Entronque

RUGGIERO ROMANO

Escribir una introducción a un grupo de artículos es, en el fondo, una cosa sencilla (al menos, si se conoce algo del problema sobre el que tratan los artículos en cuestión). ¿Qué hay que hacer, en realidad? Después de situarlos cronológicamente, indicar en qué aspectos esos textos eran innovadores, de acuerdo con la época en que fueron escritos; cuál es la línea ideológica; dónde se sitúan metodológicamente. Hecho esto, indicar el hilo conductor que une los escritos.

En tal sentido sería fácil, tratándose de los textos de José Luis Romero reunidos en este volumen, situarlos en relación con un Luzzatto, un Meinecke, un Pirenne o un Dopsch… y la lista podría continuar. ¿Pero de qué serviría? Confirmaría lo que ya sabemos: que José Luis Romero era un gran medievalista; que sus posiciones fueron muchas veces nuevas e innovadoras; que su independencia de espíritu lo llevaba muchas veces a ciertas contradicciones; que le permitía en cambio aventurarse por caminos en los que otros, ciegos ideológica y/o metodológicamente (cosa que con frecuencia es lo mismo) se negaban a entrar o ignoraban totalmente.

Pero proseguir por este camino significaría hacerle un flaco servicio a José Luis Romero. Significaría caer en una suerte de autopsia de un cerebro: la parte griega, la romana, o la medieval, la americana, la argentina… Una división de este tipo, ciertamente, puede ser útil para un examen previo; puede servir para un primer acercamiento; puede ser válida para ver cómo se fue formando el personaje. Pero en realidad, todo esto es apenas una parte de lo que el mismo Romero llamaba el “oficio”[1] del historiador. Seguramente una parte importante, pero no la totalidad; está también lo que él define como la “pasión” o el “amor”[2] que el historiador debe tener en el ejercicio de su “oficio”.

Pero si es así (y es ciertamente así), reducirse a una autopsia constituye un procedimiento totalmente falsificador. Puede valer, como mucho, para el historiador que ha hecho honestamente su trabajo, que ha respondido con clara simplicidad a su “oficio”. Pero con un procedimiento de este tipo, el gran historiador queda distorsionado, y directamente corre el riesgo de desaparecer del todo.

José Luis Romero fue (o es) un gran historiador. Pero es o fue un gran historiador, no tanto por la multiplicidad de sus intereses, sino más bien porque hizo converger esa multiplicidad hacia un centro catalizador. Después veremos qué significó esto. Primero quiero recordar la frase que un día me dijo otro gran historiador, Lucien Febvre: “En cada siglo hay pocos grandes maestros, todos hombres de una sola idea; después, están los petit-maître, con cuatro o cinco ideas en total. Por último, están los imbéciles, que tienen una idea por día, es decir, que no tienen ninguna idea”.

Por eso, me parece en realidad que José Luis Romero se sitúa entre los grandes maestros. Estoy profundamente convencido de que nuestro llorado amigo, finalmente, se interesaba poco por sus Gracos, o por Dante Alighieri o, exagerando, por la misma Argentina (después volveré sobre esta paradoja). Su idea —que era casi una obsesión— era la de sorprender el momento, el instante fugaz, de una sociedad, de situaciones, de acontecimientos. Un nacimiento en el seno de una crisis. Es ahí, entre la crisis y el nacimiento (o más exactamente la concepción) donde se sitúa el núcleo del pensamiento (y la actividad) de José Luis Romero. Como lo ha señalado con notable fineza Tulio Halperin Donghi: “la historia sigue resumiéndose para él en el acto creador de nuevas formas culturales, no en esas formas mismas”.[3] Tenemos una prueba muy clara. Un historiador consagra años y años de su vida al Medioevo europeo. Bien. ¿Pero qué encontramos en el interior de ese Medioevo? En primer término, en la Temprana Edad Media, los estudios sobre San Isidoro de Sevilla. Pero en realidad no era tanto el Santo lo que le interesaba como el entronque de esa personalidad y de su pensamiento con el nacimiento del estado visigótico. ¿Su título exacto no era —señalo— San Isidoro de Sevilla. Su pensamiento histórico político y sus relaciones con la historia visigoda?[4] ¿Y no era exactamente el segundo aspecto de su trabajo el que José Luis Romero “subraya con justificado orgullo”?[5]

