JOSÉ EMILIO BURUCÚA
Realizar el balance de la historiografía sobre la época moderna, escrita en la Argentina o por argentinos durante los últimos treinta años, es en cierto modo un nostra culpa de las nuevas generaciones de historiadores del país, y también una compensación por el acto, irreflexivo cuanto menos, mediante el cual suprimimos, en 1973, un incipiente Instituto de Historia Moderna en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Claro que, en la década pasada, nuestra historiografía de vanguardia giraba casi por entero alrededor de la historia económica y de sus determinaciones sobre la lucha de clases, de manera que quienes pretendían historiar ideas, procesos intelectuales o mentalidades, relegados a las “superestructuras”, parecían compartir allí con el gonfaloniere Soderini y otras “almas tontas” Il limbo dei bambini. Por fortuna, la situación ha cambiado en los años ’80 y el nuevo auge de la historia de lo mental que protagonizan figuras tan dispares como Vovelle, Le Roy Ladurie, Delumeau y Darnton, o el replanteo innovador que Mandrou y Ginzburg han realizado sobre las relaciones de alta cultura y cultura popular (me atengo nada más a ejemplos en el campo de la historia moderna) han conseguido quitarnos muchas vendas de los ojos y permitirnos descubrir entre nosotros una tradición, llamémosla genéricamente “culturalista”, de gran interés y valor, dedicada a problemas de la modernidad europea.
Antes de 1958, ya estaban trazadas algunas líneas de investigación y reflexión que más tarde se afirmarían. También en estos temas, marcaron rumbos las preocupaciones de José Luis Romero sobre el surgimiento de la burguesía pues, en su visión de historiador, lo burgués y lo moderno se esbozaban desde un principio como términos de una misma ecuación:
“… Creía poder afirmar —y ahora estoy seguro— que lo que se ha llamado el espíritu moderno tal como parecía constituirse en el llamado Renacimiento, no es sino mentalidad burguesa, conformada a partir del momento en que la burguesía aparece como difuso grupo social, elaborada a partir de ciertas actitudes radicales, y desarrollada de manera continua aunque con ritmo diverso desde entonces”. (Romero, 1967, p. 17).
Por otra parte, en 1943, Romero se había ocupado de Maquiavelo historiador, inconsciente tal vez de que él mismo reeditaría en su existencia, con un acento en lo intelectual, la contradicción que destacaba en el Florentino entre comprensión de lo histórico y normativa política; pero consciente de que Maquiavelo había inaugurado un modo de entender la vida histórica que aún alimenta a nuestra época y al que, a la vez, ella pretende superar. Pues la historiografía contemporánea ha heredado de Maese Nicolás el criterio de inmanencia, el empirismo de la veritá effectuate della cosa, la dialéctica entre esta necesidad objetiva y la libertad, aunque, gracias a sus enfoques económico-sociales de la realidad, ha sobrepasado, según Romero, la concepción limitativa del “plano político como campo específico de las mutaciones históricas”; “porque allí [Maquiavelo] logra huir de la narración objetiva del proceso histórico y derivar hacia la generalización de las normas del obrar político”. (Romero, 1943, pp. 133-4). Acotemos que, en tal sentido, al Romero de 1943 y a su interpretación de Maquiavelo podrían caberle las mismas objeciones que, más tarde, ha provocado la escuela de los Annales, precisamente en lo que atañe a su escaso interés por los problemas del poder y del estado y de sus relaciones con la sociedad (Elliott, 1982, pp. 11-12). Como quiera que sea, esta coincidencia nos sirve para mostrar un Romero tempranamente discípulo de la historiografía francesa más avanzada de los años ’30 y ’40.
