprete universal, como custodio y vocero de la cultura a que pertenece, y nombres como los de Victor Hugo o de Zola, en el siglo xix, o los de Valéry, Wells, Ortega, Russell, Frank, Unamuno, en nuestro siglo, ganaron su audiencia y legitimaron su discurso sin otra investidura que la de su condición de escritores.

Pero si el peso de esta convención puede alimentar la sospecha de que Romero, prisionero de ella, invocara la condición de escritor como mero sustituto de la condición de intelectual de su tiempo, cabe recordar que ni el peso ni la memoria de esta convención intervienen en la redacción de un segundo artículo, de noviembre de 1941, titulado “Hay que indagar por qué se lee poco a nuestros escritores.” No se presume aquí una audiencia universal ni se presume una discusión que afecte los principios rectores de la cultura de Occidente. El asunto se restringe a la esfera gremial de los escritores argentinos, entonces como siempre, aquejados por la falta de lectores, por la ausencia de toda política editorial, por la indiferencia de los poderes públicos. Romero revisa, en la nota publicada en Argentina Libre, las opciones que se ofrecen a los autores locales en un mercado regido por las normas de la economía liberal y sugiere alguna suerte de subvención para el tipo de libro previsiblemente refractario a satisfacer las demandas del mercado. Pero más allá de la atención debida a la mecánica de la comercialización, señala que lo más importante para el destino del escritor es “indagar seriamente por qué los argentinos leen poco a sus escritores”, necesidad que se subraya con el interrogante con que clausura la nota: “¿Hemos reflexionado convenientemente para quiénes escribimos y qué necesidades satisfacen hoy los que escribimos en la Argentina?”[6]

Escritor como intelectual universal y escritor como miembro particular de la comunidad de escritores argentinos, es innegable que Romero se había situado, en la etapa augural de su madurez, en el extremo de una parábola que no ocultaba los rastros de su actividad como historiador vocacional, pero que se arriesgaba a indicar direcciones destinadas eventualmente a desbordarla.

La atracción por la literatura, la simpatía por el rol del escritor, se revelará así en muchos de los estudios históricos de su madurez, particularmente los concernientes a la problemática latinoamericana y argentina, y se revelará también en la determinación si no de los modelos, sí de los interlocutores válidos para su proyecto intelectual. Respecto de lo primero, es suficiente señalar la fuerte incidencia de títulos de procedencia en las bibliografías de obras como Las ideas políticas en Argentina, El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX, y Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Con una sorpresa que me hubiera evitado un mejor conocimiento de sus intereses, pero cuyos reflejos se alimentaban en la prevalente separación de los campos disciplinarios, recuerdo un fugaz encuentro en Rosario en el que Romero, en plena preparación del último de los libros citados, me leyó un incipiente listado de novelas y trabajos literarios latinoamericanos de tema urbano, y se expresó con entusiasmo sobre la eventual incorporación de esos materiales a su vasto plan de investigación.

Respecto de lo segundo, es posible afirmar, por vía de la insistencia de las citas y de los énfasis apelativos, que sus interlocutores provenían decididamente del campo de la literatura y no del de la historia, y que de estos interlocutores, dos por lo menos, Mallea y Martínez Estrada, se ubicaron, con muy diverso grado de afinidad, en el centro mismo de su voluntad de diálogo.

