Cuarta parte (Presentación)
III. El gabinete del profesor Naguel
50. ¿Sabe usted quien era Débora?
51. ¿Sabe usted quien era Alcibíades?
52. ¿Sabe usted quien era Lúculo?
53. ¿Sabe usted quien era Raimundo Lulio?
54. ¿Sabe usted quien era Doña Urraca?
55. ¿Sabe usted quien era Reina Margot?
56. ¿Sabe usted quien era la Eminencia Gris?
57. ¿Sabe usted quien era Madame Sabatier?
IV. “Noticias bibliográficas” (1954)
58. La ninfa constante ( Margaret Kennedy)
59. Cuán verde era mi valle ( Richard Llewellyn)
60. La señora Parkington ( Louis Bromfield)
61. Llegaron las lluvias (Louis Bromfield)
62. Sangre negra (Richard Wright)
50. ¿SABE USTED QUIÉN ERA DÉBORA?
Cortina musical: ‘Débora’, Pizzetti. Al bajar el volumen, empieza a oírse la voz del Profesor Naguel que recita, como detrás de una puerta.
NAGUEL:
“,,,bella ilusión por quien alegre muero,
dulce ficción por quien penosa vivo.”
GÓMEZ: ¿Permiso…?
NAGUEL:
“¡Detente sombra de mi bien esquivo,
imagen del hechizo que más quiero…”
GÓMEZ: Este… ¡Profesor Naguel…! ¿Me permite…?
NAGUEL: “¡Detente…!”
¡Ah…! Disculpe… ¿Hace mucho que espera?
GÓMEZ: No… No es nada… Quería avisarle que habló por teléfono la señorita Sofía para avisar que no podía venir hoy.
NAGUEL: ¡Cómo! ¡Le dije que no faltara…! Ya sabía yo… Le dije varias veces al Director que no quería una secretaria sino un secretario… Pero él se empeñó… Y ya ve… Yo quería enseñarle esta poesía de Sor Juana Inés de la Cruz para la audición de la próxima semana…
GÓMEZ: (Con aire idiota.) Disculpe, Profesor Naguel… ¿Esa señora… escribía versos?
NAGUEL: ¡Y qué versos…! Escuche…
“Detente, sombra de mi bien esquivo,
imagen del hechizo que más quiero…”
¿Le gusta?
GÓMEZ: Sí… Pero… parece un poco viejo, ¿no?
NAGUEL: Ella vivió hace varios siglos…
GÓMEZ: ¡Ah…! ¿Sí? Yo creía que lo de que las mujeres escribieran versos era una moda de hace poco…
NAGUEL: De hace poco, ¿eh? ¿Y qué me dice usted de Débora?
GÓMEZ: ¿De quién?
NAGUEL: ¡De Débora, señor mío, de Débora…!
GÓMEZ: ¿Débora? No sé… Nunca leí nada de ella…
NAGUEL: ¿De modo que no sabe usted quién era Débora?
Cortina musical: ‘Débora’, Pizzetti.
NAGUEL: ¡Usted tiene que saber quién era Débora, amigo mío…! Su voz se hizo cántico mucho antes de que sonara la voz de Safo… ¡y llamó a los de Israel a la guerra mucho antes de que Tirteo despertara el valor de los espartanos! ¡Espere, amigo mío…!
Ráfaga musical.
VOCES: ¡Despierta, Débora…! ¡Despierta…!
Ráfaga musical.
NAGUEL: (Con voz trémula y solemne.) Débora habitaba debajo de una palma entre Rama y Bethel, en el monte de Efraim. Y los hijos de Israel subían a ella en juicio, porque ella gobernaba a Israel…
Cortina musical: ‘Débora’, Pizzetti.
VOCES: ¡Débora…! ¡Despierta, Débora…!
DÉBORA: (Solemne.) ¿Qué queréis?
VOZ A: Veinte años hace, Débora, que Jabín, Rey de Canáan, aflige al pueblo de Israel, tu pueblo. Los hijos de Israel hicieron el mal a los ojos de Jehová, después de la muerte de Aod. Y Jehová los entregó en manos de Jabín, Rey de Cantan, el cual reinó en Asor.
VOZ B: Veinte años hace, Débora, que aflige al pueblo de Israel, tu pueblo, el Rey Jabín de Canáan.
VOZ A: Y el capitán de su ejército se llama Sísara, y habita en Haroset.
VOZ B: Y tiene novecientos carros herrados, Débora… y nos aflige hace veinte años…
VOCES: ¡Despierta, Débora…! ¡Despierta…!
DÉBORA: ¡Load a Jehová, Señor de las Batallas! (Terrible.) ¡Load a Jehová, porque vengará las injurias de los cananeos! ¡Mi corazón está con los príncipes de Israel, los que con buena voluntad se ofrecen a Jehová! Id… Id… ¡que las estrellas desde sus órbitas pelearán contra Sísara, capitán del ejército del Rey Jabín!
Cortina musical: ‘Débora’, Pizzetti.
NAGUEL: ¿Ve? Profetisa y poetisa, son dos cosas que se parecen… Débora era ambas cosas. Su pueblo la reclamó para que lo ayudara a liberarse de los cananeos y ella llamó a uno para que acaudillara a los hijos de Israel.
Cortina musical: ‘Débora’, Pizzetti.
BARAC: ¡Débora…! ¿Qué quieres de mí?
DÉBORA: ¡Barac de Neftalí…! ¿No has oído la voz de Jehová? Él te ha mandado y te ha dicho: “Ve y reúne gente en el Monte Tabor, y toma contigo diez mil hombres de los hijos de Neftalí y de los hijos de Zabulón. ¡Y en el arroyo de Cisón, yo atraeré a ti a Sísara, capitán del ejército de Jabín, con sus carros y con su ejército!” Barac de Neftalí… ¿No has oído la voz de Jehová?
BARAC: ¡Ahora, Débora, escucho la voz de Jehová…! “Y si tú fueras conmigo, yo iré.”
DÉBORA: “Iré contigo; mas tu camino no será el camino de tu honra, porque Jehová venderá a Sísara por mano de mujer.” (A gritos.) ¡Levántate, Barac…! ¡Que se levanten los de Efraím y los de Benjamín…! ¡Los de Machir y los de Zabulón…!
Empieza a oírse un rumor creciente hasta formar un fondo de clamor.
DÉBORA: ¡Que se levanten los príncipes de Isachar… y los de Neftalí… y los de Rubén! ¡Diez mil hijos de Israel marcharán tras Barac, y yo iré con ellos, para que Jehová, Señor de los Ejércitos, les dé la victoria! ¡Despertad, hijos de Israel…!
Cortina musical: ‘Débora’, Pizzetti.
NAGUEL: ¿Ve, amigo mío? Esta profetisa y poetisa comienza ahora a ascender al Monte Tabor con Barac y los suyos para caer sobre los cananeos… ¿Se imagina usted su fuerza?
GÓMEZ: Pero, dígame, Profesor Naguel… Yo no me había enterado de nada de esto… Algo había oído decir de la guerra entre el estado de Israel y los árabes…
NAGUEL: ¡Bellaco insigne…! ¿Acaso no sabe usted que está en mi gabinete de experiencias? ¿No se ha dado cuenta de que todo esto ocurría doce siglos antes de Jesucristo? Esto es todavía la conquista de la tierra prome…
Ráfaga musical.
NAGUEL: Pero… ¡vea! ¡Aquella es la tienda de Sísara…! Un mensajero llega a todo correr…
Pisadas de un hombre que corre jadeante.
MENSAJERO: (Voz jadeante.) ¡Sísara…! ¡Los enemigos, Sísara!
SÍSARA: ¿Qué ocurre? ¿Quiénes son los enemigos? ¿Qué han descubierto nuestros atalayas?
MENSAJERO: Los hijos de Israel, señor, han subido al Monte Tabor. Diez mil hombres se preparan para lanzarse sobre Canáan. Los de Efraím y los de Benjamín… los de Machir y los de Zabulón… y los de Neftalí y los de Rubén… ¡Eso han descubierto nuestros atalayas en los pasos del Monte Tabor!
SÍSARA: ¿Quién viene a su frente?
MENSAJERO: Barac de Neftalí viene a su frente, y con él una mujer que los mueve al combate con sus cantos guerreros…
SÍSARA: ¡Débora…! ¡Es Débora la que mueve a los hijos de Israel contra mi Rey, contra Canáan y contra mí! ¡Débora, que habita debajo de una palma sagrada entre Rama y Bethel, en el monte de Efraím! (Transición; luego con voz violenta.) ¡A las armas, cananeos! ¡Los hijos de Israel se preparan para descender contra nosotros desde el Monte Tabor! ¡Sonad las trompas! ¡Que se alineen los novecientos carros herrados para detenerlos! ¡Y que se desplieguen desde Haroset hasta el arroyo de Cisón!
Ráfaga musical.
DÉBORA: (Voz lejana.) “Y en el arroyo de Cisón Jehová atraerá a ti a Sísara, capitán del ejército de Jabín, con sus carros y con su ejército…”
Cortina musical: ‘Débora’, Pizzetti.
GÓMEZ: Seré curioso, Profesor Naguel… ¿Podría adelantarme quién ganó?
NAGUEL: ¡Cómo… quién ganó! ¿Pero no oyó la profecía de Débora? ¿No oyó lo que había dicho Jehová?
GÓMEZ: Bueno… pero yo no sé si…
NAGUEL: Saber… saber… usted no sabe nada, por lo que veo… Pero podía imaginarse que si Débora no fuera una profetisa acreditada yo no la traería a mi gabinete… Ahora, si usted quiere saber cómo ganaron los hijos de Israel…
Cortina musical: ‘Débora’, Pizzetti. Rumor lejano de voces.
DÉBORA: ¡Barac…! ¡Barac…! ¡Levántate! Este es el día en que Jehová ha entregado a Sísara en tus manos. Contémplalo desde la altura de este monte y prepárate para cumplir cuanto te ha ordenado.
BARAC: ¡Muchas son sus fuerzas, Débora…! Desde este monte contemplo sus novecientos carros herrados, y su ejército desplegado desde Haroset hasta el arroyo de Cisón…
DÉBORA: Recuerda, Barac, la voz de Jehová: “Y en el arroyo de Cisón Jehová atraerá a ti a Sísara, capitán del ejército de Jabín, con sus carros y con su ejército.” ¡Load a Jehová, Señor de los Ejércitos! ¡Barac… ha llegado tu hora!
BARAC: Ha llegado la hora. (Con voz tronante.) ¡Descended, hijos de Israel, descended del Monte Tabor, y lanzaos sobre los enemigos que han mancillado el nombre de Israel!
El rumor, siempre lejano, se hace cada vez más intenso.
BARAC: ¡A filo de espada perseguiréis a Sísara y a sus hombres, hasta que no quede ninguno de ellos! ¡Descended, hijos de Israel, y atacadlos en el arroyo de Cisón, donde Jehová nos ha prometido la victoria…!
Rumor lejano muy intenso. Luego, cortina musical: ‘Debora’, Pizzetti.
GÓMEZ: (Voz natural.) Me gustaría saber, Profesor Naguel…
NAGUEL: (Voz misteriosa.) ¡Silencio! ¡Las espadas se entrechocan al pie del Monte Tabor y los hijos de Israel arrollan a los enemigos! ¡Se oye el estrépito de las armas y de los carros de los cananeos que pretenden contener la acometida de los diez mil hombres de Barac! ¡Helos ahí, en las orillas del arroyo de Cisón! ¡La sangre ha comenzado a teñir sus aguas, y Sísara comienza a retroceder! Sus hombres caen por centenares y sus carros empiezan a dispersarse… (Pausa.) ¡Huyen…! ¡Huyen…! Sísara ha descendido de su carro y escapa presuroso para salvarse de la muerte… ¡Sísara…! ¡Sísara…!
Cortina musical: ‘Debora’, Pizzetti.
JAEL: (Voz dramática, haciendo juego con las últimas palabras de Naguel.) ¡Sísara…! ¡Sísara! ¿De dónde vienes, Sísara?
SÍSARA: (Jadeante.) Vengo de las garras de la muerte, Jael… Tierna y compasiva Jael… Vengo de las garras de la muerte…
JAEL: Tu voz tiembla… tiemblan tus manos y tu cuerpo… ¿De dónde vienes, Sísara?
SÍSARA: De la derrota, Jael… Los hijos de Israel descendieron desde el Monte Tabor… Venían a su frente Barac, que los mandaba, y Débora, que inflamaba su corazón con terribles imprecaciones. Descendieron del Monte Tabor, cayeron sobre mi ejército, y lo destrozaron, Jael, en las orillas del arroyo de Cisón, cuyas aguas han quedado teñidas de sangre…
JAEL: Y huíste…
SÍSARA: Huí, sí, Jael, huí, para escapar de las garras de la muerte. Huí y he venido a buscar refugio a tu tienda, porque tu marido y tú estáis apartados de los demás hijos de Israel, y hay paz entre tu casa y mi Rey. ¡Protégeme, Jael… tierna y compasiva Jael… protégeme para que mis perseguidores no me encuentren…!
JAEL: (Con voz ligeramente hipócrita.) Ven, señor mío, ven… Entra a mi tienda y recuéstate… y cúbrete con esta manta para que descanses de tu carrera y tus miembros recobren su calor…
SÍSARA: Dame de beber, Jael… Agua, Jael…
JAEL: Leche de este odre te daré de beber… Y te cubriré para que tus perseguidores no te vean…
SÍSARA: Y si llegaran y te preguntaran si hay aquí alguno, diles que no, Jael… diles que no… que quiero escapar de las garras de la muerte…
JAEL: Duerme ahora, Sísara, y descansa… (Más bajo.) Duerme, Sísara… (Más bajo.) Duerme, Sísara… pero no escaparás a las garras de la muerte…
Se oye un golpe seco como de una maza.
SÍSARA: (Grito de muerte.) ¡Ay…!
JAEL: ¡Las garras de la muerte…! Muerto estás, perseguidor de los hijos de Israel…
Caballos y rumores afuera.
BARAC: (Afuera.) Esta es la tienda de Jael, cuyo marido estaba apartado de nosotros… (Entra.) ¡Jael…! ¡Jael…! Dinos, Jael… ¿hay aquí alguno? Hemos vencido a los cananeos y perseguimos a Sísara… ¿No está aquí Sísara?
JAEL: (Voz muy dramática.) Aquí está Sísara, Barac…
BARAC: (Excitado.) ¡Prendedla… aquí está Sísara! Buscad por todos los rincones… (Transición.) ¡Ah…! ¡Sísara…! ¡Muerto! ¿Lo has matado tú, Jael?
JAEL: Yo lo he matado, Barac… (Exaltándose.) Yo lo he matado a Sísara, perseguidor de los hijos de Israel… Yo lo he matado, cuando huía de las garras de la muerte, derrotado por tus hombres y perseguido por ti mismo…
DÉBORA: ¡Bendita sea entre las mujeres Jael, mujer de Heber Ceneo! ¡Sobre las mujeres bendita sea en su tienda! Él pidió agua, y diole ella leche. Tendió su mano a una estaca y con su diestra tomó la maza de los trabajadores. Y golpeó a Sísara, e hirió su cabeza, y llagó y atravesó sus sienes. Cayó encorvado entre sus pies, y donde cayó, allí quedó muerto. ¡Así perezcan todos tus enemigos, oh Jehová! ¡Mas los que te aman sean como el sol cuando nace en su fuerza!
Cortina musical: ‘Débora’, Pizzetti.
GÓMEZ: ¡Tengo la carne de gallina…! ¡Qué mujer!
NAGUEL: Es una historia muy antigua, de una época de pasiones violentas y sentimientos exaltados. ¿Sabe usted donde está narrada?
GÓMEZ: Me parece que debe estar en…
NAGUEL: A usted no le parece nada… Pero para que lo sepa, le diré que está narrada en el libro de los Jueces, que forma parte del Antiguo Testamento. Hay muchas historias de mujeres, de mujeres de extraordinario temple, pero ésta es de las más dramáticas. Jael, la vengadora, y Débora, la profetisa, completan un cuadro muy impresionante de una época remotísima… Ya ve usted… doce siglos antes de Cristo… Piense que los cantos guerreros de Débora constituyen uno de los más antiguos ejemplos de poesía que nos han sido conservados…
GÓMEZ: A mí me parecía que la poesía femenina debía ser tierna… dulce…
NAGUEL: Débora representa el espíritu de un pueblo exaltado por su fe, y seguro de tener una misión excepcional. Su poesía no era femenina en el sentido vulgar de la palabra. Era religiosa y política, y los críticos de hoy hubieran dicho que era poesía ‘comprometida’… Nada de torre de marfil… Poesía al servicio de una causa. (Pausa.) Me gustaría…
Ráfaga musical.
NAGUEL: ¡Escuche! ¡La victoria…! ¡Vuelven los guerreros vencedores…! Débora retorna al alto lugar donde mora, bajo la palma sagrada, entre Rama y Bethel…
Clamor lejano y fuerte.
NAGUEL: Los guerreros saludan la victoria y regresan a escuchar la voz de Débora, que eleva su cántico para invocar a su Dios…
Cortina musical: ‘Débora’, Pizzetti. Clamor de fondo.
BARAC: Tuya es la victoria, Débora, porque levantaste nuestros corazones. ¡Eh…! ¡Traed los cautivos, para que se humillen delante de Jehová…! ¡Nuestra es la victoria…!
DÉBORA: ¡Oíd, reyes y príncipes! ¡Yo cantaré salmos a Jehová, Dios de Israel!
Cuando saliste de Seir ¡oh Jehová!, cuando te apartaste del campo de Edom, la tierra tembló, y los cielos destilaron, y las nubes gotearon aguas. Y los que andaban por los caminos, apartábanse por torcidos senderos; y las aldeas habían decaído.
¡Hasta que yo, Débora, me levanté, madre en Israel!
Entonces vinieron reyes y pelearon. De los cielos, pelearon.
¡Las estrellas desde sus órbitas pelearon contra Sísara!
Barriolos el torrente de Cisón, y despalmáronse las uñas de los caballos por las arremetidas de sus jinetes.
¡Maldecid a los que no vinieron en socorro de Jehová contra los fuertes! Muerto es Sísara. ¡Así perezcan, oh Jehová, todos tus enemigos!
Clamor fuerte, perdiéndose. Luego, cortina musical: ‘Débora’, Pizzetti.
NAGUEL: ¡Era un espíritu fuerte, Débora!
GÓMEZ: Sí, es un personaje curioso… Me gustaría leer su biografía…
NAGUEL: Se sabe tan poco de ella, que hasta usted podría aprenderlo… Pero lo importante es su poesía… Y… a propósito… ¿no vino la señorita Sofía?
GÓMEZ: ¿No se acuerda que avisó por teléfono que no podía venir hoy?
NAGUEL: ¡Ah…! Tiene razón… Porque quería enseñarle una poesía de Sor Juana Inés de la Cruz para la audición de la próxima semana… ¿Usted sabe quién era Sor Juana Inés de la Cruz?
GÓMEZ: No, la verdad es que…
NAGUEL: Usted no sabe nada, por lo visto…
GÓMEZ: Sí, pero ahora, tengo que ir a la administración…
NAGUEL: No tema, no voy a seguir enseñándole cosas… Mi deseo es que se vaya cuanto antes y no me haga perder tiempo. ¿Cómo cree que puedo preferir su compañía a la lectura de estos versos? Escuche:
“Detente, sombra de mi bien esquivo,
imagen del hechizo que más quiero,
bella ilusión por quien alegre muero,
dulce ficción por quien penosa vivo.”
¿Le gusta? (Pausa.) ¡Eh…! Se fue… Este bellaco no quiere saber quién era la poetisa…
Cortina musical: ‘Débora’, Pizzetti.
51. ¿SABE USTED QUIÉN ERA… ALCIBÍADES?
Cortina musical.
SOFÍA: Yo… La verdad es que… no, no sé, no sé…
NAGUEL: Señorita Sofía, esta frase es la que he oído más veces en sus labios. Debo decirle que tiene usted un nombre que no se merece…
SOFÍA: Usted me ofende, Profesor Naguel. ¿Por qué se mete con mi nombre?
NAGUEL: Estoy seguro de que no sabe usted qué quiere decir su nombre…
SOFÍA: ¿Mi nombre? ¿Sofía? Y…
NAGUEL: ¿Ve? No sabe qué quiere decir en griego su propio nombre.
SOFÍA: ¿En griego? ¡Claro! ¿Cómo voy a saberlo? Yo no sé una palabra de griego.
NAGUEL: Ni de ninguna otra cosa, señorita Sofía. Y su nombre, en griego, quiere decir… ¡Sabiduría! Así que ya lo sabe, señorita… ¡Sabiduría!
SOFÍA: (Desconsolada.) ¡Oh…! ¡Pero yo no tengo la culpa! ¿Qué obligación tengo yo de saber griego?
NAGUEL: Ninguna, evidentemente… Pero si usted fuera una mujer culta, habría oído alguna vez hablar de esta palabra… ¿O es que nunca ha oído hablar de ningún griego? Supongo que sabrá usted quién fue Homero…
SOFÍA: ¡Oh, claro que sí…!
NAGUEL: Y Leónidas…
SOFÍA: ¡Oh, claro que sí…!
NAGUEL: Y Platón…
SOFÍA: ¡Oh, claro que sí…!
