José Luis Romero: Una semblanza biográfica

LUIS ALBERTO ROMERO

En junio de 1976, dos meses después del golpe que inició en la Argentina la última y sangrienta dictadura militar, apareció en Buenos Aires la primera edición de Latinoamérica, las ciudades y las ideas, de José Luis Romero. La editorial que lo publicó, Siglo Veintiuno Argentina, acababa de ser allanada por los militares; varios de sus directivos fueron puestos en prisión y otros abandonaron el país, y finalmente la editorial fue cerrada. En setiembre de 1976 apareció en México una segunda edición. En diciembre de 1976 apareció el libro Conversaciones con José Luis Romero, un conjunto de entrevistas realizadas un par de meses antes por el historiador Félix Luna; el editor del libro, el periodista Jacobo Timerman, “desapareció” unos meses después, víctima de la represión militar. Pese al clima opresivo, mi padre esperó con muchas expectativas ambas publicaciones: pensaba que, en el duro ciclo que se iniciaba, su palabra y su presencia podían ayudar a salvar algo de lo mucho que empezaba a ser destruido. Pocos meses después, en marzo de 1977, murió imprevistamente, en Tokio, durante una reunión de la Universidad de las Naciones Unidas. Faltaban pocos días para que cumpliera 68 años.

La repercusión inicial de Latinoamérica, las ciudades y las ideas fue escasa. En la Argentina, las aulas universitarias estaban vacías y quienes podían leerlo con interés estaban muertos, exiliados o encerrados en sus casas. Tampoco interesó al mundo académico internacional: prácticamente no hubo comentarios en los Journal, quizá porque el libro no seguía los cánones formales, no tenía citas a pie de página ni recogía las “cuestiones en debate”. El libro fue conociéndose lentamente: Tulio Halperin Donghi señaló su calidad excepcional; Richard Morse, Jorge Enrique Hardoy, Angel Rama y Leopoldo Zea lo hicieron leer a sus alumnos, y Rafael Gutiérrez Girardot emprendió una tarea casi misional de difusión, que remató años después en una edición clandestina, realizada en Medellín por un grupo de seguidores suyos, ávidos lectores que no podían acceder a un ejemplar de una obra casi recóndita. Poco a poco el libro hizo su camino: por gestión de Ruggiero Romano se tradujo en Italia, y por la de Juan Carlos Torchia Estrada en los Estados Unidos; luego  se reeditó en Colombia y ahora llega a Brasil, por el empeño de otro de los buenos y fieles lectores, el profesor Afonso Carlos Marques dos Santos.  En buena hora. Latinoamérica, las ciudades y las ideas no solo es una interpretación sugerente de la historia de América Latina, sino también una de las obras más logradas de un historiador notable y singular.

El joven historiador

José Luis Romero nació en Buenos Aires en 1909. Sus padres y sus siete hermanos eran españoles, recién llegados a la Argentina. Unos años después murió el padre, y “el niño” quedó a cargo del hermano mayor. Francisco Romero era militar, ingeniero, y también uno de los más destacados filósofos de la Argentina; transmitió a José Luis en el gusto por la historia, las novelas, la filosofía y el meccano, un juego de piezas metálicas con el que podían construirse puentes, barcos o casas. Juntos frecuentaban a Alfredo Palacios, el conocido político socialista, que vivía muy cerca de la casa familiar, en el viejo Palermo. En la adolescencia José Luis, que estudió en la Escuela Normal “Mariano Acosta”, agregó un nuevo entretenimiento, el boxeo, y desarrolló un físico vigoroso y compacto. A los veinte años era un apasionado de la música moderna –que trajo a Buenos Aires Ernest Ansermet-, la ópera y la pintura; con dos amigos, Horacio Coppola y Jorge Romero Brest –que habrían de ser un excepcional fotógrafo y un excelente crítico de arte-, editó en 1929 una revista de humanidades, arte y literatura, Clave de sol.

Por entonces Francisco –que se había retirado del Ejército y era profesor de la Universidad de La Plata- lo llevó allí  para estudiar historia. No se entusiasmó demasiado con sus profesores, cultores del documentalismo erudito, salvo con Pascual Guaglianone, orientalista, humanista y algo anarquista. Con él, y luego con Clemente Ricci en Buenos Aires, se orientó hacia la historia antigua y se doctoró finalmente en 1939 con una tesis sobre los Gracos y la crisis de la república romana. Por entonces, la Plata tenía una intensa vida intelectual, en la que brillaba Alejandro Korn, filósofo, maestro de su hermano, y en torno de él, un amplio círculo de jóvenes intelectuales, partidarios de la Reforma Universitaria y del socialismo. Allí, José Luis trabó amistad con Arnaldo Orfila Reynal –luego fundador de la Editorial Siglo Veintiuno-, y se convirtió en discípulo de don Pedro Henríquez Ureña, destacado intelectual y humanista dominicano, de quien recibió, en los bisemanales viajes en tren a La Plata, las más variadas lecciones sobre las humanidades y la vida.

