Maquiavelo historiador

RENATA DONGHI HALPERIN

Como toda obra de José Luis Romero, este libro está concebido con seriedad y desarrollado con precisión. El someterse con rigor a un método es tanto más de elogiar en cuanto sabemos al autor rico en cualidades de imaginación y fantasía, que lo arrastrarían gustosas por otro camino.

El método seguido hace esta obra de gran utilidad aún para los no versados en la materia. El autor incia su labor exponiéndonos qué se propone, las limitaciones del tema impuesto y las causas que, aparentemente, le obligarán a sobrepasar los límites marcados. Maquiavelo historiador no se halla sólo en los libros realmente históricos sino también, y quizás con mayor hondura, en los que no son precisamente históricos

Impuesto de la finalidad de la obra, convencido de que no es posible captar a Maquiavelo sino con pleno conocimiento de las circunstancias de época y lugar, esboza una rápida pero completa síntesis de la Italia contemporánea, y en páginas estremecidas de belleza, donde se ensamblan sin estridencias las frases traducidas de las fuentes con las originales, Romero nos describe la doble vida de Messer Niccolò. Sólo después de zambullirnos en las circunstancias y en la vida, enfrenta la tarea prefijada.

Para Maquiavelo la vida histórica es vida política. Por florentino y renacentista debía llegar a tal conclusión. Simplismo aún mayor que el de Aristóteles, mayor que el de los mismos cronistas medievales, que al proceso histórico sospechaban causas económicas y a veces, religiosas. “Las mutaciones históricas se manifiestan, fundamentalmente, en el plano político y se manifiestan como transformaciones de la ordenación jurídico-política del Estado. Estas mutaciones, aunque son dolorosas para las generaciones de hombres que las presencian y no siempre es deseable el provocarlas, obedecen, en sus lineas generales, a una ley natural, cuyo esquema sigue en Maquiavelo la serie dinámica de Polibio, elaborada sobre el pensamiento platónico-aristotélico. Asi, a la monarquía inicial sigue la tiranía y luego, sucesivamente, la aristocracia, la oligarquía, la democracia y la demagogia, para volver a recomenzar el ciclo”.

Esta concepción de la idea del Estado trae aparejada la subestimación o la incomprensión de todo aquello que no puede encerrarse en ella, p. e. la idea del imperio sea el romano o el ecúmene; la del feudalismo, “lo religioso o lo económico, por ejemplo, por verlo subordinado a lo político, se le escapa aún cuando fuera predominante”.

José Luis Romero nos muestra a un Maquiavelo encastillado en su tiempo y en su país sin poder advertir otra realidad que la directamente circundante. De allí que no pudiera esperar otra salvación sino de “el Príncipe”, “viejo ideal antiguo del savio datore di legge”. Es decir el hombre grande, el que sabe hacer el bien y el mal (otra faz renacentista de la grandeza) y no aquellos seres neutros que hacen el bien costreñidos y el mal dirigidos por los instintos. El hombre grande, el vir, el poseedor de la virtus que el italiano conservó en su lengua virtú, energía de toda la antigüedad clásica. La misma aceptación de la naturaleza humana y de ello. En parte alguna el héroe fué sentido tanto como en el mundo greco- latino, y resto de ese sentir es el culto al santo, al héroe de la fe, que la religión católica, llamada, no en vano, romana defiende con tanto celo.

Encastillado en su mundo, pero sobre todo preocupado por su mundo, Maquiavelo, aunque fuese “más fino que Commines o Bacon” no llegó a ser el gran historiador que pudo ser, pero no tanto por insuficiencia intelectual cuanto por sobreposición de lo sentimental.

Extraña figura contradictoria la de este italiano que ha pasado a la posteridad como dechado de cinismo y contra el cual muchos, sobre todo en España, sintieron la obligación de salir, armas en ristre, a defender los principios morales que creían, en su simplicidad, atacados.

Romero nos da de Maquiavelo una imagen no habitual a los no italianos. Razón tenía De Sanctis al recordar que si un extranjero quiere halagar a un italiano le hablará de Dante o de Colón, pero nunca de Maquiavelo: es que frente a Maquiavelo se yergue el maquiavelismo. José Luis Romero ha vencido este prejuicio y supo ver en Maquiavelo al patriota que sufre por la patria tan amada que entonces, como ahora, vive “sotto le stelle al suo bene inimiche”, y que “no ha sabido, como Guicciardini, entregarse, escéptico, a la comprobados, del fracaso, y aborda la historia para justificarlo, si es lícito, y para obtener de ella las enseñanzas para una acción que lo corrija. Con el lema ciceroniano que Lorenzo Valla había vivificado, Maquiavelo se inclinaba sobre la historia para aprender el secreto de su existencia y frustraba con su vocación generalizadora su latente dignidad de historiador, para erigir sobre su fracaso el triunfo del teórico del Estado moderno”.