NAGUEL: Y Alcibíades…
SOFÍA: ¡Oh! (Pausa. Luego tímidamente.) Claro que no…
NAGUEL: ¿Así que nunca ha oído hablar de Alcibíades?
SOFÍA: Y, alguna vez…
NAGUEL: Pues… es una lástima. En fin… Voy a trabajar… Puede retirarse, señorita Sofía…
SOFÍA: Pero… por favor, un momentito, Profesor Naguel… Dígame, por favor… ¿Quién era Alcibíades?
NAGUEL: ¿Quién era Alcibíades? Un griego…
SOFÍA: Eso ya lo sé… ¿Por quién me toma? ¿Por una ignorante? Yo quisiera saber algo de él, de lo que hizo, de cómo era…
NAGUEL: Yo le puedo decir que era un griego de Atenas, que participó en la guerra del Peloponeso, que traicionó a Atenas, a Esparta, a Persia… y que casi siempre consiguió que lo perdonaran, precisamente por su manera de ser…
SOFÍA: ¡Ay, qué curiosidad! Dígame, Profesor Naguel… ¿Cómo era Alcibíades?
NAGUEL: Mire, si quiere enterarse, basta con que se vaya un rato a la plaza, y con seguridad que alguien está hablando de él…
SOFÍA: ¿A la plaza? ¿A qué plaza…?
NAGUEL: A la plaza de Atenas, naturalmente… ¿Quiere acompañarme? Venga…
Ráfaga musical. En primer plano murmullos y carcajadas alternadas, de diferentes grupos, cuyas voces se van acercando y alejando como si el micrófono recorriera los grupos.
NAGUEL: (Recorriendo los grupos.) Aquí… No, aquí no… Aquí tampoco… Aquí… Sí, aquí sí… ¡Oiga!
Ráfaga musical.
VOZ A: Sí, será prudente y buen orador… Lo admito… Pero no conozco a nadie en la ciudad que beba de manera tan desmedida…
VOZ B: Pero no negarás que es generoso…
VOZ C: Y que reparte su dinero a manos llenas…
VOZ A: Sí, para que hablen de él…
VOZ B: Eso es cierto… Soberbio y vanidoso es como pocos… Pero como es ciudadano tan distinguido…
VOZ A: No lo niego; pero lo sería mucho más si fuera modesto. Ningún ateniense necesita destacarse instalando lechos de plumas en las galeras de guerra como si fuera un persa…
VOZ C: Pero… ¿estáis seguro de eso?
VOZ A: Como que lo he visto con mis ojos… Y he visto también su escudo… ¿no lo han visto? No tiene grabada la efigie de Atenea sino la de Eros…
VOZ C: ¡Qué desvergonzado!
VOZ A: Es lo que yo pienso, si no… Pero… ¡Mírenlo! ¡Por allí viene…! Miren los colores chillones de su manto…
Se oye el ladrido de un perrito.
VOZ A: ¿Y qué me dicen de ese perro que ha comprado y le ha cortado la cola? Es una ignominia…
VOZ B: Ciertamente… Yo lo vi antes, y les aseguro que tenía una cola hermosa… Me hablaron de que le había cortado la cola, pero no lo creí…
VOZ C: Aparte de que a ningún perro conviene cortarle la cola. Yo tuve una vez un perro, y uno de mis cuidados era que la mantuviera siempre bien cuidada.
VOZ B: ¡Es natural! Para un perro la cola…
El micrófono se ha ido alejando; y se acerca a Alcibíades, que ha pasado por el grupo y sigue.
SÓCRATES: ¿Oíste, Alcibíades? No se habla de otra cosa en la ciudad que de este perro al que le has cortado la cola…
ALCIBÍADES: Eso es lo que yo quiero, Sócrates; porque quiero que los atenienses hablen de esto, para que no digan de mí cosas peores.
Ráfaga musical.
SOFÍA: Dígame, Profesor Naguel… Si no he oído mal, se dirigía a Sócrates…
NAGUEL: Exacto… Con él paseaba por la plaza… Era su amigo íntimo. Mire, si quiere oírlos conversar –y comprobar de paso que tenían algo de razón los que hablaban en la plaza– podemos ir a casa de Agatón, donde hay un banquete…
SOFÍA: Pero no tengo un vestido a propósito…
NAGUEL: No importa, señorita Sofía… Nadie se fijará en usted. A esta altura han bebido tanto los contertulios que están abstraídos en sus propias cavilaciones. Aunque…
Ráfaga musical.
NAGUEL: No… Están conversando… Pero… Fíjese qué suerte hemos tenido. En este momento entra Alcibíades…
Ráfaga musical.
ALCIBÍADES: (Voz ligerísimamente velada por la ebriedad.) Amigos… ¡Os saludo! ¿Queréis admitir a vuestra mesa a un hombre que ha bebido ya cumplidamente? ¿O nos marcharemos después de haber coronado a Agatón, que es el objeto de nuestra visita? Bien… Decid… ¿Entraré o no?
VOCES: ¡Entra, entra y toma asiento! ¡Bienvenido!
ALCIBÍADES: Entro, pues. Pero, ¿qué veo…? ¿Tú aquí, Sócrates? ¿Qué has venido a hacer aquí hoy?
SÓCRATES: (Burlón.) ¿Oyes, Agatón, lo que dice Alcibíades? Imploro tu socorro porque el afecto de este hombre siempre me ocasiona dificultades.
ALCIBÍADES: No cabe paz entre nosotros, pero ya me vengaré en ocasión más oportuna…
Pausa. Pasos como para ir a sentarse.
ALCIBÍADES: Y bien, amigos míos, ¿qué hacemos? Me parecéis excesivamente comedidos y yo no puedo consentirlo; es preciso beber… Este es el trato que hemos hecho. Me constituyo ya mismo en rey del banquete hasta que hayáis bebido como es indispensable. ¡Esclavo! Dame ese vaso grande… (Pausa.) Bien… Pero… ¿seguiremos bebiendo sin hablar, como hacen los que sólo matan la sed?
AGATÓN: Antes de tu llegada habíamos convenido en que cada uno de nosotros hiciese el elogio del amor. Todos hemos cumplido ya nuestra tarea, de modo que correspondería que hablaras tú ahora y que le señalaras luego un tema a Sócrates.
ALCIBÍADES: Yo diré de mí que, en presencia de Sócrates no podría hacer el elogio de otro, así sea de un dios…
AGATÓN: Pues bien… haznos, si te parece, el elogio de Sócrates…
SÓCRATES: Me gustaría, Alcibíades, saber cuál es tu intención…
ALCIBÍADES: Diré la verdad, si lo consientes.
SÓCRATES: Lo exijo.
ALCIBÍADES: Voy a obedecerte, Sócrates. (Pausa.) Para hacer el elogio de Sócrates, amigos míos, me valdré de comparaciones. Sócrates creerá, quizá, que intento haceros reír, pero mis imágenes tendrán por objeto la verdad y no la burla.
“Podría citar en alabanza de Sócrates gran número de hechos admirables. Pero lo que hace a Sócrates digno de una admiración particular es que no se encuentra otro que se le parezca, ni entre los antiguos ni entre nuestros contemporáneos. Sus discursos…”
Desde un poco antes la voz ha ido perdiéndose.
SOFÍA: Se ve que Alcibíades tenía un gran afecto por Sócrates…
NAGUEL: Seguramente, era el único hombre a quien respetaba en Atenas. Con todos los demás era soberbio y se divertía en humillarlos y en hacerles sentir su superioridad. Pero frente a Sócrates se tornaba humilde, y como era muy inteligente, aprovechaba del sabio para ejercitar y enriquecer su espíritu.
SOFÍA: Era una personalidad brillante…
NAGUEL: Y que por eso se atrajo la admiración y el amor de muchos y concitó el odio de muchos más… como se vio cuando el asunto de la mutilación de los Hermes…
SOFÍA: ¿De la mutilación de qué…?
NAGUEL: Fue un episodio decisivo en la vida de Alcibíades. Utilizando su prestigio y contra la opinión de muchos, logró que Atenas organizara una expedición naval contra Sicilia. Naturalmente, le confiaron uno de los mandos. Pero en vísperas de la partida, una mañana aparecieron mutiladas casi todas las estatuas de Hermes que había en Atenas. Era un sacrilegio, y el temor invadió los espíritus pues se entrevió un presagio siniestro. Empezaron las acusaciones y algunos delataron a Alcibíades y a sus amigos, quienes habrían cometido el delito estando ebrios.
SOFÍA: Entonces lo destituyeron como jefe de la flota…
NAGUEL: Se pensó en eso, pero como la acusación era vaga y el prestigio de Alcibíades muy grande, se resolvió que partiera y que respondiera de la acusación a su regreso. Y así fue…
SOFÍA: Y ganó la guerra…
NAGUEL: Desgraciadamente para él, la guerra fue mal… Las ciudades de Sicilia resistieron y la flota rondó la isla con pocas esperanzas. Un día lograron apoderarse de la ciudad de Catania. El éxito comenzaba a sonreírles, pero…
SOFÍA: ¿Y qué pasó?
NAGUEL: Frente a las costas de Catania, en la nave de Alcibíades…
Ráfaga musical.
NAGUEL: ¡Mire! Alcibíades está sobre la borda…
Ráfaga musical. Oleaje y ligero viento durante toda le escena.
ALCIBÍADES: (Voz velada por el temor.) ¿Tú crees…?
FEDRO: No tengo duda… Esa nave que se acerca es la de Salamina…
ALCIBÍADES: Y se dirige hacia nosotros… ¡Amigo… malas noticias nos esperan!
FEDRO: Ya está cerca…
Se oye ruido de remos.
FEDRO: ¡Mira…!
CAPITÁN: (Desde lejos, luego acercándose.) ¡Eh…! ¡La nave de Salamina…! ¡Tirad un cabo…! (A gritos desde lejos.) ¡Eh…!
La conversación es a gritos entre dos barcos en la rada.
FEDRO: ¿A quién buscáis…?
CAPITÁN: Traemos un mensaje para Alcibíades, hijo de Clinias…
FEDRO: ¿De quién es el mensaje?
CAPITÁN: Del Pritaneo de Atenas…
FEDRO: Aguardad… (Con voz normal.) Alcibíades… Acércate a la borda. El mensaje es para ti…
ALCIBÍADES: Voy allá…
Pausa. La conversación sigue casi a gritos, de nave a nave.
ALCIBÍADES: ¡Eh! ¿Quién me busca? Yo soy Alcibíades, hijo de Clinias…
CAPITÁN: Os traigo un mensaje del Pritaneo…
ALCIBÍADES: ¿Órdenes militares?
CAPITÁN: No, Alcibíades… La Asamblea ha recibido una acusación contra ti por la mutilación de los Hermes y ha resuelto que dejes el mando de la expedición y vuelvas a Atenas a responder a la acusación…
ALCIBÍADES: ¿De qué se me acusa?
CAPITÁN: Puedo leerte la acusación… ¿Quieres?
ALCIBÍADES: Léela…
CAPITÁN: ¡Oye! Dice así: “Tésalo, hijo de Cimón Lasíade, denuncia a Alcibíades…”
ALCIBÍADES: (Interrumpiendo.) ¿Ése es el que me acusa? ¡Es un bribón…!
CAPITÁN: Yo no sé nada de eso, Alcibíades. Te leo el mensaje… ¿Sigo?
ALCIBÍADES: ¡Sigue!
CAPITÁN: “…denuncia a Alcibíades, hijo de Clinias, de haber ofendido a las diosas Deméter y Perséfone, remedando los misterios y divulgándolos a sus amigos en su casa, habiéndose puesto los ornamentos que lleva el hierofante cuando celebra los misterios…”
ALCIBÍADES: Entonces no se me acusa de la mutilación de los Hermes…
CAPITÁN: También se te acusa de eso, Alcibíades… Andócides ha confesado que él fue uno de los autores, y que tú lo acompañabas…
ALCIBÍADES: ¡Pero eso es falso…!
CAPITÁN: Yo no sé nada, Alcibíades… Sólo sé que debes venir conmigo a Atenas… (Pausa.) ¿Vienes?
ALCIBÍADES: Bien… ¡Voy! Pon la proa hacia el este y te seguiré en mi nave. ¡Vamos…! ¡Fedro! ¡Haz soltar los cabos!
Ruido de soga en el agua.
ALCIBÍADES: (Gritando.) ¡A los remos! ¡Vamos…! ¡Proa al este…! ¡No la perdáis de vista! (A Fedro, en voz normal.) Fedro, la suerte no nos favorece… ¿Seguimos hacia Atenas?
FEDRO: Esperemos la noche… Luego… ¿Qué te propones, Alcibíades?
ALCIBÍADES: Huir, naturalmente.
FEDRO: ¿No te fías de tu patria, Alcibíades?
ALCIBÍADES: En todo lo demás, sí. Pero cuando se trata de mi vida, no confío ni en mi madre, no sea que por equivocación vote con la piedra negra en lugar de la blanca…
FEDRO: Entonces…
ALCIBÍADES: Entraremos en Turioi de noche, y huiremos a Lacedemonia…
FEDRO: Alcibíades… Lacedemonia es enemiga de Atenas…
ALCIBÍADES: Por eso… ¿Dónde nos recibirían mejor? Atenas me condenará a muerte y yo le demostraré que vivo…
Ráfaga musical. Permanece como cortina musical en segundo plano durante toda la escena siguiente.
SOFÍA: ¡Ay, Profesor Naguel…! ¡Qué pena me da de que Alcibíades fuera un traidor!
NAGUEL: Parecería como si se hubiera enamorado de él…
SOFÍA: No… No sé… Pero es tan simpático…
NAGUEL: Esa fue su desgracia… Su inmenso atractivo personal… su vanidad y su soberbia. Por eso llegó a creerse por encima de todos los deberes y por eso traicionó a Atenas pasándose a las filas de los espartanos…
SOFÍA: Fue una suerte para los espartanos contar con él…
NAGUEL: En general, sí, al principio… Les proporcionó secretos inestimables y les dio consejos utilísimos para la conducción de la guerra… El único espartano que no se sintió satisfecho con Alcibíades fue el Rey Agís…
SOFÍA: ¿El Rey Agís? ¿Y por qué?
NAGUEL: Cosas de la vida… Su esposa, Timea, tenía un corazón sensible y se enamoró de Alcibíades…
SOFÍA: ¿Y él le correspondió?
NAGUEL: Con ardor… Un verdadero idilio… Pero, naturalmente, el Rey Agís estaba furioso y al cabo de algún tiempo trató en secreto de entregar a Alcibíades a los aliados de Atenas…
SOFÍA: Para que se vengaran…
NAGUEL: Y de paso, vengarse él… Pero Alcibíades no tenía ningún deseo de morir, y abandonó a los espartanos y se pasó a los persas…
SOFÍA: ¡Pero eran también enemigos de su patria…!
NAGUEL: No era un problema muy grave para Alcibíades. Buscó a un sátrapa persa llamado Tisafernes y entró a su servicio ofreciendo los mismos secretos y consejos que antes había ofrecido a los espartanos. Y así vivió durante algún tiempo, en medio del mayor lujo…
SOFÍA: Confieso que su personaje me parece monstruoso…
NAGUEL: Un poco… Pero no crea usted que le fue mal del todo. Cuando Tisafernes empezó a sospechar de él, se escapó y con unas naves de que dispuso, comenzó a ayudar a los atenienses por su cuenta, como si nada hubiera pasado.
SOFÍA: ¡Qué cinismo!
NAGUEL: Y lo hizo tan bien, que un día decidió regresar a su patria y lo recibieron con todos los honores. Pero su pobre patria estaba tan maltrecha que ni siquiera los servicios de Alcibíades pudieron salvarla.
SOFÍA: ¿Qué le pasaba a Atenas?
NAGUEL: Pues Esparta consiguió derrotarla, y estableció en ella un gobierno que le era favorable: el de los Treinta Tiranos. Naturalmente, Alcibíades fue perseguido entonces como traidor a Esparta. Y un día que estaba con Timandra en una aldea de Frigia…
Ráfaga musical.
NAGUEL: ¡Mire…!
Ráfaga musical. Luego murmullo lejano.
TIMANDRA: (Con terror.) ¡Alcibíades…! ¡Despierta, Alcibíades…! ¡Fuego! ¡Han puesto fuego a la casa…!
ALCIBÍADES: No te asustes, Timandra… Deja…
TIMANDRA: ¡Mira, Alcibíades…! ¡El fuego nos rodea! ¡Huyamos!
ALCIBÍADES: ¡Mis armas…! ¡Traidores! ¡La lanza, Timandra, y el escudo…!
TIMANDRA: ¡No salgas, Alcibíades…! ¡Te matarán…!
ALCIBÍADES: ¡Deja…!
TIMANDRA: ¡Alcibíades…! ¡Alcibíades…!
ALCIBÍADES: (Fuera.) ¡Ay…! ¡Me han herido…!
TIMANDRA: ¡Alcibíades…! ¡Alcibíades…! (Pausa.) ¡Muerto…! ¡Muerto…! (Rompe a gemir.)
Ráfaga musical por sobre el llanto de Timandra.
NAGUEL: ¿Ve? Así murió. Un dardo lo alcanzó en pleno pecho. Lo lloraron hombres y mujeres… Por su belleza… por su inteligencia… hasta por su soberbia… que le hizo perder el cielo de los héroes…
Cortina musical
52. ¿SABE USTED QUIÉN ERA… LÚCULO?
Cortina musical.
SOFÍA: ¿Puedo interrumpirlo, Profesor Naguel?
NAGUEL: (Seco.) ¡No!
SOFÍA: Es que necesito…
NAGUEL: (Cordial.) Entonces… ¿por qué me pregunta? Interrúmpame…
SOFÍA: Es que no quisiera…
NAGUEL: ¡Entonces no me interrumpa…!
SOFÍA: Pero… ¿es tan grave que lo interrumpa? Cuando entré, me pareció que estaba mirando al techo…
NAGUEL: Casi todo lo que me interesa en el mundo está semiescrito en el techo… Nada se parece tanto a pensar como mirar al techo…
SOFÍA: ¡Ah…! ¿Estaba meditando?
NAGUEL: (Académico.) ¡Estaba meditando… sobre la verdad!
SOFÍA: (Desconsolada.) Pero, ¿a esta hora, Profesor Naguel? ¿Cómo se le ha podido ocurrir?
NAGUEL: ¡Yo soy un espíritu libre que medita a la hora que le da la gana! (Pausa.) Pero además, sepa usted que he comenzado a meditar sobre la verdad impulsado por la lectura de Cicerón… Hasta hace un instante nomás estaba leyendo las “Académicas”… el libro II escrito en honor de Lúculo…
SOFÍA: (Extrañada.) ¿De Lúculo?
NAGUEL: Sí, de Lúculo… ¿No sabe quién era Lúculo?
SOFÍA: Creo que era… un romano…
NAGUEL: Sí… Pero si no sabe usted nada más…
SOFÍA: Bueno…
NAGUEL: Pues para ser mi secretaria en el gabinete de audiciones históricas, sabe usted bastante poco, señorita Sofía… Lúculo era… (Pausa. Luego con voz misteriosa.) No… ¡Es! ¡Es! Mírelo…
Ráfaga musical.
NAGUEL: ¡Es! ¿Lo ve, señorita Sofía? Ahí está… ¡como figura en el segundo libro de las “Académicas” de Cicerón…! En la villa de Hortesio, en Baules… La discusión termina… ¡Óigalo!
Ráfaga musical.
LÚCULO: En cuanto a mí, no lamento que hayamos tenido esta conversación. Tendremos ocasiones abundantes de reunirnos en nuestras casas de Túsculo, y podremos renovar nuestras discusiones. Pero, en definitiva, ¿qué piensas, Catulo, del problema del conocimiento?
CATULO: Mi opinión, amigos, es la de Carnéades. Nada puede ser percibido; pero creo que el sabio dará su asentimiento a ideas no percibidas, esto es, que se limitará a opinar –no a conocer–, sabiendo bien que sólo opina.
LÚCULO: Hortensio te contestará que “es necesario suspender el juicio”.
CATULO: Exacto. Ahí difieren los juicios de las dos Academias.
VOCES: Exactamente… Así es… Sí, esa es la cuestión.
Pausa.
LÚCULO: Pues es menester que demos fin aquí a nuestra discusión. Las barcas nos esperan para trasladarnos a Nápoles. En Túsculo nos veremos… ¡Adiós, amigos!
VOCES: Adiós… Adiós, amigos…
Ráfaga musical.
SOFÍA: ¡Ahora me acuerdo! ¡Lúculo era un filósofo…!
NAGUEL: Se equivoca, señorita Sofía. No era un filósofo…
SOFÍA: Sin embargo, el tema de esas conversaciones…
NAGUEL: Esas conversaciones tienen letra de Cicerón… Pero, en verdad, quizá podría decirse que, a su modo, Lúculo era un filósofo, sobre todo en los últimos años de su vida. Amaba el coloquio espiritual y los bellos libros, pero sin duda no era lo que más amaba…
SOFÍA: ¿Qué era lo que más amaba, Profesor Naguel?
NAGUEL: En un tiempo, pareció que era la gloria…
SOFÍA: ¿Y después?
NAGUEL: Después pareció que era la riqueza…
SOFÍA: ¿Y después?
NAGUEL: Y después pareció que era la buena mesa… los manjares exóticos… los vinos finos… el lujo… la música…
SOFÍA: ¿Y nada más?