En 1953, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, comenzó a funcionar una cátedra independiente de “historia medieval y moderna” a cargo de Angel Castellan. Con él, los cursos dejaron de ser meramente narrativos para orientarse en forma decidida al estudio de la historia cultural a partir de una lectura directa de las fuentes y autores modernos. En 1958, aquella cátedra se dividió: José Luis Romero fue el profesor titular de historia medieval mientras que Luis Arocena ganó por concurso la titularidad de historia moderna; Castellan revistó entonces como profesor asociado de esta última especialidad. En 1966, Arocena fue nombrado profesor en la Universidad de Texas, con lo cual, concurso mediante, Castellan se hizo cargo definitivamente de la titularidad en Buenos Aires hasta 1986, año de su jubilación. Nuestro panorama se basará en el análisis de las obras de estos dos historiadores, Arocena y Castellan, para cerrarse con la vuelta a otro texto de Romero, redactado en 1970 pero publicado sólo el año pasado, merced a la tarea de rescate de la obra inconclusa de José Luis que cumple su hijo Luis Alberto Romero.
Casi todo el interés de Arocena hacia la modernidad europea se ha concentrado en la figura de Nicolás Maquiavelo, en las visiones deformantes que el hombre y su obra han sufrido hasta nuestros días. Por eso, un nudo central del análisis de Arocena suele ser la historia del maquiavelismo; sobre ese fondo de distorsiones, se perciben a posteriori con nitidez los trazos de una reconstrucción filológica de los conceptos histórico-políticos de Nicolás en su más completa problematicidad. Así se perfila la autonomía de lo político como idea clave de la cual Maquiavelo deriva su teoría del estado y de la historia. Del juego entre las condiciones objetivas de la realidad social —la necessità— los proyectos y capacidades del hombre político —la virtú—, y la contingencia de la ocasión —la fortuna—, nacen las formas y razones de los estados, no sólo independientes de los argumentos morales y religiosos sino soberanas de éstos cuando de la convalidación de lo específicamente político se trata. Un papel fundamental es asignado a las cartas privadas de Nicolás, pues en ellas se vislumbran intenciones, motivos que rara vez son de una pieza, más bien demuestran su carácter aproximativo, permeable al compromiso de cara a la realidad de las situaciones. Lo cual no significaría duplicidad, cinismo “maquiavélico”, sino lucidez ante la verdad de la naturaleza humana.
“… Para Maquiavelo en las marejadas de la existencia se dan revueltos lo noble y lo ruin, lo heroico y lo mezquino, la sensualidad y el ascetismo, lo comedido y lo grotesco, el anhelo del bien y la necesidad del mal. Y si en la propia vida pudo tener experiencia de estas y otras contradicciones, no hay duda de que con ello se fue acentuando en su entendimiento el imperio riguroso de lo negativo hasta autorizarle una visión pesimista, derogatoria del hombre y del mundo… Es que para una descarada complacencia con el vicio o para la negación radical de lo divino, le sobraba cordialidad humana, sentido de la ironía y ese trasfondo de amargura vital que lo aproxima más a la conformidad estoica que a los halagos epicúreos”. (Arocena, 1979, pp. XXXVII-XXXVIII).
Por eso Arocena prefiere dejar abierto el “hondísimo problema suscitado en los escritos” del Florentino, esto es, el de la oposición entre moral y política y su resolución o no en un plano más profundo que involucre a ambas (Arocena, 1975, p. 64). Y aunque los materiales de las cartas privadas podrían quizás hacemos comprender que la esencia superior del vivere civile consiste en la experiencia dialógica y siempre precaria del ágora (Tenenti, 1978, pp. 170-173), Arocena se contenta con subrayar la “conformidad estoica” de Maquiavelo recordando los versos de Petrarca que Nicolás había sentido como suyos:
“Però se alcuna volta io rido o canto
Folio perché non ho se non quest’una
Via da sfogare il mio acerbo pianto”.
(Arocena, 1979, p. XXXVIII)
En tanto que, para Romero, el pensamiento de Maquiavelo es contradictorio pero se nos presenta como una construcción cerrada en la especificidad de lo político, esa misma reflexión, vista por Arocena, no parece desgarrada entre la intelección de la historia y la praxis, mas sí permanece abierta a las relaciones que todavía podamos encontrar entre ella y la vida.
