RICARDO O. PASOLINI
Sin duda no es un indicador de calidad intelectual el hecho de que algunos historiadores de profesión hayan reflexionado sobre problemas de epistemología y metodología de la historia como disciplina del conocimiento del pasado, pero parece más claro que quienes fueron y son grandes historiadores –si es que esta última calificación se la puede otorgar al presente de una obra que es en principio contemporánea a sus críticos- han asumido tanto esta tarea de reflexión y cuestionamiento de la especificidad del propio saber, como la investigación empírica de problemas propiamente históricos.
José Luis Romero fue un gran historiador, lo sabemos, y no esquivó la reflexión epistemológica sino que la consideró un componente fundamental y complementario de la tarea del historiador. Incluso llegó a manifestar con cierta contundencia que un déficit del perfil profesionista residía en lo escaso de esta reflexión, en la falta de interrogación sobre las reglas del género. Pero también en la ausencia de una discusión sobre la motivación existencial que llevaba a la investigación histórica, y que no podía de ningún modo reducirse al trabajo erudito. En un artículo publicado en 1945, Romero refería a la necesidad imperiosa de vincular la indagación sobre el pasado con los componentes de una “conciencia histórica” –lo que él llamó “la comprensión profunda de una realidad que le atañe como individuo y en cuanto miembro de una comunidad”– en la que el conocimiento y el método eran concebidos sólo como los nutrientes fundamentales de la pregunta vital sobre un sujeto histórico que se encontraba animado por la proyección de futuro.
Ésta era una crítica más que Romero dirigía a la llamada Nueva Escuela Histórica, es decir, a la forma en que en Argentina se había constituido y desarrollado la tradición erudita en historiografía en las primeras décadas del siglo XX- (los llamados amantes de la “búsqueda” y no del “hallazgo”), y que había animado tantos cuestionamientos, de Paul Groussac a Alejandro Korn en sede local, y de Gustav Flaubert y Anatole France en sede francesa, hasta la impugnación de la perspectiva acontecimental por parte de la École des Annales, escuela –por cierto- a la que Romero a su modo arribó más tarde en una reflexión historiográfica densa y personal que por algunos momentos pareció cercana a su modo de construir el campo de lo histórico, y que por otros se mantuvo fiel a una matriz de nociones e incitaciones intelectuales que se había constituido en el clima historiográfico y filosófico del período de entreguerras.
Con todo, y como se ha señalado en estudios específicos, Romero fue un intelectual de múltiples y diversas lecturas, y fue sensible también a la participación cívica en espacios que excedieron la práctica profesional pero que impactaron fuertemente en su modo de concebir y hacer el oficio de historiador. De tal suerte que por momentos –y de acuerdo a los registros documentales de su autoría que se utilicen en la indagación- no resulta del todo claro establecer cuándo predomina el historiador y cuándo el actor cívico, en la medida en que ambos perfiles de su intervención recurren a la matriz histórica de la narratio rerum gestarum como un insumo fundamental de la argumentación desarrollada también en sus escritos destinados a tipos de prensa periódica tan disímiles como el diario La Nación; la publicación de vigilancia antifascista Argentina Libre, o la más cultural revista Nosotros.
La noción de “vida histórica” elaborada por Romero en su etapa de madurez intelectual (1975) resume gran parte de sus preocupaciones relacionadas con la especificidad del mundo de lo histórico. Aunque debiera considerarse el resultado de un ejercicio de reflexión que el propio autor otorgaba el carácter de preliminar -la antesala de un libro que se encontraba en elaboración al momento de su fallecimiento en 1977-, algunos rasgos de las nociones propuestas pueden encontrarse en sus tempranos trabajos de reflexión epistemológica, sobre todo, los que se refieren al problema de la conciencia histórica y al papel de la intuición.
