Latinoamérica: las ciudades y las ideas

OMAR ACHA
UBA / CONICET

Ideas, ciudades y élites

Junto a esta reimpresión, sus también recientes ediciones italiana, norteamericana y la inclusión del mismo volumen en la colección “Clásicos del pensamiento hispanoamericano” publicado por la Universidad de Antioquía, así como la aparición en Alicante de una recopilación de textos con el título de Historia, sociedad, cultura y praxis política en José Luis Romero, ha incardinado a Romero en una serie que no es preferentemente la del medievalismo, sino en aquella de la historia social de la cultura americana. Pero no es solamente ese sesgo el que es evidente: en ese giro se altera, en una vía que si en nuestro autor no es del todo consecuente al menos encuentra una inclinación reconocible, la sujeción del análisis latinoamericanista al discurso del ensayo que es otro que el de la historiografía académica un que no deje de conversar con él. La principal diferencia consiste en el registro trascendental del tiempo, porque si en la historiografía es la distancia del pasado la que tiende el manto de la imparcialidad supuesta en su epistemología empirista, en el ámbito ensayístico esa diferencia es subvertida por la pretensión de establecer un vínculo con el porvenir.

En Latinoamérica, el relato del pasado se dirige claramente a alertar sobre la situación presente que enfrentan las élites del nuevo mundo. Recorre la conformación de la escisión de la sociedad que caracteriza el modo en que se presentó la diferencia entre campo y urbes, para esbozar a través de qué procesos es posible superar no autoritariamente la incomprensión y enfrentamiento de dos culturas coexistentes en las ciudades. Ello supone una reorganización de las tareas políticas, pues sopesa el espacio de la economía y del Estado, para proponer implícitamente una atención más aguda sobre la mediación política de la distribución de recursos y la relevancia de una hegemonía cultural que desactive el resentimiento y la anomia de las masas urbanas. Por el contrario, la salida del populismo con que finaliza el relato produce en Romero un profundo desasosiego porque sin buscarlo exacerba los enfrentamientos hacia una resolución peligrosa que con otros ojos podría haber sido conducida a mejor puerto.

Si el cuarto de siglo transcurrido desde su publicación en 1976 no puede ser eludido en lo que ha transformado las miradas posibles sobre América Latina, acaso sea el horizonte ensayístico del volumen lo que haya sufrido más alteraciones. Porque el continente en el que piensa Romero se le presenta con una unidad a pesar de todas las diferencias. Cuando se gestó Latinoamérica, la existencia de una unidad al sur del Río Grande no era un hecho discutible. Plumas nacionalistas, socialistas, cepalianas, comunistas y populistas daban casi unánimemente por supuesto que el continente era una realidad consistente y que poseía intereses distintivos. La unidad latinoamericana se llevaba bien con otra convicción: la que afirmaba que alguna grandeza podía llegar a estas tierras. En el caso encuadre socialistaliberal al que pertenecía Romero existía también otra esperanza: que surgirían élites a la altura de los tiempos, y que éstas conducirían sabia, justa y democráticamente a las sociedades americanas.

¿Es sostenible preguntarse por tales cuestiones en referencia con un libro de historia? Dos son las vías que van de suyo en las maneras corrientes de pensar una obra que es nuevamente lanzada a la circulación. Una observación confiada en la ascensión del conocimiento se preguntará por la vigencia del texto, por lo que subsiste como válido, por lo que resta como propio de las habilidades de Romero, y por las limitaciones asignables al saber de su tiempo. Esta mirada está situada en un presente capaz de juzgar aquello que del pasado puede sostenerse por sí mismo y aquello que debe encorvarse ante la preeminencia de nuestra presumida superioridad. Otra estrategia, meridianamente distinguible, es la que se pregunta por la suerte de Latinoamérica como constructo de sentido. Entonces se trata de seguir el recorrido, digamos real, del texto en la historia de la cultura de América Latina. Aquélla es una vía ilustrada, ésta una vía historicista.