NAGUEL: …Y el coloquio espiritual… y los bellos libros… y las nobles ideas…
SOFÍA: Es una idea bastante extraña…
NAGUEL: No, era un romano de su tiempo, con un destino peculiar. Como amaba la gloria, se dedicó a la política. Fue Cónsul, y tuvo un mando militar en Asia, donde peleó contra Mitrídates y contra Tigranes. Y allí gustó el lujo y la riqueza y aprendió a vivir gustando en cada instante el menudo placer que parece llenarlo.
SOFÍA: Ahora comienzo a imaginarlo… Pero… ¿Por qué dijo usted que acaso era un filósofo a su modo?
NAGUEL: Porque acaso esa busca del placer de cada instante constituía una filosofía, una manera de entender la vida, que por cierto compartía Lúculo con otros muchos romanos. Sus amigos fueron nobles espíritus y varones ilustres…
Ráfaga musical.
NAGUEL: Si no, ¡fíjese! He ahí la plaza… he ahí a Lúculo… y he ahí a dos hombres de toga que se dirigen a su encuentro… ¿No los reconoce? Ése… es Cicerón… y ése otro… el gran Pompeyo…
Ráfaga musical.
CICERÓN: ¡Salve, Lúculo! ¿A estas horas por la plaza?
LÚCULO: ¡Amigos, bienvenidos! Quizá marchaba por aquí con la esperanza de encontrarlos. Hacía tiempo que no te encontraba, Pompeyo.
POMPEYO: Parecería como si nos huyéramos… Pero a pesar de todo lo pasado, bien sabes, Lúculo, en cuánto estimo tu amistad. Sería un placer que consintieras en que nos reuniéramos para conversar un buen rato.
LÚCULO: Es lo que más deseo, amigos; de modo que contad conmigo.
CICERÓN: Pues nosotros querríamos cenar en tu compañía… siempre que nos obsequies nada más que con lo que tienes dispuesto…
LÚCULO: En verdad que quisiera obsequiarlos mejor… Quizá mañana…
POMPEYO: Nada, nada… Con lo que tengas dispuesto… ¿Estás solo esta noche para la cena?
LÚCULO: Lúculo siempre tiene invitado a cenar a Lúculo…
CICERÓN: Pues andando hacia tu casa… Y ya sabes, Lúculo, que te prohibimos que hables con ninguno de tus criados. Lo que haya, cenaremos…
LÚCULO: Permitidme, al menos, que le diga a ése que me aguarda en la puerta dónde cenaremos…
CICERÓN: Concedido.
LÚCULO: ¡Oye…! ¡Esta noche cenamos con estos amigos en el salón de Apolo!
Cortina musical.
SOFÍA: ¿Qué era el salón de Apolo, Profesor Naguel?
NAGUEL: Uno de los diversos salones que había en la casa de Lúculo, decorado con la figura de Apolo, nada más. Pero la servidumbre de Lúculo sabía que cada salón tenía su correspondiente ceremonial y que a cada uno correspondía cierto tipo de manjares y vinos. Ese día, en el salón de Apolo, se gastaron cincuenta mil dracmas en la cena.
SOFÍA: ¡Parece mucho dinero! No puedo explicarme…
NAGUEL: No era fácil tener a disposición de Lúculo, en cualquier momento, peces del Mar Negro o pájaros de las selvas renanas. Se criaba o se cultivaba en su casa todo lo necesario para proveer a la mesa más exigente, y se dedicaba a ese menester un ejército de criados. Pero así eran los resultados… Nunca se vio en Roma tanto lujo y tan buen gusto…
Ráfaga musical.
NAGUEL: ¡Mire! Es lo que dicen, al fin de la cena, los invitados…
Cortina musical.
CICERÓN: Confieso, Lúculo, que nunca se ha visto en Roma tanto lujo y tan buen gusto como en tu casa… Me temo que estés devorando tu fortuna…
LÚCULO: La mía, amigos, es una fortuna cautiva y bárbara que no merece respeto.
POMPEYO: El tuyo, Lúculo, es un lujo asiático…
LÚCULO: No te equivocas, Pompeyo. Allí aprendí a disfrutar de él… y allí logré mucho de lo que hoy derrocho. Pero ni tú ni nadie podrá negar que fui yo quien asestó más rudos golpes a los Reyes del Ponto y de Armenia…
CICERÓN: Por favor… no empañen esta deliciosa reunión hablando otra vez de sus antiguas querellas… Lúculo y Pompeyo… Pompeyo y Lúculo… pertenecen ya a los fastos de Roma y sólo la historia podrá decir quién fue más grande…
POMPEYO: Convenido: nunca pudo decirse que Cicerón no fuera prudente. Pues si hemos de hablar de cosas agradables, te diré, Lúculo, que lo que más me sorprende es la celeridad con que tus criados han podido disponer este banquete en tan poco tiempo y sin tus indicaciones…
LÚCULO: Estos banquetes están siempre dispuestos… y bastó que yo dijera que la cena era en el salón de Apolo para que supiera mi mayordomo qué era lo que debía servir…
POMPEYO: Entonces está justificada la fama de glotón de que disfrutas.
LÚCULO: Y que tú difundes…
POMPEYO: ¿Yo…?
LÚCULO: Tú… Todo se sabe en Roma, mi querido Pompeyo… Se dice que estando una vez enfermo en verano, te recomendó el médico que comieras carne de tordo; y como nadie podía encontrarlo en los mercados, te sugirieron que la buscaras en mi casa…
POMPEYO: No te ofendas, Lúculo… Fue nada más que una frase…
LÚCULO: ¿No conoces tú la frase, Cicerón? Pompeyo contestó: “¿De manera que si Lúculo no fuera un glotón no podría curarse Pompeyo?”.
Risas.
POMPEYO: Comprenderás que no había mala voluntad en la frase…
LÚCULO: No… Si te he perdonado… Y hasta comprendo que buscaras desacreditarme. Al fin de cuentas, éramos dos generales rivales…
CICERÓN: Bueno… bueno… Se me ocurre, Lúculo, que podríamos dar un paseo por tu huerto. Pompeyo no conoce tu casa y podríamos visitarla…
LÚCULO: Me agrada la idea… Vamos.
Ruidos como si se movieran pesados asientos.
LÚCULO: Salgamos por esta galería… (Caminando.) Desde aquí se divisa el jardín… pero si subimos a aquella terraza… Vamos… (Pausa.) Desde aquí puede verse en toda su amplitud…
CICERÓN: ¡Hermoso lugar!
LÚCULO: Y si seguimos por esta galería, podremos ver, aunque de lejos, las jaulas de los pájaros. ¿Ven? Hay ejemplares de todo el orbe: del África, de Grecia, de Germania, de Armenia, de Siria, de España… ¡Qué se yo…!
CICERÓN: Pero esta casa, Pompeyo, no es ni sombra de la que Lúculo tiene en Nápoles, a orillas del mar…
POMPEYO: ¿Aún más lujosa…?
CICERÓN: Aún más…
LÚCULO: Más costosa, sin duda. Una cosa hay allí de la que me envanezco… Son los lagos artificiales que hice construir para criar toda suerte de peces… El agua del mar entra por unos conductos subterráneos y el agua se renueva dos veces por día abriendo unas compuertas… Una verdadera obra de ingeniería.
POMPEYO: ¡Para que no falten en tu mesa truchas del Ponto Euxino…!
LÚCULO: Exacto… Es un lujo que se puede dar un general que ha dominado al Rey del Ponto…
CICERÓN: ¡Vamos! ¡No empecemos! Sigamos por aquellos pórticos…
Cortina musical.
SOFÍA: Pompeyo y Lúculo eran rivales, ¿verdad?
NAGUEL: Los dos aspiraban a la gloria, pero por esta época la estrella de Lúculo empezaba a palidecer, en tanto que la de Pompeyo brillaría aún por algún tiempo. Lo cierto es que Pompeyo era el que había logrado que le arrebataran a Lúculo el mando de los ejércitos de Asia…
SOFÍA: Y Lúculo se consolaba divirtiéndose…
NAGUEL: Pero no como un hombre vulgar… Gustaba de ciertos refinamientos. Y entre ellos gustaba de las ideas, de las buenas lecturas… ¡Mire!
Ráfaga musical.
NAGUEL: En este instante se aproximan, Lúculo y sus visitantes, a la biblioteca…
Cortina musical.
LÚCULO: Pasemos a la biblioteca. Creo que podré mostrarles algo que les interese. Por aquí…
CICERÓN: Esta biblioteca, Pompeyo, es una de las más ricas de Roma. Pero su propietario es, además, uno de los hombres más generosos, pues la mantiene abierta a todos los que quieren frecuentarla. A veces están estos pórticos llenos de griegos que discuten sobre abstrusos problemas.
LÚCULO: Y yo con ellos. Es cosa que me divierte… Pero quisiera mostrarles algunas de las curiosidades que poseo… Aunque… Quizá Pompeyo se moleste si le enseño el original del poema de Arquia.
CICERÓN: No lo creo, Lúculo, muéstranoslo… Arquia, el poeta de Antioquía, es uno de mis predilectos y uno de los amigos que más he amado. Este poema, Pompeyo, es simplemente admirable. Relata Arquia en él la campaña de Lúculo, desde Cízico a Tigranocerta, persiguiendo a Mitrídates.
POMPEYO: ¡Brava campaña! Mi propia desgracia fue tener que disputar la gloria con Lúculo… y no tener por amigo a un Arquia que cantara mis hazañas…
CICERÓN: La historia, estoy seguro, cantará las hazañas de ustedes dos en las lejanas tierras de Asia. Pero no negarás, Pompeyo, que el tema era digno de un poeta…
Ráfaga musical.
SOFÍA: Pero… ¿no podían estar sin discutir esos dos?
NAGUEL: Eran rivales, y eran además dos tipos humanos opuestos y casi irreductibles. Pompeyo carecía de humor…
SOFÍA: ¿Y Lúculo?
NAGUEL: A Lúculo le sobraba… ¡Mire!
Ráfaga musical.
NAGUEL: ¡Mire cómo hace sufrir al pobre Pompeyo narrándole sus aventuras en Asia! ¡Y el pobre Pompeyo se ve obligado a escuchar a su anfitrión! ¡Nunca pareció Lúculo tan entusiasta como esta noche…!
Ráfaga musical.
LÚCULO: Aquel día fue el más feliz de mi existencia. Estábamos frente a Tigranocerta y le habíamos puesto un riguroso asedio. Los sitiados esperaban impacientes la llegada de auxilios y nosotros vigilábamos el horizonte. De pronto se oyeron aullidos en las murallas.
Gritos de alegría. Desde este instante, Lúculo deja de describir para dramatizar la acción.
LÚCULO: ¿Qué pasa, Murena?
MURENA: Señor, los sitiados se han agolpado en las murallas y están dando muestras de gran alegría. He despachado enviados para recoger noticias de los vigías. ¡Ahí llegan…!
MENSAJERO: (Llega a la carrera, jadeante.) ¡Señor…! El enemigo se acerca. Parece ser el ejército del Rey Tigranes…
LÚCULO: ¡Murena… a la torre! Es necesario saber quién viene…
Pasos acelerados. Luego subiendo escalera.
MURENA: ¿Veis…? ¡Es una masa inmensa! Aquellos son honderos y arqueros…
LÚCULO: ¿Cuántos calculáis?
MURENA: Veinte mil, lo menos… Y los jinetes son, si no me equivoco, más del doble…
LÚCULO: Aquello que se desplaza por el centro es la infantería… Un mundo de gente… Cien mil… acaso mucho más…
MURENA: Señor, ¿qué piensas hacer? ¡Hay que obrar de inmediato!
LÚCULO: No perderemos un instante. ¡Las trompas, Murena!
Trompas.
MURENA: ¿Levantaremos el asedio de la ciudad?
LÚCULO: Nos atraparían por la espalda. Seis mil hombres te dejo, Murena, para que mantengas y aprietes el cerco. ¿Cuántos me quedan para buscar batalla?
MURENA: Veinticuatro cohortes, mil honderos y la caballería.
LÚCULO: Pues con ellos. ¡En orden de batalla, Murena!
Trompas.
LÚCULO: (Volviendo al relato.) Así nos lanzamos contra Tigranes, que nos despreciaba. Cuando nos vio, dijo que éramos muchos para embajadores y muy pocos para soldados. Pero fuimos bastantes para soldados, porque al primer encuentro comenzaron a huir, y Tigranes el primero. Hasta la diadema real cayó en nuestras manos. ¿Qué podría decirles de nuestra entrada en Tigranocerta? ¡Una hermosa ciudad de la que los soldados sacaron ocho mil talentos de moneda acuñada! ¡Qué triunfo, Pompeyo!
POMPEYO: Digno de ti, Lúculo. Con un poco más de suerte, hubieras conquistado el Asia para Roma…
LÚCULO: No te burles, Pompeyo. Suerte… y que las intrigas no me hubieran minado en el Senado y el Foro… En todo lo cual, no sé si un cierto Pompeyo…
CICERÓN: Amigos… la noche ha sido hermosa, y la conversación amable y propia de nobles espíritus. La brisa ha comenzado a soplar… ¿No es hora ya de retirarnos?
LÚCULO: Como gusten. Espero volverlos a ver en mi casa. Adiós, amigos.
POMPEYO y CICERÓN: Adiós, amigo… Salud…
Ráfaga musical.
SOFÍA: ¿No se reconciliaron?
NAGUEL: No… Lúculo apoyó siempre a quienes se oponían a las ambiciones de Pompeyo. Pero la política ya no le apasionaba… Vivía… Disfrutaba cada instante… Lúculo era un epicúreo. Finalmente, perdió la razón y murió… Fue la suya, una vida romana.
Cortina musical
53. ¿SABE USTED QUIÉN ERA… RAIMUNDO LULIO?
Cortina musical.
NAGUEL: Señorita Sofía, ¿concluyó las copias que le pedí?
SOFÍA: ¿Qué copias?
NAGUEL: ¡Cómo! ¿No se acuerda de las copias que le pedí?
SOFÍA: No… Usted me dijo… (Pausa.) ¡Ah…! Me parece que…
NAGUEL: ¡Por favor, señorita Sofía! Esta mañana le di unos papeles y le dije que necesitaba tres copias con urgencia…
SOFÍA: Sí, ahora me acuerdo… ¡Oh…! Cuánto lo siento, Profesor Naguel. Pero no me he vuelto a acordar… y además ni siquiera sé dónde puse los papeles…
NAGUEL: Pero esto es intolerable… Le pido que me concluya un trabajo antes de que empiecen sus vacaciones y usted se olvida de todo…
SOFÍA: Ay… Perdóneme, Profesor Naguel… Es que este proyecto de viaje me tiene trastornada… Es la primera vez que voy a hacer un viaje largo y no pienso en otra cosa… ¡Por favor, no se enoje…!
NAGUEL: Me enojo, sí… Pero no se lo voy a decir para no estropear su viaje. Y… a propósito, ¿fijó ya su itinerario?
SOFÍA: (Con entusiasmo.) Casi completo… En la agencia de viajes me han aconsejado que haga una excursión a Palma de Mallorca. Dicen que es preciosa…
NAGUEL: Sin duda, uno de los lugares más pintorescos del Mediterráneo. Allí nació Raimundo Lulio…
SOFÍA: ¿Quién?
NAGUEL: Raimundo Lulio, el filósofo…
SOFÍA: ¡Ah…!
NAGUEL: No deje de visitar la Basílica de San Francisco, en Palma de Mallorca… Y si viaja por el Mediterráneo, se acordará de Raimundo Lulio en Montpellier, en Génova, en Barcelona, en Pisa…
SOFÍA: Bueno, pero el caso es que… Dígame, Profesor Naguel… ¿Quién fue Raimundo Lulio?
NAGUEL: ¡Pero…! ¿Usted no sabe quién fue Raimundo Lulio?
SOFÍA: Sí… pero… se me ha olvidado…
NAGUEL: Peor para usted, porque ignora una historia curiosa y llena de encanto. Raimundo Lulio es una personalidad tan atrayente que sólo puede compararse con muy pocas de la historia.
SOFÍA: Sin embargo, la vida de los filósofos…
NAGUEL: ¿No le parece muy atrayente? Bueno, en primer lugar que su opinión es inexacta; pero además yo simplifiqué las cosas cuando le dije que Raimundo Lulio era un filósofo. Era eso y mucho más: un hombre poseído por un delirio que luchó hasta su muerte por contagiar a los demás de lo que lo obsesionaba…
SOFÍA: ¿Y qué era lo que obsesionaba a Raimundo Lulio?
NAGUEL: ¡Convertir a los infieles! Enseñarles la doctrina cristiana por medio de razonamientos convincentes, probarles el error de su fe a moros y judíos, y luego… quitarles a los sarracenos el Santo Sepulcro…
SOFÍA: Pero, dígame profesor Naguel… ¿qué tiene que ver eso con la filosofía?
NAGUEL: Mucho, porque Raimundo Lulio meditó largamente sobre las verdades del dogma y buscó la manera de probarlas mediante la razón. En realidad fue un revolucionario que pensaba, y quería imponer de inmediato su pensamiento sobre la realidad. Pero lo curioso es su vida… siempre persiguiendo un ideal gigantesco y luchando contra la pequeñez de los hombres… Usted sabe… Algunos le llamaron loco…
SOFÍA: ¡Pero era injusto…!
NAGUEL: No se sabe bien… Algo de loco debía tener… Si examina usted la lista de los libros que escribió, tiene que pensar que, al menos, vivía consumido por una obsesión. Y si piensa en algunas de las escenas de su vida, tiene que pensar que su fervor tocaba los límites del delirio… Mírelo…
Ráfaga musical.
NAGUEL: ¿Lo ve?
Ráfaga musical. Luego clamor de multitud, lejano.
NAGUEL: ¡Ahora huye! ¡Fíjese cómo le arrojan piedras! ¡Los moros lo persiguen! Unos le tiran de las barbas… otros lo abofetean… y él grita… grita sin defenderse… Oiga…
Ráfaga musical. Sigue el tumulto.
VOCES: (Gritando.) ¡Fuera…!
LULIO: ¡Oíd, infieles, la voz del Redentor…! ¡Pegadme… pegadme si queréis…! ¡Pero escuchad la verdad para salvar vuestras almas antes de que sea tarde! Os esperan el infierno y sus tormentos… os abrasarán las llamas destinadas a los pecadores que han oído la verdad y no han querido entenderla… ¡Pegadme si queréis, pero escuchad esta palabra de amor de quien quiere salvaros! Pegadme… lapidadme… Pero no me rechacéis sin oírme… (Los gritos se han ido alejando. Él deja de hablar para sollozar; luego concluye con unos gemidos.)
Ráfaga musical.
LULIO: (Ahora, con voz calmada, pasa a contar lo mismo que acaba de sucederle.) Así acabó mi predicación en Túnez, amigos míos… El clima era ardiente… Los infieles, muchos y muy hostiles a la palabra del Salvador… Yo, enfermo y débil, pero tenaz y dispuesto a morir. Ésa era mi fuerza… Me condenaron a muerte, pero el Rey me conmutó la pena por la de destierro. Y al salir, el populacho se lanzó contra mí, me arrojó piedras… me tiró de las barbas… me golpeó en la cara… Y aquí estoy, dispuesto a comenzar de nuevo.
MAURICIO: ¿Volvisteis a Mallorca?
LULIO: No… Una nave de mercaderes me llevó a Nápoles y allí me quedé un tiempo. Allí estaba el Papa Celestino, y a él me acerqué para confiarle mis cuitas y mis proyectos. Le hablé muchas veces, y lo encontré solícito. Pero el santo varón sólo quería orar… Recordaba su ermita y no se hacía a la idea de que tenía nuevos deberes como Sumo Pontífice… Le expliqué mi proyecto de conversión de los infieles… le hablé de la necesidad de abrir colegios para que los predicadores aprendan las lenguas de esos infieles a quienes debemos convertir. En fin… le hablé de la cruzada… Pero el santo varón sólo pensaba en orar…
MAURICIO: Es cosa santa, orar, hermano Raimundo…
LULIO: Cosa santa es, (vehemente) pero no lo es menos impedir que se condenen tantos como hay, que ignoran la verdadera fe. Y éste es deber del pontificado y de la monarquía. Por eso estoy aquí, siguiendo la peregrinación del nuevo Pontífice, con la esperanza de que me escuche…
MAURICIO: Tened esperanza. El Papa Bonifacio es harto diferente de su antecesor, y es hombre que conoce los deberes a que obliga la triple corona. Su voluntad es de hierro y su santidad mucha.
LULIO: Dos veces he hablado ya con su Santidad, y nada he conseguido hasta ahora. En sus manos he puesto mi Petición para que la Santa Sede organice los colegios políglotas, para que enseñemos el árabe, el hebreo y el griego a nuestros predicadores, para que formemos legión de los que irán a sembrar nuestra santa fe entre los gentiles, como hicieron los Apóstoles… y hasta ahora nada he conseguido…
MAURICIO: Tened confianza… tened confianza…
LULIO: ¿Cómo habría de tenerla? Los cristianos son pocos y muchos los incrédulos e infieles. Pensando en esto, acudí a los prelados, reyes y religiosos mostrándoles los medios de pasar a los dominios de los moros, y cómo con predicaciones, argumentos y armas se pudiera dar tal ensalzamiento a nuestra santa fe católica que los infieles viniesen a verdadera conversión.
MAURICIO: ¿Y nadie os escuchó hasta ahora?
