MORA PERPERE VIÑUALES
(Pontificia Universidad Católica Argentina)
En octubre de 1909, en el Ateneo de Madrid, José Ortega y Gasset pronunciaba la conferencia «Los problemas nacionales y la juventud». Allí, el entonces joven filósofo afirmaba: «Si por cualquier momento de la historia hacemos un corte hallaremos una generación de hombres ya hechos que parecen constituir la realidad histórica de aquel momento. Esos hombres tienen una manera peculiar de sentir lo divino, de comportarse en el trato humano, de resolver los problemas públicos, una manera genuina, en fin, de soñar, de anticipar el porvenir en la sutil especie del ideal»[1]. Con estas palabras, Ortega explicaba que cada generación era portadora de una sensibilidad propia desde la cual percibía el mundo y la vida. Sin embargo, si se quería conocer esa sensibilidad desde fuera -conocer «esa manera de pensar, de querer, de sentir», decía Ortega allí mismo-, había que investigar, antes que nada, de dónde venía. «Esto nos obliga a mantener despierta nuestra solidaridad con las fuerzas y hasta con los vicios del pasado», afirmaba entonces.
Tan solo unos meses antes de esta conferencia, en marzo de ese mismo año, nacía en Buenos Aires José Luis Romero. Así como Ortega lo hacía desde la filosofía, también Romero insistirá, desde la historia, en la importancia de alcanzar una auténtica «conciencia histórica». Señalará lo central que resulta comprender que el individuo forma parte de una «hora presente», con un determinado repertorio de ideas y preferencias y una ordenación de sus juicios de valor que condicionan, en definitiva, su concepción del mundo en torno. Con ello, hará hincapié también en la importancia de mantener «despierta nuestra solidaridad» -como afirmaba entonces Ortega- con aquella sensibilidad del pasado si se quiere alcanzar una auténtica comprensión de lo histórico.
Desde su juventud, Romero conoce la obra de Ortega y asiste, incluso, a algunas de sus conferencias en Buenos Aires. Es probable que una primera aproximación a su filosofía la reciba Romero de su hermano Francisco quien, además de haber leído las obras de Ortega, lo conocía personalmente y mantenía correspondencia con él. Sin embargo, más allá de que esto pueda haberle brindado un contacto inicial con su obra, lo cierto es que José Luis Romero se acerca desde joven a la actividad cultural de Buenos Aires en una época en la cual Ortega es una figura ya consagrada y reconocida[2]. Sin ir más lejos, en 1928, a lo largo de su segundo viaje a la Argentina, Ortega imparte una serie de conferencias en la Asociación Amigos del Arte, un espacio que, por entonces, ya es frecuentado por el joven Romero y en el cual tiene la oportunidad de escuchar a diversos intelectuales y académicos que visitaban al país. Al año siguiente, Romero participará de la fundación del primer cine club de Buenos Aires que funcionará en ese mismo espacio. Por todo esto, no llaman la atención las numerosas referencias explícitas que realiza Romero a la obra orteguiana.
El segundo viaje de Ortega a la Argentina al que nos referíamos hace un momento se da, precisamente, en una etapa de madurez del pensamiento orteguiano. En estos años, el filósofo presentará su concepción metafísica de la vida humana en el marco de su raciovitalismo. Allí confluirán y cobrarán un mayor sentido muchos de los conceptos e ideas que ya venía presentando desde años anteriores.
Ortega considerará que la vida del individuo está compuesta por dos elementos que se relacionan de manera dinámica e interdependiente. Por un lado, un «yo» o personaje íntimo que busca realizarse, y, por otro, una «circunstancia» en la cual este personaje podrá o no volverse efectivo. Por esta razón, la vida humana no puede pensarse nunca como algo estático sino como un proyecto que exige a cada instante su realización. En ese sentido, el filósofo afirmará en varias oportunidades que el hombre no tiene naturaleza sino historia. Muchos de estos elementos, que atraviesan toda su filosofía, constituyen sin duda puntos de encuentro entre su pensamiento y el de José Luis Romero. Para poder hacer referencia a ello, resulta necesario, en primer lugar, detenerse brevemente en los aspectos centrales de la concepción orteguiana de la vida humana.