Sin embargo puede intentarse otra lectura. Es la que inscribe el libro en un proyecto intelectual donde fue irreductible a un interés de conocimiento científico en términos habituales. Acaso sea esta condición proyectual, tendida al futuro, lo que se perciba como más peculiar en la escritura historiadora de Latinoamérica. En efecto, en este libro no se trataba sólo de describir un curso en el pasado de múltiples historias que, al sur del Río Grande, finalmente podían anudarse como pertenecientes a una misma aunque heterogénea entidad cultural. Se trataba más bien de que Romero deseaba ubicarse en lo que más profundamente tomaba de Bartolomé Mitre como historiógrafo. Porque si Sarmiento era un historiador mucho más útil que Mitre, de éste Romero recuperaba que fuera “un historiador frente al destino nacional”. Pues bien, su posición de sujeto enunciador también se tensionaba frente al futuro antes que frente al pasado. Para ello, activaba una narración que partía del siglo XI europeo, del inicio de lo que denominaba la “revolución burguesa”, una creación urbana, y se trasladaba al nuevo continente conquistado a fines del siglo XV.

Sintéticamente, la historia de la cultura latinoamericana que nos propone Romero es la historia de cómo la experiencia urbana progresivamente contiene las tensiones entre campo y ciudad. No es propiamente una historia de las ciudades, como promete el título, ni una historia socialecológica de los ambientes rural y urbano. Las ciudades de Romero son espacios de experiencia, cuya estructura misma está determinada por las sensibilidades que puedan albergar luego de la invasión de las ciudades por las multitudes. Y si entonces se hace más evidente que Romero propone una historia de la cultura, se entiende que esa narración busque comprender por qué una vez que las élites criollas dispusieron de las riendas de las nuevas naciones, casi siempre fracasaron en lograr la cohesión progresista de la ciudad, por qué el campo sitió a la urbe o por qué la ocupó.

Lo que agita la comprensión de Romero es la incapacidad de las minorías selectas para resolver los dilemas así instalados. Es éste, el de las élites, el tema profundo de Latinoamérica. Lo es más que la masificación, pues Romero no ve allí algo permanente, sino una tarea a resolver. Es muy cierto que la distinción (y el continuo) rural-urbano organiza las sociabilidades e ideologías; sin embargo, una versión del progreso hacía confiar en que los beneficios económicos y culturales de la vida urbana transformarían los rasgos retardatarios y autoritarios de la vida en el campo. Romero era un romántico de la ciudad. En sus estudios sobre la mentalidad burguesa había intentado mostrar cómo en las ciudades comerciales no se trataba solamente del imperio de la mercancía. Allí también era posible una vida activa en el goce, en el disfrute, en la política y en el conocimiento. Por eso también no podía dejar de ser un ilustrado frente a la vida rural. La cuestión residía en cómo la vida urbana podía producir una nueva sociedad. Esto parecía más difícil en América Latina porque allí existía una resistencia de las comunidades campesinas o de los sectores habituados al hábitat rural, algo que no había sido propio de la experiencia de la Europa occidental.

Si el campo poseía una temporalidad conservadora, la historia era producida por la ciudad. La historia rural, empero, apenas cumple una función en este volumen. Me parece que no se trata de una cuestión de recorte del objeto. La historia cultural de la experiencia urbana no es el resultado de un estudio del conservatismo del campo, sino de una elección previa según la cual es en la ciudad donde reside el núcleo del cambio social. He aquí una convicción que persiste de la inteligencia sarmientina de la construcción de la nación. Pero el que Romero extienda su inquisición a Latinoamérica debía condenarlo a sesgar su mirada fuera de buena parte del continente donde las urbes no contienen lo más resistente a la organización de una polis.

Es en la división de las ciudades después de las primeras décadas del siglo XIX, donde reside el gran desafío para las élites latinoamericanas. Dos grandes movimientos demográficos –hacia 1880 y 1930– iban a fijar la escisión que habían prefigurado los ataques de las masas rurales guiadas por los caudillos pocos años después de los movimientos independentistas. La gran inmigración europea y los traslados de contingentes de origen rural de los países latinoamericanos alteraron radicalmente las ciudades. El fracaso de las élites se materializó en su incapacidad para rearticular eficazmente el mundo urbano luego de estas novedades demográficas.