Francisco Romero y Pedro Henríquez Ureña fueron los dos maestros reconocidos por el joven historiador, que en 1933 se casó con una platense graduada en filosofía, Teresa Basso. A fines de 1935 la pareja emprendió un largo viaje por Europa: en el barco José Luis escuchó a la soprano Claudia Muzio, una de sus pasiones, que cantó para los pasajeros; en París trató con todo el mundo intelectual y político, incluyendo al socialista Leon Blum; allí, en Alemania, en Bélgica, en Inglaterra y en España, empezó a tomar contacto con lo que sería su gran tema de estudio: la cultura occidental. A poco de regresar, pronuncíó en la Universidad de Santa Fe una conferencia sobre La formación histórica, que hoy puede leerse en uno de sus libros, La vida histórica. Como ha subrayado Tulio Halperin Donghi, el joven de 27 años formula allí su proyecto completo de historiador, que desarrolló casi puntualmente a lo largo de los cuarenta años siguientes.

El proyecto

El proyecto consistía en el estudio del “mundo occidental”: el núcleo originario, constituido en el rincón del Imperio romano en disgregación, y las sucesivas áreas incorporadas durante sus sucesivas expansiones, desde la inicial del siglo XI, con las Cruzadas, hasta la más reciente del siglo XIX y XX. La del siglo XVI incluyó en la órbita del mundo occidental a Latinoamérica y a la Argentina, y las hizo parte de ese proceso, con muchos rasgos comunes y otros tantos específicos: en un juego de iluminaciones recíprocas, estudiar el núcleo europeo central permitía entender lo argentino y latinoamericano, y a la inversa.

El núcleo inicial se constituyó en la crisis del Imperio romano, recogiendo y reelaborando los legados del mundo clásico, del germano y del cristianismo para dar origen a algo nuevo: el mundo occidental. Al adoptar esta periodización, José Luis Romero también trazaba una línea entre su período inicial de historiador de la antiguedad greco romana y este nuevo, en el que durante mucho tiempo se definió como medievalista, antes de identificarse como historiador de las burguesías y del mundo urbano.

En la llamada Edad Media distinguió el largo proceso de conformación, estabilización y ordenamiento del mundo feudal –el “orden cristiano feudal”-, y un nuevo proceso de génesis, crisis y “revolución”: el surgimiento del mundo burgués, en las nuevas o renacidas ciudades amuralladas, la formación de una sociedad profana y de una mentalidad disidente respecto del orden cristiano feudal. Al momento inicial de la emergencia –tal es el sentido que asignaba a esa “revolución”- seguía el largo proceso de acomodamiento de lo viejo y lo nuevo en el marco de la sociedad feudoburguesa y de los estados absolutistas luego, donde la nueva mentalidad –eje central de las preocupaciones de José Luis Romero- permanecía latente o “encubierta”.

La tercera crisis de transformación que estudió cubre el siglo XVIII y culmina con el triunfo pleno en el núcleo europeo, del mundo burgués y capitalista y de la nueva mentalidad, que se formula en términos claros y distintos con la Ilustración y el liberalismo: humanismo, sociedad contractual, voluntad popular, ciencia empírica y legal, en un arco que une a Goethe con Darwin. La última crisis, que correspondía ya a su experiencia personal, era la del mundo burgués, anunciada por el romanticismo y desencadenada con el fin de la Primera Guerra Mundial. En medio de la caducidad de muchos valores del mundo burgués, el socialismo aparecía como una alternativa que, antes que negarlos, los llevaba hasta sus últimas consecuencias.

Junto con este proyecto de investigación y de interpretación, al que sería fiel durante las cuatro décadas siguientes, el joven José Luis Romero formulaba en 1937 las bases de una teoría de su objeto de estudio, la “vida histórica”, que a su juicio debía tener una entidad epistemológica similar a la de “naturaleza” en el mundo de las ciencias naturales. Es posible reconocer allí la influencia de muchas lecturas: Dilthey, Weber, Simmel, Marx, Durkheim, Cassirer, Ortega y Gasset, así como muchos historiadores, de Huizinga a Bloch o Curtius. Pero sobre todo era una teoría “empírica”, nutrida en la experiencia del historiador. En ella se subrayaba el carácter total de la realidad histórica, a la que en principio no era ajena ninguna experiencia humana. José Luis Romero llamó “cultura” a ese ámbito de integración, y se definió como un historiador de la cultura. Luego señaló su complejidad, su organización en diversas instancias, y sobre todo la peculiar dialéctica, que constituía el meollo de la vida histórica, entre lo que llamaba el “orden fáctico” y el “potencial”, entre el proceso creador y lo creado, entre la realidad, siempre cambiante, y las distintas imágenes que los actores construyen de ella.