La concepción orteguiana de la vida humana
Al hacer referencia a la vida humana, Ortega se diferencia de aquellos que reducen su explicación al ámbito de una disciplina particular -como pueden ser la biología, la química o la psicología-. Por el contrario, la vida es para él la realidad radical, el hecho que «envuelve y comprende todos los demás hechos, (…) aquello que es supuesto de todo lo demás»[3]. Todo aquello que pretenda existir para el individuo deberá presentarse de algún modo dentro de su vida; esto es, ser un ingrediente de ella o ser notificada de algún modo dentro de la misma.
Esta vida, considera Ortega, es en su raíz proyecto. Esto significa que, a diferencia, por ejemplo, de una piedra -cuya existencia implica siempre la realización de una esencia- la vida del hombre consiste en no ser nunca un ser acabado. Se trata, en cambio, de un programa íntegro e individual de existencia. Este programa es anterior al hombre y conforma su ser radical, el fondo insobornable de cada uno. La vida humana se presenta, entonces, como una tarea siempre inconclusa. El hombre es, en todo caso, «afán de ser»[4], explica el filósofo.
De este modo, queda claro que, para Ortega, la vida humana está compuesta por dos elementos que se relacionan de manera dinámica e interdependiente, tal como explicábamos hace un momento. Por un lado, un «yo» que reclama su ejecución, y, por otro, una «circunstancia» en la cual este último se encuentra inmerso y donde debe realizarse. Así, cobra sentido la famosa fórmula de Ortega: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo»[5]. El hombre debe ocuparse de su propio ser, y para esto debe, no sólo conocer, sino además asumir su circunstancia y ocuparse de aquello que lo envuelve.
Ahora bien, aquello que Ortega denomina «circunstancia» no debe ser comprendido simplemente como una porción del mundo físico que rodea al individuo. En palabras de Ortega: «¿Por qué pensar que me rodean sólo diez metros de espacio? ¿Y los que circundan estos diez metros? ¡Grave olvido, mísera torpeza, no hacerse cargo sino de unas pocas circunstancias, cuando en verdad nos rodea todo!»[6]. La circunstancia es, en rigor, aquel mundo vital en que se halla inmerso el individuo. Allí se encuentra, por un lado, con su cuerpo y su alma; por otro, con aquel mundo físico o paisaje que lo envuelve; pero, en gran medida, lo que el individuo halla es la cultura y el tiempo en que vive. En ellos se topa con usos vigentes, creencias, opiniones, modos de sentir, costumbres, valoraciones, que lo conducirán todos ellos a adoptar una determinada sensibilidad ante el mundo y la vida. Ninguno de estos elementos depende de que él los acepte, sino que ya se encuentran allí y se le imponen como realidades con las que, quiera o no, tiene que contar. Ortega se refiere a todo este sistema como «vida colectiva» y considera que constituye el factor más importante de la circunstancia.
Decíamos hace un momento que la vida humana es una tarea que se halla siempre inconclusa. El hombre es, entonces, aquel ser menesteroso, aquel ser indigente —tal como lo llama Ortega— cuyo ser consiste siempre en una permanente tarea. Ahora podemos agregar que esta situación de menesterosidad deja de manifiesto una de las ideas centrales de la filosofía orteguiana: el hecho de que el hombre es, ante todo, un ser histórico. Si, tal como afirma el filósofo, el ser del hombre es siempre «un movimiento, un ir a ser, un echar de menos algo y movilizarse en su busca, pura y frenético anhelo»[7], el individuo se encuentra, entonces, siendo permanentemente algo distinto de lo que era y, por lo tanto, sin tener nunca un «sí mismo» de manera definitiva. Por el contrario, irá conformando su trayectoria vital a partir de decidir a cada instante frente al repertorio de posibilidades que la circunstancia pone frente a él. Por esta razón, en palabras de Ortega, «el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene… historia»[8].
El hecho de que el hombre tenga «historia» permite comprender que aquel «proyecto vital» que lo constituye -y que, como tal, lo vuelca siempre hacia el porvenir- no lo conduce, sin embargo, a desligarse del presente y del pasado. Una decisión tomada sin tener en cuenta el pasado, o bien, dejando de lado la circunstancia actual, será una decisión mucho menos auténtica que aquella que se tome con la asistencia del resto de la vida[9]. En todo caso, pasado y futuro deben converger en el presente para darle a éste plenitud y volumen.
