Las ideas políticas en Argentina

ALFREDO LLANOS

En este intento de explicación de las ideas políticas argentinas, el profesor Romero divide su trabajo en tres grandes partes, las cuales le permiten trazar un animado cuadro de la historia nacional. El autor, según declara, debe ese descubrimiento a la observación directa de la realidad social. Estas tres etapas distintivas comprenden la Era colonial, la Era criolla y la Era aluvial o contemporánea.

Cada uno de estos sectores de la investigación se desarrolla dentro de características propias y promueve fenómenos peculiares que evolucionan y se extinguen con cierta regularidad biológica. Así, la primera fase de nuestra historia, anterior a la independencia, la colonización, abarcaría dos subdivisiones: la época de los Austria, o sea la consolidación y expansión del autoritarismo español, arraigado no sólo en la diplomacia y en la legislación imperiales, sino también en el clero, que asume desde entonces .la dirección espiritual de España y sus colonias; inmediatamente después viene la época de los Borbones, la cual, con las reservas inherentes, prefigura el surgimiento del espíritu liberal, dentro de la espesa malla apenas entreabierta de las instituciones semifeudales. El autor señala la influencia de esa corriente en la formación de la mente de los futuros revolucionarios del Río de la Plata. La resonancia de las ideas francesas resulta, por tal causa, amortiguada al pasar por el tamiz del liberalismo hispano, convertido de despotismo teológico en despotismo ilustrado. Mas es evidente, como lo subraya este libro, que el liberalismo borbónico fue celoso de las prerrogativas reales y no menos defensor del prestigio de la doctrina católica, en cuanto podía servir de freno a los avances considerados demasiado audaces de la ilustración. La generación americana que encenderá la chispa de la revolución se moldeó sobre este patrón ideológico, un tanto híbrido, donde se mezclan las nuevas tendencias económicas y políticas, sustentadas, en el fondo, por una filosofía moral de indudable ascendencia eclesiástica.

La era criolla, que se inicia en 1810, tiene, en gran parte, para el profesor Romero, el sentido de una revolución social, destinada a promover el ascenso de los grupos nativos postergados al primer plano en la vida del país. En este período se distinguen tres momentos, los cuales se desarrollan dentro de determinadas exigencias dialécticas. La línea de la democracia doctrinaria, inspirada por el grupo ilustrado de Buenos Aires, con Moreno a la cabeza, liberal y centralista, que choca muy pronto, por falta de tacto político, con el interior, levantisco y cerril, aferrado a su libertad indómita y encerrado en nebulosas ideas federalistas y en un oscuro fanatismo religioso. Aquella posición principista, débilmente mantenida, cae en 1820, abatida por los caudillos, resurge merced al esfuerzo de Rivadavia y se derrumba de nuevo casi en seguida para no aflorar hasta Caseros. La linea de la democracia inorgánica llega a su apogeo con el dominio de Juan Manuel de Rosas y la división tajante entre unitarios y federales. Según el lenguaje de Echeverría, éste sería el triunfo de la contrarrevolución, el regreso de la concepción colonial de la vida. La síntesis de este proceso tiene su coronación en el capítulo titulado El pensamiento conciliador y la organización nacional. Se llega allí a la estructuración republicana del país y se lo incorpora definitivamente a la senda del progreso, según los principios económicos y jurídicos bosquejados por los hombres de la generación de 1837, quienes “fatigados por el peso de la metafísica”, se orientan “hacia la luz de la civilización material”.

En la Era aluvial, última parte de su estudio, considera el autor un período cuya iniciación podría fijarse alrededor de 1880, fecha de la afluencia inmigratoria, y que se continúa hasta el presente. Signo distintivo de la misma es su comienzo, en el campo político-social, con un nuevo divorcio de las masas y la minoría. Durante los albores de esta época se solidifica la linea del liberalismo conservador, que habría dado por resultado la desintegración de la vieja élite republicana, representada por Mitre y Sarmiento. Se insinúa, de este modo, primero en la presidencia de Avellaneda y luego ya sistemáticamente en la de Roca, la sedimentación rígida de la oligarquía terrateniente, convertida en fuerza dueña del poder y de los destinos del país, los que cuentan sólo en cuanto medios para asegurar el privilegio de las clases pudientes y sus crecientes intereses. El progreso material del país continuó, sin embargo, aunque desordenadamente, y el gobierno de Juárez Celman se vio pronto frente a una grave crisis financiera que escondía tras de sí no menos serios problemas políticos, institucionales y sociales.