A diferencia de las restantes ciencias sociales, que atienden sobre todo a lo creado –estructuras, instituciones, formas de organización-, y por ello desarrollan un enfoque sistemático, la historia en cambio debía hincar en la vida histórica misma, en la permanente construcción y reconstrucción de esos sistemas. Su concepción era absoluta y radicalmente historicista. Quizá por eso le apasionaba, sobre todo, el momento de la creación. Historiador de las crisis –desde la crisis de la República romana hasta la crisis del mundo burgués-, perseguía en cada una de ellas – ha señalado Ruggiero Romano- el instante de la emergencia de lo nuevo por entre los resquicios del mundo constituido, el momento de tensión entre lo creado, consolidado en estructuras irrevocables, y el impulso creador de la acción humana.

Aunque hacía del rigor la base misma de su tarea profesional, José Luis Romero no compartía la confianza en una supuesta objetividad, que era por aquel tiempo –mucho agua ha corrido desde entonces- habitual entre los historiadores. Sumergida en la vida histórica, la ciencia histórica  no podía aspirar a un conocimiento objetivo de acuerdo con el paradigma de las ciencias naturales. El rigor es condición necesaria del saber histórico, tanto en la búsqueda de datos como en su análisis, pero la comprensión implica necesariamente una dosis de subjetividad y compromiso, implícita en toda conciencia histórica. 

José Luis Romero empezó a buscar esta clave en el análisis del pensamiento historiográfico, atendiendo principalmente a las cambiantes modalidades de la conciencia histórica. Saber histórico, de los profesionales, y conciencia histórica, de la sociedad, conviven en un productivo conflicto. La conciencia histórica, más o menos sustentada en un saber riguroso, es la que da al sujeto histórico –un grupo, una clase, un pueblo- las respuestas acerca del mundo en que vive, de su propia identidad y también del futuro por construir, pues percibir la historicidad de la realidad y descubrir sus tendencias constituía para José Luis Romero el paso inicial de la acción –la inexcusable acción, solía decir- con la que el futuro se moldearía. De esa convicción acerca de la capacidad de los hombres para construir su futuro -aún sin saber exactamente cómo lo hacen- surgía su radical optimismo acerca de la inteligibilidad del proceso histórico y de su sentido mismo.

El trabajo de un artesano

Ruggiero Romano decía que la gente común tiene muchas ideas, y las cambia con facilidad; los “pequeños maestros” tienen cinco o seis ideas en su vida, y los grandes maestros una sola. José Luis Romero fue historiador de una idea, que desarrolló, profundizó y enriqueció a lo largo de toda su vida. Desde principios de la década de 1940, comenzó a desarrollar su programa. Alternando estudios monográficos sobre la historia medieval –aprovechando la presencia y las enseñanzas del gran historiador español Claudio Sánchez Albornoz, exiliado en Buenos Aires-, con algunas obras de síntesis: El ciclo de la revolución contemporánea, de 1948, La Edad Media, de 1950 y La cultura occidental, de 1953. A través de monografías sobre distintos historiadores, y sobre todo en su libro De Heródoto a Polibio, de 1952, sobre historiografía griega, desarrolló y afinó su idea sobre la vida histórica. También comenzó a incursionar en la historia argentina y latinoamericana, y en 1946 publicó uno de sus libros clásicos: Las ideas políticas en Argentina.

Artículos o libros, a menudo encargados, eran en su proyecto general las piezas de un rompecabezas. Este fue madurando en su primera gran obra, La revolución burguesa en el mundo feudal, un estudio sobre los orígenes de la burguesía y las nuevas mentalidades entre los siglos XI y XIV. Comenzó a trabajar en ella hacia 1950 y la concluyó en 1967; a lo largo de esos años escribió muchas otras cosas, y tuvo activa participación en cuestiones públicas, pero en ningún momento dejó de avanzar en un trabajo donde el extremo rigor profesional se combinaba con el desarrollo del gran proyecto trazado en su juventud.