Primeramente, pues, San Isidoro. Luego—en la Baja Edad Media— los siglos XIV y XV; los siglos de la gran crisis; de Dante a Dino Compagni, de Boccaccio a Fernán Pérez de Guzmán, toda la temática de José Luis Romero está incluida en estos dos siglos. Helo allí, atento al nacimiento y a la creación de un mundo nuevo (el mundo burgués). Hubiera sido lógico (y puede decirse que esa ha sido la trayectoria de docenas de historiadores) que una vez captado el fenómeno inicial, José Luis Romero se hubiera dedicado a seguir hasta su madurez al niño cuyo nacimiento había visto. Hubiera sido lógico que se volcara hacia el Renacimiento. En realidad—repito—una multitud de historiadores ha seguido este camino en Europa: partir del siglo XIV y XV para llegar al apogeo del siglo XVI. En cambio, José Luis Romero se interesa poco o nada por el Renacimiento: algún artículo (por cierto, no de los más apasionados) y el ensayo sobre Maquiavelo historiador[6] (muy importante, pero no por el contenido renacentista sino por la relación, en general con la teoría historiográfica y con los problemas conexos con el nacimiento del nuevo Estado). Está claro, pues, que no son “las formas mismas” las que le interesan. De todos modos, desde el trabajo sobre los Gracos[7] era evidente que lo que le importaba era la “crisis” de la república romana y el nacimiento (implícito, pero también sucesivo) del principado. Igualmente clara se halla esta misma posición en el ensayo juvenil sobre La formación histórica.[8] Obsérvense los autores allí citados: de Spengler a Valéry, de Unamuno a Ortega y Gasset, de Russell a Scheler… son todos testimonio de aquello que puede llamarse la crisis de la civilización burguesa.

Una excepción, tal vez, puede considerarse a aquella que representa Latinoamérica: las ciudades y las ideas.[9] En este gran libro, de hecho, José Luis Romero parte de los orígenes, de la creación primigenia, pero no se detiene allí, y prosigue su análisis de las formas hasta nuestros días. Esta es, si no me equivoco, la única excepción que se puede encontrar en el conjunto de su obra.

Una vez señalado este continuo contrapunto entre nacimiento (o mejor, concepción) y crisis, queda aún mucho por decir. ¿Qué es lo que da el acento, la “pasión” a todas las páginas de José Luis Romero? Una fuerza moral altísima. Toda su vida es testimonio de esa fuerza. Pero no hablaré de ello. Lo que me interesa subrayar sobre todo es cómo esa fuerza moral constituye la base de su pensamiento. En una de sus extraordinarias Conversaciones, reunidas por Félix Luna, José Luis Romero hace una declaración que no calificaré de poco sincera sino, más bien, de fruto de una coquetería: “lo que he hecho sobre historia argentina, siempre ha sido movido por una vocación ciudadana más que por una vocación intelectual” (p. 27). Es interesante hacer notar que en seguida se contradice: “por ejemplo, escribí mucho en la época de la guerra, en Argentina libre, y he escrito bastante en Redacción: me apasiona y yo diría que esa línea no es exactamente la de la militancia, sino la de la preocupación por las cosas de mi tiempo, en mi país y en el mundo. En esa línea está lo que he hecho sobre historia argentina”.[10] ¿Qué “vocación ciudadana” es, pues, la que lo lleva a ocuparse —en esa “línea”— por la Argentina y el “mundo”? Pero vuelve la coquetería: “en esa línea está lo que he hecho sobre historia argentina. No en el campo estrictamente intelectual de mis intereses. Yo digo siempre que soy un medievalista, pero en realidad soy un especialista en historia occidental” (p. 27).

¿Medievalista, entonces? ¿Occidentalista? ¿Las preocupaciones “intelectuales” se encuentran solamente en el ejercicio de estos “oficios”? Realmente me parece que en la víspera de su muerte se ha dejado aprisionar por quienes querían atribuirle solamente especializaciones en su tarea (helenista, romanista, medievalista…) y que de aquí derivan contradicciones y coquetería. Por el contrario, ¿cómo hubiera sido posible, sólo por vocación ciudadana, escribir ese importante artículo sobre Mitre?[11]