La revolución del 90, resultado de aquella situación, inicia la línea de la democracia popular, de la cual surgen los partidos políticos que darán al civismo argentino una distinta fisonomía. Pero el régimen conservador subsiste hasta 1916, fecha en que la Unión Cívica Radical, conducida por Hipólito Yrigoyen, llega al poder, al amparo de la reforma electoral propiciada por Roque Sáenz Peña. Mas, como acertadamente lo define el autor, el radicalismo constituyó sólo un estado emocional que careció de programa para resolver los complejos problemas que el crecimiento del país había acumulado en todos los órdenes de su evolución. Los desaciertos del gobierno radical, por una parte y su indecisión, por otra, prepararon la reacción de 1930. En esa fecha un movimiento que el profesor Romero califica como la linea del fascismo derrocó al Sr. Yrigoyen. No logró afirmarse sólidamente esta tendencia debido a la presión de algunos intereses extranjeros unidos a la acción de los núcleos políticos del antiguo régimen conservador, los cuales hallaron en el “fraude patriótico” el medio para adueñarse del gobierno.

La línea fascista, en opinión del profesor Romero, reaparece, no obstante, ayudada por una favorable situación internacional y asesta un nuevo golpe en 1943. La ascensión de Perón reconocería, pues, este origen; mas el justicialismo, instaurado en 1946, aprovechó también el descontento social y el escepticismo político de las masas, apoyándose, a la vez, en factores sentimentales y económicos.

El plan y el estilo de este libro indicarían que ha sido preparado para un público amplio y heterogéneo, y con propósitos de divulgación primordialmente. De ahí, sin duda, su carácter esquemático y generalizante que atiende más al afán informativo que al rigor de la investigación y a la crítica de los hechos que maneja. La metodología adoptada, al dividir el estudio en las tres grandes partes que hemos referido, resulta cómoda para la exposición; sin embargo, parece separar, demasiado bruscamente, etapas históricas cuya presencia desaparece sólo de la superficie de los fenómenos actuales, si bien siguen viviendo en el subsuelo cultural y político del país. La tradición hispánica, en lo que tiene de negativa, no ha muerto aún, como creía ya Echeverría al promediar el siglo pasado. El impulso burgués de la Revolución de Mayo, modelado sobre las últimas estribaciones del sistema colonial, tampoco se ha perdido, por cierto. De este modo la era aluvial, puede reducirse a una especie de mojón didáctico, de valor meramente orientador, pues el elemento inmigratorio volcado en la Argentina, en general tan inculto como nuestras masas, no logró desempeñar un papel corrector de importancia espiritual. Se adaptó simplemente a las modalidades nativas.

Herencias dominadoras, como la de la Iglesia, por ejemplo, siguen incidiendo en la vida nacional desde la conquista, y paradójicamente, han hallado apoyo en todos los gobiernos surgidos desde 1810 hasta la fecha, sin excluir a Perón ni al último movimiento revolucionario. En cuanto al despotismo originario de la España teológica de Felipe II, ha experimentado variantes muy curiosas en el medio americano. Está presente en los primeros gobiernos patrios bajo el hábito de la ilustración y se convierte después en el trampolín de la clase media y de las masas proletarias para elevarse en la escala social. Rosas lo revive en todo su vigor cambiándole el acento: ya no es ejercido por una minoría selecta, sino por las mayorías iletradas y bárbaras, con las que él, como jefe indiscutido, se identifica mediante un invisible vínculo místico. Más tarde el autoritarismo de las élites es reivindicado en Caseros, hasta que Yrigoyen lo inclina hacia la izquierda. Perón, posteriormente, establece el reinado del despotismo popular, en una continuidad histórica con aquellos dos caudillos que bien merecería un detenido estudio. En el fondo de este problema se debate, quizá, el frustrado intento de la masa, incapaz por su escaso nivel cultural, de llegar al ejercicio del poder, tal como en su momento lo conquistó la burguesía a expensas de otras clases sociales que fueron destruidas.

El libro que nos ocupa no consigue ajustar con rigor sus principales temas ni aprisionar la dinámica que se advierte en la dialéctica histórica de la evolución política argentina, particularmente porque una historia de tales ideas no puede explicarse por sí misma, sino que depende de determinantes más profundos que constituyen su subestructura. Muchos elementos decisivos quedan fuera de consideración o no se insiste sobre ellos si son citados, tal vez por carencia de una adecuada teoría sociológica para encuadrarlos y resolverlos. Así, por vía de ilustración, la crisis de la democracia argentina, o de la caricatura que ésta ha sido siempre, y su secuela de falencias constitucional, electoral y de las agrupaciones políticas tradicionales, se deduce de los hechos sobre los que el autor reflexiona mas no encuentra un planteo explícito en ningún lugar del libro. Por el contrario, se recoge la impresión, por el tono del último capítulo, que se está a un paso de declarar que toda la serie de males que afectan a nuestra vida pública pueden presentarse como un conflicto doctrinario entre fascismo y democracia. Y a esta antinomia sólo se llega si nos empeñamos en pedir soluciones integrales a la política —mera resultante de fuerzas situadas en estratos más hondos— para enderezar los graves yerros que comprometen nuestra existencia moral e institucional.