En 1967, casi llegando a los sesenta años, ya retirado como profesor universitario, y en su plenitud intelectual, trazó un plan para aprovechar los veinte años de vida útil que esperaba todavía tener. En primer lugar, continuar el camino, iniciado con La revolución burguesa en el mundo feudal, con otros tres libros que completarían la saga del mundo burgués hasta el siglo XX. Luego, un libro sobre América Latina centrado en las ciudades y el mundo urbano y otro sobre ciudades europeas. Finalmente, dos libros de índole teórica: una “Estructura histórica del mundo urbano” y una “Vida histórica”. A principios de 1977 había publicado Latinoamérica, las ciudades y las ideas y casi había concluido Crisis y orden en el mundo feudoburgués, una obra publicada luego de su muerte,  que desarrollaba los temas de La revolución burguesa hasta mediados del siglo XVI.

Los otros libros estaban en distinto grado de desarrollo –de La vida histórica solo faltaba la redacción-, pero por lo que recuerdo, todo estaba ya en su cabeza, claro y distinto. Trabajaba en ellos con un estilo artesanal, que era el adecuado tanto para su personalidad como para las circunstancias profesionales en que le tocó vivir. Tulio Halperin Donghi ha señalado su situación casi constitutivamente marginal en el medio historiográfico argentino. Europeísta, interesado en la historia de la cultura y de las ideas, era mirado por sus colegas argentinos, eruditos documentalistas, más como un “filósofo” que como un historiador. En términos profesionales, casi nunca tuvo un empleo estable. Cuando todavía no tenía un lugar permanente en la universidad, fue separado de ella en 1945, al producirse el advenimiento del peronismo. Poco después consiguió un puesto en la Universidad de la República, en Uruguay, y viajó semanalmente a Montevideo hasta 1953, cuando el gobierno peronista prohibió estos viajes. Luego de la caída de Perón en 1955, fue designado en 1958 profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y organizó el Centro de Estudios de Historia Social. Fue el único período de normalidad profesional que conoció, aunque estuvo afectado por su designación como Decano de la Facultad, entre 1962 y 1965. Ese año renunció al cargo de Decano y al de profesor, se jubiló y se concentró en su casa de Adrogué, donde vivíamos desde 1948, y en su escritorio.

En realidad, toda su vida de historiador se desarrolló en ese escritorio, con una ventana al jardín, donde trabajaba con método y disciplina. Visto a la distancia, me asombra la relación entre la vastedad de su proyecto, casi desmesurado, y la precariedad de sus medios. Pero encontró una forma de combinar ambas circunstancias. Carente de buenas bibliotecas –las bibliotecas públicas, como muchas otras cosas, entraron en decadencia en la Argentina luego de 1930-, fue armando la suya, que era todo lo buena que puede ser una biblioteca particular, y se acostumbró a arreglarse con lo que estaba al alcance de su mano. Desde su juventud, tenía bien leída toda la filosofía, toda la literatura y los clásicos de la historiografía. Luego, en sus viajes se proveía de libros nuevos; progresivamente se fue desinteresando por las novedades, a medida que sus ideas iban cobrando forma y lo absorbían, y no se interesaba por las discusiones académicas ni por las “cuestiones” en debate: recuerdo el espanto de un joven historiador, que lo frecuentaba, al enterarse de que mi padre no se preocupaba por las revistas académicas.

En cambio, lo obsesionaba la información, los datos y referencias que le permitían desarrollar y dar forma a sus ideas. Poseía una buena colección de fuentes éditas sobre el período medieval, muchas de ellas microfilmadas durante una estadía en la Widener Library de Harvard, en 1950. Dispuesto a arreglarse con lo que tenía a mano, organizó un vasto archivo de recortes, ordenado según los temas de los libros que pensaba escribir. A medida que las ciudades y el mundo urbano fueron convirtiendose en el centro de sus preocupaciones, agregó a eso una amplia y heterogénea colección de planos y de imágenes de ciudades. En los últimos años, recurría permanentemente a un Diccionario Larousse en diez volúmenes, editado en el siglo XIX.

Pero en realidad, para José Luis Romero todo lo que formaba parte de su experiencia era una “fuente”, no solo porque sabía qué es lo que buscaba sino porque había desarrollado un talento especial para exprimir cada cosa y sacarle el jugo adecuado para alimentar su proyecto. Yo diría que estaba interrogando al mundo permanentemente. La literatura, en primer lugar, desde Dante hasta una película o una novela policial, leída en una noche de insomnio, pero en la que aparecían marcadas las referencias a los barrios bajos de Nueva York o Chicago. Las ciudades luego: viajó mucho, por Europa y por América Latina, recorrió palmo a palmo más de cien ciudades –las tenía listadas- y las exprimió literalmente, ayudado por las Guías Michelin, que le resultaba tan útiles como el Larousse: información pura, sin ideas.