Para Romero, la “vida histórica” es un concepto que refiere al proceso de la experiencia humana en el tiempo, a la vida y a la creación cultural de todos los hombres y grupos que han existido o existen. Como este proceso se trata de un “flujo continuo”, la noción reconoce ciertas estaciones que por cierto son sólo analíticas, pues la propia idea de flujo continuo remite al problema de la temporalidad, a la identificación de lo que transcurre, permanece y cambia. Tema muy caro a Romero en su propia experiencia de investigación histórica, en la que –como ha señalado Halperin Donghi- el interés se dirige en la mayoría de los casos a la identificación procesual de un nacimiento en el medio de una crisis, pero en el que juega tanto el reconocimiento de los elementos estructurales que componen un contexto particular, como las nociones, conceptos, mentalidades y acciones individuales que, como resultado dialéctico, preludian los componentes que caracterizarán el futuro más o menos cercano de los actores del momento. Tal el caso de su estudio sobre San Isidoro de Sevilla, tanto portavoz de las fuerzas históricas como animador del destino de la cultura occidental en la temprana Edad Media. O su análisis de la Divina Comedia de Dante Alighieri, producto simbólico que recurre al juicio del “trasmundo” para recuperar un orden moral que la Florencia medieval ha perdido.
Así, en este marco de sugestiones intelectuales respecto de lo que la “vida histórica” contiene, Romero reconoce entonces el pasado vivido (“vida histórica vivida”), el presente -como experiencia subjetiva que vivencia el pasado (“vida histórica viviente”)-, y, por último, su proyección potencial aún no vivida, que es el futuro. De acuerdo con el autor, esta noción inicial otorgaría a la ciencia histórica y a lo que él llama las ciencias empíricas “antroposocioculturales” un concepto equivalente al de “naturaleza” para las ciencias duras. Y al mismo tiempo protegería a la historia de las derivas metafísicas de la filosofía de la historia y su pretensión de alcanzar el sentido general de la vida del hombre.
En estos puntos, Romero pareciera hallarse aún en su madurez en ese campo de incitaciones del historismus diltheyano que otorgaba una especificidad epistemológica a las ciencias del espíritu, y recuerdan los contenidos del libro Sobre el estado actual de la ciencia histórica, las cuatro conferencias de otro gran medievalista como lo fue Johan Huizinga, publicadas por la editorial Cervantes de Tucumán en 1935. También para Huizinga, la especificidad de la historia hacía imposible su reducción a las normas que regulan la elaboración del conocimiento en las ciencias naturales. Aunque iba un poco más allá en la defensa de tal especificidad: en la historia, afirmaba, “siempre se trata de cierta intelección del pasado, de una interpretación de lo que era antes, de entender el sentido y la coherencia en función de un todo” (p. 38).
De igual manera, en Romero se encuentran reminiscencias de tópicos croceanos, al menos del Croce de La historia como hazaña de la libertad, allí donde el filósofo napolitano aboga por la elaboración de un conocimiento histórico fundado en la preocupación por el presente, por el modo en que un presente interpela e instala la conciencia del problema histórico, y por la forma catártica o liberadora que la historiografía asumiría (p. 35).
Establecida entonces la materia de la “vida histórica”, Romero propone tres nociones subsidiarias (él las llama “los tres reinos conceptuales”) como modo de aproximación al entendimiento del pasado, una especie de teoría “blanda” de la historia. Ellos son el sujeto histórico; la estructura histórica y el proceso histórico.
En el primero se alude a quién es el protagonista de la historia para indicar que no es posible establecer un a priori, sino que –sea individual o grupal- el sujeto histórico debe ir ajustándose conceptualmente a medida que se avanza en el estudio del proceso particular. Ya en un artículo de 1943 sobre los “tipos historiográficos” en tanto modos de acceder al campo de lo histórico, Romero había hecho referencia a ciertos esquemas regulares, que él llamaba muy bergsonianamente “intuiciones”. Estos esquemas actuaban como elementos organizadores en la que la intelección histórica cobraba su sentido. De ese modo, el historiador podía partir de una intuición sobre el recorte de la realidad histórica que hacía hincapié en la comunidad (identidad cultural de los pueblos o naciones); en la totalidad (humanidad) o en el individuo (la dimensión biográfica).
No está claro en ese texto inicial si los sujetos históricos que se identifican como actores eran siempre el producto de unas disposiciones mentales particulares ya presentes en el historiador, o si los mismos respondían en términos más generales al modo en que los agentes históricos organizaban su percepción de los problemas de su tiempo. Lo cierto es que en su texto sobre la vida histórica que estamos reseñando aquí, las nociones de héroe, pueblos, clases y masas están reconocidas como ejemplos de sujetos históricos, pero no como entidades abstractas sino como herramientas conceptuales que será necesario ajustar en la indagación empírica para dar cuenta de unos actores cuya identidad es por definición cambiante. En este sentido, lo que llamamos teoría –y que en la ciencia histórica asume una gran variedad de manifestaciones- adquiere en Romero sobre todo una función heurística.