Mallea, después de su Historia de una pasión argentina, 1937, parecía encarnar como nadie las modalidades de esa convención que unía el rol del escritor con el del intelectual compelido a expresarse, a menudo contra todos, en el nombre de todos, y Romero se sintió inclinado a admitir en la indignación moral que encrespaba el ensayo de Mallea, el comentario que él mismo se reservaba para condenar a los sectores complacientes de la sociedad argentina posterior a los años de la organización nacional. En su análisis de la Argentina contemporánea, Romero remite con franqueza a las páginas del ensayo de Mallea y concede a estas un espacio ciertamente privilegiado. Con todo, alguna reticencia nunca explicitada, pone sus límites a la afinidad entre el historiador y el ensayista, cercena la proliferación de un diálogo que parecía abierto a más ricas derivaciones.[7] Tulio Halperin, en el estudio ya citado, sugiere que esta reticencia podría fundarse en los aspectos negativos del diagnóstico de Mallea, a los cuales Romero no suscribía enteramente, y en el tono impostado con que el autor de Historia de una pasión argentina transmitía ese diagnóstico. Debiera agregarse, acaso, que más allá de los aspectos negativos del diagnóstico, el historiador debió resistirse a la simplificación de los procedimientos con los que se localizaban esos síntomas; a la reducción del rol de interprete del pasado al de un buceador de reminiscencias platónicas, convencido, sin discusión, de la existencia de una Argentina de fuerte fisonomía moral en el período inmediatamente anterior a las grandes corrientes inmigratorias. La Argentina contemporánea, la Argentina visible, poblada por muchedumbres de argentinos materialmente satisfechos, valía así como la versión degradada de una Argentina invisible, de una Argentina anterior que imponía los términos de la degradación desde su propia condición de modelo incontaminado. El contraste, la técnica del contraste, facilitaba, sin duda, la iluminación de los aspectos más sórdidos de una sociedad que parecía condenarse a los juegos vacíos de la representación, pero suprimía, hasta por vía de hipótesis, toda relación entre esta realidad y el proyecto de realidad que forjaron e hicieron posible los hombres y mujeres de la Argentina mítica de los orígenes.

Y en cuanto al tono impostado con el que Mallea transmitía este diagnóstico, cabría agregar que ese tono no solo denunciaba la distancia desde la que el autor señalaba los males de la Argentina visible, sino también la naturalidad con la que él mismo asumía la comunicación con las esencias de la Argentina invisible, y el modo para nada elíptico con el que aludía a los títulos familiares y personales que lo calificaban para esa comunicación. Por estos repliegues —recuérdese en el final del ensayo, el encuentro reparador con algunos servidores, “no criados, sino cordial compañía de gente simple”— por estas, si se quiere, modestas recaídas en manierismos aristocráticos, un lector como Romero, sumido pronto en la doctrina y en la práctica de su militancia en el Partido Socialista, no podía transitar, seguramente, sino con fastidiada impaciencia.

Los textos de Martínez Estrada ofrecieron, de lejos, una más rica posibilidad de diálogo que Romero buscaba establecer con aquellos de sus contemporáneos capaces de interrogar a la historia desde perspectivas y con recursos habitualmente ajenos a los empleados por los historiadores. Sin las aristas negativas de los textos de Mallea, superaban a estos en la extensión y la amplitud del registro, con títulos como Radiografía de la pampa, La cabeza de Goliat, Sarmiento, Muerte y transfiguración de Martín Fierro; los superaban en la decisión de abarcar el pasado, sus núcleos dinámicos, sus protagonistas, sus mitos, como un proceso global que tensiona y recorre la piel del presente; los superaban en el poder de diluir la información contenida en extensos repertorios, en el hallazgo de una frase incisiva, en el de sustituir verdaderas series de encadenamientos causales por una simple metáfora. Visión totalizadora, pero sobre todo, visión poética de la historia. Intuición, pero sobre todo, destreza verbal para articular persuasivamente sus hallazgos.

Es interesante comprobar cómo el propio Romero, al referirse a Martínez Estrada destaca, invariablemente, estas características. Así, al comentar la aparición de su Sarmiento, en 1947, dirá: “Martínez Estrada era —y acaso sigue siendo por sobre todo— un poeta, un poeta con visiones profundas y de vibrante voz, en el que lo poético alcanza una altísima expresión lírica. Y constituye un hecho curioso de nuestra literatura que este poeta haya sentido un día la urgencia íntima de enfocar su claro entendimiento sobre la proteica realidad argentina, para darnos luego, como fruto de su meditación, un libro que es, al mismo tiempo examen de conciencia, confesión y plegaria.” También es interesante comprobar cómo adhiere a la opinión del estudioso de Sarmiento cuando este sostiene en contra de los mal informados lectores de Facundo que calificar a este texto de “novela de costumbres” no es descalificarlo, porque la novela de costumbres es a la vez historia y sociología verdaderas. Cómo, 20 años después, con el impacto emocional producido por la muerte del escritor, se deja contagiar abiertamente, desinhibidamente, por los atributos consentidos a la literatura, cómo flexiona su prosa, la puebla de tropos, la vuelve vehículo de un mensaje que apela tanto a la imaginación como a la inteligencia. En un pasaje de la evocación dice Romero que Martínez Estrada quiso “como Sarmiento, aplicar a su examen la misma conjunción de intuición y saber que hallaba en su maestro y rival. De poeta esteticista y refinado quiso convertirse en vate suscitador de misterios. Y como Sarmiento a la sombra de Facundo, él evocó a la sombra de la pampa para que acudiera a sus estrados a responder sobre el destino de la patria; una sombra gigantesca y difusa que no se le apareció montada en caballo criollo sino sobre los cuatro corceles del Apocalipsis. La sombra no se postró ante él sino que lo envolvió apretadamente y pareció decirle que no le revelaría sus secretos si él mismo no aceptaba sumirse en su caótica contradicción”.[8]