Nada ilustra mejor este formidable emprendimiento heurístico, mantenido desde el principio hasta el fin de cada día, que su relación con los amigos y conocidos. Mi padre era muy sociable, disfrutaba conversando y encantaba a quienes lo oían. Pero escuchaba atentamente, a la gente más diversa, y tomaba nota de formas de pensar, valorar o expresar, que –me doy cuenta ahora- iba ubicando en sus casilleros. Recuerdo sobre todo las largas conversaciones con dos albañiles, italianos y comunistas, que hacían arreglos en la casa de Adrogué, y con otros dos, italianos y fascistas, que construyeron la casa de Pinamar, junto al mar, donde pasaba buena parte de su tiempo. También recuerdo una ficha, de las no muchas que usó para escribir Latinoamérica, en la que decía simplemente “Prudencio”; le pregunté para qué le podía servir eso y me explicó que se trataba del filósofo boliviano Roberto Prudencio, con quien había compartido una larga espera en un aeropuerto. Allí, botella de whisky de por medio, Prudencio le había expuesto sus ideas sobre América Latina, que mi padre me explicó detenidamente, o al menos la parte de ellas que le había interesado para entender lo que le preocupaba.

Su pericia de historiador transformaba este conjunto desparejo y heterogéneo de información en historia de primera calidad. Partía de una idea general y la desarrollaba en sucesivos esquemas, desagregándola en partes y subpartes; a la vez, agregaba a los esquemas provisorios los datos y referencias concretos –un nombre, una ciudad, una obra, una práctica social- que iluminaban y daban sustancia al pensamiento en desarrollo. Hacía y rehacía los esquemas, con “obstinado rigor”, su fórmula favorita para caracterizar el oficio de historiador. Gradualmente se iban desarrollando, hasta que la realidad había sido desmenuzada en su partícula más elemental. Entonces estaba listo para escribir.

Lo hacía con gran disciplina, sin desbordes, calculando exactamente cuánto quería desarrollar cada punto. Con ese rigor extremo, lograba en el acto de escribir el pequeño milagro de recuperar la “vida histórica” en toda su vitalidad. Creo que había otro milagro, que se puede apreciar muy bien en Latinoamérica: escribir con extraordinaria claridad, precisión y elegancia, y a la vez desarrollar ideas extremadamente complejas, de esas que solo se van revelando en lecturas sucesivas.

En suma, el trabajo de un artesano. José Luis Romero lo era en otro sentido también: en sus descansos del trabajo intelectual era carpintero y jardinero, o más exactamente diseñador de parques. No era especialmente hábil o fino en su trabajo: la carpìntería era de tornillo y algo de encastre; no se desvivía por las flores, sino más bien por los árboles, los cercos y los macizos de plantas. Pero todo era vigoroso, sólido y de perfir definido. Desde 1948 arregló sistemáticamente su casa de Adrogué y en 1958 construyó la de Pinamar. Entonces –no tenía dinero para comprar muebles- fabricó el moblaje básico –cinco camas, dos mesas, varios bancos y lámparas- con un diseño modular que se parecía al meccano de la infancia. Frecuentemente había en su escritorio diseños de estos muebles, concebidos en las pausas de su tarea, con la misma precisión analítica de sus trabajos de historiador. La casa de Pinamar estaba en la punta de un médano de arena, que durante los veranos él transformó en un parque. Con un instrumental mínimo: una pala, un rastrillo y una carretilla construida con un viejo triciclo, y ayudado a veces por un hijo no muy predispuesto, movió masas enormes de arena, fabricó declives y terrazas, fijó médanos, plantó, sembró y regó. Y luego, descansó.

Aquí también desarrolló un “gran proyecto”, siempre inconcluso: terrazas, caminos, cercos, una fuente y muchos lugares para sentarse por la tarde –trabajaba sólo por las mañanas-, y fumar su pipa, tomar su whisky, mirar, planear lo que haría al día siguiente, y también pensar en la historia.  Un día leí su explicación sobre la manera en que la mentalidad burguesa elabora, en los siglos medievales, una nueva relación entre el hombre y la naturaleza: el distanciamiento del medio natural, su transformación en paisaje ordenado y racional, la contemplación y el disfrute estético, desde una ventana o una terraza, su fijación en un cuadro, desde Giotto a Corot. Entonces me di cuenta de que jamás dejaba de pensar en la historia, de integrar permanentemente lo que hacía, lo que veía o lo que leía, dentro de una única, inmensa y variada explicación.