De cualquier manera el propio José Luis Romero nos indica hasta qué punto es artificial el distingo entre vocación “ciudadana” e “intereses intelectuales”. Ante una pregunta de Félix Luna, quien le requería si el ser un medievalista le había ayudado para entender mejor los procesos históricos argentinos, José Luis Romero no tenía dudas (me parece escuchar su voz): “Tengo miedo de contestarle lo que pienso, porque me inclino a creer que sólo los medievalistas los entendemos bien… En fin, ésta es una especie de deformación profesional. Pero  creo que sí, que es rigurosamente cierto” (p. 58). El círculo está cerrado: del mismo modo que el agudo argentino que él fue se aprovechó, entre otras cosas, de su conocimiento de la pampa para entender mejor el espacio medieval europeo, a la inversa, el análisis de los problemas argentinos y americanos le resultó más claro (no diré que más fácil, ni mucho menos que ocurriera por filiación directa) debido a sus conocimientos de la Edad Media. Desgraciadamente, no sé cuándo fue que José Luis Romero leyó por primera vez a Sarmiento; tampoco sé cuando lo había leído por última vez antes de 1976 (fecha de sus conversaciones con Félix Luna). Creo imaginar cuándo José Luis Romero leyó la Historia de Italia de Francesco Guicciardini (debe de haber sido entre los años 30 y 40). Me parece que en torno de esas fechas y esos nombres se podría organizar un hermoso seminario para graduados con el tema: Comentar la siguiente frase de José Luis Romero a la luz de la página de Guicciardini.

“Romero: ¿Qué es lo que se pregunta Sarmiento? Cómo es posible que la Argentina haya terminado en esto que estamos viendo en 1845 (p. 21).

Guicciardini: He decidido escribir las cosas que recuerdo, acaecidas en Italia después de que las tropas de los franceses, llamadas por nuestros propios príncipes, comenzaron a perturbarla con gran alboroto: tema memorable por su variedad y grandeza, y lleno de atroces accidentes. (Storia d’ltalia, 1.l.c.l)”.

La grandiosa página de Guicciardini, con la que comienza su Historia de Italia, plantea con una fuerza difícilmente igualable el problema de saber cómo y por qué el país más poderoso, rico y civilizado de Europa en ese momento, justamente Italia, ha sido vencido, desmembrado, convulsionado por una turba de soldados. Del mismo modo. Sarmiento se preguntaba cómo era posible que, en 1845, se viera lo que se estaba viendo. Cuando un historiador se formula preguntas de ese calibre, ha llegado a ser un gran historiador. Me parece que José Luis Romero ha planteado las preguntas de Guicciardini y Sarmiento, no solamente reviviéndolas sino haciéndolas suyas, sangre de su sangre, inteligencia de su inteligencia.

Esto y nada más que esto es lo que anteriormente he llamado la fuerza moral. La fuerza que empuja a José Luis Romero a retomar esas preguntas e invocar la llegada de un nuevo Mitre: “El defecto de la concepción de Mitre es la ignorancia del interior. Desde ese punto de vista, tiene que haber otro Mitre, un día… Bueno… ¡tiene que haber muchos Mitre más! ¿no es cierto?” (p. 25). Y no solamente Mitre, pues en toda América estaban los Barros Arana, los Restrepo, los Sierra… toda la familia de los grandes historiadores hispanoamericanos. Así es como la historia se transforma en política, gran política, no la que deriva de la pequeña historia, que se imagina política simplemente porque se considera “comprometida”, “engagée”…

Nótese bien: esta última cita de José Luis Romero es sumamente importante. Decir que era necesario superar la ideología portuaria de Mitre para llegar a un Mitre sensible a los problemas del interior significa, de hecho, volver a plantear la discusión sobre el papel de la ciudad. Y esto, en boca de José Luis Romero, es fundamental. Fundamental porque, más allá de sus entusiasmos urbanos, obliga a precisar qué era para él la ciudad. Ciertamente la gran ciudad; pero sobre todo la pequeña, y más exactamente la aldea: para él no es posible entender a Londres sin York, sin la antigua Winchester, como no es posible entender a Bogotá sin Tunja y Villa de Leyva… “Lo que podría justificar este desdén por lo que (Sarmiento) llamó barbarie y su frenesí por el proceso de urbanización de América Latina sería fruto de la falta de una instancia intermedia, que para mí es el secreto de la civilización: la aldea (…), sólo en algunos países donde hay una fuerte producción agrícola prospera la aldea o la pequeña ciudad, que es uno de los grandes secretos de la cultura (p. 55). Entonces éste es el punto principal: la cultura. No es solamente la temática Barbarie/Civilización de Sarmiento en términos estrictamente argentinos la que retoma sino que es toda la historia la que se le presenta sub specie de este enfrentamiento.[12] Reléanse las obras de José Luis Romero siguiendo este esquema y se lo encontrará como una constante; es la lucha de lo nuevo (civilización) contra lo viejo (barbarie) en la cual lo segundo trata de impedir que lo primero salga a Iuz. Esto —sostenido, repito, por una poderosa fuerza moral— es José Luis Romero. Esto, exactamente, es lo que lo sitúa en el limbo de los grandes historiadores de nuestro siglo.