La obra de Angel Castellan es la más vasta, rica y compleja de este panorama. En los años en que arranca nuestra crónica, algunos topoi preferidos de este historiador ya se encontraban definidos. En primer lugar, el problema de la relectura personal, directa, casi auroral, de las fuentes saltando por sobre la mediación de las interpretaciones establecidas, rasgando los velos de lo que el propio Castellan llama las “lecturas prestigiosas” y que han servido para institucionalizar categorías historiográficas de larga prosapia, útiles para las generaciones que las plasman, pero lastres distorsionantes para quienes las heredan como una lección académica, casi una escolástica. Y así llegamos al segundo gran tema de Castellan, exactamente la crítica y redefinición de esas categorías totales de la historiografía europea.
En principio, la pretensión de una nueva lectura de los textos, liberada de las cargas bibliográficas, parece una empresa utópica, sobre todo cuando caemos en la cuenta de que quien la propone transita fluidamente y con conocimiento de causa por esa bibliografía que interfiere entre él y la fuente. Lo que ocurre es que la recreación que busca Castellan no es en absoluto una ingenuidad, sino que implica el hacer el esfuerzo, en el que tanto insistía Lucien Febvre, de evitar el pecado del anacronismo en nuestro acercamiento a los textos, donde no debemos ver nuestra figura reflejada sino asistir a la aparición del “otro”, aquel hombre que está lejos de nosotros en el tiempo. Sólo ese empeño, esa tensión perpetua hace posible nuestro diálogo con el pasado y, valga la paradoja, nuestra propia constitución en el presente. Venimos a conocernos, no por el reflejo de un estereotipo de nosotros en un discurso ajeno, sino que nos conocemos porque somos capaces de preguntar a las fuentes desde lo más hondo de nosotros mismos y captar lo que nos separa de los hombres del pasado y lo que aún nos une a ellos. En tal aspecto, la empresa de Castellan se asemeja a la de los humanistas del Renacimiento a quienes tanto estudió. No resulta casual que el primer trabajo donde explayó esta actitud y este método se ocupe de Eneas Silvio Piccolomini y de su epístola al sultán de Constantinopla. La relectura de la carta de Pio II revela su sentido de programa y manifiesto del humanismo italiano maduro, pero también sirve a Castellan para trazar la línea de la modernidad más cerca de nuestro tiempo, dejando fuera al humanismo universalista.
“… la epístola resulta como la sublimación de toda la obra de Eneas Silvio, y una muestra explícita de que el humanismo, más que pura ejercitación literaria, es una concreta concepción vital, impregnada de alto espiritualismo. “… Claro está que los defensores de la tesis tradicional no están dispuestos a aceptar las últimas consecuencias de sus propias formulaciones, y esto mismo nos obliga a detenernos brevemente en la cuestión que plantean estas equivalencias… Pero si tenemos en cuenta lo que es el humanismo en su sentido prístino, triunfo del Logos en armónica síntesis de razón y fe, de naturaleza y gracia, veremos inmediatamente que se opone a ese repetido individualismo a ese parcelamiento de valores que define a la modernidad. Digámoslo de una vez, el prólogo de la modernidad es germánico, no latino, es fragmentación, no integración, es antihumanismo, es Protesta…” (Castellan, 1955, pp. 35 y 33).
De 1959 es el ensayo Proposiciones para un análisis crítico del problema de la periodización histórica, en el cual Castellan pone de manifiesto las contradicciones a las que ha conducido la categorization dicotómica Edad Media-Renacimiento y se lanza entonces a redefinir los términos “Antigüedad”, “Edad Media”, “Renacimiento”, “Modernidad” y “Crisis” de manera tal que posean una vigencia universal, valgan más allá del área de la cultura europea de Occidente en el que fueron acuñados. Un “Renacimiento” sería así la “apertura del horizonte vital de una civilización, enriquecimiento interior de sus propiedades creadoras y laicización insinuada de su concepción del mundo” (Castellan, 1986-1, p. 52) y una “modernidad”, “el momento de la historia de una cultura en el que ésta, ‘desacratizando’ su regla de vida y afirmando la autonomía de las creaciones humanas, conquista, llevada por su impulso dinámico interior, los mundos culturales circundantes” (Castellan, 1986-1, p. 56). De la aplicación de estas nociones a la propia cultura europea occidental, surgiría una nueva periodización con etapas abiertas que se van superponiendo en sus extremos. Sobre la apreciación de nuestro tiempo, Castellan coincide con lo que luego tendremos ocasión de señalar en las ideas últimas de José Luis Romero: el siglo XX es el siglo “crítico” del período crítico de nuestra cultura, “el momento en que, luego de proletarizar sus aspiraciones, [ella] recibe el envión de un estímulo exterior que ha de desprender de su seno una nueva civilización” (Castellan, 1986-1, p. 57).