El historiador militante

Esa explicación llegaba con naturalidad hasta el presente, pues José Luis Romero estaba vitalmente convencido no solo de poder explicarlo desde la historia sino de que la legitimidad misma del trabajo del historiador residía en la posibilidad de decir algo sobre el presente. Algunos de sus últimos textos se refieren a fenómenos culturales contemporáneos, como el disconformismo, o a los problemas de la Argentina de 1975, como el capítulo agregado a la última edición de Las ideas políticas en Argentina o un breve artículo, “Antes de disgregarnos”, donde examina la coyuntura argentina a la luz de toda la historia anterior. Esto era algo más que una postura intelectual. José Luis Romero solía definirse como un ciudadano, comprometido con un proyecto para la sociedad, donde se potenciaban algunas de las líneas de desarrollo que el historiador percibía. Era socialista, porque estaba convencido de que el socialismo implicaba la realización plena de los valores de la cultura occidental –la libertad, la igualdad, el humanismo- y actuó en consecuencia. En esas ocasiones, el rigor reflexivo dejaba paso a la acción, y allí reaparecía el artesano, seguro de sus manos, y también el boxeador juvenil, convencido de poder responder por sus opiniones con el cuerpo, si era necesario.

Fue un militante, pero de coyuntura, cuando creyó que había algo importante en juego merecedor del sacrificio de las horas de trabajo en su escritorio. De joven fue reformista y socialista; probablemente adquirió sus convicciones frecuentando el círculo de Alejandro Korn, y las reforzó la amistad con Arnaldo Orfila Reynal; con él compartió el escaso entusiasmo por la dirigencia del Partido Socialista, encabezada por entonces por Nicolás Repetto. De ahí que su simpatía socialista no se tradujo en militancia, ni siquiera en afiliación. Similares reservas le producía el comunismo, por entonces en boga en su ambiente y entre sus amigos, ante el que tenía sentimientos encontrados. Se negaba a identificar su socialismo con el stalinismo, pero también se negaba a alinearse en el pujante mundo del anticomunismo.

En 1945 decidió que había llegado la hora del compromiso y se afilió al partido Socialista. En 1946 finalizó su libro Las ideas políticas en Argentina con un epílogo que abría un intento de comprensión del peronismo, distinguiendo al dirigente de las masas que lo apoyaban. En el mismo sentido, escribió el editorial de uno de los números de El Iniciador, el periódico que editaba Orfila y que se enfrentaba con la posición oficial del partido Socialista, categóricamente antiperonista. La clave de sus ideas de entonces se encuentra en El ciclo de la revolución contemporánea, de 1948: refiriéndose genéricamente al fascismo hace la misma distinción entre dirigentes y masas y utiliza el argumento de las “astucias de la razón” para explicar cómo esos movimientos –y no vaciló en calificar al peronismo de “fascismo”- contribuían por caminos laterales al avance del socialismo.

En 1955, con la caída de Perón, comenzó una década de activa militancia. Ese año fue designado –por imposición del movimiento estudiantil- interventor de la Universidad de Buenos Aires y actuó con firmeza, y hasta con dureza, para desplazar a los sectores católicos integristas que habían dominado la Universidad durante el peronismo; en su breve gestión –apenas siete meses- puso en marcha el brillante experimento de la universidad reformista, que se desplegó hasta el golpe de estado de 1966. En 1956, apenas dejado el rectorado, un grupo de jóvenes socialistas, deseosos de renovar el anquilosado partido, lo llevó a la militancia activa. Se trataba de abandonar el tradicional antiperonismo “gorila” y ofrecer una alternativa comprensiva y de izquierda para los trabajadores. José Luis Romero acompañó a Alfredo Palacios y Alicia Moreau de Justo en un emprendimiento que culminó en la ruptura con la dirigencia tradicional -Américo Ghioldi, Nicolás Repetto- y la división del partido. También acompañó a los jóvenes socialistas en el primer tramo de su radicalización, hasta 1962, cuando una parte de ellos optó por integrarse en el peronismo y otra parte eligió el camino de la lucha armada.

En 1962 precisamente fue designado Decano de la Facultad de Filosofía y Letras y pudo contribuir con eficacia al proyecto de la moderna Universidad reformista, rigurosa y actualizada. A la vez, vivió desde su cargo los primeros episodios de la radicalización estudiantil, que culminaría en los setenta. José Luis Romero ya pertenecía al género de los “maestros de juventudes”, respetado por su autoridad intelectual y también personal: con frecuencia debió poner literalmente el cuerpo para evitar el desborde de los activistas; a la vez, tenía que enfrentar a los sectores más tradicionales y reaccionarios, que reclamaban la intervención de la díscola Facultad, para acabar con la “subversión”. José Luis Romero representaba en ese momento el equilibrio inestable entre modernización científica y cultural y radicalismo político, que habría de romperse luego de 1966. En 1965 percibió ese final inevitable; entonces decidió renunciar y volver a su escritorio.