Todos estos elementos permiten comprender, a la vez, por qué a la hora de estudiar la vida de un individuo en particular Ortega le otorga un papel central a la biografía. Y es que ésta permite ser mucho más fiel al carácter de la vida humana. No se trata de narrar acontecimientos como una simple sucesión de hechos externos observables, sino de intentar conocer la vida del biografiado del modo más preciso posible. Por ello, a la hora de realizar una biografía se debe intentar conocer no sólo el «yo» del individuo -su propio proyecto de existencia- sino también, y de modo central, su circunstancia. Y, en ese sentido, explica Ortega, «para los efectos prácticos de una rigorosa biografía lo decisivo es, por tanto, el mundo social en que nacemos o en que vivimos»[10]. Además de tener en cuenta estos elementos, se debe realizar el intento de adoptar el punto de vista del biografiado (algo que, sin duda, resulta problemático). Por todo esto, afirma Ortega, la «razón histórica sería la auténtica metafísica»[11].
Como se mencionaba anteriormente, Ortega formula su concepción de la vida humana en el marco de su raciovitalismo en torno a los años ‘30, momento en que ya es ampliamente reconocido en el ámbito académico argentino. En ese sentido, no llama la atención que Romero conociera su pensamiento ni tampoco el hecho de que lo citara explícitamente en más de una ocasión. En efecto, la concepción orteguiana de la vida humana se ve reflejada en varias partes de su obra y resulta interesante detenerse en ello. Para poder señalarlo de un modo más preciso, nos centraremos de manera especial en los libros Sobre la biografía y la historia y La historia y la vida. Ambos fueron publicados en 1945 pero recogen textos de artículos y conferencias escritos en años anteriores.
José Luis Romero, la circunstancia y la historia
En 1933, Romero brinda la conferencia «La formación histórica», texto que años más tarde incluirá en el segundo de los libros antes mencionados[12]. El objetivo principal de esta conferencia es analizar el peligro que encuentra en el llamado realismo ingenuo y, a la vez, señalar cuáles son las notas de su tiempo que, ante aquella actitud, reclaman una posición consciente e histórica.
Romero explica allí que todo individuo, así como todo grupo social, se encuentra en cada época ante un conjunto de posibilidades de acción, a la vez que con un determinado repertorio de ideas, preferencias y valores que condicionan su concepción del mundo y de la vida. En tono afín al pensamiento orteguiano, Romero explica que estos elementos vienen determinados por el tiempo y la cultura en que se desarrolla esa vida y, en ese sentido, forman parte de un aspecto de la circunstancia que se comparte con otros. Podemos suponer que una vida que se desarrolle en Argentina en el siglo XX implicará un determinado conjunto de posibilidades y una singular sensibilidad para concebir el mundo que difícilmente coincida con una que se desarrolle en la España del siglo XIX, por ejemplo.
Como es natural, comprender esto último -que somos sólo un momento del devenir histórico- requiere esfuerzo. El problema, considera Romero, es que el hombre medio no suele realizarlo. Por el contrario, tiende a universalizar aquel repertorio de ideas, valores, preferencias como si existiera objetivamente y pierde de vista que cada uno de esos elementos no son más que los suyos y los de su tiempo. Cuando se posiciona de este modo, el individuo concibe el pasado y el futuro como una simple proyección de sí mismo. Se sitúa frente a ellos y los evalúa según su propio sistema de creencias y valores. De este modo, en lugar de conocer, adquiere una falsa conciencia histórica. Resulta oportuno recordar que, un año antes de esta conferencia, Ortega realiza una crítica en esta misma línea. En aquella ocasión, el filósofo español llama la atención sobre la tendencia que observa a abandonar el propio punto de vista y a pretender, en cambio, que los juicios propios sean válidos para todo tiempo y lugar. Este tipo de actitud, afirma entonces, puede considerarse mortal en la medida en que supone no hallarse en circunstancia alguna, situación que muy bien define la muerte[13].