Entre los años 1962 y 1967, Castellan publicó uno de sus trabajos de mayor aliento, Juan de Valdés y el círculo de Nápoles, citado por Marcel Bataillon en la segunda edición de Erasmo y España (1966, pp. XLII y 510) y por George Williams en La Reforma radical (1983, pp. XXII y 578). Mucho más que una biografía intelectual, este libro, salido por entregas en los Cuadernos de Historia de España, es prácticamente un estudio sobre las categorías y los lugares comunes que la historiografía ha frecuentado en torno al tema de la revolución religiosa del siglo XVI. Castellan discute a Dilthey, Renaudet, Bouyer, Bataillon, Cione, Ricart, Cantimori o Bainton, siempre a partir del desvelamiento de los textos, lo cual le permite distinguir dónde la Protesta se separa del impulso paulino general, de la “fermentación espiritual” que, a comienzos del siglo XVI, formaba una corriente reformista en toda la iglesia de Occidente.
“… nadie dudaba, especialmente en Italia, que tal renovación debía surgir en el seno mismo de la Iglesia, y en torno a ella se formulan los mejores votos del alma popular italiana… Por eso, cuando las corrientes reformadoras de allende los Alpes mostraron todo su carácter subvertidor e iconoclástico, esa Iglesia, que tanta parte tenía en las mejores tradiciones italianas, no tuvo inconveniente, con su fe revigorizada, en ganar de nuevo las almas al calor de un fervor siempre renovado”. (Castellan, 1962-1967, XXV-XXXVI, pp. 224-5)
En cambio, la Protesta aparece enseguida como una fórmula que “no trataba de purgar lo existente sino de crear algo nuevo”.
“… el Protestantismo no hace más que llevar, hasta sus últimas consecuencias, un proceso que le es anterior, cuyas causas deben buscarse en la desintegración del universalismo, que da nacimiento, al mismo tiempo, a comunidades políticas independientes y particularizadas que se edifican sobre la base de la concepción orgánica del Estado, al modo de la Ciudad antigua, y en el aflorar de la conciencia burguesa, que reclama un campo autónomo para las realizaciones que se mueven dentro del orden temporal”. (Castellan, 1962-67, XXXV-XXXVI, p. 216).
Juan de Valdés es el centro de las reflexiones, pero también el pretexto para resituar a todos los personajes con él vinculados. Así Erasmo es colocado en el horizonte de su tiempo y no forzado a ser un precursor de tantos hombres modernos. A propósito de la relectura del Roterodamense, Castellan acota:
“Una exégesis seria de los textos no puede prescindir, esto es indudable, de todas las consecuencias implícitas, pero se nos ocurre que, muchas veces, las tales conclusiones no respetan el alcance preciso de las afirmaciones, el clima de la época y las intenciones reales que animaban al autor. Este es el peligro, en constante acecho, que trae consigo todo intento de explicar el pasado por el presente, llevando hasta él preocupaciones que, si no siempre, muchas veces le son ajenas”. (Castellan, 1962-67, XXXV-XXXVI, p. 270).
Antes de explayarse sobre Valdés, nuestro autor analiza las relaciones religiosas entre Italia y España y el fenómeno de la secta de los alumbrados precaviéndonos acerca de los deslizamientos que suelen acompañar toda consideración de lo hispánico.
“Todo intento de simplificación parece en este caso peligroso y destinado a falsear la realidad por obra de prejuicios que nacen de una valoración de lo español en función de esquemas rígidos y apriorísticos”. (Castellan, 1962-67, XXXVII-XXXVIII, p. 203)
Sin embargo, el propio Castellan es víctima de los clichés que denuncia, por ejemplo cuando expresa:
“Esta es la atmósfera que podrá apreciarse en España, donde el erasmismo tuvo indudable influencia, y donde también, por las inevitables características nacionales, la exaltación de los sentimientos rara vez encontraba un cauce de moderación”. (Castellan, 1962-67, XXXVII-XXXVIII, p. 209).
