Las ciudades en la historia

ARMANDO ALONSO PIÑEIRO

José Luis Romero, un distinguido historiador argentino – que, cosa infrecuente, ha cultivado con esmero el concepto totalizador de la historiografía, y no solamente las esencias nativas –, emprende en este libro caudaloso (editado por Siglo XXI) una tarea aún más inusual:  la historia a través de las ciudades.

El resultado es una obra fascinante, que arrancando desde las grandes fundaciones, incursiona por las ciudades criollas, se adentra en las ciudades patricias, profundiza las ciudades burguesas y concluye, previsiblemente, en las ciudades masificadas, caso este último en el que Romero hace más de sociólogo que de historiador, aunque siempre con eficacia.

Como bien lo adelanta en una nota introductoria, la obra intenta responder a una cuestión crucial: cuál es el papel que las ciudades han cumplido en el proceso histórico latinoamericano. Aunque el panorama definitivo aparenta ser caótico, acaso confuso, las sociedades urbanas aportan sin embargo la posibilidad de claves aprehensibles, al menos dignas de estudio y de puntos posibles de referencia para evaluar el debatido proceso históricopolítico de las sociedades latinoamericanas contemporáneas.

“Vigorosos centros de concentración de poder – especula Romero –, las ciudades aseguraron la presencia de la cultura europea, dirigieron el proceso económico y sobre todo, trazaron el perfil de las regiones sobre las que ejercían su influencia y, en conjunto, sobre toda el área latinoamericana. Fueron las sociedades urbanas las que cumplieron este papel, algunas desde el primer día de la ocupación de la tierra, y otras luego de un proceso en el que sometieron y conformaron la vida espontánea de las áreas rurales”.

Naturalmente, la historia latinoamericana es tanto urbana como rural (y el apotegma es razonablemente aplicable a ejemplos extracontinentales), pero las sociedades urbanas han impuesto un sello distinto y caracterizador – no siempre uniformador – a la esencia y la periferia de las civilizaciones centrales. Algo tan obvio como complejo, no había sido sin embargo suficientemente estudiado, al menos en lo que hace a esta parte del mundo, salvo ejemplos aislados y superficiales de monografías seudosociológicas.

Entre las muchas concepciones atractivas de estas densas cuatrocientas páginas merece destacarse la perfilación que de las colonizaciones portuguesa y española hace Romero. La primera “confió la tarea a los señores que recibieron las tierras aptas para la agricultura, en las que empezó a producirse azúcar, tabaco y algodón, y dónde surgieron las plantaciones  y los ingenios, unidades económicas y sociales sobre las que se organizó la vida de la colonia”. Para los portugueses, las ciudades fueron factorías, meros intermediarios de las riquezas autóctonas trasladadas hacia la metrópoli.

En cambio, los españoles tejieron su imperio en el Nuevo Mundo como una inteligente red de ciudades. La lección es que en tanto los lusitanos sólo veían en las tierras americanas (y todo este proceso es también válido para las colonias no americanas) una mera fuente de riquezas, los hispanos afirmaban “una misión que debía realizar un grupo compacto, una sociedad nueva que mantenía sus vínculos y velaba por el cumplimiento de aquélla. Era una misión que sobrepasaba el objetivo personal del enriquecimiento y la existencia personal del encomendero. Debían cumplirla todos, y el instrumento que se puso en funcionamiento para lograrlo fue la ciudad”.

En el ajustado esquema de Romero, las ciudades se convirtieron no sólo en una forma de vida: tradujeron también un sistema de intercambio económico y social. Y por supuesto, se transformaron – era inevitable- en centros poderosos de dominio, como lo habían sido las ciudades de la Europa medieval.

A pesar del espléndido ejercicio de objetividad intelectual e historiográfica que despliega José Luis Romero en su libro, algunas precisiones acaso podrían haber sido subrayadas para beneficio de algún lector no especializado. Así pues, una cita bastante conocida por Pedro Mártir de Anglería queda un poco descolocada, porque sugiere un friso terrible de maldades españoles en la América colonizada.

No siempre, en efecto, el testimonio de Romero es proclive a elogiar las ciudades fundadoras. Pero leyendo su libro se tiene la tentación de evocar con algo de gratitud y melancolía la formidable visión colonizadora que condujo a la actual red de ciudades latinoamericanas, capaz de legarnos algo más que un complejo meramente urbano de resonancias físicas: un sistema de vida, una sensibilidad distinta, un espíritu tal vez único.