Junto con esta militancia política coyuntural, José Luis Romero practicó la militancia cultural, de manera sistemática e ininterrumpida. En la década de 1940 participó activamente en el Colegio Libre de Estudios Superiores, una suerte de Universidad paralela, y hacia 1950, como profesor de la Universidad de la República, organizó un grupo dinámico y renovador dedicado a la “historia de la cultura”. En 1953 fundó Imago Mundi. Revista de historia de la cultura. Allí reunió a lo mejor del mundo intelectual por entonces excluido de la Universidad –comenzando por su hermano Francisco- y a un grupo más joven, que tenía vínculos con otra revista alternativa: Contorno. El propósito, ajustado a su proyecto de historiador, era contribuir desde Buenos Aires a la discusión de la historia de la cultura del mundo occidental, en sus más diversas expresiones. Pero a la vez, el grupo comenzó a constituirse como una alternativa en el campo cultural, preparada para el fin del peronismo, y de hecho la mayoría de sus miembros acompaño a José Luis Romero en su experiencia universitaria de 1955.

En 1958 ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras y creó una cátedra nueva: Historia Social, a la que pronto se adosó un centro de estudios. Lo rodeó un grupo de jóvenes historiadores, y otros que venían de campos afines –la sociología, la literatura, la filosofía, la economía-, atraidos por la perspectiva integradora de la historia social. Simultáneamente, Gino Germani organizaba la carrera de Sociología, y entre ambos grupos surgieron estrechas relaciones, materializadas en un proyecto de investigación sobre el impacto de la inmigración masiva, un tema que José Luis Romero había propuesto como crucial para comprender la “Argentina moderna”.

“Historia social”, es decir la gente de la cátedra y el centro de estudios, se convirtió en un poderoso núcleo de transformación del campo historiográfico argentino, y de las ciencias sociales en general, al punto que la fórmula “Historia social” –en rigor, un nombre ocasional, que José Luis Romero hubiera con gusto cambiado por Historia de la cultura- se convirtió en sinónimo de nueva historia. Allí se entrecruzaron las influencias de la Escuela de los Annales, las de la sociología norteamericana, la nueva historia económica, influidas por las ideas del desarrollo y modernización, y el marxismo, en boga entre los más jóvenes.

En su curso de Historia Social General, José Luis Romero terminó de dar forma a su propuesta de interpretación del proceso histórico de la cultura occidental, y en seminarios reducidos, dirigidos a jóvenes investigadores, supo abrir panoramas, proponer temas y perspectivas y enseñar a interrogar a las fuentes –las más diversas fuentes, según su experiencia- ayudando a cada uno a encontrar su tema y su camino. No fue un patrón –de esos con “discípulos”, un poco amanuenses, un poco escuderos, como se estilaba por entonces- sino un maestro.

Aunque era respetado, en realidad, la mayoría marchaba entonces por un camino intelectual distinto. José Luis Romero no era un seguidor acrítico de Annales, y sus coincidencias con algunos de los historiadores franceses, con quienes dialogaba de igual a igual, eran el resultado de trayectorias independientes. Tampoco era un devoto de la historia económica, ni “marxista”, en los términos en que por entonces se entendía esto. Sus preocupaciones por la historia de la cultura parecían a muchos cosa del pasado, superada por las sólidas verdades de la historia económica y de un marxismo duro y dogmático. Entre los estudiantes y jóvenes graduados, y aún entre quienes podrían llamarse sus discípulos, era común preguntarse si José Luis Romero era “marxista” –una pregunta por entonces decisiva-, y la respuesta solía ser negativa: quienes le reprochaban no comprometerse suficientemente en la trayectoria del grupo socialista más radicalizado criticaban su manera de hacer historia, poco economicista, escasamente determinista, poco atenta a los modos de producción y demasiado preocupada por cuestiones superestructurales. Esto también contribuyó a su alejamiento de la Universidad en 1965.