Cuando, por el contrario -explica Romero-, el individuo comprende que su vida con todos sus elementos no son más que un momento del devenir histórico, logra entonces volcarse hacia el pasado y el futuro para descubrir, en cada momento, su propio sistema de ideas. En palabras del historiador, cuando el individuo se posiciona de este modo puede ver «que cada tiempo tenía un repertorio de ideas, de creencias, de esperanzas, de preferencias y de odios», que constituyen «la personalidad singular del alma colectiva en ese momento»[14]. Romero refiere estas últimas palabras al filósofo español Manuel García Morente[15], algo que no resulta secundario si se tiene presente que éste mantuvo una gran amistad con Ortega y que adhirió explícitamente a su raciovitalismo. En definitiva, la referencia a Morente alude a la concepción orteguiana de la vida humana.
La urgencia, consideraba Romero, era la de formar individuos colectivamente responsables que emprendieran este tipo de conocimiento y, con ello, adquirieran una firme conciencia histórica. Ello no sólo daría solidez al camino ya recorrido, sino que, a la vez, señalaría de un modo mucho más claro el camino por hacer[16]. En ese sentido, la lucha de Romero es contra el determinismo histórico. Este determinismo no sólo quita comprensión al pasado, sino que conduce a pensar que existe un destino, tanto individual como colectivo, que se cumplirá sea cual sea el esfuerzo que se realice. Y si bien el destino existe -en tanto “proyecto vital” en sentido orteguiano-, lo cierto es que, por ello mismo, éste puede cumplirse o malograrse.
En este punto, Romero cita directamente a Ortega y señala, una vez más, la importancia de que el conocimiento del pasado no sea un saber inerte. No es el «saber histórico» lo que importa, sino la «conciencia histórica». Cuando se comprende esto, se entiende que aquel pasado es experiencia viva que condiciona cada instante de nuestra vida presente y que el futuro sólo es posible como proyección existencial de él. Romero se sirve aquí de la afirmación orteguiana según la cual la historia sólo es una labor científica en la medida en que es posible la profecía[17]. En ese sentido, afirma Romero, «yo llamaría con más justicia historiadores a muchos filósofos, novelistas, hombres de ciencia, políticos, que no a los que lo son de profesión». El historiador del siglo XIX y primera parte del siglo XX, en su afán por estudiar la historia como recolección objetiva de datos, ha convertido lo histórico en algo similar a un producto de la naturaleza. Lo histórico parece, así, un conjunto de evoluciones más que la comprensión de un pasado vivo y latente que se proyecta hacia un porvenir[18].
Años más tarde, Romero insistirá en esto mismo y afirmará que la búsqueda de comprensión del pasado no surge de una pura curiosidad intelectual, sino de un intento por comprender al individuo como ser histórico[19]. Así, dirá entonces, la vocación del historiador auténtico no reside en la mera recolección de datos certeros sobre el pasado sino en el afán de comprensión profunda de una realidad que le concierne como individuo y como miembro de una comunidad.
En este sentido, en evidente afinidad con el pensamiento orteguiano, Romero explica allí mismo que el modo de comprender la llama que anima el conocimiento del pasado es, precisamente, comprender en qué circunstancia se produce[20]. La conciencia histórica surge en el momento en que la circunstancia presente amenaza alterar las formas vernáculas de existencia. En ese instante, afirma Romero, el espíritu se ve en la necesidad de adoptar una actitud frente a la realidad circundante que sea coherente con el sentido de su vida. «Mientras el monótono devenir no suscita en el seno de una comunidad el problema de su destino, nada mueve al espíritu a elevarse sobre el presente para diseñar una ruta que comprometa su conducta»[21], explica. Esto deja de manifiesto que si bien son las circunstancias del presente las que hacen surgir la conciencia histórica, ello se produce cuando inciden interrogantes sobre el porvenir. Así como explicaba Ortega, el individuo «no tiene naturaleza, sino que tiene…historia», y en ella confluyen pasado, presente y futuro a la vez.