LULIO: En este santo asunto me he ocupado por espacio de treinta años y, en verdad, que nada he podido alcanzar. Y por eso estoy tan triste y tan a menudo lloro, que me veo reducido a grande flaqueza…
MAURICIO: No lloréis, hermano Raimundo… Confiad en Dios y en su vicario, que seguramente escuchará vuestro ruego…
Cortina musical.
SOFÍA: ¡Qué desconsuelo tan grande embarga al pobre Raimundo…!
NAGUEL: “Desconsuelo” se llama, precisamente, el poema que Raimundo Lulio compuso para desahogar sus cuitas de iluminado incomprendido. Es un bellísimo poema, lleno de fervor religioso, de confianza en sí mismo y en sus ideas, de razones y argumentos para convencer a los demás de ellas. Mire usted cómo termina: “Lo ha compuesto en rima para que pueda conservarse mejor en la memoria; pues bien pudiera acontecer que algún varón animoso y esforzado emprendiese este negocio, hasta que fuera cumplido lo que Ramón ha suplicado tanto al Santo Pastor de la Iglesia.”
SOFÍA: Se ve que su fe era inquebrantable, porque no lo desanimaban los fracasos.
NAGUEL: ¿Cómo podía ser su fe quebrantada? Había sido rico, de noble familia. Había gozado de todos los privilegios y había probado todos los placeres. Y al alcanzar los treinta años lo había abandonado todo para entregarse a la fe. Ahora, septuagenario, no podía sino considerar que su vida no tenía otro fin que perseverar en su designio…
SOFÍA: ¿Y volvió a empezar?
NAGUEL: Volvió a empezar, ahora con una esperanza renovada. A mediados de 1305 fue elegido Papa Clemente V, y Raimundo Lulio consiguió que el Rey de Aragón Jaime II se interesara en sus planes hasta el punto de prometerle que irían juntos a visitar al nuevo Pontífice. Mire…
Ráfaga musical.
NAGUEL: Esa es Montpellier, la ciudad que tanto amaba Raimundo… Ese palacio alberga ahora al nuevo Pontífice, que está de paso en la ciudad, camino de Lyon donde será coronado… En la antesala de la cámara pontificia, aguardan un rey, Jaime II… y un fraile mendicante, Raimundo Lulio…
Ráfaga musical.
JAIME II: ¿Qué libro es ése que traéis bajo el brazo, hermano Raimundo?
LULIO: Uno que vos ya conocéis, señor. Es el “Liber de fide”, en el que he puesto cuanto se necesita para organizar la cruzada para la conquista de Tierra Santa y el Santo Sepulcro.
JAIME II: Ya recuerdo… Más que el libro de un fraile parece el de un caballero…
LULIO: He sido caballero, señor, y aún recuerdo cómo se toma por asalto un castillo. Pero, perdonadme, señor… sólo juzgo merecedor de un combate esa plaza en la que se custodia el divino sepulcro de nuestro Salvador…
JAIME II: Tenéis razón… Todas nuestras guerras son vanidad y sólo vanidad… Y esta guerra santa la tenemos olvidada por razones mundanales y despreciables, sin que hasta ahora hayamos sido capaces de repetir la hazaña de Godofredo de Bouillon.
LULIO: Yo espero, señor, que vuestro nombre sea recordado como el del caballero que supo imitar a Godofredo de Bouillon…
JAIME II: Es lo que yo también espero. Quiera el cielo que el Santo Padre se digne escucharnos y ofrecernos su apoyo…
LULIO: Y acaso vuestro noble primo, el Rey Felipe de Francia, resuelva acompañaros en la empresa…
JAIME II: Entonces nuestra aventura sería la más gloriosa de la historia, y es seguro que nos acompañaría la gloria…
LULIO: Y Dios os recompensaría por vuestra virtud militante…
Puerta que se abre. Cuatro pasos.
CHAMBELÁN: ¡Majestad…! Su Santidad os invita a pasar a su cámara…
JAIME II: Vamos, hermano… Hemos llegado al instante decisivo…
Ocho pasos. Genuflexión. Tres pasos. Pausa.
JAIME II: ¡Santo Padre!
CLEMENTE V: Bienvenidos, hijos míos, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
JAIME II y LULIO: Amén. (Besan sucesivamente el anillo.)
CLEMENTE V: Creedme, hijo mío, que os he estado esperando con ansia por saber qué asunto os traía. Mucho espero de la ayuda de vuestro reino, y bien sé que os llaman ‘el Justo’. Podéis creer que la silla apostólica mirará con favor a Aragón y a su Rey.
JAIME II: Os agradezco de corazón vuestras palabras, Santo Padre. En vos tienen depositada su confianza Aragón y su Rey. Y también deposita en vos su confianza este religioso que me acompaña, y que comparte conmigo mis anhelos.
CLEMENTE V: Acercaos, hermano…
JAIME II: Quizá haya llegado a vos el eco de su nombre, Santo Padre. Se llama Raimundo Lulio y ha nacido en Mallorca. Su larga vida es un camino de sacrificio, y me acompaña para que juntos invoquemos vuestra protección y vuestra ayuda.
CLEMENTE V: Su nombre no me es desconocido, pero no acierto a recordar en qué ocasión lo he oído…
JAIME II: Dejadme, Santo Padre, que os relate su obra. Decenas de libros ha escrito el hermano Raimundo, y decenas de veces ha suplicado a la silla apostólica y a los reyes que apoyen sus proyectos de predicación y de cruzada. Vuestros predecesores lo han oído sin escucharlo, pero él ha persistido una y otra vez. Y no hace mucho ha dado prueba de su fe marchando solo a tierra de infieles para predicar nuestra fe en la lengua de ellos.
CLEMENTE V: ¿Habláis el árabe, hermano?
LULIO: Sí, Santo Padre. Lo aprendí con dolor y sacrificio, y hace ya muchos años logré que se me autorizara a abrir un colegio en Mallorca, donde los predicadores aprendieran las lenguas de los infieles para predicar en ella nuestra verdad. Eso quiero pediros. Que me auxiliéis para que se levanten nuevas fundaciones como aquella, y para que creemos una legión de predicadores que dispersen por el mundo nuestra fe. ¡Duele, Santo Padre, pensar en las almas que se condenarán irremisiblemente por nuestro abandono!
CLEMENTE V: ¡Noble preocupación la vuestra, hermano! Nada se opone a ello y quiera Dios que hallemos tantos espíritus dispuestos al sacrificio como necesitaremos para esa empresa.
LULIO: Estoy seguro, Santo Padre, estoy seguro de que los hallaremos. Pero nada podría hacerse sin el apoyo de la silla apostólica.
CLEMENTE V: Lo tendréis, hermano, y vuestro Rey os ayudará, y acaso mi amado hijo el Rey de Francia quiera ayudaros también…
JAIME II: Os agradezco de todo corazón vuestro apoyo, Santo Padre. Pero no es todo lo que queremos pediros. He pensado hace tiempo que tenemos abandonados nuestros cristianos deberes, y quisiera proponeros que pensarais si no ha llegado el momento de hacer aún más que lo que propone el hermano Raimundo. Él mismo ha despertado en mí la ambición del sacrificio.
CLEMENTE V: ¿Y qué sacrificio os proponéis hacer por nuestra fe, hijo mío?
JAIME II: Casi no me atrevo a declararlo. Pienso, Padre mío, que acaso ha llegado otra vez el momento de renovar la lucha por la conquista de Tierra Santa.
CLEMENTE V: ¡Oh, Dios mío! ¡Qué grande y noble ambición la vuestra! (Pausa.) Empero… Las dificultades son grandes… ¿Creéis que fuera hacedero reunir hoy una fuerza como la que habría de necesitarse para esa empresa?
JAIME II: Sé deciros, Santo Padre, que contaríais con toda la que pueda proporcionar el reino de Aragón, y que su rey iría al frente dispuesto al sacrificio.
CLEMENTE V: Mucho es lo que prometéis, hijo mío. Pero bien sabéis que aún no puedo contestaros definitivamente. En Lyon auscultaré el pensamiento de Felipe de Francia, y acaso luego sea el momento de que volvamos a nuestro proyecto…
LULIO: ¡Si pudierais tomar este proyecto como vuestro, Santo Padre…! Si pudierais decir a los reyes del mundo de qué manera es necesaria para la fe esta empresa…
CLEMENTE V: Dejadlo por mi cuenta, hermano… Yo pensaré en él y en vosotros… Pensaré…
Cortina musical.
SOFÍA: Esta vez tuvo éxito en su demanda…
NAGUEL: Tampoco esta vez, tampoco esta vez… En alguna ocasión fue recordado su proyecto, pero pareció que era cosa de loco… Eran muchos los que sostenían que Raimundo Lulio estaba loco, como si solamente la locura pudiera justificar su hondo fervor, su entusiasmo rayano en el delirio… Y no se volvió a hablar más del asunto…
SOFÍA: ¡Pobre Raimundo Lulio! Lo imagino recluido en su celda, acongojado por la incomprensión y muriendo poco a poco de tristeza…
NAGUEL: Pues lo imagina de una manera absolutamente distinta a la realidad. No era Raimundo Lulio hombre de dejarse morir entre gemidos. Cuando desesperó de que la Cristiandad adoptara su propio punto de vista, decidió ponerlo en acción él mismo. Y volvió a tierra de infieles.
Ráfaga musical. Tumulto.
VOCES: (Gritando.) ¡Fuera… fuera…!
LULIO: ¡Oíd, infieles, la voz del Redentor…! ¡Pegadme… pegadme si queréis…! Pero escuchad la verdad para salvar vuestras almas antes de que sea tarde! Os espera el infierno y sus tormentos. Os abrasarán las llamas destinadas a los pecadores que han oído la verdad y no han querido entenderla… ¡Pegadme si queréis, pero escuchad esta palabra de amor de quien puede salvaros! Pegadme… lapidadme… Pero no me rechacéis sin oírme…
La voz y los gritos se han ido alejando. Ráfaga musical.
NAGUEL: Dicen que así cayó Raimundo Lulio. Las piedras que le arrojaron los infieles destrozaron su viejo cuerpo, que él desdeñaba porque lo consumía el espíritu inflamado de fe y amor. Y dice una leyenda que unos mercaderes genoveses lo recogieron malherido en Bugía, cerca de Túnez, y lo llevaron para que muriera en su amada Mallorca, donde yace su cuerpo.
SOFÍA: Entonces podré ver su tumba…
NAGUEL: Sí, si va a Palma, y visita la Basílica de San Francisco…
SOFÍA: Le prometo que no me olvidaré de visitarla. Pero ahora no puedo quedarme más, porque tengo que ir a preparar el equipaje… ¿Sabe una cosa? Me gustaría ir también a Cannes y a Niza…
Cortina musical.
54. ¿SABE USTED QUIÉN ERA… DOÑA URRACA?
Cortina musical: Leoninus, en segundo plano.
SOFÍA: ¿Va a salir, Profesor Naguel?
NAGUEL: Enseguida… Tengo un casamiento…
SOFÍA: ¡No me diga…! (Pausa.) Este… ¿No me permitiría que lo acompañara? ¡Me gustan tanto las ceremonias con música, vestidos de fiesta…!
NAGUEL: ¡Ah…! ¡Naturalmente! ¡Tiene que acompañarme! Forma parte de sus obligaciones.
SOFÍA: ¡Encantada! ¡Nunca tuve un empleo más divertido! Si me permite, me voy a mi casa para vestirme…
NAGUEL: ¡De ningún modo! ¡Ropa de trabajo! ¿No se dio cuenta de que estamos trabajando? Usted se ha creído que es un matrimonio vulgar, pero es un matrimonio excepcional… un matrimonio… de reyes… ¡Y por cierto, un matrimonio desgraciado…!
SOFÍA: ¿Desgraciado? ¡No sea pesimista, Profesor Naguel! Todavía no se ha realizado la ceremonia y ya sabe que los cónyuges van a ser desgraciados…
NAGUEL: Todo eso, señorita Sofía, está escrito en el libro de la historia. Los cónyuges ya nacieron, se casaron, vivieron y murieron…
SOFÍA: ¡Pero no se puede hacer todo eso al mismo tiempo…!
NAGUEL: ¡Usted siempre es la misma! Yo, señorita Sofía, puedo hacer que se haga al mismo tiempo…
SOFÍA: ¡Usted…!
NAGUEL: ¡Yo…! ¿Sabe cómo? Lo pienso… Me lo imagino… y lo veo… Es algo que usted también puede hacer si se lo propone… Venga… Acompáñeme a la ceremonia del matrimonio entre Don Alfonso de Aragón y la Reina Doña Urraca…
SOFÍA: (Ataque de risa.) Ja…ja…ja… No me haga reír, Profesor Náguel… ¿Por qué le ha puesto ‘Urraca’ a ese personaje?
NAGUEL: Yo no les pongo nombres a mis personajes… La Reina se llamaba Doña Urraca…
SOFÍA: ¿Doña Urraca…? ¡No puede ser! No conozco a ninguna Urraca…
NAGUEL: (Asombro.) ¡Cómo! ¿Usted no sabe quién era Doña Urraca? Entonces, mi querida señorita Sofía, no puede ir al casamiento…
SOFÍA: (Desolada.) ¡Ay, no, Profesor Naguel, no sea malo…! No me deje aquí… Lléveme… (Transición.) En todo caso, explíqueme primero quién era Doña Urraca y después me lleva… ¿qué le parece?
NAGUEL: Pero… es que no tengo mucho tiempo… Usted sabe… En realidad, usted no sabe nada, señorita Sofía… Ni siquiera sabrá que hubo dos Urracas…
SOFÍA: ¿Dónde?
NAGUEL: En Castilla.
SOFÍA: ¿Dos, nada más?
NAGUEL: No sea tonta… Dos mujeres de ese nombre de sangre real.
SOFÍA: ¡Ah…! ¡Y yo no conozco a ninguna de las dos…!
NAGUEL: Pues no perdamos tiempo… Dese vuelta y mire…
Ráfaga musical. En primer plano, galope de caballos durante todo el parlamento.
NAGUEL: Mire esa ciudad sitiada… ¿La ve? ¡Es hermosa, con sus murallas, sus torres, sus iglesias, sus castillos! ¿Sabe cómo se llama? Se llama Zamora… El Rey Don Fernando de Castilla la ha dejado, al morir, a su hija Doña Urraca. Pero se la quiere arrebatar su hermano el Rey Don Sancho, a quien sirve un vasallo, de nombre Ruy Díaz de Vivar, a quien llaman el Cid…
Mire… En una almena está Doña Urraca, llorosa y desolada, contemplando al Cid, que está al pie de la muralla… ¡Oiga!
Ráfaga musical.
DOÑA URRACA: (Voz lejana con eco, entre melancólica y colérica.)
“¡Afuera, afuera, Rodrigo,
el soberbio castellano!
Acordársete debía
de aquel buen tiempo pasado
que te armaron caballero
en el altar de Santiago,
cuando el rey fue tu padrino,
y tú, Rodrigo, el ahijado.
Mi padre te dio las armas,
mi madre te dio el caballo;
yo te calcé espuela de oro
porque fueses más honrado,
¡pensando casar contigo…!
¡No lo quiso mi pecado!
Casástete con Jimena,
hija del conde Lozano;
con ella hubiste dineros,
conmigo hubieras estado;
¡dejaste una hija de rey
por tomar la de un vasallo!”
RODRIGO: (Voz lejana con eco, entre triste y colérica.)
“¡Afuera… afuera los míos,
los de a pie y los de a caballo,
pues de aquella torre mocha
una saeta me han tirado!”
Caballos que caracolean y se alejan.
RODRIGO:
“¡No traía el asta hierro!
¡El corazón me ha pasado!
¡Ya ningún remedio siento
sino vivir más penado…!”
Ráfaga musical.
SOFÍA: ¡Pobre Doña Urraca! Pero, ¿no se casó? ¿No íbamos a ir al casamiento?
NAGUEL: Calma, señorita Sofía, y no haga confusiones. Esta Doña Urraca, que estuvo enamorada del Cid y lo vio atacar su ciudad, era hija del Rey Don Fernando el Grande y, en consecuencia, hermana de Don Sancho, que le quiso arrebatar Zamora y fue asesinado, y de Don Alfonso VI, de quien más tarde fue vasallo el Cid.
SOFÍA: Ese Alfonso VI… ¿no fue el que expulsó de sus tierras al Cid?
NAGUEL: Exactamente… No puedo explicarme cómo sabe usted eso…
SOFÍA: Porque una vez me obligaron a leer el Poema del Cid…
NAGUEL: Pues ya ve que algo aprendió entonces… Alfonso VI, hijo de Fernando el Grande y hermano de Doña Urraca, fue, efectivamente, el que expulsó de sus tierras al Cid… Pues este Don Alfonso VI tuvo una hija… y la bautizó con el nombre de su hermana…
SOFÍA: ¡Qué crueldad…!
NAGUEL: No me parece… Era entonces un bonito nombre… Urraca se llamaron pues, la tía y la sobrina… Y la sobrina que heredó el trono de Castilla fue la que se casó con Alfonso de Aragón, en el año de gracia de 1109, exactamente diez años después de la muerte del Cid.
SOFÍA: Perfectamente… Entonces… ¿Vamos al casamiento de la sobrina?
NAGUEL: De Doña Urraca, Reina de Castilla, sobrina de Doña Urraca la de Zamora.
SOFÍA: (Con prisa.) Entendido, entendido… Me voy a cambiar, y en cuanto llegue nos vamos al casamiento…
NAGUEL: ¡Un momento! Le he dicho que no hace falta que se vista de largo… Usted verá sin ser vista… ¡Mire!
Ráfaga musical.
NAGUEL: ¡La Reina está en su cámara rodeada por sus condes…! ¿La ve?
SOFÍA: La verdad es que no parece muy contenta…
NAGUEL: Se casa contra su voluntad, porque su primer esposo, Ramón de Borgoña –que le ha dejado un hijo–, era mucho mejor que este Alfonso de Aragón que tiene fama de ser un bárbaro. Son los nobles castellanos los que la incitan a casarse con él por razones políticas. ¡Mire…! ¡Poco antes de ir al altar, sigue discutiendo con sus condes!
Ráfaga musical.
DOÑA URRACA: ¡Condes y señores! ¡Bien veis que no me encamino al altar con la sonrisa en los labios!
GÓMEZ: Id, señora, al menos, con la confianza de que no os abandonaremos y os serviremos fielmente en la buena y la mala fortuna.
DOÑA URRACA: Acordaos de cuando el Rey Alfonso, mi padre, os convocó a todos en Toledo, y os sujetó a todos a mi obediencia. A todos, condes y señores, os encargó mi persona y reino para que me ayudasen y amparasen con fidelidad y diligencia.
GÓMEZ: Cierto es, señora. Mas también os aconsejó en aquella ocasión que jamás presumieseis emprender cosa grave o ardua que fuese contraria a la voluntad y común parecer de los condes y señores en quienes había depositado él vuestra protección.
DOÑA URRACA: No lo niego… Pero me estremece pensar en este matrimonio nefando y execrable…
GÓMEZ: No digáis tal, señora… El Rey de Aragón, Don Alfonso…
DOÑA URRACA: Cruel tirano… no Rey…
Cortina musical: Leoninus, en segundo plano.
GÓMEZ: Vuestro futuro esposo os aguarda en el altar… Pensad en Galicia, León y Castilla, vuestros reinos, a los que proporcionáis con vuestro matrimonio un brazo esforzado para su tutela… ¡Ánimo, señora…! ¡Encaminémonos al altar…!
Se oye un gemido contenido de Doña Urraca y luego el paso de la comitiva. Cortina musical: continúa Leoninus hasta llegar a primer plano.
SOFÍA: ¡Hermosa ceremonia, Profesor Naguel…! Me alegro de que no permitiera que me vieran, porque mi vestido color malva iba a desentonar… La Reina Doña Urraca estaba preciosa… Yo creo que finalmente se va a entender con su marido…
NAGUEL: ¡Disparates! ¡No pueden entenderse! Ella tenía razón en decir que Alfonso de Aragón –a quien llamaban ‘el Batallador’– era un cruel tirano… Además, se casó nada más que por apoderarse de Castilla, y naturalmente, en cuanto se casó quiso cumplir sus designios.
SOFÍA: ¡Qué villano! ¿Y salió con la suya?
NAGUEL: Lo intentó de todos modos. Poco después de su matrimonio se separó de la Reina, y al cabo de poco tiempo invadió sus tierras… ¡Mire!
Ráfaga musical.
NAGUEL: ¡Esa es Sepúlveda! De allí viene Don Alfonso, y hacia él van las huestes castellanas de su esposa a defender la tierra. Las manda Don Pedro de Lara, en quien la Reina ha depositado ahora su confianza…
Ráfaga musical. En primer plano, galopes, ruidos de arma blanca y gritos.
VOCES: ¡Santiago! ¡Valedme! ¡Cortadles el paso! ¡Cerrad contra aquellos! ¡No cedáis un palmo! ¡Huyen! ¡Huyen!
DOÑA URRACA: (Temerosa.) Don Pedro de Lara… ¡Venís huido!
DON PEDRO: Vencido vengo, señora… Vuestro regio esposo ha derrotado a nuestra hueste…
DOÑA URRACA: ¡Castilla está perdida!
DON PEDRO: ¡No digáis, señora, que Castilla pueda perderse! Este revés se lo haremos pagar caro al Batallador. Pero ahora es necesario retirarse.