Allí cerró un ciclo de militancia cultural que, sin embargo, no abandonó definitivamente, pues siguió dando cursos y conferencias, como lo había hecho toda su vida, por esa convicción, tan propia de los socialistas, acerca de la importancia de la divulgación cultural. Era un profesor cautivante, en cualquier lugar donde hablara: una clase de doscientos alumnos, un foro académico o una conferencia en el centro socialista de una pequeña ciudad. Sus clases tenían una combinación muy precisa de rigor y pasión, la misma que sus lectores encuentran hoy en sus libros. Esa notable capacidad puede percibirse en su libro Estudio de la mentalidad burguesa, que es la transcripción de uno de sus cursos y conserva mucho del sabor de la clase original. El desarrollo intelectual era impecable y la síntesis de problemas complejos era clara, precisa, aunque nunca banal. Además tenía la capacidad de relacionar y unir todo; sabía encontrar el registro de cada oyente y darle la referencia precisa –un hecho, una anécdota, una obra de arte, un edificio, un nombre- con la cual lo que estaba oyendo, asi fuera el desarrollo de la escolástica en la Edad media, se convertía en parte de su propia historia, y quien lo oía se sentía copartícipe de una apasionante aventura intelectual.

Pero además, lo que cautivaba al oirlo era descubrir –en una ceremonia casi mágica- que la historia tenía un sentido. Un sentido no metafísico sino humano, profano. En sus palabras, todos entendíamos que la acción humana avanzaba en la historia hacia ciertas metas, ciertos fines, que surgían del proceso mismo de la sociedad pero también –tensa combinación- de la elección del hombre, de sus valores. José Luis Romero estaba convencido de que la historia avanzaba hacia el socialismo, solo que por caminos inescrutables, tales que suscitaban la admirada curiosidad del historiador, asombrado por la ingotable creación de la acción humana.

En 1965 volvió a su escritorio y a su jardín. En la época que se iniciaba, de pasiones revolucionarias y de negra reacción, nadie lo consideró de los suyos, ni la izquierda, radicalizada y peronizada, ni por supuesto la derecha. Hacia 1970 comenzó a trabajar en Latinoamérica, que conocí, en su primera versión, a fines de 1974. Por entonces yo no seguía muy de cerca lo que mi padre estaba haciendo, y me sorprendí al ver el libro terminado; cuando lo leí, quedé deslumbrado. Seguí descubriendo la enorme riqueza del libro después de su muerte; cuando lo utilicé como texto en clases o seminarios, fui encontrando –al igual que en sus otros libros- el planteo precursor de muchas cuestiones en boga en los ochenta y los noventa, y particularmente las relativas a los problemas culturales.

Latinoamérica, las ciudades y las ideas es un libro singular. Sin recoger específicamente ninguna de las discusiones académicas, participa de ellas y ofrece una respuesta original. En primer lugar, una interpretación de conjunto de ese objeto esquivo que es la historia de América Latina, a partir de una propuesta simple: la unidad del estímulo, derivada del hecho colonial, y la diversidad de las respuestas. La interpretación, que nace de las preocupaciones de su autor por la historia del mundo occidental, se apoya en las ciudades fundadas, primera materialización del dominio colonial, y proyeción inicial en un nuevo continente de la sociedad feudoburguesa que lo conquistó. Apenas fundadas, los núcleos originarios inician una compleja relación con la sociedad existente y con la que resulta del contacto: la tesis de Sarmiento aparece reformulada en torno de la tensión, conflicto e integración entre la ciudad y el campo, a lo largo de distintos momentos, desde la ciudad hidalga del siglo XVII hasta la ciudad de masas en el siglo XX.

En ese sentido, Latinoamérica ocupa un lugar clave dentro del proyecto historiográfico de José Luis Romero. Poco puede agregarse a lo que él ha sintetizado en la introducción. Pero además, es una exposición cabal, quizá la más lograda, de lo que entendía por el “punto de vista histórico cultural”, una perspectiva que resulta de notable actualidad. En cada uno de los capítulos se recorre sistemáticamente las áreas principales de la vida histórica: la organización económica, la sociedad, el gobierno y la política, las formas de vida, las mentalidades y las ideologías. En cada caso sin embargo, el orden es distinto, según el juego de las relaciones y las prioridades, pues lo que le preocupaba no era la taxonomía sino la articulación en un conjunto cuyo diseño total nunca se pierde de vista. Las más diversas cuestiones teóricas acerca de sujetos, prácticas, representaciones, dialécticas –que estaba sistematizando en La vida histórica-, aparecen aquí en obra. Pero se llega a ellas en una segunda lectura, analítica. La primera lectura, y también la última, muestra sin duda la vida histórica viviente: el cuadro bullente de la gente, tal como también se lo encuentra en muchas de las novelas que nutren este libro. A veces, me parece que escribía como Balzac, como Pérez Galdós o como Jorge Amado. Creo que la comparación le hubiera gustado.