Sintetizó sociedad y cultura

EZEQUIEL GALLO

Hace ya veinte años recibimos la inesperada, intolerable, triste noticia de la muerte de José Luis Romero. A pesar del tiempo transcurrido, su influencia es hoy tan fuerte como lo fue dos décadas atrás. Seguimos releyendo con placer y provecho sus libros y artículos, cuya presencia es casi obligatoria en nuestros cursos y seminarios. Para quienes tuvimos la suerte de gozar de su conversación, su memoria sigue sirviendo de estímulo para suscitar curiosidades, ideas y reflexiones.

Recuerdo vívidamente el impacto que me produjo el saber de su fallecimiento. Su consecuencia fue una breve evocación personal que escribí para la revista Desarrollo Económico, en la que traté de revivir mi deuda intelectual con Romero, producto de sus libros, cursos, seminarios y de las inigualables charlas informales. Relaté allí un episodio que sigue todavía fértilmente fijado en mi memoria. ¿Cómo olvidar aquel diálogo de Romero con Malcolm Deas sobre las novelas rosa del escritor colombiano Vargas Vila? ¿ Cómo no acordarse de ese intransferible don para iluminar y dar sentido a aspectos del pasado que nos parecían triviales y lejos de nuestro campo habitual de observación?

Preocupación por la moda

El recuerdo de esa conversación me llevó a otra que tuvo lugar unos cinco años antes, cuando nos encontramos casualmente en Oxford. En esos tiempos, y ya con alguna perdurabilidad, era visible que las modas historiográficas se orientaban hacia la historia económica y, en menor medida, a la historia social. No se trataba simplemente de una preferencia temática sino de una elección de métodos y técnicas bien definidos. La irrupción de la estadística en la investigación histórica había producido ya una plétora de cuadros, series, porcentajes, correlaciones y regresiones, que constituían lo que con alguna imprecisión se llamaba “historia cuantitativa” o, con algo más de osadía, “historia científica’’.

Recuerdo con claridad la preocupación casi obsesiva de Romero por estos desarrollos. No es que negara la utilidad de tales ejercicios; por el contrario, celebraba algunos de los avances puntuales que habían permitido. En esto era congruente con su visión pluralista de los caminos por los que se accede al conocimiento histórico. Lo que temía era que las nuevas modas, especialmente en nuestras tierras, arrasaran con concepciones más clásicas que él consideraba insustituibles para recrear el pasado. Sus escritos sobre historiadores que lo precedieron (Mitre y Groussac, por ejemplo) son testimonio de su aprecio por ciertas tradiciones historiográficas. Almorzando solos en la penumbra de la Trout Inn, o rodeado de otros interesados escuchas en la distendida sobremesa del St. Anthony’s College, disertaba por esos días, con su característica elegancia, sobre los temas que, en su opinión, peligraban ser desplazados: la historia política, la historia de las ideas, la biografía y aquella historia social general que prestaba tanta atención al clima cultural de la época estudiada.

Todo esto era de especial interés para Romero, y sobresalió en varios dé esos campos del quehacer histórico.

Clases magistrales

En sus trabajos era posible, además, detectar un estilo personal, particularmente visible en sus elaboradas y felices síntesis de historia social y cultural. No es fácil definir este (o cualquier otro) estilo historiográfico. Su arte consistió, más que nada, en combinar elementos dispares (ideas, prejuicios, instituciones, costumbres, hábitos, etcétera) para construir un cuadro lo más congruente posible de la sociedad en estudio. Esa cualidad que heredó de uno de los autores que más disfrutaba: el Voltaire del Siglo de Luis XIV y, sobre todo, el Ensayo sobre las costumbres, no solo la desplegó en toda su obra escrita sino que estuvo siempre presente en sus inolvidables clases magistrales. Quien asistió a ellas alguna vez es difícil que no haya quedado deslumbrado por la extraordinaria calidad de sus exposiciones: la riqueza de su idioma, la claridad de sus razonamientos y ese histrionismo que desplegaba sin esfuerzo ni pedantería y ayudaba tanto a la comprensión.

Hoy, muchas de aquellas preocupaciones sobre la historia “cuantitativa” desterrando a otras tradiciones han quedado felizmente atrás y la profesión de historiador se ha acercado a un equilibrio más fructífero en el que ese estilo que tanto le interesaba a Romero preservar ha recuperado el lugar que nunca debió haber perdido. José Luis Romero fue, entre otros, su gran cultor y, lo que es aún más importante, su celoso custodio en las épocas de menor popularidad. Esta fue, a mi entender, una de sus mayores contribuciones a la historiografía argentina, que, entre otras cosas, nos permitió recuperar lo mejor de la tradición intelectual de esta tierra.