DOÑA URRACA: ¿Dónde iremos, Don Pedro?
DON PEDRO: A Galicia. Es necesario que vuestro hijo el Infante Don Alfonso sea proclamado Rey de Galicia para asegurarnos la fidelidad de ese reino. ¿Creéis que lo consientan Don Pedro de Trava y el Obispo de Santiago?
DOÑA URRACA: Cuento con Don Diego Gelmírez, Obispo de Santiago, y sé que Don Pedro de Trava no hará sino lo que convenga en salvaguardia del Infante, que he confiado a su protección.
DON PEDRO: Pues en marcha hacia Santiago de Compostela, y que el Apóstol nos ilumine y nos ayude. ¡Caballeros…! Reunid las mesnadas y encaminémonos a Santiago de Compostela. ¡En pocos días más tendrá rey Galicia en la persona del Infante Don Alfonso…!
Ráfaga musical.
SOFÍA: Por lo menos, la pobre Reina tenía amigos fieles…
NAGUEL: Bueno… Si me guarda el secreto, le diré que Don Pedro de Lara era… algo más que amigo.
SOFÍA: ¡No me diga…! ¡Cuente… cuente…!
NAGUEL: No se crea que voy a contarle chismes de Doña Urraca. Siempre hablaron muy mal de la pobre Doña Urraca, y el propio Alfonso de Aragón, su marido, difundía el rumor de que era una desvergonzada. Pero es casi seguro que eran calumnias. Lo cierto es que tuvo relaciones con Don Pedro de Lara, a quien sus fieles consideraron como su marido…
SOFÍA: ¡Ahora me explico…!
NAGUEL: ¡Buena falta le hacía a la infeliz Reina quien la defendiera! Le tocó uno de los períodos más agitados de la historia de Castilla, desde la muerte de su padre Alfonso VI. Su más sólido apoyo estaba en Galicia, donde estaba su hijo y heredero, bajo la protección de Don Pedro de Trava y del Obispo de Santiago, Don Diego Gelmírez.
SOFÍA: Oí decir, después de su derrota, que hacia allá se iban…
NAGUEL: Sí, hacia allá se fueron… pero para encontrarse con nuevas dificultades. Los gallegos querían aprovechar la ocasión para asegurar la autonomía de Galicia, y querían que el Infante Don Alfonso fuera Rey de Galicia, bajo la protección de los magnates de la comarca. De modo que cuando llegaron se encontraron con una especie de complot contra la Reina.
SOFÍA: Otra vez…
NAGUEL: Sí, pero la Reina llegó a entenderse con el Obispo. Sólo que comenzaron nuevos disturbios en Santiago…
SOFÍA: Y ahora… ¿por qué?
NAGUEL: Porque los burgueses de Santiago, que empezaban a luchar por sus libertades, eran hostiles al Obispo y temieron que, unido a la Reina, se hiciera aún más fuerte. Entonces se sublevaron y se lanzaron contra la Reina y el Obispo Don Diego Gelmírez al mismo tiempo. Fíjese…
Ráfaga musical.
NAGUEL: Ahí los tiene sitiados en el Palacio Episcopal… Mire la hermosa Catedral de Santiago de Compostela invadida por los amotinados y destrozados sus ornamentos… En el Palacio Episcopal…
Ráfaga musical. En segundo plano, rumor lejano de voces. En primer plano, rumor de voces más perceptible y gritos.
VOCES: ¡No descuidéis esa ventana! ¡Ballesteros, apuntad a aquellos! ¡Cubrid las almenas! ¡Vigilad que no haya fuegos! ¡Atrancad las puertas!
VOZ A: ¡El Obispo…! ¡Buscad al Obispo! ¿No lo habéis visto?
VOZ B: ¡En la galería estaba con la Reina…!
VOZ A: ¡Vamos allá! ¡Es necesario que abandonen el palacio! Las puertas van a ceder y apenas tenemos saetas… ¡Don Diego! ¡Don Diego…!
DON DIEGO: ¿Quién me llama?
VOZ B: ¡Señor Obispo! Las puertas han comenzado a ceder… No podéis quedaros un momento más, y debéis llevaros a la Reina…
DON DIEGO: Según lo que miro, no apretamos bastante a los sitiadores. Debisteis echar fuego.
VOZ A: Tememos que se vuelva contra nosotros…
DON DIEGO: Así ardamos todos… Pero… no… Debemos salvar a la Reina… Os parece que…
VOZ A: La torre de las señales es el único reducto que os queda, mientras procuramos defender las puertas.
DON DIEGO: Pues a ella… ¡Señora…! ¡Señora…!
DOÑA URRACA: (Agitada.) ¿Qué pasa, Don Diego? ¿Estamos perdidos?
DON DIEGO: Aún no, señora. Abandonaremos el palacio y nos refugiaremos en la torre de las señales… Seguidme… Por aquí…
Pasos, siempre con fondo de murmullos cercanos y lejanos.
DON DIEGO: Por aquí… Cuidado con la escalerilla… Por aquí… Bien… Ahora, ¡atrancad el portillo! Venid, señora, acerquémonos a la ventana…
El rumor lejano se oye más próximo.
VOCES: (Gritando, desde abajo.) ¡Muera el Obispo! ¡Muera el Obispo!
DON DIEGO: ¿Los oís, señora? Ese es mi rebaño… Nadie sabe lo que he dado por ellos, y ellos me pagan pidiendo mi cabeza…
DOÑA URRACA: ¿Qué me diréis a mí, Don Diego, de ingratitudes humanas? ¡Por todas partes celos y rencores, envidias y confabulaciones! Pero, ¿qué hemos de hacerle? Reinar y orar es nuestro deber.
DON DIEGO: Ahora lo hay más urgente, señora… ¡Debéis salvaros! Bien veis que soy yo el blanco de sus iras… Salid, vos que podéis…
DOÑA URRACA: No podría dejaros solo… Si os atrevéis, huimos los dos…
DON DIEGO: No, vos sola… Mi deber es quedarme aquí y retrasar cuanto se pueda esta acometida…
DOÑA URRACA: ¡Os matarán, Don Diego! ¡Están enardecidos!
DON DIEGO: Es cosa que no podrán hacer más que una vez…
DOÑA URRACA: Huyamos, Don Diego… ¡Huyamos! Podéis salir disfrazado…
DON DIEGO: Pues tentaremos la aventura… Salid vos por el portalón, y entretanto yo huiré disfrazado por el portillo de atrás… La suerte está echada…
Cortina musical.
SOFÍA: ¿Y se salvaron?
NAGUEL: Se salvaron los dos… Refugiados en el Convento de Santa María, aguardaron a que se calmaran las iras del pueblo. Pasó el tiempo, y la Reina recobró su autoridad, imponiéndose sobre los burgueses. Don Diego Gelmírez volvió a su Catedral…
SOFÍA: ¿Y Doña Urraca?
NAGUEL: Doña Urraca volvió a sus reyertas con su hermana, la Reina de Portugal, con su antiguo esposo Don Alfonso de Aragón, con los nobles rebeldes…
SOFÍA: Pobre Reina… ¡Qué vida tan trabajada!
NAGUEL: Pero tuvo al menos el consuelo de ver crecer a su hijo, a quien se llamó Alfonso VII el Emperador, y afirmarse cada vez más en su autoridad. Castilla alcanzó después de su muerte…
SOFÍA: ¡Ah…! ¿Murió?
NAGUEL: Ella también murió. En mayo del año 1126, en Saldaña, expiró después de hacer testamento, legando a su hijo la totalidad del poder… Vea…
Cortina musical: Leoninus.
NAGUEL: La nobleza acompaña el féretro donde descansa…
Pasos acompasados.
NAGUEL: Paso a paso, descienden los escalones que llevan a la cripta de la Colegiata de San Isidoro de León…
Golpe del ataúd en tierra.
NAGUEL: Ya está… Allí descansará durante siglos el féretro real… Castilla ha perdido una reina…
Cortina musical: Leoninus.
55. ¿SABE USTED QUIÉN ERA… LA REINA MARGOT?
SOFÍA: ¿Me permite, Profesor Naguel? (Grito reprimido de sorpresa.) ¡Oh! Pero… ¡Profesor Naguel…! ¡Se ha disfrazado…!
NAGUEL: ¡Psss…! ¡No me he disfrazado…! ¡Me he vestido, que no es lo mismo!
SOFÍA: Pero esa ropa…
NAGUEL: ¿Qué tiene mi ropa? ¿Acaso no le gusta este jubón azul? Es exactamente igual al que usa Bussy d’Amboise. Y no me va a negar que es uno de los hombres más elegantes de la corte.
SOFÍA: Yo creía que el más elegante era Míster Anthony Eden…
NAGUEL: Usted es insoportablemente ignorante, señorita Sofía… El señor Eden no ha nacido todavía, y tardará tres siglos en llegar al mundo. Además, yo estoy hablando de la corte de Francia…
SOFÍA: Pero… Francia es una república…
NAGUEL: Todavía no, señorita Sofía… Usted está completamente adelantada… Si le oyen decir eso, los guardias del rey la meterán a usted también en el Castillo de Usson…
SOFÍA: Pero… perdóneme, Profesor Naguel… Convengo en que soy una ignorante y en que estoy algo adelantada, pero le aseguro que no entiendo nada de lo que usted me dice… Según parece, no estamos en Montevideo…
NAGUEL: ¿Montevideo…? Nunca he oído hablar de esa ciudad… Estamos en Francia… ¿Dónde cree usted que podría yo estar sino en Francia?
SOFÍA: Pero entonces… ¿no estamos en 1953?
NAGUEL: ¡Qué disparate! ¡Usted ha invertido los números… Podríamos estar en 1593. Pero no… La verdad es que ya estamos en 1605… ¿Ha visto cómo pasa el tiempo?
SOFÍA: Yo diría que no pasa…
NAGUEL: Usted quiere insinuar que mi jubón está pasado de moda… Pero le aseguro que, en los tiempos que corren, es lo que más se lleva. Le diré más, si me guarda el secreto… (Picaresco.) La verdad es que me lo he puesto para agradar a… la Reina Margot.
Ráfaga musical breve.
ENRIQUE IV: (En primer plano.) ¡Cómo! ¿Vos también…?
NAGUEL: (Voz de terror.) ¡No, Majestad! ¡No…! Yo no soy como los demás… Mi amor es puramente platónico… ¡Admiración, podríais llamarle! Yo sólo quisiera acompañarla en su prisión… Leer en voz alta, para ella, los sonetos de Petrarca… Comentar los diálogos de Platón…
ENRIQUE IV: ¡Y como deis un paso más, os ahorco!
NAGUEL: ¡No, Majestad! ¡Piedad…! ¡No daré un paso más! ¡Os lo prometo! ¡No sería capaz…!
ENRIQUE IV: Es que el paso, lo dará ella… ¿Resistiréis?
NAGUEL: ¡Así lo espero, Majestad!
ENRIQUE IV: Y si no, ¡os ahorco! Pereceréis como… (Va pronunciando estos nombres con rabia, a medida que se aleja.) ¡La Molle! ¡Entraguet! ¡Le Guast! ¡Bussy d’Amboise! ¡Champvallon! ¡Aubiac!
SOFÍA: (En primer plano.) Pero… ¿qué pasa Profesor Naguel? ¿Quién es ese hombre que interfiere nuestra audición? ¿Ha oído lo que dice? ¿A quién nombra?
NAGUEL: ¡Ay, hija mía! ¡Qué momento atroz he pasado! ¡Ya no se puede hablar por radio sin que todos se enteren de lo que uno dice! ¿Usted no sabe quién era ese hombre?
SOFÍA: No… ¿Quién era?
NAGUEL: Enrique IV, Rey de Francia…
SOFÍA: (Gritando.) ¡Socorro…! ¡Está loco…! ¡El Profesor Naguel se ha vuelto loc…!
NAGUEL: ¡Cállese de una vez… o la hago despedir! ¿Qué clase de secretaria es usted? Ya estoy harto de sus exabruptos. Dígame de una vez si está dispuesta a secundarme en mis experimentos, o no. En caso contrario, pediré que la reemplacen…
SOFÍA: No, por favor, Profesor Naguel… Me gusta este trabajo… Sólo que a veces… yo… me impresiono… ¿sabe? Pero, no le dé importancia… Ya estoy recobrada… Le aseguro que no tengo la menor duda de que estamos en Francia, en 1605… de que ese jubón azul está de rigurosa moda… de que la voz que oímos era del Rey Enrique IV… y de que usted le va a agradar a la Reina Margot…
NAGUEL: (Romántico.) ¡Oh, si fuera verdad…!
SOFÍA: El único inconveniente, Profesor Naguel, es que yo no sé quién era la Reina Margot…
NAGUEL: Ya no me extraña nada… ¡Ojalá nadie supiera quién es la Reina Margot! (Romántico.) ¡Sólo yo… sólo yo…! Pero, usted no podrá ayudarme si no sabe quién es la Reina Margot… Mire, lo mejor será que me acompañe al Castillo de Usson… Si nos apresuramos, todavía la encontraremos allí… Está por irse, después de dieciocho años de encierro… Venga…
Ráfaga musical. Cuando termina, sonido de vientos de montaña.
NAGUEL: Mírela… majestuosa… bella… enamorada…
Cortina musical. Cuando termina, sonido de vientos de montaña, que seguirán como fondo en toda la escena.
REINA MARGOT: ¡No, no y no…! ¡No soporto más este nido de águilas! Este castillo colgado en una roca no es residencia digna de una reina. Ya me he pasado aquí dieciocho años y no puedo seguir un día más…
CLOUET: (Entre lánguido y cínico.) ¿Os iréis, señora?
REINA MARGOT: Me iré, sí… Y tú conmigo… ¿Te gusta? París está ya tranquilo… Mi ex-marido reina con mano firme. Era insoportable, el pobre Enrique… pero ha logrado poner paz en Francia… ¡Pensar que si yo me hubiera resignado a vivir a su lado, a estas horas sería reina en el Louvre! ¡Pero no me arrepiento! ¡Era insoportable! Carecía de modales… y no le atraían más que las campesinas rollizas… Y luego… ¡tan descuidado…! No creo que su nueva esposa lo haya educado, porque la pobre María de Médici carece de ingenio y no hace más que temblar pensando en que la devuelvan a Florencia. Pero lo aguanta… Yo no pude, no pude, no pude… (Transición.) Oh… No era como tú…
CLOUET: (El mismo aire.) Os amo, señora…
REINA MARGOT: Yo también… mucho… Creo que nadie me ha gustado tanto como tú… Pero, claro, mejor no hablar de… Mira… Dentro de poco estaremos en París… Ocúpate de todo… Dile al escribano que prepare una carta para el Rey anunciándole mi llegada a París, y reclamándole mi hotel de Bois de Boulogne, donde nos instalaremos…
CLOUET: Enseguida, señora…
REINA MARGOT: Espera… Y que comiencen a embalar todo, porque me iré sin esperar su respuesta… La vajilla… los muebles… todo…
CLOUET: Se hará de inmediato como indicáis…
REINA MARGOT: Un momento. Seleccionarás la servidumbre… Ya sabes… los criados que prefiero… No olvides a nadie…
CLOUET: ¡Señora…!
REINA MARGOT: ¡No seas celoso! Nos divertiremos mucho… Conquistaremos París otra vez… ¡Reuniremos poetas, músicos y sabios! Será una verdadera corte… Mucho mejor que la del rey… ¡Pobre Enrique! (Transición.) ¡Adiós, viejo Castillo de Usson! (Transición.) ¡Mi carroza…! ¡Mi carroza…! ¡En marcha…!
Cortina musical.
SOFÍA: ¿Se va a París?
NAGUEL: Sí… ¿Qué le ha parecido, la Reina Margot?
SOFÍA: Bueno… Es elegante… Vivaz… Pero… No es una jovencita…
NAGUEL: No, ahora no… Lo ha sido…
SOFÍA: Claro… Eso pasa siempre…
NAGUEL: Ahora estará pasando los cincuenta…
SOFÍA: Me parecía…
NAGUEL: Pero tan espiritual… tan delicada… tan sentimental…
SOFÍA: Sí… Pero… tengo una curiosidad… ¿por qué se ha pasado dieciocho años en el Castillo de Usson?
NAGUEL: ¡Ah…! ¡Es una larga y dolorosa historia! Si quiere, podemos volver al Castillo dieciocho años antes… ¿Le parece bien?
SOFÍA: Encantada… Me agrada el turismo… ¡Vamos!
Cortina musical. Cuando termina, sonido de vientos de montaña, que seguirán como fondo en toda la escena.
UJIER: Señora, el Alcaide solicita permiso para veros.
REINA MARGOT: Que pase.
Pausa. Pasos del ujier que sale, pasos de Canillac que entra y puerta que se cierra.
CANILLAC: ¡Señora…!
REINA MARGOT: Bienvenido, Marqués de Canillac… Deseaba hablaros… (Con voz trémula.) ¡Estoy tan triste…!
CANILLAC: Lo lamento, señora… No es menos doloroso para mí servir de carcelero a una hija de la casa de Francia.
REINA MARGOT: Vuestros sentimientos son muy nobles… Lástima que cumpláis vuestro deber con tanto celo…
CANILLAC: Bien sabéis, señora, que es el que debo poner en el cumplimiento de las órdenes emanadas de mi señor el Rey… vuestro esposo…
REINA MARGOT: Tenéis razón… pero… ¿podéis olvidar que me conocéis desde que éramos niños? Vuestra esposa ha sido mi dama de honor, vos mismo habéis sido panetero de mi madre la Reina Catalina de Médici, y Madame de Courton, vuestra suegra, ha sido aya de los infantes… ¿Es que no tenéis corazón?
CANILLAC: (Cediendo ligeramente.) No carezco de corazón, y mi fidelidad a la casa de los Valois no tiene límite, pero la casa de los Valois está hoy representada por el Rey… y es él quien me ordena que os mantenga severamente vigilada en este castillo…
REINA MARGOT: (Presionando.) Pero, decidme… ¿Os parece tan grande mi culpa? Concertaron mi matrimonio con Enrique de Navarra sin consultarme y lo bendijeron sin que siquiera diera yo el ‘sí’… Lo soporté, grosero y tosco, tanto tiempo como pude, mientras él corría tras otras mujeres zafias como él, y volví a su lado cada vez que logré olvidar su conducta…
CANILLAC: Pero terminasteis por dejarlo para plegaros a la rebelión de los Guisa…
REINA MARGOT: Católicos como yo, Marqués de Canillac, y temerosos de que nuestro amado reino caiga en las manos de mi repudiable marido y de sus odiosos hugonotes…
CANILLAC: Pero usasteis la fuerza contra el Rey…
REINA MARGOT: Me limité a tomar posesión de la ciudad de Agen, que forma parte de mi patrimonio…
CANILLAC: Para entregársela a los Guisa…
REINA MARGOT: ¡Calumnias, Marqués de Canillac, calumnias…! ¿Acaso me defendieron los Guisa? (Insinuante.) ¡Oh, nadie protege a una indefensa mujer… aunque sea hija de la casa de Francia!
CANILLAC: Mi honor, señora…
REINA MARGOT: A vuestro honor apelo, Marqués de Canillac… A vuestro honor… y a vuestra ternura… Yo leo en vuestro corazón… Me perseguisteis cuando escapé de Agen, me capturasteis cuando estaba refugiada en Ibois, me encerrasteis en este terrible Castillo de Usson y me vigiláis como el más temible de los prisioneros… Pero yo sé que vuestro corazón sufre por esta desgraciada princesa…
CANILLAC: (Casi vencido.) ¡Oh… señora…!
REINA MARGOT: Venid… Acercaos… ¿Qué esperáis del Rey? ¿Acaso no sabéis que una hija de la casa de Francia siempre recobra el favor real? ¡Sed bueno! ¡Aceptad mi amistad…!
CANILLAC: Señora… yo…
REINA MARGOT: (Insinuante.) Os espero esta noche, Marqués de Canillac… y os expondré mi plan. Sacaréis de Usson la guarnición y tomaréis tropas mercenarias que me respondan… Y luego tendréis las tierras de Valois… casa en París… un mando… y mi amor eterno, Marqués de Canillac…
Cortina musical.
SOFÍA: La Reina Margot tenía infinitos recursos…
NAGUEL: En realidad no tenía más que uno… pero sacaba de él todo el partido posible… Pero era tan hermosa… tan tierna…
SOFÍA: ¿Y…? ¿Tuvo éxito?
NAGUEL: ¡Éxito absoluto! Canillac, en cambio, no tuvo éxito duradero… porque una vez que salió de Usson y dejó entrar la guarnición fiel a la Reina Margot, nadie se acordó más de él…
SOFÍA: ¿Y la Reina?
NAGUEL: La Reina hizo su corte en Usson, rodeada de sus capellanes, con los que rezaba en el oratorio… de sus poetas, con quienes leía en su cámara… de criados, con quienes gustaba alternar y a los que a veces se confiaba más de lo prudente si sabían ganarse su amor… Así vivió dieciocho años… hasta que un día decidió salir cuando la intranquilidad religiosa y política hubo cesado en el reino de Francia…
SOFÍA: ¿Y cuando fue eso?
NAGUEL: Cuando su ex-marido, Enrique de Navarra, que ya se había separado de ella, ocupó el trono con el nombre de Enrique IV. Era calvinista pero…
Ráfaga musical.
NAGUEL: ¡Oíd…!
Ráfaga musical.