Romero reprocha a las élites no haber enfrentado adecuadamente el problema que entonces surgió. Se abroquelaron en la defensa de sus privilegios y devinieron oligarquías. Las masas conformaron, entre el desarraigo, la necesidad y el resentimiento, una nueva cultura que se fue consolidando en una división de la ciudad que dificultaba el todo armónico que era el modelo ateniense del que Romero deseaba ser ciudadano. Porque la división de la sociedad no era inocua en su escisión. El sector de las multitudes es anómico. La masa está “disponible”. El populismo y el autoritarismo calan con frecuencia en el resentimiento y en el reclamo de justicia social que les produce la marginación y la indiferencia y aun la arrogancia de la oligarquía.

Antes que destacar en esta narración lo que ha mostrado el paso del tiempo académico, quisiera reflexionar aquí sobre lo que en el lenguaje freudiano se denomina su verdad histórica. Entonces lo que se nos presenta como afirmación historiográfica se revela, a través de la palabra, como lo que ella persigue para el sujeto. Porque en Romero la escisión de la sociedad invocaba un deber ciudadano que él, como miembro de las élites del saber, tomaba para sí. El carácter intelectual de su intervención delata qué era una élite: lo mismo que lo había sido para la Generación del 37 en sus inicios. Bajo nuestra mirada, aunque condenara las ilusiones de Romero, no importa que la dirección de la sociedad pasara por otros estratos que los intelectuales. Lo importante es que esa dirección, así fuera intelectual, de todas maneras se ha mostrado poco convincente.

Hoy más que nunca es evidente que en Latinoamérica la hegemonía de las élites fue particularmente difusa. Y no se debe ello a que la capacidad articuladora del Estado se haya debilitado. Quizás fuera cierta consonancia de la serie de los hechos con otra serie de las representaciones la que haya fundido el relato del progreso argentino. Peor aun: acaso el progreso económico muy poco adeude a la lucidez de las minorías cultas y politizadas.

Una representación del desarrollo hacía posible un relato como el que ofrecía Romero en Latinoamérica. Era la creencia en que Europa debía ser emulada en la consecución de fines socioeconómicos pero también en las metas político-culturales. El autor señalaba con claridad la peculiaridad de la historia latinoamericana frente al proceso histórico del viejo continente. Sin embargo, la tensión que fundaba la crisis de la sociedad burguesa europea era la misma que articulaba su pregunta sobre América Latina: ¿cómo lograr una convivencia social armoniosa y progresista?

En este marco se inscribe la factura intelectual de Latinoamérica. Puede decirse mucho, en la estrategia ilustrada que he mencionado, sobre su análisis de las ciudades, sobre el lugar del Estado en la historia que propone, sobre las “fuentes” utilizadas, sobre la división socio-cultural y espacial de las sociedades urbanas. Pero la verdad histórica del libro, indivisible de tales temas, se anuda en su apuesta global, en la búsqueda que lleva a Romero a recorrer la historia latinoamericana. Esa verdad es la del gobierno de la sociedad y la posibilidad de una voluntad de cambio progresivo. Hoy que parece un truismo declarar obsoleta la sentencia althusseriana de que la historia es un proceso sin sujeto, es aún más problemático sostener sin dudas la esperanza de una hegemonía consciente de la sociedad. La búsqueda de las razones por las cuales ni el ámbito progresivo de las ciudades pudo deshacerse del todo de los orígenes autoritarios que implicó su origen señorial, ni las élites estuvieron siempre a la altura de las circunstancias, no mermó en Romero la confianza progresista por la cual aún era posible escribir la historia de América Latina. Esa esperanza, la “verdad histórica” de Romero, pretendía desentrañar el pasado para hacerlo disponible para la acción del presente. La historia debía ser, a pesar de todas las contrariedades, maestra de la vida. Es en la persecución de esta aspiración no académica en el registro de la historia de las ideas donde quizás sea pertinente interrogar el enigma más auténtico de este apasionante libro de historia.