Podría en verdad continuar. Podría profundizar en ciertos detalles y confrontar las concepciones historiográficas de José Luis Romero por ejemplo con las de Pirenne, mostrando cómo las de Romero sobre la ciudad medieval han ido notablemente más allá que las del historiador belga. Podría igualmente señalar las relaciones (¡qué dialécticas e imbricadas!) entre José Luis Romero y la así llamada escuela de los Annales. Pero estas reflexiones, y también otras, ocultarían el peso de la personalidad de José Luis Romero que, en cambio, he tratado de mostrar en sus rasgos más simples y lineales (y por lo tanto más importantes). Más bien prefiero explicar la razón del título que he puesto en el encabezamiento de estas líneas: “Entronque”.

Cada vez que en el curso de una conversación con amigos españoles debo pronunciar la palabra “entronque” vuelve a mi memoria el recuerdo de José Luis Romero. Creo que vale la pena que cuente por qué: no por vanidad autobiográfica sino porque me parece que esta breve historia sirve para presentar, mejor que cualquier discurso, la compleja personalidad del gran historiador que fue José Luis Romero.

El me había invitado a dictar seminarios de Historia económica europea en ese extraordinario vivero que fue el Centro de Historia Social. Tenía que hablar de precios y monedas, demografía y agricultura. O sea, tenía que introducir en aquel rico mundo de la calle Lavalle los temas dominantes en la historiografía europea, y en particular en Annales (donde yo por entonces colaboraba). El día de la inauguración del Seminario José Luis Romero me invitó a almorzar en un restaurante (¿Alexandra? creo que sí) y después fuimos a su oficina del Centro de Historia Social. Conversamos sobre distintos temas; después, llegada la hora de iniciar el Seminario, nos levantamos para ir hacia la sala donde nos esperaban los amigos. Llegados a la puerta se paró y me dijo (cito de memoria, pero son casi sus mismas palabras) “Romano, le recomiendo ¡usted debe mostrar, subrayar, el entronque que existe entre los distintos problemas de los que va a hablar!” ¿Entronque? Yo no conocía la palabra. Entonces, con sus extraordinarias manos de artesano, más que con la voz, me explicó. Habría podido servirse de palabras más o menos complicadas. En cambio me dijo (repito, más con las manos que con la voz): “lo que se hace con los árboles, con la vid”. Fue ésta una de las muchas cosas que José Luis Romero me enseñó. Porque en las oscuras y húmedas (sobre todo para mis bronquios de empedernido fumador) habitaciones de la calle Lavalle, más que enseñar cosas, aprendí muchísimas. Y aprendí entre otras que el problema del entronque es fundamental. No se hace historia (no se hace cultura) sin imbricación, conexión, intercambio de problemas, o sucesivas convergencias hacia un centro. De esto, José Luis Romero ha sido un incomparable Maestro.[13]


[1] Félix Luna, Conversaciones con José Luis Romero, Buenos Aires, Timmerman ediciones, 1976 (2da. ed., Editorial de Belgrano, 1978).

[2] Ibidem. En adelante las citas de estas Conversaciones se harán consignando en el texto el número de la página.

[3] T. Halperin Donghi, “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, en Desarrollo Económico, n. 78, v. 20, Buenos Aires, julio-setiembre de 1980, p. 266.

[4] En Cuadernos de Historia de España, VIII, 1947. Incluído en este volumen.

[5] T. Halperin Donghi, cit. p. 266.

[6] Maquiavelo historiador, Buenos Aires, Nova, 1943 (pero cf. preferiblemente la segunda edición, Buenos Aires, Signos, 1970)

[7] La crisis de la república romana, Buenos Aires, Losada, 1942. Incluido en Estado y sociedad en el mundo antiguo, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980.

[8] Santa Fe, 1933. Incluido en La vida histórica, Buenos Aires, Sudamericana, , en prensa.

[9] México, Siglo Veintiuno, 1976.

[10] El subrayado es de Ruggiero Romano.

[11] “Mitre, un historiador frente al destino nacional”, Buenos Aires, La Nación, 1943 (incluido en La experiencia argentina y otros ensayos, recopilados por Luis Alberto Romero, Buenos Aires, 1980). Es interesante ver también la “Presentación” a: B. Mitre, Historia de Belgrano, Buenos Aires, Eudeba, 1967.

[12] 11 Confrontar con este propósito el hermoso ensayo de L. Zea, “Cultura, civilización y barbarie”, en De historia e historiadores-Homenaje a José Luis Romero, México, Siglo Veintiuno, 1982.

[13] Traducción del original italiano: Teresa B. de Romero y Eva B. de Muñiz.