Para que esa sombra no se le escapara, prosigue Romero, el escritor decidió asediarla con todos los recursos que le parecieron adecuados. “Intuición y saber, en colaboración y competencia, sirvieron a sus designios inquisitivos y le prestaron los servicios que él requería, pero cobrando un alto precio por combinar su ayuda: nunca pudo saber si la sombra misma había venido a su llamado desde fuera de él o desde su propio insomne espíritu, sumergido vitalmente en la realidad que quería contemplar como testigo y como juez.”

La sombra, no la realidad de Facundo; la sombra, no la realidad de la pampa. La realidad, viene a decimos Romero, es opaca, y en su opacidad se confunden el conquistador español y el indio, las formas administrativas, el mestizaje, las instalaciones urbanas, la civilización del desierto, el gaucho, el caudillo, el contrabandista, el letrado, la idea de nacionalidad, los antagonismos de clase. La realidad es opaca y solo libera sombras cuando se la interroga desde un saber y una intuición articulados en las modulaciones propias del lenguaje poético. Pero estas sombras, desatadas para perder a quien las convoca, no son una metáfora de la imposibilidad del conocimiento histórico: son, por lo contrario, la metáfora de su única concreción posible.

El larvado manifiesto que el joven de 20 años dedujera de sus lecturas de Groussac se ha convertido en el manifiesto explícito del historiador que relee los textos de Martínez Estrada y que los relee después de un largo periplo en el que la consideración de la imagen del escritor como intelectual representativo de su tiempo y las tentaciones de la literatura, han ido puntuando sus incesantes reflexiones sobre el oficio de historiador. Que este manifiesto no parezca exteriorizar la totalidad de sus promesas en los estudios históricos de Romero, que la vigilia y no el sueño, la intelección y no la intuición, el vocablo preciso y no la imagen, se impongan con frecuencia como los operadores dinámicos de muchos de sus escritos, no anula necesariamente la virtualidad del manifiesto. Puede pensarse que esos operadores partieron siempre de las direcciones condensadas en ese manifiesto, pero reaccionando contra ellas, exacerbando un mecanismo de defensa por el cual el historiador buscaba evitarse el destino del visionario enceguecido por la revelación de un enigma largamente interrogado. Puede pensarse, también, que un simple hábito de lectura nos determina a suponer que el carácter literario de todo texto histórico se reduce a procedimientos de superficie, y que, porque el autor, compelido al fin y al cabo por esos mismos hábitos de lectura, se decida a veces a suprimir esas marcas de superficie, se ha decidido de verdad a renunciar a la construcción del texto histórico como artefacto literario.

La primera hipótesis nos invitaría a revisar la imagen del historiador Romero. La segunda, a leer de nuevo, prácticamente, todos sus escritos.


[1] Hayden White, Tropics of Discourse. Essays in Cultural Criticism, The John Hopkins University Press, Baltimore, 1978. p. 99.

[2] Tulio Halperin Donghi, “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, en Desarrollo Económico, num. 78, Vol. 20, Instituto de Desarrollo Económico y Social, Buenos Aires, 1980.

[3] En José Luis Romero, La experiencia argentina y otros ensayos (compilación de Luis Alberto Romero), Editorial de Belgrano, Buenos Aires, 1980, pp. 283-287.

[4] José Luis Romero, La experiencia argentina y otros ensayos, p. 4.

[5] Michel Foucault, “Qu’ est-ce qu’un Auteur”, en Société Francaise de Philosophie, Vol. 64, A. Colin, París, 1970.

[6] José Luis Romero, La experiencia argentina y otros ensayos, pp. 441-442.

[7] José Luis Romero, El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo xx, Fondo de Cultura Económica, México, 1965, pp. 169-170.

[8] José Luis Romero, La experiencia argentina y otros ensayos, p. 323.