Mi primer y único maestro

RUBÉN TIZZIANI

Después hubo momento mejores -casi todos-, pero vaya a saber por qué, ahora que quiero apretar en esta cosa tan huidiza que son las palabras mi relación con José Luis Romero, vuelve obsesivamente el primer encuentro, en 1971 creo. Y no es que haya en él nada especialmente significativo, hasta podría decirse que fue trivial y sin nada que merezca ser rescatado.

Entré desprevenido a la oficina del gerente comercial. Sabía, sí, que la reunión era para discutir los términos de un contrato que la editorial venía negociando desde hacía tiempo. Así que cuando lo vi allí, erguido en su sillón, distante y molesto, pensé que no había derecho a que el azar le jugara a uno esas partidas. Yo había sido alumno fracasado de “su” universidad y seguramente más de una vez lo vi de lejos en algún pasillo, aunque nunca asistí a sus clases. Sin embargo, conocía su obra y lo respetaba lo bastante como para que la situación me resultara por lo menos incómoda. Recuerdo que me mantuve al margen durante la discusión, pero así y todo era obvio que él me sentía del otro lado, formando parte de quienes le regateaban tres pesos para pagar un trabajo que habría de ser largo y duro.

No sé cuánto tiempo duró esa reunión ni si se pusieron de acuerdo. Lo que retengo es que al fin acabamos los dos solos en una piecita de tres por tres -mi lugar de trabajo-, separados por un escritorio destartalado y, todavía, por el confuso papel que yo había representado un rato antes. Entonces se me ocurrió lo que habría de ser una idea salvadora: abrí un cajón del escritorio, saqué un ejemplar de mi primera (y por entonces única) novela editada un año atrás, y se la puse en la mano.

Creo que además dije que yo era eso -el libro- y no la empresa o alguna tontería altisonante por el estilo. También es posible que ahora no me atreviera a usar ese texto farragoso y titubeante como carta de presentación, pero algo debió el hombre ver en él (tal vez la promesa de alguna página que aún no he escrito), porque en el próximo encuentro había depuesto las armas y la cosa siguió en un almuerzo. Una hora después, por la mitad de la segunda botella de vino, supe que de ahí en más iba a hacer todo lo posible para ganar la amistad de quien ya empezaba a ser una de las relaciones más enriquecedoras que he tenido en mi vida.

Y fue a lo largo de incontables comidas que se prolongaban hasta la madrugada, las más de las veces en su enorme casa de Adrogué, que durante los años siguientes tuve el raro privilegio de ser, creo, su último discípulo, aunque él ni se enterara que era mi primer y único maestro.

Así que ahora lo que uno extraña es antes que nada su presencia física, su figura maciza inclinada sobre la mesa, escribiendo u ordenando fichas; parado frente al tablero de dibujo donde fijaba, cuidadosamente ordenados, sus queridos mapas de ciudades. Tenía una verdadera obsesión por los mapas, que había juntado durante su vagabundear de viajero empedernido, y era imposible resistir la fascinación, el desafío implícito que encerraban sus palabras cuando decía, sin alardes pero con una seguridad que no admitía dudas:

-Puedo conocer la historia de una ciudad con sólo mirar su plano.

Y era cierto nomás; varias veces pude comprobarlo.

Y se lo añora también fuera de su cuarto de trabajo -un lugar claro, ascético, ostentoso sólo en libros que llenaban los estantes de las enormes bibliotecas que él mismo había construido. O en el salón de su casa, acercando el plato de queso o la botella de vino que destapara dos horas antes. Sentado siempre en el mismo sillón medio hundido por su peso, las piernas cruzadas, la pipa en la mano o apretada entre los dientes, la cabeza echada hacia atrás, la mandíbula adelantada; contando cosas del mundo, historias viejas o no tanto, en todo caso especulando invariablemente con lo que teníamos adelante.

Recuerdo su voz serena, clara, grave, su fraseo preciso, encadenado a una idea que podía fluir durante horas sin desnaturalizarse, sin perder en ningún momento la hilación, el sentido profundo que quería transmitir, aunque sólo él lo conociera desde el principio y lo fuera desenvolviendo lentamente. Entonces también se extraña la inteligencia que había detrás de las palabras, la capacidad de desmenuzar el tema más complejo o la anécdota más sencilla con la misma pasión, la posibilidad de relacionar gentes, acontecimientos, procesos centenarios y convertir lo inconciliable en una reveladora interpretación. Sin ostentación, sin que le cambiara el tono de la voz; sólo seguro, sabiendo que sabía, que había reflexionado como pocos aquí sobre el hombre y su historia. Entonces, finalmente -¿por qué no decirlo sin pudor de una vez por todas?-, uno extraña su enorme, ireemplazable sabiduría.

Quizás con el tiempo nos demos cuenta de lo que hemos perdido dos años atrás cuando murió, solo en el otro lado del planeta, sin entender el idioma de un lugar al cual había llegado por impulso de ese infatigable -aunque no eterno, como creíamos- motor que lo alentaba. Porque quien ahora nos falta no es solamente el gran historiador que era, el escritor vigoroso y preciso -pero capaz de la modestia de entregarle las pruebas de su último libro a un aprendiz como yo preguntar si estaba bien escrito-, el analista obsesivo del destino humano; lo que nos falta es el oráculo, la posibilidad irrepetible de utilizar lo que había aprendido del pasado para comprender el presente y escudriñar el futuro.

Al fin y al cabo un historiador no es más que eso, me dijo una vez: un hombre que interroga al pasado para saber lo que hay en el porvenir. Entonces, en un tiempo en que gran parte de nuestro mundo ha ardido escandalosamente, en que hemos visto impotentes cómo las cosas en que creíamos, las que nos eran más sagradas se nos consumían en las manos hasta convertirse en cenizas, siento que su voz era una de las pocas que podría habernos ayudado a encontrar alternativas. Y aunque volver a sus libros ayude, aunque sirva buscar en sus textos las claves de un presente que nos llena de desasosiego, algo sigue faltando: algunos gestos familiares, su palmada fraternal en la espalda dándonos seguridad en la madrugada, las palabras, ese aliento seguro contra el desamparo; que ya no hay más.