FRANCIS KORN
La tarea de un maestro es llegar a comprender que los episodios espectaculares de la historia no pueden comprenderse sin entroncarlos en lentos y oscuros procesos subterráneos que se refieren a la vida de las sociedades.
José Luis Romero
“No es difícil señalar cuál es el aporte peculiar de José Luis Romero a la historiografía argentina”, dice Tulio Halperin Donghi, “con él se intenta por primera vez desde la Argentina dibujar una perspectiva de la historia occidental. A esa tarea enorme consagró su vida de historiador, y sus obras son otros tantos jalones en una empresa necesariamente inacabada”.[1] Seguramente inacabada, no sólo por lo vasto de la tarea, sino porque, aunque le dedicó más de cincuenta libros e innumerables ensayos, murió sin aviso, demasiado joven y con varios trabajos en marcha.
José Luis Romero nació en Buenos Aires en 1909, poco después de que sus padres y sus otros siete hijos llegaran de España. De su familia seguramente heredó el acento y el modo de su particular manera de hablar, además de los gestos amplios y elegantes de esa personalidad que difícilmente iba a pasar inadvertida. El padre murió cuando José Luis contaba con unos pocos años y su educación quedó entonces a cargo de su hermano Francisco, dieciocho años mayor que él, militar, ingeniero, filósofo y miembro titular de nuestra Academia [Academia Nacional de Ciencias], quien le transmitió “el gusto por la historia, las novelas, la filosofía y el meccano”.[2] Su comodidad para desempeñarse como maestro seguramente tuvo mucho que ver con el hecho de que sus estudios secundarios se desarrollaron en las épocas gloriosas de la Escuela Normal Mariano Acosta. Allí fue feliz y trabajó activamente en su centro de estudiantes (del que fueron presidentes, entre otros, Manuel Sadosky y Julio Cortázar) y colaboró con reseñas de libros en la revista Vida, que allí editaban, hasta después de egresado.
Siguiendo los pasos de Francisco, que ya retirado del ejército era profesor de la Universidad de La Plata, José Luis cursó allí sus estudios y se doctoró en 1939 con una tesis titulada “Los Gracos y la formación de la idea imperial”. Rodeado de una intensa vida intelectual en la cual se distinguía Alejandro Korn, filósofo y maestro de su hermano y de un grupo de jóvenes intelectuales de inclinaciones socialistas, trabó amistad con uno de ellos, Arnaldo Orfila Reynal. En esta época se convirtió en discípulo de Pedro Henríquez Ureña y pergeñó, en cierto modo, su particular aventura profesional. Aventura que, desde el punto de vista de la comprensión de “ la vida histórica” que tanto le importaba, se convierte en una refutación de la idea de que no es aconsejable atreverse a tratar de entender y explicar acontecimientos cuya ocurrencia, idioma y rastros nos quedan tan lejos.
En 1940 Romero ocupó un cargo de profesor en la Universidad de La Plata, del que fue echado en 1945. En 1948 se instaló con su mujer, Teresa Basso, y sus tres hijos en su casa de Adrogué. Los libros colmaban las bibliotecas, dentro de un cuarto con la vista del jardín en la ventana y cantidades de microfilms, mapas e ilustraciones cubriendo estantes y paredes. Allí se dedicó a “dibujar una perspectiva de la historia universal”.[3] No pensaba que fuese imposible desde tan lejos escribir sobre Roma, la Edad Media, la formación de las ciudades, los caminos de la burguesía, las alianzas de la pequeña nobleza y lo que hiciese falta para entender las crisis y la cultura. Al leer su enorme obra, a nadie se le ocurriría pensar que estaba equivocado.
En 1950, a los cuarenta y un años de edad, se incorporó a la Academia de Ciencias de Buenos Aires y expuso un ensayo cuyo título fue “Proposiciones sobre la historia de la cultura”. Para esa fecha ya había publicado diecisiete libros entre los cuales están, en 1942, La crisis de la república romana; en 1943, Las cruzadas y además, Maquiavelo historiador; en 1944, Sobre la biografía y la historia; en 1946 el que resultó un clásico y el resultado de otro de sus intereses: Las ideas políticas en la Argentina; en 1948, El ciclo de la revolución contemporánea y en 1949 La Edad Media. Mientras tanto, en Adrogué, además de preparar sus libros se dedicó, sin otra ayuda más que la de sus manos, a reparar y modificar tanto su casa como el jardín. Diez años después, en 1958, agregó, sobre un médano en Pinamar al que convirtió en un parque, otra casa en la que le gustaba instalarse varios meses al año “para pensar”.
Al caer Perón, en 1955, Romero fue nombrado Rector Interventor de la Universidad de Buenos Aires y en 1958, profesor en la Facultad de Filosofía y Letras. Entre los años 1958 y 1965 tuvo a su cargo el dictado de dos materias: Historia Social General e Historia Medieval, y de una serie de seminarios además de dedicarse a organizar el Centro de Estudios de Historia Social e integrar el directorio de la editorial Eudeba.