El segundo concepto refiere a la estructura histórica y allí Romero lo hace coincidir con el de “vida histórica vivida”, esto es, con el conjunto magmático de funciones y relaciones heredadas, dimensiones fácticas, objetos materiales, que él llama la estructura real; y también con las parciales o totales interpretaciones acerca de la realidad, que dan como resultado estilos de vida y mentalidades. En este último punto Romero identifica una dimensión de la mentalidad más propiamente interpretativa que la distingue de otra proyectiva, en la que se dirime la tensión sobre la idea de futuro. Según el autor, no existía al momento de la redacción del texto una teoría de la estructura histórica que pudiera dar cuenta de su particularidad como “creación creada”, aunque lo que Romero sin duda quería significar con ello era que las teorías sociológicas o economicistas en boga no eran aún satisfactorias para explicar la particularidad de la vida histórica.
Esto nos lleva al último concepto de la trilogía propuesta por Romero, el de proceso histórico. Claramente aquí se articulan dos dimensiones: el proceso histórico está compuesto por la totalidad de la experiencia humana en el tiempo, es el conjunto de todos los actos y accidentes del sujeto histórico que se producen con su creación cultural, pero ellos se van fijando en la estructura histórica presente, de allí que ella pueda identificarse no sólo con lo vivido y que lo condiciona, sino con lo que se crea y se proyecta a partir de la acción del sujeto. Sin embargo, como el proceso histórico es de una indeterminada, confusa y fenomenal complejidad, y admite entre otras una discriminación analítica entre procesos particulares o universales condicionados por su tiempo y lugar, la tarea del análisis histórico sería la de otorgar un orden intelectivo a lo inconmensurable del pasado. Pero, ¿reconoce el autor factores que inciden más que otros en el proceso histórico? En este artículo de 1975, Romero habla de “la dialéctica fundamental de la vida histórica”. Dicho de otro modo: lo que impulsa la vida histórica para él es la relación entre la estructura real y la estructura ideológica, entre la realidad y la interpretación que se hace de ella. Esta interpretación concebida a veces como modelo de cambio de la realidad no incluiría sólo a lo que serían los posicionamientos más radicales sino también a los modelos de perpetuación, los que aplicados a una realidad dada también implicarían un cambio. Se trata, pues, del reconocimiento de la inevitabilidad del fluir histórico y también de la identificación de la novedad aún en los proyectos que fundarían sus raíces en la permanencia del statu quo, en la búsqueda de diferenciación cultural respecto de una tradición, o en la invención misma y rupturista de ese pasado. Elementos que Romero expone con maestría narrativa en su artículo “El despertar de la conciencia histórica” (1945), cuando se refiere a las disímiles operaciones que sobre el pasado realizaron griegos y romanos de la antigüedad en sus momentos de crisis identitaria. Los primeros, más atentos a abolir los componentes culturales que los acercaban en demasía a sus vínculos orientales; los segundos, en rastrear en una tradición que poco le pertenecía –la de los griegos- los rudimentos de un curso imperial que se presentaba como destino.
Así todo, como se ha señalado en innumerables trabajos sobre la producción historiográfica de Romero, su modo de practicar esta dialéctica colocó su interés la mayoría de las veces en las dimensiones culturales de la experiencia histórica, y sobre todo, en esa predilección que el autor tenía por identificar los momentos en que un proceso amplio entra en crisis y comienza a nacer otro que todavía no cristaliza o que se vislumbra como un preludio de futuro, y cómo ello se manifestaba en los cambios de las mentalidades.