Parecía que Castellan no pudiera sustraerse a ciertas inercias del sentido común italiano ni a ciertos arrebatos de católico sincero. Pero, enhorabuena, las “caídas” son lo suficientemente explícitas como para que no resultemos engañados, y ellas muestran a un historiador concreto, comprometido con su presente, que no por ello deja de desprender de los textos la voz y el discurso del “otro” problemático.
La exposición del pensamiento valdesiano muestra que las preocupaciones del Español fueron todavía ortodoxamente católicas en el clima religioso de la década 1530-1540. La heterodoxia de Valdés no sería sino el producto de una lectura tardía de sus escritos, posterior a su muerte, ocurrida en 1541, y muy impregnada del dogmatismo católico que se ha puesto a la defensiva durante el pontificado de Paulo IV. Incluso el influjo de Valdés sobre los protestantes italianos, el redactor del Beneficio de Cristo, Vermigli, Flaminio, Carnesecchi y Ochino, sólo se habría limitado a los prodromoi reformistas de estos personajes, cuyo vuelco definitivo a la Protesta, es decir, su ruptura con la autoridad y el magisterio romanos, sería consecuencia del fracaso de los conciliadores en Ratisbona y del endurecimiento de las posiciones a partir de la década 1540-1550. Castellan termina su examen de las resonancias valdesianas con un retrato de Bernardino Ochino y concluye que no existe unidad dogmática en el protestantismo italiano: sus representantes son los más radicales exponentes del liberalismo religioso y la tolerancia en el siglo XVI. Unicamente el exilio dio un elemento común de tragedia y desarraigo a sus vidas.
En la segunda mitad de los ’60, Castellan completó un ciclo de estudios sobre la literatura del Humanismo clásico. El trabajo sobre El Sol en la mitología del Renacimiento fue el exordio en el que Castellan experimentó los modos de rastrear un tema director de la cultura europea, hoy diríamos más bien del “imaginario”, encontrando los sedimentos y los matices que la idea o la imagen del Sol había arrastrado consigo desde Homero hasta los astrónomos filósofos de la modernidad. En diversos puntos, Castellan se adelanta a las consideraciones que Frances A. Yates haría más tarde en su famoso Giordano Bruno y la tradición hermética, especialmente en lo que se refiere a un heliocentrismo que se abría paso en la filosofía y la religión de los humanistas bastante antes que en el pensamiento astronómico (Yates, 1983, pp. 172-186).
“Estos textos tienen para nosotros un cierto valor de prueba: ya se advertía, sin lugar a dudas, que la filosofía y la teología estaban, respecto del problema del Sol, más cerca de una verdad que una ciencia que se empeñaba en mantener su ritmo secular”. (Castellan, 1966, p. 125)
El método de registrar los cambios, inflexiones, transformaciones de topoi histórico-filosóficos, esta operación historiográfica que exhibe parentescos con la tarea de Arthur Lovejoy (Lovejoy, 1966), alcanza su clímax en el ensayo verdaderamente monumental sobre las Variaciones en torno a la cosmo-antropología del Humanismo, publicado por Castellan entre 1969 y 1971. La cantidad y la complejidad de las fuentes estudiadas resulta sencillamente aplastantes: Homero, los presocráticos, Platón, Aristóteles, los estoicos, los neoplatónicos, los herméticos de la baja Antigüedad, los gnósticos, los padres de la Iglesia, San Isidro, Scoto Erígena, los naturalistas de Chartres, San Alberto, Santo Tomás, los cabalistas, el Cusano, Gemistos Plethon, Ficino, Pico, Marullo, Leonardo, Paracelso, Giambattista della Porta, Agrippa de Nettesheim, Bovillus, Scève, Bruno, Campanella, Fludd, Kepler y Kircher son los autores principales en los que Castellan ahonda y se detiene para registrar la persistencia y las metamorfosis de la noción mágico-astrológica y alquímica de las correspondencias entre el mundo y el hombre, para exponer el arraigo de la idea del hombre microcosmos y asistir luego a su paulatina conversión en el “microtheos”, el Deus in terris o Deus mortalis, durante las últimas fases del humanismo renacentista a partir de Pico. Todo este itinerario es un cúmulo de pruebas en favor de una tesis central de Castellan: el Renacimiento propiamente dicho es el período de remate, de acabamientos y cierre colosal de las viejas culturas mediterráneas, apoyadas en aquella concepción básica de las correspondencias macro-microcosmos y en una alianza espontánea del hombre con la naturaleza. La afirmación del “microtheos” y la “epifanía del homo faber” marcarían el punto de inflexión hacia una nueva cosmo-antropología, la del barroco y la del mundo moderno, para la cual la realidad auténtica se concentraría en el intelecto del hombre, intérprete autónomo y alienado de la naturaleza.