CORTESANO: Señor, la victoria os sonríe por todas partes. Tenéis en vuestro poder casi toda Francia. Dentro de poco podríais ser rey… Os llamaríais Enrique IV… Pero es necesario que toméis París…
ENRIQUE IV: ¿Y dudáis de que tomaré París?
CORTESANO: Me temo, señor, que os sea difícil. La tomareis con vuestras tropas… derramareis sangre a torrentes… y los parisienses os resistirán…
ENRIQUE IV: ¿Creéis que tanto?
CORTESANO: ¡Oh, señor! No podrán soportar la idea de tener un rey hugonote sentado en el trono de San Luis…
ENRIQUE IV: ¿Qué me queréis sugerir…?
CORTESANO: ¿Acaso no habéis pensado…?
ENRIQUE IV: ¿En hacerme católico? Psss… Alguna vez…
CORTESANO: ¡Oh, sería maravilloso el efecto que causaría en los parisienses saber que habéis asistido a una misa!
ENRIQUE IV: Bien… En verdad… París bien vale una misa…
Cortina musical.
NAGUEL: Y Enrique IV ganó París. Y poco después acabaron las inquietudes públicas… Y la Reina Margot pensó en volver a París…
SOFÍA: ¿Y volvió…?
NAGUEL: Y volvió… Pero no se quedó en el castillo del Bois de Boulogne, sino en el Palacio de Sens, en pleno corazón de París. Allí dio fiestas, recibió poetas, cultivó toda clase de elegancias y estableció una rigurosa etiqueta. Y naturalmente, no se olvidó de su cortejo de guapos servidores que había traído consigo de Usson…
SOFÍA: Pero ya era una anciana…
NAGUEL: Su vida era el amor… y sólo en él pensaba. Entre sus predilectos estaba el señor de Saint-Julien, que era hijo de un carpintero provenzal. La anciana lo amaba tiernamente y se hacía acompañar por él cuando paseaba en carroza por París o cuando iba al monasterio de los monjes celestinos… Un día…
Ráfaga musical. En primer plano trote de cuatro caballos, que luego se detienen.
REINA MARGOT: Ya llegamos… Esta mañana me siento cansada…
SAINT-JULIEN: Ahora reposaréis… La misa pareció más larga que…
Se oye un pistoletazo.
VOZ: ¡Eh, toma!
REINA MARGOT y SAINT JULIEN: ¡Aaaay…!
SAINT-JULIEN: Estoy herido…
REINA MARGOT: Lo han herido… Es Vermont… ¡Atrapad al criminal! ¡Venid! ¡Socorred al herido…!
SAINT-JULIEN: ¡Ay…! ¡Me muero…!
REINA MARGOT: ¡Matad a ese asesino! ¡Ahogadlo! ¡Ahogadlo! ¡Tomad mi liga si os hace falta…! ¡Ay…!
VOCES: Ya está atrapado, señora… El alguacil lo llevará…
REINA MARGOT: ¡Matadlo, os digo! ¡Quiero verlo morir aquí mismo…! ¡Ahogadlo si es preciso…! ¡Malvado… malvado Vermont…!
VERMONT: (Frío.) ¿Está bien muerto? Bueno, podéis matarme… No me arrepiento de nada…
REINA MARGOT: ¡Malvado… malvado…! Lo ha matado… lo ha matado… (Llora.)
Ráfaga musical.
NAGUEL: Así murió Saint-Julien. ¡En los brazos de la Reina Margot! Ya era vieja… ridícula… pintarrajeada… Se burlaban de ella los criados… A último momento, ya achacosa, se enamoró de Bajaumont.
SOFÍA: ¡Qué horror!
NAGUEL: Sí, algo de horror hay en ella… La casa de Valois había dado unos vástagos terribles… que exageraban hasta la locura lo que había sido o parecido virtud y gracia en Francisco I…
SOFÍA: ¿Y murió?
NAGUEL: Murió la Reina Margot, pero no sin enamorarse otra vez. Villars fue su último amor… Pero la Reina sucumbió a sus pasiones y entregó el alma en la primavera de 1615.
SOFÍA: Una vida ingrata, la suya…
NAGUEL: Una vida del siglo XVI, agitada y apasionada… convulsionada a veces por el celo religioso… tocada a veces por el arte… pero arrastrada hacia el desvarío por la pasión…
SOFÍA: ¡Pobre Reina Margot! Acaso un hijo la hubiera salvado…
NAGUEL: Acaso un amor… un verdadero amor…
Cortina musical.
56. ¿SABE USTED QUIÉN ERA… LA EMINENCIA GRIS?
Cortina musical: Peri, Caccini, Monteverdi o contemporáneo. En primer plano golpes de nudillos en puerta, llamando.
SOFÍA: ¡Profesor Naguel…! ¡Profesor Naguel…! ¿Puedo pasar?
NAGUEL: ¿Es usted, Sofía? Entre…
Puerta que se abre y vuelve a cerrarse.
NAGUEL: Eso es… Cierre la puerta… No me gusta que me interrumpan…
SOFÍA: Tiene razón, Profesor Naguel. La emisora está llena de curiosos que querrían saber qué hace usted en su gabinete.
NAGUEL: Pero no deben saberlo… Por lo menos hasta que no lo sepa yo mismo…
SOFÍA: No diga eso, Profesor… Usted sabe bien lo que quiere…
NAGUEL: Claro, yo quiero hacer audiciones históricas… Eso lo sé bien. Pero mientras las preparo, en este gabinete, nunca sé lo que busco, ni lo que va a salir. Por eso, cuando dicen que estoy loco…
SOFÍA: ¡Profesor! ¡Nadie dice que esté loco…!
NAGUEL: Usted, mi querida Sofía, debe ser sorda. Lo dicen todos: el muchacho que hace las copias, el operador, los locutores, el Director, y hasta mi propia secretaria… la señorita Sofía.
SOFÍA: (Con desconsuelo.) ¡Oh…! ¿Yo también?
NAGUEL: ¡Claro! Hace un ratito nada más, se lo decía usted a…
SOFÍA: ¡Oh…! ¡Pero si estábamos solos!
NAGUEL: (Misterioso.) No… nunca estamos solos… ¿Cree usted que si me es posible comunicarme con Richelieu, puede ser imposible para mí enterarme de lo que usted dice…?
SOFÍA: (Con sorpresa.) ¡Con Richelieu…! Profesor Naguel… ¡usted está loco…!
NAGUEL: ¿Ve? Usted misma lo ha dicho. Pero no se preocupe. Yo también creo que estoy un poco loco… A menos que sea un ser excepcional… También puede ser… (Pausa.) Porque… ¿Cómo sería posible, si no, que me comunicara con Richelieu?
SOFÍA: (Con miedo.) Este… Profesor Naguel… Si me permite… Tendría que salir un momentito…
NAGUEL: (Amenazador.) No… Usted no saldrá… Usted es mi secretaria… ¿Cree usted que su misión termina escribiendo cartas? No… Usted será mi ayudante, mi cómplice… la ayudante de mis experiencias…
SOFÍA: (Con miedo.) No… Yo…
NAGUEL: Psss… ¿No oye?
Cortina Musical: Peri, Caccini o Monteverdi, subiendo y bajando el volumen.
NAGUEL: ¿No oye? Mi experimento ha comenzado… Voy a ponerme mi sombrero… (Pausa.)
SOFÍA: Pero… ¿se va a poner ese sombrero? Parece D’Artagnan…
NAGUEL: Exacto, señorita Sofía, exacto… Parezco D’Artagnan…
Ráfaga musical: Monteverdi, a todo volumen.
NAGUEL: (Con voz sombría.) Exacto, señorita Sofía… El tiempo nos ha envuelto y yo he roto su manto… Este sombrero es el que hoy se usa… Hoy… hoy, señorita Sofía, en este gabinete, estamos en 1591…
Cortina musical: Monteverdi. Sonido de voces suaves.
NAGUEL: (En voz baja.) ¿Ve? Esos jóvenes llevan vestidos que hacen juego con mi sombrero… ¿Los ve? ¡Escúchelos…!
CARLOS: ¿Otro as? ¡Ganasteis…!
Murmullo.
FRANCISCO: ¿Gané…?
JULIETA: Naturalmente que habéis ganado…
CARLOS: No me haréis creer que jugabais sin ver…
FRANCISCO: No pensé que podía ganar…
CARLOS: Os pasa que os creéis afortunado en el amor…
FRANCISCO: ¡No…! ¿En el amor…? ¡Oh, Julieta! ¡En el amor…!
CARLOS: (Medio burlón.) Sí, en el amor, en el amor… ¿Creéis que no lo notamos?
FRANCISCO: ¡Oh, en el amor…!
Ligera pausa.
CARLOS: Pero… ¿qué os pasa…?
JULIETA: ¡Francisco…!
CARLOS: ¡Se ha desvanecido! ¡Francisco…! ¡Francisco…!
JULIETA: ¡Necesita aire fresco! ¡Llevémoslo al jardín…!
FRANCISCO: (Con voz débil.) No… no es nada… Ya pasó…
JULIETA: (Afanosa.) ¿Estáis mejor? ¿Qué ha sido…?
FRANCISCO: Nada… No ha sido nada…
CARLOS: Vayamos al jardín… Os hará bien el fresco…
FRANCISCO: No… Tengo… como apretado el corazón. Venid… ¿Queréis acompañarme? Me gustaría ir a la capilla. Quisiera orar…
Cortina musical: Monteverdi.
NAGUEL: ¿Ve usted, Sofía? Ya está mejor. El pensamiento del amor y la deliciosa belleza de la niña trastornaron al pobre muchacho. Pero de pronto se ha acordado de Dios. Es su sino… El pobre…
SOFÍA: (Interrumpiendo.) Pero, ¿quién es, Profesor Naguel?
NAGUEL: ¡Cómo! ¿No lo conoce? ¡Ah…! ¡Claro…! Supuse que lo había visto llegar del siglo XVI… Y merece ser conocido, porque se hablará mucho de él. Su nombre era François Leclerc du Tremblay pero se lo conoce con el nombre de ‘el Padre José de París’… o más aún con el de ‘la Eminencia Gris’…
SOFÍA: Por lo visto, terminó por ceder a su vocación religiosa…
NAGUEL: Sí, y contra la voluntad de toda su familia se hizo fraile franciscano. Durante varios años llevó una vida ascética. Soñaba con reformas que perfeccionaran la vida monacal, y soñaba con que el mundo cristiano iniciara una gran cruzada contra los turcos infieles. Por eso empezó a frecuentar a los grandes de la tierra… prelados… nobles… reyes… Y así descubrió un día su vocación política, que otros quisieron aprovechar…
SOFÍA: Y abandonó la vida religiosa…
NAGUEL: No, de ningún modo. Su actividad política tenía también un sentido religioso, pues quería la grandeza de la Francia católica contra los protestantes y los infieles… Pero aun así le parecía una desviación de sus deberes, y reservaba siempre una parte del día para sus oraciones y para visitar su convento. (Pausa.) ¡Mire…! Acaba de llegar de un viaje a Inglaterra… ha visitado a los nobles y a los ministros de la Corona… ha conversado con la Reina Isabel sobre literatura y sobre política… ha intrigado… y ahora…
Cortina musical: Monteverdi, en segundo plano.
NAGUEL: …ahora se encamina a la celda del Padre Du Val, su confesor, para ahogar sus angustias, para apagar su sed de salvación…
Cortina musical: Monteverdi.
JOSÉ: ¿Me dais vuestro permiso, Padre Du Val?
DU VAL: ¡Oh…! ¿Sois vos, Padre José? Entrad… entrad y sed bienvenido a mi celda. Os hacía en Inglaterra…
JOSÉ: Acabo de llegar… y mi primera visita es para vos…
DU VAL: Sois muy bueno y os agradezco que os hayáis acordado de vuestro confesor.
JOSÉ: No me lo agradezcáis… No sólo he venido por veros… También vengo a descargar mi conciencia atormentada…
DU VAL: Confío, hijo mío, en que vuestros pecados no sean graves. Conozco vuestra piedad y celo cristiano.
JOSÉ: ¡Piedad! Se necesita tanta piedad y tanto celo cristiano para andar por el mundo sin pecar, que no basta ni la una ni lo otro… Y mucho más para andar por Inglaterra…
DU VAL: Estáis triste…
JOSÉ: ¿Cómo no estarlo, Padre mío? He conocido mucha gente, he hablado con unos y con otros, he disfrutado de su compañía y los he hallado amables, serviciales, educados y generosos. También los he hallado felices, y sin embargo… Dentro de poco cada uno de ellos estará hundido en los infiernos sufriendo los horribles castigos que merecen su locura y su desobediencia al mandato de Dios.
DU VAL: Tenéis razón, hijo mío, y es justo que así sea. Se han levantado contra la verdadera iglesia de Dios, y perseveran en su pecado.
JOSÉ: Y sin embargo… son amables, serviciales, educados… ¿Me creeríais si os dijera que he pasado con ellos momentos felices?
DU VAL: No hablaríais de la fe…
JOSÉ: No, por cierto… En Inglaterra era un diplomático y no podía sino servir a los intereses de mi Rey, deseoso de mantener y asegurar la alianza de Inglaterra. He hablado de filosofía… de literatura… y… ¡perdonadme, Padre mío!, he ido al teatro…
DU VAL: (Con sorpresa y reproche.) ¡Al teatro!
JOSÉ: Sí, al teatro… La Reina Isabel es muy aficionada y el teatro está de moda. Os diré que no faltan autores ingeniosos. Y hay un cierto… Shakespeare… Sí, digo bien, Shakespeare… que no desmerece frente a los mejores…
DU VAL: Imagino que reprocharíais a la soberana esos gustos perversos…
JOSÉ: ¡Oh…! (Con desconsuelo.) No… No… (Sobreponiéndose.) ¡Pero no hubiera podido, Padre mío! Iba en una misión diplomática del Rey de Francia. El señor de Maisse me había encomendado que, por el contrario, la distrajera y halagara… Hablamos de Cicerón, de Séneca, de Erasmo…
DU VAL: ¡Hasta de Erasmo!
JOSÉ: ¡Perdonadme, Padre mío! Un negociador en una potencia extranjera… En cambio, ¿sabéis lo que hemos logrado de Inglaterra? La Reina…
DU VAL: ¡No me lo digáis, no me lo digáis, hijo mío…! Decidme más bien si habéis orado por los ingleses…
JOSÉ: Por ellos, Padre, y por mí mismo… Porque cada vez que tuerzo mi destino lloro por los pecados que se acumulan sobre mi alma… Pero pienso en Francia y en la tarea que le está reservada de defender a la Iglesia universal de Cristo, y me siento reconfortado.
DU VAL: ¡Orad, hijo mío, orad! El pecado…
Cortina musical: Monteverdi.
SOFÍA: Pero, dígame, Profesor Naguel… ¿No le parece que era un hipócrita?
NAGUEL: No sea simple, señorita Sofía… El alma humana es muy compleja y es admisible que el Padre José fuera al mismo tiempo un asceta y un intrigante.
SOFÍA: Pues a mí me parece más lo segundo que lo primero.
NAGUEL: Porque usted no lo conoce suficientemente. Si lo viera en su celda o adoctrinando a las monjas del Calvario, no dudaría de su santidad. El Padre José de París sólo piensa en su salvación y en la salvación de la Cristiandad. Pero para salvar a la Cristiandad cree que hay que salvar a la Iglesia universal y su protectora fidelísima: Francia. Por ellas es capaz de intrigar, de mentir, de violar un secreto…
SOFÍA: ¡Como para confiar en él…!
NAGUEL: (Súbitamente.) ¡Mire…!
Cortina musical: Monteverdi, que luego continúa como fondo musical.
NAGUEL: (En primer plano.) ¡Mire…! ¡Ése cree en él…! ¿Lo ve? Usa capelo rojo de cardenal y lo distingue su barba puntiaguda y su mirada acerada… Se llama…
SOFÍA: ¡Richelieu…!
NAGUEL: ¡Richelieu…! ¡Mírelo…! Por la ventana de su cuarto mira aquella ciudad…
Cañonazos lejanos.
NAGUEL: Es La Rochelle… reducto de los calvinistas franceses… apoyados por Inglaterra y su Ministro el Duque de Buckingham… La ciudad resiste, alimentada por mar desde Inglaterra… Richelieu se impacienta…
SOFÍA: Pero no pierde el apetito… Ahora se acerca a la mesa…
NAGUEL: Es la hora de su desayuno… y de su conferencia matinal con su Ministro de Estado, el Padre José de París.
Cortina musical: sube a primer plano y luego cesa.
RICHELIEU: ¿Chocolate, Padre José?
JOSÉ: Chocolate, Eminencia…
RICHELIEU: Servíos un picatoste…
JOSÉ: Excusadme, Excelencia…
RICHELIEU: Servíos uno siquiera…
JOSÉ: Gracias, Eminencia, sabéis que no como…
RICHELIEU: Hacedlo por mí, así no se notará tanto mi pecado.
JOSÉ: Haced penitencia por pecado de gula, Eminencia, pero no tratéis de arrastrarme a que lo comparta…
RICHELIEU: Sois insobornable, Padre José…
JOSÉ: Ciertamente… Y con eso apenas me consuelo de tener que sobornar a tantos…
RICHELIEU: En servicio de Dios y del Rey de Francia… Y a propósito… decidme, ¿tenéis hoy alguna novedad?
JOSÉ: Alguna… sí… ¿Os sería muy molesto dejar la taza en el plato, Eminencia?
RICHELIEU: ¿La taza en el plato? ¿Y para qué?
JOSÉ: Para que no se os vuelque el chocolate… Habéis de saber que acaban de asesinar al duque de Buckingham.
RICHELIEU: (Sobresaltado.) ¡Cómo…! ¿Al Duque de Buckingham? ¿Es posible? ¿Quién? ¿Cuándo?
JOSÉ: Uno cualquiera… hace muy poco tiempo. Mañana quizá os pueda dar más detalles. Pero dadlo por muerto y rezad por su alma… Sobre todo… porque no viene la expedición inglesa de auxilio a La Rochelle.
RICHELIEU: ¿No viene? ¿Por qué creéis eso?
JOSÉ: No lo creo, Eminencia… Lo sé.
RICHELIEU: ¿Es posible? ¡Santo Dios! ¡Nuestra suerte empieza a mejorar!
JOSÉ: La de Francia, sin duda. En cuanto a la vuestra…
RICHELIEU: ¿Qué pasa? ¿Sabéis algo?
JOSÉ: Algo… Dicen que la Reina Madre ha recibido en tres días a toda la nobleza que os odia…
RICHELIEU: ¡Cómo! ¿A toda?
JOSÉ: Empezando por el Príncipe Gastón.
RICHELIEU: ¡Maldición!
JOSÉ: No maldigáis, Eminencia, que es pecado…
RICHELIEU: ¡Dejadme en paz! Me vuelvo a París… Esa mujer es capaz de…
JOSÉ: No os apresuréis, no os apresuréis… No parece nada apremiante… Eso sí, no perdáis de vista al Rey, que es a quien quieren convencer de que os aleje…
RICHELIEU: No se irá a atrever…
JOSÉ: Lo está pensando, sin embargo…
RICHELIEU: ¿Cómo lo sabéis?
JOSÉ: Estad seguro.
RICHELIEU: ¡Claro! Pero… ¡debo evitarlo!
JOSÉ: Ya está prevenido de que no le conviene.
RICHELIEU: ¡Cómo! ¿Quién ha prevenido al Rey?
JOSÉ: Yo…
RICHELIEU: ¡Oh, Padre, sin vuestra ayuda…!
JOSÉ: La de Dios, Eminencia…
RICHELIEU: Tenéis razón…
JOSÉ: ¿Me permitís un consejo?
RICHELIEU: Los espero siempre de vos, Padre.
JOSÉ: Dedicad todo vuestro tiempo más bien a apresurar el asalto de La Rochelle: todo está pronto, y hay lo que hacía falta…
RICHELIEU: ¿Qué hay en La Rochelle, Padre?
JOSÉ: Hambre, Eminencia… Ayer, la Duquesa de Rohan ha servido en su maravillosa vajilla de plata un consomé hecho con arneses cocidos y dieciocho ratas al marsala…
RICHELIEU: ¡Qué horror!
JOSÉ: No demasiado… El horror comenzará dentro de pocos días. Os aseguro que las ratas han comenzado a escasear…
RICHELIEU: Entonces, ha llegado el momento.
JOSÉ: Falta poco. Feuquières nos los dirá exactamente.
RICHELIEU: Pero Feuquières está prisionero de los enemigos…
JOSÉ: Por eso sabe tanto… Él es mi mejor informante.
RICHELIEU: ¡Cómo! ¿Mantenéis contacto con él?
JOSÉ: Todos los días, puntualmente…
RICHELIEU: ¡Sois verdaderamente diabó…! (Se interrumpe arrepentido.) ¡Oh, perdonadme, Padre! Iba a decir un sacrilegio…
JOSÉ: (Triste.) Ya lo dijisteis, Eminencia… Y lo más grave, es que también lo pensáis…
RICHELIEU: ¡Por Dios, Padre…! ¿Podéis creer…?
JOSÉ: No os aflijáis, Eminencia, no os aflijáis… Más grave aún es que, a veces, también me lo parece a mí mismo…
RICHELIEU: Pensad en Dios y en Francia, Padre, y en el servicio que les prestamos…
JOSÉ: Y en las mentiras… y las infidencias… y las hipocresías… En todo eso pienso cada día, Eminencia, y no me bastan las lágrimas cada noche para aligerarme la conciencia. Me voy, Eminencia.