Los que durante esos años fuimos alumnos de alguna de las carreras de esa facultad nos la ingeniábamos para cursar tantos de esos seminarios como nos fuera posible. Puedo revivir la disposición anímica y mental al entrar al aula para escuchar a una más de sus clases, tanto era el placer anticipado por la experiencia. Pocas veces una versión tan ajustada de cómo narrar la historia y de cómo enseñar se llevaron a cabo juntas con tanta destreza. Pocas veces se pudo imaginar mejor cómo se movía la burguesía en la Baja Edad Media si se escuchaba el relato vívido de Romero y se seguía su mano describiendo amplia en el aire la primera mitad de una curva de Gauss (para los que allí estábamos la palabra “burguesía” jamás dejó de evocar esa curva) y pocas veces, siendo alumno, alguien se sintió tan adulto y digno de ser tratado como un colega por un profesor. Romero nos pedía monografías de las que no sólo nos sugeria los temas sino que también nos prestaba las fuentes y nos embarcaba en una tarea que estaba por encima de lo que creíamos poder hacer y con lo que lograba que entendiésemos de qué se trata la investigación histórica. Y luego, ante nuestro asombro y queja porque en algún caso nadie, ni la famosa burguesía, ni la pequeña nobleza, ni el popolo minuto, se comportaban como debían (en mi caso fueron los Ciompi de Florencia), Romero se sonreía y nos decía “¿vió?” y así nos enseñaba que los hechos son más importantes que el más organizado de los esquemas.
Su años como profesor de la Facultad de Filosofía y Letras entre 1958 y 1965 fue “el único período de normalidad profesional que conoció”,[4] normalidad complicada en 1962 por su nombramiento como Decano de esa misma facultad. En su paso por el decanato, según Halperin Donghi, “logró mantener un clima de mutuo respeto y alguna humana cordialidad en la más rabiosamente politizada de las facultades de una universidad cruzada por tensiones cada vez menos soportables” y ello se debía “al unánime respeto que en plena madurez había ganado de colegas y estudiantes. Pero la futilidad de esa tarea, sobre todo negativa, no podía dejar de desalentarlo, y cuando el movimiento militar de 1966 puso fin a esa etapa, sin duda la más fecunda, en la breve historia de la Universidad de Buenos Aires, Romero acababa de alejarse voluntariamente de ella”.[5]
Vuelto al cuarto con el jardín en la ventana, lo que se podría considerar su retiro fue otra etapa fecunda de su obra de historiador. Se siguió dedicando, como siempre lo había hecho, a mantener el jardín dos mañanas por semana y, el resto del tiempo, a componer sus libros. En 1965 apareció El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX; en 1967, La revolución burguesa en el mundo feudal, juno de los tres libros más importantes de su vida y fruto de veinticinco años de trabajo. El segundo, Latinoamérica, las ciudades y las ideas apareció en 1976,mientras que el tercero de ellos, en el que trabajó también muchos años, Crisis y orden en el mundo feudoburgués, quedó incompleto y se publicó recién en 1980.
Siguió dando conferencias como siempre lo había hecho. En 1950 había sido fundador y activo conferencista del Colegio Libre de Estudios Superiores; ese mismo año, cuando era profesor de la Universidad de la República en Montevideo, escribió guiones de radioteatro para el Sodre de Montevideo en los que los protagonistas eran tanto Maquiavelo como Don Quijote, Quevedo, Galileo, Descartes, Spinoza, Gluck, Goethe y tantos otros personajes y temas (reunidos recientemente en El gran teatro del mundo).[6] En 1953 fundó una revista, Imago Mundi, con el propósito de contribuir a la discusión de la historia de la cultura en el mundo occidental y en la que reunió a lo mejor del mundo intelectual del momento. En 1977, apareció, póstumo, un artículo suyo, “La ópera y la irrealidad barroca”, de esa área en la que también era, como en todas las que le interesaron, un conocedor y un escritor inteligente. Planeó, desde su retiro de Adrogué, una serie de viajes de estudio por Europa y América Latina, en los que volvería a visitar varias de las cien ciudades a las que se jactaba de conocer palmo a palmo. Pero el plan quedó trunco porque murió en Japón, en 1977, durante una reunión del Consejo Directivo de la Universidad de las Naciones Unidas del que formaba parte.
Nos dejó, además del resultado de “una empresa necesariamente inacabada”, como decía Halperin, y de la enorme tristeza de su ausencia, la idea de que toda obra, aún cuando llevada a cabo en un cuarto tan lejos del lugar de los hechos, es no sólo posible sino también magnífica cuando quien la emprende tiene la fuerza y la estatura intelectual de José Luis Romero.
[1] Halperin Donghi, Tulio: “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, en Desarrollo Económico, vol. 20, N° 78, 1980.
[2] Romero, Luis Alberto: Prólogo a Romero, José Luis: Latinoamérica, las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo XXI, 2001.
[3] Poseía una buena cantidad de fuentes éditas sobre el período medieval, y otras tantas microfilmadas durante una estadía en la Widener Library of Harvard en 1950, año en que obtuvo la beca Guggenheim.
[4] Romero, Luis Alberto, op.cit., pág. 6.
[5] Halperin Donghi, Tulio: op. cit., pág. 256.
[6] Romero, José Luis: El Gran Teatro del Mundo: historias de la historia, edición a cargo de María Luz Romero, Emecé, 2012.