“La superación del primer Adam es, al mismo tiempo, la ruptura con el microcosmos y la aparición del microtheos como universo espiritual y divino. Le queda aún, como al primer Adam, el recurso de la rebelión que se apoya en su libertad; pero la situación, históricamente entendida, es ya irreversible…
“Esta alegre y despreocupada confianza en la naturaleza se ve luego perturbada. El hombre del Barroco no se siente seguro respecto de ella si no alcanza a dominarla, concibiéndola como un ente inerte y como objeto exterior fuera de su intimidad. Es una naturaleza que no se siente ni gusta, a la que sólo puede pensarse en términos matemáticos. Antes, en cambio, hombre y naturaleza se interpenetraban y sentían, viéndose en condiciones de influirse mutuamente”. (Castellan, 1969-71, pp. 262 y 264-5).
Castellan sigue adelante con estas ideas en un libro de nuestros días, Algunas preguntas por lo moderno, editado en 1986. Sus capítulos “Programa para un estudio del Barroco” y “Prólogo del prólogo” desarrollan la hipótesis, ya apuntada en la última cita, del Barroco como primera etapa de la modernidad, esto es, primera aparición de la nueva cosmoantropología que “nos entrega una realidad artificializada, conceptualizada que se oculta detrás de la hipocresía de sus máscaras. Todo lo que era un límpido y a veces sobrecogedor impacto de la naturaleza se hace imagen o sistema”. (Castellan, 1986-1, pp. 134-5) Castellan reconoce y describe, una a una, esas máscaras que los hombres modernos proyectan sobre la realidad. La “máscara del mundo” se construye mediante la cuantificación de la naturaleza que instaura el dualismo férreo del sujeto, puro pensar consciente y el objeto reducido a su andamiaje matemático. Racionalidad y pasión se hacen irreconciliables. El científico conoce los mecanismos del universo y es capaz de reproducirlos en una segunda creación. Los autómatas anuncian la máquina, “el rostro propio del Occidente moderno” (Castellan, 1986-1, p. 143).
“… En este sentido, la máquina es el último y más perfecto disfraz, la máscara sin atenuantes del mundo natural que perdió sus adjetivos para tornarse juego de engranajes… A partir de ahí, la extensión, la cuantificación y la mecanización serían las diversas muecas de una misma máscara. Detrás de ella, callada e inerte, pero aún sospechosa, la vida que en su múltiple colorido se había tornado irracionalidad”. (Castellan, 1986-1, p. 143).
La vida social tiene sus máscaras: el protocolo de la corte es el artificio por excelencia; la peluca reemplaza al rostro y la vestimenta al cuerpo; el discreto burgués desplaza, como desideratum, al héroe de la épica renacentista y al cortesano filósofo de Castiglione. La disidencia se convierte en marginalidad y los mecanismos de control se exasperan en la represión de la cárcel y el hospicio. Al gran desenmascaramiento que protagonizó Maquiavelo sucede la máscara política del maquiavelismo de sus detractores. La “perentoriedad de la producción” yergue una máscara económica sobre la miseria y el desamparo, inaugurando una nueva ética del trabajo. Las artes, el teatro, se convierten en medios de comunicación de masas al servicio de los poderosos, con conciencia y desenfado retóricos. La experiencia religiosa se cubre con las máscaras del ascetismo y del fariseísmo burgués. Pero la vieja cultura no muere sin un exasperante final, pues eso es la caza de brujas en el siglo XVII.