La reflexión sobre la vida histórica de Romero se puede entender mejor aún si se considera el texto que escribió en 1975 sobre el historiador y el pasado, porque más allá de lo que podría indicar su título, en él reflexiona nuevamente acerca de la conciencia histórica y sobre todo de cómo sólo una pregunta sobre la verdad del pasado puede dar respuestas acerca del futuro. Profundiza aquí su teoría sobre la vida histórica, retoma algunos elementos de sus textos iniciales, pero enfatiza en la dimensión creativa del sujeto histórico: los hombres se preguntan sobre la realidad y de la imagen que obtienen y de la ideología proyectiva resulta la dinámica del proceso histórico. En este sentido, la realidad “creada” será un producto de esas formas de pensamiento, de las ideas en acción, una noción que si bien se encontrará tempranamente en sus trabajos de investigación histórica, en esos mediados años ’70 cobra una dimensión más sugestiva.
¿Qué lugar le cabe a la conciencia histórica en este marco? Aunque Romero no explicite que el desarrollo de esa conciencia sea un componente exclusivo de los historiadores, considerará que a ellos les debe ser particularmente exigible, pues la pregunta sobre el futuro sólo puede ser respondida si se obtiene una clara concepción del pasado, que en Romero –como en Croce- es el verdadero componente de la experiencia humana: en primer lugar, porque los caracteres del futuro serán más o menos los mismos, y en segundo término, porque ellos constituirán “segmentos de una curva continua y homogénea”. No es que Romero desconozca el papel del azar en la historia, o que por el contrario atribuya todo el peso explicativo a la gravitación histórica de unas causas profundas inmanejables y arraigadas en el pasado.
Más bien advierte sobre la potencialidad que el pasado tendrá para responder sobre el futuro si la pregunta que se formula desde un presente particular se hace en términos de lo que es necesario, y no de lo contingente o de corto plazo.
Es en este sentido, que la conciencia histórica cumplirá una función de verdad y compromiso que la convertirá en el mejor de los casos en conciencia vigilante fundada en un saber de la investigación. Esta pareciera ser una solución que Romero encuentra en su madurez personal e intelectual, más allá de su participación política en el Partido Socialista; en la lucha antifascista del período de entreguerras, o en la gestión universitaria en tiempos tan convulsionados de la vida política del país. Y será también el resultado cívico de una reflexión epistemológica temprana sobre la particular actividad de historiador, sobre su vínculo con la academia, sobre su posición en la historia, pero sobre todo, sobre su relación con el pasado y con el futuro. De allí que no se pueda entender su obra sin la especulación que desde el origen pareciera haberlo motivado.
* CONICET. Universidad del Centro de la Pcia de Buenos Aires.
Bibliografía citada
Croce, Benedetto: La historia como hazaña de la libertad, primera edición, México, Fondo de Cultura Económica, 1942.
Huizinga, Johan; Sobre el estado actual de la ciencia histórica. Cuatro conferencias, Tucumán, Editorial Cervantes, 1935.
Romero, José Luis: “El concepto de vida histórica” (1975). En Pablo Macera (comp.), Historia, problema y problema. Homenaje a Jorge Basadre, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1978
Romero, José Luis: “Sobre los tipos historiográficos”, Logos, N° III, 1943.
Romero, José Luis: “El despertar de la conciencia histórica”, en La Nación , Buenos Aires, junio de 1945.
Romero, José Luis: “San Isidoro de Sevilla, su pensamiento históricopolítico y sus relaciones con la historia visigoda”, en Cuadernos de Historia de España, VIII, Buenos Aires, 1947.
Romero, José Luis: “Dante Alighieri y el análisis de la crisis medieval” (1950), en Revista de la Universidad de Colombia, Bogotá, nº 16, 1950.
Romero, José Luis: “El historiador y el pasado”, en Anuario del IEHS, nº 2, Tandil, 1987.
Romero, José Luis: “El hombre y el pasado”, en Clarín, 5 de diciembre de 1975-
Textos de José Luis Romero
– La formación histórica (1933)
– Sobre la previsión histórica (1939)
– Crisis y salvación de la ciencia histórica (1943)
– Las concepciones historiográficas y las crisis (1943)
– Bases para una morfología de los contactos de cultura (1944)
– La biografía como tipo historiográfico (1944)
– Reflexiones sobre la historia de la cultura (1953)
– Cuatro observaciones sobre el punto de vista histórico-cultural (1954)
– Humanismo y conocimiento del hombre (1961)
– Historia y ciencias del hombre: la especificidad del objeto (1964)