RICHELIEU: ¿Vais a vuestra celda, Padre?
JOSÉ: A mi celda, a orar, Eminencia… y luego a mi despacho a preparar a dos truhanes que engañarán mañana a la Duquesa de Rohan dentro de los muros de La Rochelle…
Cortina musical: Monteverdi.
SOFÍA: ¡Pobre Padre José! Parecía llorar…
NAGUEL: Y lloraba, Sofía, lloraba… Todas las noches lloraba. Y aplicaba un silicio sobre sus carnes y se quemaba la nuca con un fierro ardiente para torturarse. Porque era compleja y misteriosa su alma… Así vivió toda su vida…
SOFÍA: ¿Atormentado?
NAGUEL: ¡Atormentado! Quería salvarse, salvando a la Cristiandad… y para salvar a la Cristiandad se condenaba… ¿Sabe usted lo que escribió alguien en la losa de su sepulcro? Pues un par de versos en los que se decía que nunca estuvo un demonio más cerca de un ángel…
SOFÍA: ¿Qué le parece? ¿Ángel o demonio?
NAGUEL: Un hombre, amiga mía, un hombre… ¿Acaso un hombre no es siempre las dos cosas? Era un hombre, el Padre José… Eminencia Gris de su Eminencia el Cardenal de Richelieu…
Cortina musical: Monteverdi.
57. ¿SABE USTED QUIÉN ERA… MADAME SABATIER?
Cortina musical: Berlioz.
NAGUEL: (Llamando.) ¡Señorita Sofía! ¡Señorita Sofía! (Pausa.) Parece que se ha ido… ¡Señorita Sofía…! (Pausa.) ¡Qué barbaridad! ¡Ah…! Ahí viene…
Pasos.
NAGUEL: Señorita Sofía, hágame el favor de… Pero… ¿qué hace con el sombrero puesto? ¿Qué se ha creído? Todavía le quedan dos horas de trabajo…
SOFÍA: Profesor Naguel, lo siento mucho, pero me retiro… Pediré a la Administración que me destine a otra oficina. No puedo seguir trabajando con usted…
NAGUEL: (Con sorpresa.) ¿Que no puede seguir trabajando conmigo…? (Iracundo.) Pero… ¿cómo se atreve a semejante insolencia? He perdido meses en enseñarle su trabajo, en cultivar su espíritu, en acostumbrarla a mis métodos… y ahora dice usted tranquilamente que no le da la gana seguir trabajando conmigo… ¡Es inconcebible! Yo mismo iré a la Administración y solicitaré que la destituyan…
SOFÍA: (Tranquila y digna.) No se incomode, Profesor Naguel… Yo presentaré inmediatamente mi renuncia y no volveré a pisar este estudio.
NAGUEL: ¿Eh…? ¡Cómo…! (Empieza a desesperarse.) Pero… No es posible… ¿Lo dice en serio, señorita Sofía?
SOFÍA: (Firme.) Absolutamente en serio. Buenas noches.
NAGUEL: No… De ningún modo… Usted no puede irse, señorita Sofía. No puede abandonarme. Usted conoce mi manera de trabajar. (Suplicante.) ¡No haga eso, señorita Sofía! Mis trabajos quedarían inconclusos, mi vida se alteraría completamente, mis experimentos…
SOFÍA: (Fingidamente patética.) Imposible… ¡Adiós, Profesor Naguel!
NAGUEL: (Patético.) No… No se vaya… No podría trabajar sin usted. Usted es mi estímulo y mi inspiración. ¡Quédese, por favor! Haga lo que le parezca… llegue cuando se le ocurra… no venga cuando la llamo… Usted será la secretaria predilecta… la musa de este estudio. Usted es para mí lo que fue para Baudelaire Madame Sabatier…
SOFÍA: ¿Madame Sabatier…? (Pausa; luego curiosa.) Este… no se enoje, Profesor Naguel. Pero… yo no sé quién era Madame Sabatier.
NAGUEL: (Enojado repentinamente.) ¡Cómo! ¿Usted no sabe quién era Madame Sabatier? Es incon… (Transición; luego dulce.) No… No tiene importancia, señorita Sofía… Yo estoy aquí para enseñarle… Yo le voy a contar quién era Madame Sabatier. Le voy a explicar todo lo que usted no sepa. Le voy a hacer ver todo lo que usted no ha visto: a Julio César, a Casanova, a Cristóbal Colón, a Robespierre… ¡al Demonio…!
Ráfaga musical.
DEMONIO: (Violento.) ¿Quién me llama?
NAGUEL y SOFÍA: (Aterrorizados.) ¡Ah…!
DEMONIO: ¡Basta de gritos! ¡He preguntado quién me ha llamado… y para qué!
NAGUEL: Yo… en realidad… no quise llamarlo. Yo… pronuncié involuntariamente su nombre.
DEMONIO: ¡Muy mal hecho! Soy una persona muy ocupada y no estoy para pamplinas… Ahora mismo tenía una cita con un caballero distinguidísimo que quiere hablar conmigo y voy a llegar tarde…
NAGUEL: Pero… En estos tiempos…
DEMONIO: El tiempo es cosa de ustedes. Yo no lo conozco, y el poeta tampoco…
NAGUEL: (Interesado.) ¡Ah…! Si me permite, amigo Mefistófeles… Ese caballero, ¿es un poeta?
DEMONIO: Un poeta, sí… a quien quiero hacerle una pregunta.
NAGUEL: Bien, usted sabe, yo me dedico un poco a estas cosas… ¿No podría decirme el nombre de ese poeta?
DEMONIO: No me acuerdo ahora… Sé que los magistrados de París lo dan como condenado.
NAGUEL: ¡Oh…! ¡No me deje con la curiosidad! ¡Haga memoria!
DEMONIO: Bueno, voy a ver mi agenda… A ver… Sí, aquí está… Se llama… Charles Baudelaire…
NAGUEL: Ah, sí, lo conozco… Sí, un gran poeta… Por cierto que no sería extraño que usted lo perdiera…
DEMONIO: ¿Perderlo yo? ¡No sé por quién me toma! ¿Y por qué habría de perderlo?
NAGUEL: Porque… está enamorado…
DEMONIO: ¿Enamorado? ¡Caramba…! El asunto se pone feo. Y… ¿hace mucho de eso?
NAGUEL: Sí, amigo Mefistófeles. Algunos años…
DEMONIO: No puede ser… Me han informado mal… Voy a averiguar inmediatamente de qué se trata…
Ráfaga musical.
DEMONIO: (Con voz tonante.) ¡Baudelaire…! ¡Baudelaire…!
BAUDELAIRE: (Sosegado.) ¡Señor…!
DEMONIO: (Insinuante.) ¿Ella…?
BAUDELAIRE: (Enajenado.) ¡Ella…!
DEMONIO: (Insinuante.)
“Yo desearía llegar a saber
qué encuentras más digno de amor
entre todas las bellas cosas
de que está hecho su esplendor,
entre lo que es negro y lo que es rosa
en ese cuerpo encantador.”
BAUDELAIRE:
“Como todo me encanta, ignoro
si alguna cosa me desvela.
Ella es atroz como la Aurora;
como la Noche ella consuela.
De la magnífica armonía
que gobierna su hermoso ser,
ningún análisis podría
los acordes desvanecer.
¡Oh metamorfosis mística
de mis sentidos que se unen!
Su aliento hace la música
como su voz hace el perfume.”
Cortina musical: Berlioz.
SOFÍA: ¡Qué poeta tan delicado! Y dígame, Profesor Naguel, si no es indiscreción… Le prometo no decírselo a nadie… ¿Quién era ella?
NAGUEL: Ella era, precisamente, Madame Sabatier… sin la cual quizá no tuviéramos hoy “Las flores del mal”.
SOFÍA: (Insinuante.) Y… ¿usted dijo que yo era para usted… como Madame Sabatier para Baudelaire?
NAGUEL: (Alarmado.) Oh, señorita Sofía, por favor, no lo tome al pie de la letra… Yo quise decir simplemente que usted era mi musa, mi inspiradora…
SOFÍA: (Desilusionada.) ¡Ah…! Sí… es un noble papel…
NAGUEL: ¿Lo acepta, señorita Sofía?
SOFÍA: Bien… lo acepto. Me quedo. Pero dígame, Profesor Naguel, ¿quién era Madame Sabatier?
NAGUEL: Era una curiosa mujer. Comenzó siendo modelo y amiga de los artistas de París, allá por mil ochocientos cuarenta y tantos. Su fama comenzó cuando, en el Salón de Arte de 1847, Clésinger expuso una escultura que la representaba. A casi todo el mundo le pareció admirable… la modelo. Y se hizo célebre. Pero aún más célebre se hizo por las cenas que ofrecía en la calle Frochot…
SOFÍA: ¿Así que era rica?
NAGUEL: Tenía protectores poderosos, y ella reunía en su casa a artistas y escritores. Le aseguro que esas reuniones eran dignas de verse. Podríamos tratar de sorprender una. A ver… Fíjese si se ha ido el Demonio…
Pasos de puntillas.
SOFÍA: Sí… no se ve…
NAGUEL: Entonces acerquémonos por aquí…
Ráfaga musical. Lejano murmullo. Ruido de copas y platos durante toda la escena.
NAGUEL: (En voz baja.) ¿Ve…? ¿Ve esa mesa? Están cenando…
SOFÍA: No conozco a nadie…
NAGUEL: Bueno, yo se los voy a ir presentando… Mire… Ahí está, sencillamente, toda la literatura francesa… El que está a la derecha de la dama es Théophile Gautier, al que se debe, en cierto modo, la fundación de esta especie de Academia de la calle Frochot. Théophile ha tomado la costumbre de llamar a Madame Sabatier ‘la Presidenta’ aludiendo al papel que desempeñaba en esta academia en la que se cenaba los domingos.
SOFÍA: Es curioso… No hace más que hablar. En cambio el que está a la izquierda de Madame Sabatier parece mudo…
NAGUEL: Ese es Alfred de Musset, un poco melancólico y algo enfermo. A su lado está un pintor, Ricard, y como hoy parece haber reunión plenaria, se ha sentado a su izquierda Gérard de Nerval…
SOFÍA: También parece melancólico…
NAGUEL: Pero más grave que Musset… El pobre Nerval pasa sus buenas temporadas en una casa de salud, pero Théophile Gautier se empeña en que se lo vea por París cuando está más tranquilo… Pero, ¿se ha fijado quién está a la derecha de Gautier? ¡Con razón decía yo que era reunión plenaria! ¡Es el mismísimo Gustave Flaubert! No viene mucho a la academia de la calle Frochot, pero debe haberlo traído esta noche su amigo Du Camp, que es asiduo de estas reuniones…
SOFÍA: Tampoco habla mucho…
NAGUEL: No, el gasto lo hace generalmente Gautier, que anima la reunión, pero no me dirá que es callado ese caballero que casi nos da la espalda y come con entusiasmo…
SOFÍA: ¿Quién es?
NAGUEL: Ese es Sainte-Beuve, el crítico. Cuando viene a cenar los domingos, descansa de la fatiga de haber compuesto sus crónicas para el lunes. Se siente un juez inapelable y opina… opina…
SOFÍA: Mientras lo mira con desdén su vecino, ese joven…
NAGUEL: Ese joven, es, precisamente, Baudelaire… que entretiene sus ocios en contemplar a la Presidenta con insistencia…
SOFÍA: Ella se lo merece… Ese vestido de terciopelo azul es precioso… y la diadema le queda pintada…
NAGUEL: Sí, es hermosa y provocativa. El pobre Baudelaire… (Transición.) Pero… ¿Sabe usted qué hace Baudelaire cuando llega a su casa después de una de estas reuniones? Venga… Vamos a verlo en su buhardilla…
Ráfaga musical.
NAGUEL: Vea… Ahí lo tiene, sentado en su mesa, la pluma en la mano… Escribe… Un poema que alguna vez figurará en “Las flores del mal” y que mañana despachará anónimamente a su musa. Oiga cómo repasa sus versos…
Ráfaga musical.
BAUDELAIRE: (Leyendo.)
“Van delante de mí, por la senda y los llanos,
Estos Ojos que imantan un ángel vigilante.
Van, hermanos divinos, que me sirven de hermanos,
Derramando en mis ojos sus fuegos de diamante.
Me libran de los lazos de la culpa nociva,
la senda de lo bello me iluminan mejor,
y son mis servidores y soy su servidor,
Y todo mi ser tiembla bajo su antorcha viva.”
Ráfaga musical.
NAGUEL: A usted, que es mujer, le interesará saber qué pasó cuando esos versos llegaron a destino. Mire… Madame Sabatier ha convocado a su casa a Théophile Gautier para que descifre el enigma…
Ráfaga musical.
MADAME SABATIER: ¡Adelante, Théophile! Os esperaba hace un rato largo…
GAUTIER: Me he retrasado, Apolonia, disculpadme… Pero no se puede cruzar el Barrio Latino sin encontrarse con docenas de amigos. Pero ya estoy aquí, señora Presidenta… A vuestras órdenes… Ardo en deseos de saber por qué me habéis mandado llamar con tanta urgencia…
MADAME SABATIER: ¡Ay, mi querido Théophile! Porque yo también ardo en deseos de saber una cosa, y solamente vos podríais ayudarme a resolver el enigma…
GAUTIER: ¿Un enigma, Apolonia? Estáis muy misteriosa. Supongo que no os habrá dado Baudelaire a leer algún cuento de ese Edgar Poe que lo tiene alelado…
MADAME SABATIER: (Con intención.) No… No me ha dado a leer esos cuentos… Pero acaso… En fin…
GAUTIER: Bueno, veamos el enigma…
MADAME SABATIER: El enigma consiste en que, desde hace varias semanas, recibo todos los lunes un curioso envío…
GAUTIER: ¿Camelias?
MADAME SABATIER: No, mucho más delicado aún que camelias. ¿Sabéis qué?
GAUTIER: No puedo imaginarme…
MADAME SABATIER: Versos…
GAUTIER: ¿Versos…?
MADAME SABATIER: Sí, versos. Y extraños… Puedo deciros que no son de Musset ni de Hugo. Adivino que son magníficos… Pero me gustaría saber quién es el autor…
GAUTIER: ¿Razones literarias?
MADAME SABATIER: No exactamente… Curiosidad… Podría ser que fuera…
GAUTIER: No adelantéis opinión. Supongo que queréis mostrarme los versos…
MADAME SABATIER: Y que me digáis vuestra opinión.
GAUTIER: Veamos…
MADAME SABATIER: Aquí están los de hoy… ¿Queréis que os los lea?
GAUTIER: Leedlos… Será delicioso escucharlos de vos misma…
MADAME SABATIER: (Lee.)
“Van delante de mí, por la senda y los llanos,
Estos Ojos que imantan un ángel vigilante.
Van, hermanos divinos que me sirven de hermanos,
Derramando en mis ojos sus fuegos de diamante.”
GAUTIER: ¡Je…!
MADAME SABATIER:
“Me libran de los lazos de la culpa nociva,
La senda de lo bello me iluminan mejor…”
GAUTIER: No sigáis, Apolonia… No hay más que uno en París que pueda escribir esos versos…
MADAME SABATIER: ¿Sabéis quién es? ¿Es uno de mis invitados de los domingos?
GAUTIER: El más asiduo y silencioso…
MADAME SABATIER: ¿Baudelaire, quizá…?
GAUTIER: Amiga mía, podéis decir que sois una experta en materia literaria…
MADAME SABATIER: ¡Oh, no os burléis, Théophile! ¡Pobre Charles! Tan dulce, tan triste…
GAUTIER: ¡Y tan cínico…!
MADAME SABATIER: ¿Creéis verdaderamente que sea un cínico?
GAUTIER: Su poesía es cínica… Lo tienta el mal, la blasfemia… el opio y el haschich…
MADAME SABATIER: Pero su corazón es puro como el de un niño…
GAUTIER: Como el de un niño triste que ama jugar con el pecado como su fuera una bola de nieve…
MADAME SABATIER: Entonces… ¿me aseguráis que es él?
GAUTIER: Como si os los hubiera enviado firmados…
MADAME SABATIER: Ahora, mi querido Théophile, guardadme el secreto… Como si no supierais nada. El domingo miraréis al pobre Charles como si no supierais nada…
Ráfaga musical.
SOFÍA: ¡Qué mujer tan discreta…!
NAGUEL: No he podido averiguar si fue ella la que divulgó el secreto, o fue Théophile Gautier. Lo que puedo decirle es que tres domingos después todos los contertulios lo sabían, y se divertían espiando las lánguidas miradas de Baudelaire a la Presidenta. La verdad es que no lo querían mucho…
SOFÍA: Pero era famoso…
NAGUEL: Por entonces, no… Famoso, y muy famoso, fue poco después, cuando apareció “Las flores del mal”, en junio de 1857.
SOFÍA: Tuvo éxito…
NAGUEL: Sí, pero sobre todo porque hubo un juicio contra Baudelaire por “ultraje a la moral pública”. Lo condenaron…
SOFÍA: Ah, ya me imagino… Y ella se conmovió y le ofreció su amor…
NAGUEL: Algo así pasó… Pero el pobre Baudelaire era un raro… y entonces dejó de adorar a su musa…
SOFÍA: Siempre lo mismo… ¡Los hombres!
NAGUEL: (Enojado.) ¡Las mujeres! ¡Siempre las mismas, las mujeres! Él era un ser de excepción. Ella demostró ser una mujer vulgar… Él la había amado, lejana y misteriosa. Y cuando la descubrió vulgar y artificiosa, dejó de estar enamorado. Nada más…
SOFÍA: ¡Muy bonito! Lo que pasa es que debía ser un engreído…
NAGUEL: Señorita Sofía, no le permito… ¡En mis audiciones el que establece el carácter de los personajes soy yo!
SOFÍA: ¿Y usted cree que yo me voy a contentar con ser su interlocutora? A estas horas, sé casi tanto como usted acerca de sus personajes. Usted entenderá mejor el señor Baudelaire, con sus blasfemias, su demonio y su opio, pero yo entiendo mejor a Madame Sabatier, con su ternura y su generosidad…
NAGUEL: (Iracundo.) ¡Le repito que no está autorizada para meterse con mis personajes! Ya le diré yo cómo era Madame Sabatier…
SOFÍA: Se equivoca, Profesor Naguel. Yo tengo mis opiniones y no le permito que se meta con ella… (Caprichosa.) Y me voy…
NAGUEL: De ningún modo será usted la que se vaya. ¡Está despedida…!
SOFÍA: ¿Despedida? (Lagrimeando.) ¡Yo! ¡Yo, despedida! ¡Todos los hombres son iguales!
NAGUEL: (Reaccionando.) Pero… ¿por qué llora? ¿No quería irse?
SOFÍA: Sí… pero quiero saber qué pasó con Madame Sabatier…
NAGUEL: ¡Ah…! Nada muy importante… Siguió reuniendo en su casa a poetas y artistas…
SOFÍA: ¿Y Baudelaire?
NAGUEL: La siguió considerando… como a una buena amiga…
SOFÍA: ¿Y después?
NAGUEL: Y después se murió, a los diez años de haber publicado “Las flores del mal”. ¡Pobre Baudelaire!
SOFÍA: ¡Pobre Madame Sabatier, digo yo…! Su amor…
NAGUEL: ¿Era amor…? De todos modos, un amor que ha inspirado “Las flores del mal” no ha recibido tan mal pago… De todos modos su piedad era inmensa… Y era acaso lo que necesitaba más el poeta…
Cortina musical: Berlioz.
IV. “Noticias bibliográficas” (1954)
58. LA NINFA CONSTANTE
VOZ FEMENINA: ¡Ah…! No se vaya, señor D’Urbano. Quería hacerle una pregunta…
D’URBANO: ¿De qué se trata?
VOZ FEMENINA: Usted que sabe tanto de música, ¿ha oído alguna vez las obras de Albert Sanger?
D’URBANO: ¿De Albert Sanger…? Este… Yo, este…
VOZ FEMENINA: ¡Cómo! Parece que no ha oído hablar de él…
D’URBANO: Así, a primera vista… no recuerdo…
VOZ FEMENINA: Me extraña… Es un gran compositor inglés, contemporáneo… Un revolucionario de la música… Su amigo, Lewis Dodd, que también era músico… Dígame, D’Urbano… Y de Lewis Dodd, ¿conoce usted algo?
D’URBANO: ¿Lewis Dodd? Nunca he oído hablar de él. Pero, por favor, dígame… ¿en qué historia de la música ha encontrado usted el nombre de esos músicos?
VOZ FEMENINA: Ah… En ninguna historia de la música. He leído una especie de historia de la vida de Sanger… una hermosa historia. Tenía varios hijos y una, sobre todo, encantadora: Teresa… Teresa Sanger… Estaba enamorada de Dodd desde muy jovencita… Dodd era un tipo muy raro, un músico genial…
D’URBANO: Pero eso parece una novela…
VOZ FEMENINA: ¿Una novela? Y… a lo mejor… era una novela…
D’URBANO: ¿No se acuerda del título, por casualidad? ¿Se llamaba, por casualidad, “Vida de Albert Sanger”?