“… Todo eso constituía la última resistencia de la vitalidad de los campos, apenas contaminada por los avances de la urbanización, pero capaz de venir a perturbar, en un postrer esfuerzo, a las mujeres de la ciudad. Esto tenía su coherencia, porque lo que agonizaba era la femineidad de la visión mágica del mundo, ya en trance de ser violentamente reemplazada por la máscula organización matemática del cosmos. Encuentra, ese animado contexto en derrota, su última afinidad en la bruja urbana. Casi como si se hubiese complacido en generar, con aires de apocalipsis, la atmósfera final del gran miedo.” (Castellan, 1986-1, p. 158)
Ciertamente el retrato que Castellan ha hecho de la fase barroca de la modernidad es fascinante, aunque creo que presenta mayores flancos a la discusión que la Cosmo-antropología del Humanismo. Quizás se siente la falta del brillo mutable y de los matices que la relectura de textos y el tejido de su seriación han otorgado a esas Variaciones. En particular, discrepo con dos puntos de la última argumentación de Castellan. Primero, nunca habrían desaparecido en la modernidad los esfuerzos sistemáticos por conciliar racionalidad y sensibilidad, razón y pasión. Allí están Spinoza en el seno mismo del racionalismo, los empiristas ingleses y Shaftesbury en el siglo XVIII. Sin olvidar que, para el propio Galileo, la visualidad es una componente equilibradora de la matemática en la nueva epistemología. Y la literatura de viajes, las historias naturales, los relatos de exploración, hoy continúan sorprendiéndonos por la frescura de sus páginas, donde no parece en absoluto que el “múltiple colorido” de la vida haya sido expulsado a los márgenes de la irracionalidad. En segundo lugar, objeto el carácter burgués que Castellan asigna a las máscaras sociales del período barroco. Coincido con Kamen, Maravall, Anderson, Elliott y otros historiadores en que el siglo XVII fue una época signada por la reacción de las viejas aristocracias y tal es el temple de su cultura. Aunque acepto que la revolución científica introduce una cuestión problemática en ese esquema, como si hubiera un frente de fenómenos intelectuales en el que la burguesía acentuaba sus desafíos y prefiguraba su triunfo revolucionario.
La concepción que Castellan tiene sobre la cultura de Occidente alcanza su final en otro capítulo de Algunas preguntas, el “De orbe novo”. Muy próximo a Erich Kahler en el juicio sobre la situación presente, Castellan destaca la disolución de los particularismos individualistas en todos los campos de la actividad humana (Kahler, 1965, pp. 524-557). Como San Agustín fue el gran acusador de la Antigüedad, Carlos Marx lo ha sido del mundo moderno. El socialismo abrió las puertas de esta medievalidad por la que transitamos, es decir, inició el camino hacia una nueva civilización cuyos rasgos aún no entrevemos. El presente nos plantea una disyuntiva:
“La nueva civilización que se construye a través del parto doloroso de esta medievalidad no tolera indiferencias… Todo consiste en saber, y es la verdadera alternativa, si la sociedad futura, una sociedad en la que por primera vez puede realmente preceder el determinante, será la del hombre-máquina o la del hombre-espíritu…” (Castellan, 1986-1, p. 268).
Podría agregar comentarios a otras obras de Castellan acerca de temas de historia moderna, su “manual” sobre la historiografía italiana del Renacimiento, consagrado a explicar uno de los más grandes vuelcos epistemológicos de nuestra ciencia (Castellan, 1986-2), o bien En torno a la idea de Europa, donde se plantea el asunto de las relaciones entre el cristianismo y la expansión colonial y cultural de Europa. Pero considero haber expuesto hasta aquí lo más importante del aporte de Castellan a la comprensión de los hombres modernos que todavía somos.
