CARLOS A. ECHENIQUE
Siempre que recordamos a José Luis Romero asociamos a su memoria, a su hermano, Francisco (1893-1962) porque, en son de hacer historia, sin perjuicio de la filosofía, acude, al presente, el recuerdo de la historiografía publicada sobre el tiempo de los Gracos. Y, aunque no sea congruente repetir historias bien conocidas, tienta la circunstancia a manifestarse como la madre de los tribunos plebeyos, que fueron joyas de la aristocracia intelectual rioplatense.
Conocimos a José Luis Romero en menesteres profesorales porque, además de los diversos desempeños docentes en su país, la República Argentina, América, Europa y Oriente, fue profesor de nuestra Facultad de Humanidades y Ciencias. Pero, en donde le vimos y oímos más de cerca fue en los cursos de verano de nuestra Universidad de 1958. Allí dictó un curso que tituló: “Cien años de pensamiento político latinoamericano” En clases que prácticamente, eran abiertas (asistían centenares de oyentes) le vimos desenvolverse como un experiente conductor. Seguro de su docencia; como un avezado marino ocupaba el puente de mando en un mar cubierto de nieblas y con rumbo fijo y al amparo del sonar de su vasta cultura, conducía su nave a puerto de destino. Así trató desde 1860 a 1960 todo el panorama de ideas que, conjugadas en el hecho político, expresaban el espectro de bienes culturales que identificaban al espíritu americano de aquellas épocas. Un maestro de la síntesis que, en el campo expreso de la dinámica del proceso revolucionario de la emancipación de América —en diez clases— dio un panorama completo de cien años de la historia continental. Una terminada obra del arte de la historia, que daba fe del historiógrafo de nota.
Como Francisco, iniciador e integrante del grupo selecto de latinoamericanos, investigadores de las ideas filosóficas de nuestra América, José Luis fue de los pioneros de la escuela de búsqueda de las ideas históricas. En reconocimiento a esas actitudes claras de investigador de las ideas latinoamericanas, fue invitado especial al Primer Seminario de Historia de las Ideas de San Juan de Puerto Rico en 1956, que legalizó la existencia de esta disciplina filo-histórica. En razón de ello, le oímos sostener que la Historia de las Ideas era un campo nuevo en el territorio de las ciencias históricas. Desde luego fundamental, porque todo el proceso de formación de nuestras ideas, en general, ha revestido las formalidades de un fenómeno de transculturación. Entre el álbum de documentos trasplantados al escenario de nuestro continente, tenemos que clarificar la columna vertebral del pensamiento original del hombre americano. Para eso tenemos que hurgar en la profusa y difusa gama de colores expresivos que nos ofrecen los paisajes totales de nuestra tierra. Cumplir con los deseos de Romero, ir al encuentro de las ideas que podamos fijarlas en el tiempo y el espacio, en el torrente de la historia, para que sirvan de referencias del camino mensurable del porvenir. Lo que hoy reiteran sus amigos, alumnos y familiares: “La historia no se ocupa del pasado. le pregunta al pasado cosas que le interesan al hombre vivo”. Esto nos tranquiliza sobre el juicio formalizado del profesor; era un convencido de la vigencia de las ideas en los avatares de la historia, puesto que están situadas entre el hecho y su interpretación para indicar el futuro de los acontecimientos. La iluminación del pensamiento en general. Entonces, debemos comprenderlo, estaba en una escala metodológica más alta que Mommsen y Ranke; tenía una concepción, ya vital de la historia, afín a las ideas orteguianas, que citara en sus cursos. En la realidad o la circunstancia se inician las ideas, pero después se configuran en el pensamiento y se justifican a través de su interpretación por los responsables de la cultura de los pueblos.
La correcta interpretación de parámetros ideológicos del pasado por los líderes y el pueblo argentino en los recientes acontecimientos históricos, suman sus aportes de reconocimiento a la obra viva del ilustre historiógrafo. No podemos omitir su alusión, en este momento de confirmaciones de su pensamiento precursor. Él, que tantas veces destacara los bienes culturales de los pueblos en sus ciclos históricos contemporáneos, hubiera ratificado su preocupación por preservar entre esos bienes la libertad que asoma. Y aun puesta en su sitial epónimo, repetiría que es la razón de la vida y de la dignidad humana.
Todas estas consideraciones se agregan al reconocimiento de sus amigos, alumnos e hijo, que han dicho presente al historiador de nuestra cultura continental, sobre todo con dos obras que se comentan por haber sido publicadas recientemente.
Una de homenaje, por su sostenida obra de historiador e historiógrafo, y la otra significa la culminación del estudio de las ciudades, con la suya — Buenos Aires— ratificando su extensa prédica de maestro. Además, se hace honor a una herencia doblemente distribuida entre sus amigos y discípulos, y entre el principal albacea de sus bienes, su hijo, Luis Alberto.
Dos testimonios que seguirán preguntando y recibiendo respuestas del pasado para nuestro recuerdo de su obra fervorosa. Digna de que sean muchos sus lectores, que ajusten sus pensamientos al tiempo y espacio de las ideas del ilustre argentino.