VOZ FEMENINA: Ah, no… Se llamaba… “La ninfa constante”…
D’URBANO: ¡Acabáramos…! Usted ha leído la preciosa novela de Margaret Kennedy…
VOZ FEMENINA: ¿Margaret Kennedy? Sí, creo que sí…
D’URBANO: Señorita… No le cuente a nadie su equivocación, porque va a pasar por terriblemente ignorante y mal informada acerca de la literatura contemporánea. Margaret Kennedy es una de las más grandes novelistas inglesas, y su fama reposa, sobre todo, en esa novela que usted ha leído.
VOZ FEMENINA: Pues yo estaba convencida de que Albert Sanger era un músico real…
D’URBANO: Eso prueba la calidad de Margaret Kennedy… Quién sabe qué recuerdo real tenía en su mente ella cuando concibió su personaje. De cualquier modo es un testimonio inestimable acerca de la bohemia artística de la posguerra.
VOZ FEMENINA: Así que es una novela de posguerra…
D’URBANO: Sí, se publicó en 1926. Cuando vuelva a leerla…
VOZ FEMENINA: No… si todavía no la terminé…
D’URBANO: ¿La tiene ahí, por casualidad?
VOZ FEMENINA: Aquí está, sobre mi cartera…
D’URBANO: Permítamela un momentito… Ah… Es una preciosa novela… ¿Recuerda usted la escena de la muerte de Sanger? No podría componerse una escena semejante con más delicado y contenido patetismo. Los niños rondan la habitación del padre y se extrañan del silencio. Escuche:
“El perro se quejó suavemente y dio dos breves aullidos.
PAULINA: ¡Es raro que lo mande callar…!
TERESA: Voy a entrar. Debe haber ocurrido algo raro. Alguien tiene que entrar. No me importa que me regañen después. ¿Quieres venir, Tony?
TONY: (Llorando.) No… Tengo miedo…
SEBASTIÁN: (Voz infantil.) Yo te acompañaré… ¡Mejor es que estén con un hombre!
VOCES: ¡Oh…!
TERESA: Tendríamos que darle coñac…
SEBASTIÁN: ¡No…! No podemos hacer nada… Está muerto…
TERESA: ¡Oh…! ¡Lewis…! ¡Lewis…!”
VOZ FEMENINA: Pobre Teresa… Siempre llamaba a Lewis. Pero apenas era una niña…
D’URBANO: Una niña, pero de temperamento profundo y sensible. Por eso sufrió tanto… Y un día…
VOZ FEMENINA: Ah, no… Por favor, no me cuente el final…
D’URBANO: No pretendía contárselo, pero estoy seguro de que si usted hubiera concluido su novela, no podría olvidar el curioso destino de esta adolescente, acaso uno de los personajes más logrados de la literatura contemporánea…
VOZ FEMENINA: Lástima que Sanger no haya existido…
D’URBANO: Existe ya… existe en “La ninfa constante”… y no será olvidado. Perdurará como perduran las grandes creaciones literarias. Usted volverá a acordarse muchas veces de “La ninfa constante”, de Sanger, de Dodd, de Teresa. Volverá a acordarse muchas veces…
59. CUÁN VERDE ERA MI VALLE
LOCUTOR: Si usted quiere podemos seguir… Pero antes, permítame que le encargue al dactilógrafo que me copie estos textos. (Llamando.) ¡Miguel! (Pausa.) ¡Miguel! (Pausa.) ¡Migueeeel…! Parece que se lo ha tragado la tierra. A ver… (A uno.) ¡Oiga…! ¿Usted no vio a Miguel?
VOZ: Hace un rato, lo vi por el corredor hacia allá… Pero ahora no sé…
LOCUTOR: Bueno, vamos a ver si está en algún estudio por el corredor… Es importante que me copie esto esta noche…
Pasos. Puerta que se abre.
LOCUTOR: No… Aquí no está…
Puerta que se cierra. Pasos. Puerta que se abre.
LOCUTOR: Aquí… tampoco…
Puerta que se cierra. Pasos.
LOCUTOR: (Con asombro.) ¡Pe… pero qué hace usted aquí! ¡Metido en el hueco de la escalera y con una vela encendida! ¿Usted se ha vuelto loco, Miguel? ¡Hable…! ¡Dígame qué hace ahí…!
MIGUEL: (Como abstraído.) Psss… Nada, señor… nada… Psss…
LOCUTOR: ¡Cómo, nada…! Usted está dentro de su horario de trabajo y está a mi disposición. Yo soy el locutor… Puedo necesitar de urgencia que me pase a máquina un texto… y no puedo salir a buscarlo por todo el estudio cuando lo necesito… Usted tiene que estar en su oficina y no metido en el hueco de la escalera… Esto no tiene nombre. Pero, dígame, ¿se puede saber qué hace usted ahí con esa vela encendida…?
MIGUEL: (Como abstraído.) Nada, señor… Leía…
LOCUTOR: ¡Cómo…! En horas de trabajo usted se escapa, se mete en el hueco de la escalera, y se pone a leer… ¡Es inaudito! La culpa la tiene el Jefe de Personal que no se fija… Porque si este señor González…
MIGUEL: ¡Oh, no, señor! La culpa no la tiene el señor González… La culpa la tiene el señor Llewellyn…
LOCUTOR: ¿El señor Llewellyn? ¿Quién es el señor Llewellyn? No conozco a nadie de la emisora que se llame Llewellyn…
MIGUEL: Ah… no… El señor Llewellyn no trabaja en esta emisora… Pero es el que no me deja trabajar a mí…
LOCUTOR: ¡Usted se ha vuelto loco! Miguel…
MIGUEL: No… El señor Llewellyn, mi querido locutor, es el autor de este libro que me he venido a leer aquí.
LOCUTOR: Ah… ¿Y por eso dice usted que no lo deja trabajar?
MIGUEL: ¡Claro…! Discúlpeme, pero no lo puedo dejar… Quiero seguir… (Con una histeria un poco grotesca.) ¡Quiero seguir leyendo, por favor, quiero seguir leyendo…!
LOCUTOR: Vamos, Miguel, vamos… Cálmese… No puedo explicarme… Pero dígame, ¿qué libro es ese?
MIGUEL: Ya ve usted, “Cuán verde era mi valle”, de Richard Llewellyn… Pero no me pase la hoja, por favor…
LOCUTOR: No, no la paso, estaba mirando nada más. Parece interesante…
MIGUEL: ¿Interesante? Apasionante… A mí no me sacan del hueco de la escalera hasta que lo termine, así me despidan…
LOCUTOR: Pero reflexione, Miguel…
MIGUEL: Oiga, amigo locutor, oiga… Usted sabe… Huw Morgan vive con sus padres en un pueblo carbonero de Gales… Es un niño… Su padre y sus hermanos trabajan en la mina… Los obreros han organizado un mitin para acusar al padre de Huw… y la madre decide enfrentarlos. Cruzan el monte… el río… Oiga…
Murmullo de multitud. Luego siseos.
BETH: Psss… ¡Soy Beth Morgan…!
Se hace silencio.
BETH: Como sé que estáis hablando contra mi marido, vengo a deciros lo que pienso de todos vosotros… ¡Sois unos cobardes! No ha hecho nada ni os lo hará nunca. Si es superintendente de la mina es porque todo hombre encuentra recompensa por su trabajo, y esa ha sido la suya. Quiero deciros una cosa más. Si a mi Gwilym le pasa algo malo, buscaré al causante y lo mataré con mis propias manos. ¡Y no iré al infierno!
Murmullos.
LOCUTOR: (Apasionado.) ¿Y luego qué pasa…?
MIGUEL: Venga, siéntese aquí… Oiga…: (Leyendo.) “–Mamá, le gritó Davy por detrás. Mi madre se volvió, pero al pronto no pudo verlo. –Si estás con éstos no soy tu madre. Eres un flojo como ellos–. Y si a tu padre le pasa algo malo, serás tú el primero que lo pague. Davy surgió en la oscuridad y se le acercó, pero mi madre se volvió y empezó…”
VOZ: (En segundo plano, acercándose.) ¡Locutor! ¡Locutor…! ¡Es su turno…! ¿Dónde diablos se habrá metido? ¡Locutor! (Alejándose.) ¡Locutor…!
LOCUTOR: (En voz muy baja.) Psss… No diga nada… Siga leyendo… No me muevo hasta que concluya… “Cuán verde era mi valle”.
60. LA SEÑORA PARKINGTON (Louis Bromfield)
LOCUTOR: ¿Se va ya? Lo único que podría mostrarle ahora es un ensayo…
VOZ: ¿De qué?
LOCUTOR: Radioteatro… Están preparando una versión radial de una preciosa novela de Louis Bromfield. Quizá usted la haya leído… “La señora Parkington”…
VOZ: ¡Ah…! ¡Hermosa novela…! Yo la leí hace varios años, después de haber visto la película… ¿La recuerda?
LOCUTOR: ¡Cómo no…! Se llamaba “Una gran dama”.
VOZ: Pues sí… Tendría curiosidad por ver el ensayo…
LOCUTOR: Venga entonces. Es en aquel estudio. Entre sin hacer ruido, porque a lo mejor están grabando… Psss…
Ruido muy sutil de una puerta.
JANIE: Ned…
NED: ¿Qué, Janie…?
JANIE: ¿Qué te ha parecido mi bisabuela?
NED: Es una anciana extraordinaria. Simpática e inteligente. No representa la edad que tiene. Y fue muy amable conmigo…
JANIE: Deseaba que te agradase. ¡La quiero tanto! Mi bisabuela ha tenido una vida extraordinaria. De vez en cuando me cuenta anécdotas y episodios. Cuando se consigue que hable es fascinante. Ha sido muy afortunada, ha pasado por épocas y ambientes tan distintos… Nosotros no tendremos nunca esa posibilidad.
DIRECTOR: (Interrumpiendo.) No, no, señorita Vivar, por favor… Estas dos últimas frases tienen que ser con un cierto aire de melancolía… Repita, por favor…
JANIE: (Con aire melancólico.) Ha sido muy afortunada… Ha pasado por épocas y ambientes tan distintos… Nosotros no tendremos nunca esa posibilidad…
DIRECTOR: Bien, bien… Sigan…
NED: No opino lo mismo, querida… El mundo no cambia tanto…
JANIE: Es que nuestro mundo siempre será más o menos igual… No sabremos nunca cómo era Europa antes de la Primera Guerra Mundial, ni entre la Primera y la Segunda. Y si este conflicto termina alguna vez, jamás será lo mismo.
NED: No me preocuparía tanto por eso. Habrá innumerables oportunidades de ocuparnos en reunir y recomponer los fragmentos.
JANIE: Sólo me refería a lo mucho que ha visto mi bisabuela. Hace poco me dijo que sólo tenía diecisiete años cuando terminó la Guerra Civil. ¡Imagínate!
DIRECTOR: Bueno, basta… Esta escena está bien por hoy. (Al locutor.) ¡Hola, amigo locutor! No lo había oído entrar… ¿Qué le pareció el ensayo?
LOCUTOR: Muy bien… El diálogo de Bromfield es siempre vivo y ágil. Y la señorita Vivar hace muy bien el personaje…
DIRECTOR: ¿Sabe usted lo que dice la señorita Vivar? Que le gustaría ser actriz de carácter nada más que para poder representar el papel de la señora Parkington…
LOCUTOR: Y tener 84 años…
JANIE: Oh, no es necesario tener 84 años… Pero, de verdad que el personaje me subyuga; claro, mucho más que el de Janie que hago… La señora Parkington tiene una fuerza y una personalidad como creo que no he encontrado sino en muy pocas novelas.
LOCUTOR: A usted, señorita Vivar, lo que le gustaría es haber sido como fue la señora Parkington en la realidad. Haberse casado con un millonario, haber vivido en Nueva York, en Londres, en París; haber veraneado en la Costa Azul, poseer una hermosa casa en la Quinta Avenida…
JANIE: Quizá… Pero no solamente por haber poseído todo eso, sino sobre todo por haber tenido su extraordinaria personalidad. Es su manera de ver las cosas de la vida lo que me seduce.
LOCUTOR: ¿De la vida norteamericana, quiere usted decir?
JANIE: De la vida en general y… sí, en especial de la vida norteamericana. Yo conozco ya mucho de ella gracias a esta novela.
LOCUTOR: No es el menor de los méritos de Bromfield…
DIRECTOR: Bueno… Creo que podemos seguir… Ahí llega la señora Palacios, que interpreta el papel de la señora Parkington.
JANIE: ¡Señora Parkington…! ¡Señora Parkington…!
61. LLEGARON LAS LLUVIAS
LOCUTOR: Bien, ahora podemos ir… ¡Eh…! ¡Cuidado! ¿No ve por dónde va?
VOZ: ¡Disculpe! No lo vi. El corredor está un poco oscuro…
LOCUTOR: Sí, pero usted camina como si se le hubiera incendiado la casa… Casi me tira al suelo. ¿Dónde va, con tanto apuro?
VOZ: ¿Yo? A Ranchipur…
LOCUTOR: (Con asombro.) ¿Dónde…?
VOZ: ¿No le dije? A Ranchipur…
LOCUTOR: ¡A Ranchipur…! ¡Usted está loco! ¿Dónde está Ranchipur…?
VOZ: Y si no sabe dónde esta Ranchipur, ¿por qué me dice que estoy loco?
LOCUTOR: Porque me parece tan raro que a esta hora me diga usted que va a Ranchipur… Si me dijera a Villa Urquiza… o a Lomas de Zamora… ¡Pero a Ranchipur…!
VOZ: Mire, por favor, discúlpeme y déjeme ir… Tengo prisa…
LOCUTOR: No, ahora no me va a dejar intrigado… Dígame, por favor… ¿Dónde está Ranchipur?
VOZ: Ranchipur está en la India. Adiós…
LOCUTOR: No, no se apure… Me intriga… ¿Pero usted se va ahora a la India…?
VOZ: No puedo esperar más… Me voy a la India… Tomaré el avión mañana por la mañana… Río de Janeiro, Dakar, Lisboa, Roma, Alejandría, Adén, Bombay…
LOCUTOR: Y de allí a Ranchipur…
VOZ: Exactamente… Adiós.
LOCUTOR: Pero, por favor, un momento… Quiero saber… ¿Podría decirme por qué se va con tanta prisa a Ranchipur?
VOZ: Porque llegaron las lluvias…
LOCUTOR: Sí, ya sé que ha estado muy lluvioso… Ahora, la cosecha…
VOZ: No, no hablo de aquí… Digo que en Ranchipur empezaron las lluvias…
LOCUTOR: ¿En Ranchipur? ¿Y usted cómo lo sabe?
VOZ: Me lo ha dicho Louis Bromfield.
LOCUTOR: ¿Quién?
VOZ: Louis Bromfield. Ha escrito: “Llegaron las lluvias”.
LOCUTOR: ¡Aaaah! Ya sé… es una novela…
VOZ: Sí, una novela. Pero debe ser cierto. Es cierto. Estoy seguro. Llegaron las lluvias en Ranchipur. Llegaron las lluvias en la India. La naturaleza ha despertado con el torrente. Ransome, el desilusionado Ransome, quiere pintar el mágico renacimiento de la naturaleza dormida. En una carta de la tía Phoebe decía que había visto crecer una rama, seis centímetros en un día…
LOCUTOR: Perdóneme, pero no entiendo nada de lo que dice…
VOZ: Claro. Usted no entiende nada. Pero si quiere entender algo, y sumergirse en la extraña vida de la India, le aconsejo que lea “Llegaron las lluvias”… Además, perderá el sueño, no podrá apagar la luz, se encontrará leyendo cuando aclare, llegará tarde al empleo y seguramente lo perderá para no dejar de leer durante varios días “Llegaron las lluvias”.
LOCUTOR: No, usted no me conoce… Yo soy muy metódico. A las diez y media dejo el diario y me pongo a dormir…
VOZ: Lo desafío… Compre “Llegaron las lluvias” y empiece a leerlo… Pero, dígame… ¿Qué cree usted que hizo Lady Esketh cuando se produjo la inundación y la catástrofe?
LOCUTOR: Ah, yo no sé… ¿No le dije que no había leído la novela?
VOZ: ¡Claro! Y se queda ahí tan tranquilo. Pero si empieza, no podrá detenerse hasta averiguar qué hizo esta curiosa mujer, una de las debilidades de Bromfield… Cuando llegaron las lluvias, vino la inundación y Ranchipur sucumbió casi totalmente. Lady Esketh… Ah… pero no se la voy a contar… Lo único que voy a decirle es que usted ni sabe qué es la lluvia ni se imagina cómo se compagina en ella la civilización occidental con la manera de ser de los orientales. Y si usted no sabe eso, ignora una cosa muy importante.
LOCUTOR: Bueno, pero es que soy poco curioso. Como le dije, soy muy metódico…
VOZ: Entonces, no empiece “Llegaron las lluvias”. Sus costumbres van a alterarse durante unos días. No podrá dejarla. Y quizá se vea obligado a pedir una licencia en la radio…
LOCUTOR: Precisamente, me toca este mes…
VOZ: Entonces, aproveche. Cómprese mañana “Llegaron las lluvias”. Se lo devorará en siete días. Entre tanto, prepare sus papeles y el equipaje. Y cuando la termine, seguramente cerrará el libro y tendrá tanto apuro como yo para llegar a la India. Adiós…
LOCUTOR: Pero…
VOZ: Adiós… llegaron las lluvias…
62. SANGRE NEGRA
LOCUTOR: …Y nos sentiríamos honrados si usted quisiera firmar nuestro libro de visitantes.
VOZ: Con mucho gusto. Yo no soy lo que se llama un visitante distinguido, pero si ustedes quieren…
LOCUTOR: Modestia suya… Aquí está… ¿Tiene estilográfica?
VOZ: Sí, gracias. No pretenderá que ponga un pensamiento…
LOCUTOR: Como usted quiera. Ya ve… Cada uno pone lo que quiere…
VOZ: Es un grueso álbum… y con muchas firmas…
LOCUTOR: Sí… ¿Quiere hojearlo? Hay muchas personas que usted conoce…
Hojas de un libro que pasan.
VOZ: Ya veo… Mire ésta qué curiosa… ¿De quién es?
LOCUTOR: Déjeme ver… ¡Ah! Este es Richard Wright…
VOZ: ¿Quién?
LOCUTOR: Richard Wright, el novelista negro norteamericano. Estuvo aquí, en Buenos Aires… Cierto, es una firma curiosa… A ver… Déjeme ver la que puso en el ejemplar que nos dedicó… (Llama.) ¡Miguel!
MIGUEL: ¿Señor…?
LOCUTOR: Hágame el favor de traerme de la biblioteca el ejemplar de “Sangre Negra” que nos firmó Richard Wright cuando estuvo en Buenos Aires…
VOZ: ¿Esa es la novela?
LOCUTOR: Es una novela espléndida, sobre la vida de los negros en los Estados Unidos… Muy dramática…
MIGUEL: Aquí está, señor…
LOCUTOR: Gracias. Mire… Sí, es la misma firma… ¿A usted le preocupa la grafología?
VOZ: Me atrae, o por lo menos me llaman la atención ciertas maneras de escribir. Permítame… (Leyendo.) “Sangre Negra”… No la he leído… ¿Cree que vale la pena?
LOCUTOR: A mí me pareció notable. Es la historia de un negro, inadaptado, que siente el fuego de la situación en que vive. Es un personaje de mano maestra. A ver… déjeme que vea cómo se llamaba… ¡Ah, Bigger…! Bigger Thomas…
VOZ: ¡Bigger Thomas…! ¿Y cómo termina?
LOCUTOR: Veo que tiene la mala costumbre de mirar las últimas páginas del libro…
VOZ: No… Es que lo abrí al azar y veo unas frases que me impresionan…
LOCUTOR: Sí… Bigger Thomas ha cometido dos crímenes y está en la cárcel, esperando el momento de la ejecución. Esa última escena es con su abogado.
Ráfaga musical: Jazz.
“MAX: Bigger: va usted a morir. Y si muere, muere libre. Está usted tratando de creer en sí mismo.
BIGGER: ¡Creo en mí mismo! Es lo único que me queda. Voy a morir,,, Váyase a casa, Míster Max… Parece raro, pero cuando pienso en lo que usted dice me parece como que siento lo que quiero. Me hace sentir como que yo tenía razón…
MAX: ¡Bigger!
BIGGER: (Con ligero sollozo en la voz.) ¡No voy a llorar! No quería matar, pero la razón por la que maté soy yo mismo.
MAX: No, Bigger, eso no…
BIGGER: Las razones por las que maté han tenido que ser buenas. Cuando un hombre mata, por algo lo hace… No me dejaban vivir… y maté. Quizá no sea justo matar, y no tuve intención de hacerlo. Pero cuando pienso por qué maté, empiezo a sentir lo que deseaba, lo que soy…
MAX: Adiós, Bigger…
BIGGER: Adiós, Míster Max. Vaya a ver a mi madre y dígale que me siento bien y que no se preocupe. Dígale que no lloro… Adiós…”
VOZ: Es terrible… Comenzaba a comprender por qué había matado, y le parecía explicable… cada minuto más explicable a medida que llegaba la hora de morir…
LOCUTOR: Es prodigioso cómo ha sabido Wright reconstruir el mundo interior del negro atormentado…
VOZ: Sí… Me interesa… ¿Me lo presta?
LOCUTOR: Este ejemplar no puede salir de la biblioteca, pero le prestaré otro. Mejor, amigo, compre “Sangre Negra”, porque estoy seguro de que no se va a contentar con leerla una sola vez. Cómprela…