Finalmente, me detendré en el último libro conocido de José Luis Romero, el Estudio de la mentalidad burguesa, compuesto alrededor de 1970 y publicado en 1987. Se trata de un texto lucido en el que queda expuesto el desarrollo de la mentalidad burguesa como forma mentis a través de tres etapas: la originaria, de la acción espontánea y empírica; la segunda, del freno y el enmascaramiento; la tercera, de la madurez y la revolución ideológica. La idea de que el realismo conduce a una suerte de angustia o terror que exige un enmascaramiento secular es tal vez una de las explicaciones más sugestivas del proceso de rearistocratización de la cultura europea, ocurrido del siglo XIV al XVII. Romero apunta al romanticismo y al socialismo del siglo XIX como a las primeras fuerzas modernas de oposición a la mentalidad burguesa; aquéllas terminarían de provocar el precipitado ideológico que ésta llevaba necesariamente implícito desde el momento de su despuntar: la teoría del progreso, la “sublimación teórica de una experiencia de cambio que la burguesía realiza desde cinco siglos atrás y que los filósofos elaboran de una manera racional y sistemática”. (Romero, 1987, p. 50) La idea es atractiva, pero se necesita precisar su relación con las nociones fluctuantes de “mentalidad” e “ideología” que Romero usa en su discurso. Porque, si al principio se presenta clara la “mentalidad”, “caudal de ideas que en cada campo constituye el patrimonio común y del cual [el pensamiento sistemático] es como una especie de espuma” (Romero, 1987, p. 17), muy pronto no sólo incluye a la ideología sino que comienza a confundirse con esa “imagen que el individuo se hace de las cosas] y el proyecto que imagina a partir de esa imagen” (Romero, 1987, p. 24). Romero insiste en revelar “el carácter proyectivo e ideológico de la mentalidad burguesa” (Romero, 1987, p. 27). Y la confusión de los límites entre la una y la otra se torna prácticamente identidad cuando, sobre la mentalidad cristiano-feudal, se dice: “Veremos ahora cuáles son los contenidos fundamentales de esa mentalidad, comenzando con lo que generalmente es el aspecto clave: la imagen de la realidad” (Romero, 1987, p. 31). Pero las fluctuaciones terminan en un concepto nuevo de ideología, entendida como remate sistemático de la mentalidad burguesa:
“… a diferencia de la mentalidad cristiano feudal, la mentalidad burguesa implica una ideología, en sentido estricto.
“Esto supone la definición de un término que ha sido usado en muchos sentidos diferentes. En mi planteo, una ideología es un sistema de ideas al que se asigna valor de verdad absoluta y, además, un sentido progresivo o proyectivo; una interpretación de la que se deriva un encadenamiento tal que el futuro parece desprenderse del presente.
“… La mentalidad burguesa se caracteriza precisamente por ese pasaje de la experiencia a la teoría: toda teoría racionalizada arranca de ciertas experiencias muy concretas. En este caso, la acumulación de experiencias de cambio social sugiere, al cabo de cierto tiempo, no ya una explicación puramente simbólica de la vida histórica, a través de la idea de Fortuna u otras, sino una teoría de esa concepción dinámica de la historia”. (Romero, 1987, pp. 45 y 49).
Nótese que, en todos los casos, el concepto de “mentalidad” carece para Romero de un carácter interclasista: está marcado por una clase social ab origine. La operatividad de ese vínculo de derivación entre mentalidad e ideología burguesa se pone luego de manifiesto al desenvolverse los “contenidos” mentales, un espectro continuo del mundo mental de la burguesía desde las actitudes e imágenes hasta los sistemas filosóficos. El disconformismo antiburgués es síntoma de la crisis de ese cosmos, manifestación confusa de su derrumbe y de su sustitución por una mentalidad embrionaria que aún no asoma. Un parágrafo casi al final del libro, donde Romero analiza la “superación” de la estructura económica por la estructura intelectual en el corazón de la actual revolución tecnológica, instala una perspectiva insospechada con respecto a las mutuas determinaciones de lo material y lo mental (Romero, 1987, pp. 165-166). Sucede como si, valga la paradoja, la historiografía de las mentalidades encontrara su justificación en la historia del presente.
Bibliografía
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Bataillon, Marcel, Erasmo y España. Estudios sobre la historia espiritual del siglo XVI. México-Buenos Aires. Fondo de Cultura Económica, 1966.
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