GREGORIO WEINBERG
Hombre de principios, de compromiso: una conducta. Su sabiduría impregnaba todo lo que dijo, escribió o hizo. Sus actitudes se caracterizaron siempre por su transparencia: ni agachadas ni desencanto; coraje para pensar con dignidad y expresarse con libertad; se exigía y reclamaba autenticidad.
Como intelectual poseedor de un espíritu crítico y creador fue uno de los hombres más notables y representativos de su tiempo conmovido. Estaba íntimamente entroncado con la gran tradición argentina de pensadores como Sarmiento, Justo y Martínez Estrada. Además, su vocación y actividad política le facilitaron algo para lo cual estaba profesionalmente tan dotado: la comprensión de los complejos procesos sociales y el ejercicio de pensar “en grande”.
Anhelaba una democracia efectiva con participación creciente, respeto por lapersonalidad de los pueblos y aseguramiento de todos los derechos para todas las personas.
De su vasta obra e influencia destacaremos hoy unos pocos aspectos.
Romero fue un gran historiador porque era bastante más que un profesional avezado, excepcionalmente calificado por el rigor de su formación, lo actualizado de su información, su capacidad de elaborar grandes síntesis, formular abarcadoras explicaciones o iluminadoras periodizaciones; además poseía virtudes innatas para formar, sin proponérselo, discípulos y despertar fidelidades y devociones.
A esto súmese el atractivo que ofrece la vibración contemporánea que se desprende de su obra toda, rasgo que quizás expliquen sus propias palabras: “La historia no se ocupa del pasado. Le pregunta al pasado cosas que le interesan al hombre vivo, aparte de ser un poco la ciencia de las ciencias. Yo diría el saber de los saberes”.
Siempre lúcido advirtió acerca de las dificultades que plantea el propósito de abordar fenómenos nuevos con categorías pretéritas; de donde el desafío de forjar nuevas herramientas conceptuales, labor a la cual contribuyó talentosamente. Estimuló a su vez a sus discípulos y lectores a enriquecer y renovar los instrumentos y las técnicas de investigación. A nuestro juicio la profunda y sutil coherencia de su pensamiento histórico, evidente en sus grandes libros, sus ambiciosos ensayos, sus clases magistrales y hasta en sus trabajos de menor aliento o circunstanciales, se explica, en parte por el hecho de poseer Romero una cosmovisión orgánica, a la cual debe añadirse su singular sensibilidad humana y artística, y un sentido ético que todo lo impregnaba.
Alguna vez se nos ha ocurrido relacionarlo con Vicente Fidel López, acaso el primero de los nuestros que, con espíritu juvenil, se atrevió con la historia universal.
No menos importancia atribuimos a El ciclo de la revolución contemporánea (1948), uno de los grandes ensayos escritos fuera del Viejo Mundo para entender la honda crisis planetaria de la cual aún no pudimos zafar, y donde sostenía la necesidad “de defender todos los bienes de la cultura al precio de la vida; porque la vida carece de valor si ellos perecen; ellos aseguran la significación eminente de la vida humana, la necesidad de la libertad del individuo y la obligación de defender su dignidad…” Para evaluar el alcance y sentido profundo de estos conceptos recuérdese en qué circunstancias nacionales e internacionales fueron enunciados.
Quedan de su entrañable preocupación por el país, Las ideas políticas en Argentina de 1956 (con catorce ediciones a la fecha); El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX, la valiosa compilación realizada por la devoción filial de sus hijo Luis Alberto en La experiencia argentina; y tantos otros estudios, corroboran que estamos frente a un pensador de excepcional lucidez y comprometido sin ofuscación, de aquellos que hacen historia en todas las acepciones del concepto, porque la conocen, la escriben, la sienten intensamente y porque, como alguna vez lo hemos escrito: “saben escrutar por debajo de las corrientes de aguas enturbiadas por la agitación de los movimientos subterráneos y reconocer los cauces y los rumbos; y sin ignorar la gracia de los cantos rodados comprenden que ellos son la expresión visible de complejas estructuras geológicas que los generan”.
Y entre ambas dimensiones, la universal y la nacional, casi como articulándolas, escribió uno de los libros capitales de la historiografía continental: Latinoamérica: las ciudades y las ideas, obra perdurable tanto por su contenido como por su factura literaria; engrosará la lista, harto reducida, de obras fundamentales al servicio del entendimiento de nuestra situación y nuestro destino.
Sin agotar, ni mucho menos, sus aportes a este campo, recordemos cuán fecunda fue la influencia que tuvo su cátedra de historia social, luego la del instituto del mismo nombre y sus numerosas y renovadoras publicaciones; entre sus textos y recopilaciones destaquemos su manual La edad media que tiene hoy más de veinte ediciones.
Entre las ricas facetas de la personalidad de Romero corresponde destacar también que fue uno de los artífices de la época de esplendor de la Universidad argentina (1956-1966), a cuyo encauzamiento contribuyó, como timonel experto y fervoroso, con ideas claras y renovadoras, desde sus cargos de Rector-Interventor y de Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, pero asimismo como docente e investigador de infrecuentes dotes intelectuales y humanas. Le cupo la responsabilidad de adoptar las primeras medidas para la recuperación de los principios de autonomía, libertad de cátedra y participación de los distintos claustros en su gobierno.
Por su importancia -que los años acrecientan- no se puede preterir su vasta obra periodística, hasta ahora sólo en parte recogida. Desde jóven colaboró en publicaciones académicas (como Humanidades) o literarias (así Nosotros). Harto significativa fue también su labor como editorialista de política internacional en La Nación entre 1949 y 1953). Su preocupación ciudadana puede rastrearse a su vez desde Argentina Libre hasta Redacción donde aparecieron sus últimas notas. Mas sobre todo cabe evocar una empresa de vastas proyecciones: la revista Imago Mundi que dirigió y en su época constituyó (con Sur y con Realidad) el punto de referencia màs alto de nuestra vida intelectual; para confirmarlo baste repasar los nombres de quienes integraban su Consejo de Redacción y los de sus colaboradores.
Hoy, con una perspectiva de más de cuarenta años se advierte el servicio que prestó al país al favorecer el enlace generacional cuando las circunstancias insinuaban que íbamos hacia una fractura empobrecedora de la tradición cultural, en una sociedad sectarizada. No menos fecundo fue el aporte de la Revista de la Universidad de Buenos Aires que renovó sustancialmente durante el período que la dirigiò.
Vivió treinta años en Adrogué, donde cultivaba el jardín de su casa con sus propias manos y trabajaba la madera con tanto amor artesanal como el que ponía en su prosa; tampoco faltaba allí la música, otra de sus devociones. Seguía pensando y escribiendo con entusiasmo hasta que una misión lo alejó de nuestra tierra. Falleció en viaje a Tokio, invitado a participar en una reunión de la Universidad de las Naciones Unidas.
Ya estaba incorporado, con perfiles propios, a la galería de los grandes argentinos.