Todo esto conduce a señalar la importancia que, también en consonancia con el raciovitalismo orteguiano, le asigna Romero a la biografía como tipo historiográfico, algo que puede verse claramente en su propia obra como historiador[22]. Para explicar esto, distingue tres tipos historiográficos[23]. El primero es aquel que busca relatar el devenir histórico de una comunidad particular (como pueden ser, por ejemplo, los helenos o los franceses). El segundo se enfoca, en cambio, en la humanidad como totalidad (puede pensarse, en esta línea, en la Historia de Polibio). El tercer tipo, por su parte, se centra especialmente en el individuo como sujeto del devenir histórico y se manifiesta, precisamente, en la biografía. Los dos primeros tienen la tendencia, aclara Romero, de referir el desarrollo histórico a determinados valores que tienen vigencia en el seno del grupo, sea éste una comunidad o la humanidad misma. Frente a estas posibilidades, la biografía tradicional se ha centrado especialmente en el individuo y esto se ha realizado en dos sentidos. Una tendencia de los biógrafos ha sido la de concebir al individuo como representativo de los ideales colectivos y la de comprenderlo, así, siempre inserto en el devenir histórico de la comunidad. Este tipo biográfico, considera, se acerca a las formas más impersonales del relato histórico. Una segunda tendencia se ha centrado, en cambio, en el individuo y en su microcosmos individual para, así, desde sus propios valores, intentar comprender su existencia singular. Una sabia combinación entre estos dos tipos biográficos, explica Romero, ha dado lugar a la biografía como tipo historiográfico definido.
La elección de un tipo u otro de biografía puede deberse, en algunos casos, al personaje biografiado (algunos invitarán a ahondar en su microcosmos individual mientras que otros conducirán naturalmente la atención al entorno en el cual se desarrolla su vida). Sin embargo, Romero considera que el factor más decisivo a la hora de elegir uno u otro tipo biográfico será la circunstancia propia del biógrafo, sus preferencias estimativas y la de su propio contorno. En efecto, Romero explica que en ese momento se ha dado un giro hacia una biografía individualista porque «se han dado ahora las circunstancias que señalábamos como propicias para ese giro (…): la disgregación de la comunidad y las influencias filosóficas favorables al interés por la persona»[24].
Estas dos formas de biografía ponen en evidencia, una vez más, que el individuo no es nunca un ser aislado, sino que está siempre inmerso en una comunidad con determinados ideales colectivos y sujeto al devenir histórico. Por ello, y antes de terminar, resulta necesario señalar al menos brevemente el papel que cumple la educación a la hora de pensar el vínculo entre ellos -individuo y comunidad-.
La educación, explica Romero, no es una labor que se ejerce sobre un individuo aislado. Es, en todo caso, el establecimiento de un vínculo o de una relación humana entre el educando y el grupo del cual forma parte y en el cual se da su existencia. Esta comunidad a la cual se dirige la conciencia del educando se puede entender en dos sentidos: como humanidad -en sentido amplio y total-, o como comunidad particular -condicionada ésta históricamente-. En el primer sentido, la comunidad concebida como humanidad sólo está presente en el educando, de modo indirecto, a través de una comunidad histórica en la que es peculiar su tendencia totalitaria de la cultura. En el segundo sentido, en cambio, la comunidad se expresa por una singular cosmovisión que conduce al educando a reconocerse como parte de ella. Al hacer referencia a aquella cosmovisión, y en evidente tono orteguiano, explica Romero en esta larga cita:
«Una cosmovisión, una concepción del mundo, una concepción de la vida, es un panorama constituido por un sistema de valores, de reacciones ante las cosas, de aspiraciones y voliciones, por un conjunto más o menos orgánico de explicaciones con respecto al mundo circundante. Este panorama constituye el clima cultural de cuya latencia surgen las interpretaciones sistemáticas de la realidad, las valoraciones y las normas. Dentro de él, no sólo la realidad, sino la vida misma busca una interpretación, dibuja un plan, esboza una trayectoria. Y de esta concepción de la vida y del mundo surge un plan ideal de vida, colectivo e individual a un tiempo, corregido permanentemente en sus proyecciones pero sensiblemente uniforme en cuanto a sus caracteres profundos»[25].
Por medio de la educación, entonces, se debe vincular al individuo a aquella «vida colectiva» de la que hablaba Ortega para que, a partir de allí, logre trazar su individual trayectoria de vida.
Tanto Ortega como Romero nos recuerdan que la vida, en tanto proyecto de existencia – individual o social- no existe nunca separada de la circunstancia. En ese sentido, en palabras del historiador, «no somos -nosotros y nuestras ideas- sino una hora del camino del mundo»[26], una afirmación que bien podría enmarcarse en la obra orteguiana. Ambos acordarían en que no es posible la comprensión de la vida humana si se busca simplemente un análisis objetivo de datos históricos, tal como haría el investigador puro o el erudito. Lo que debe buscarse, en cambio, es el alcance de una firme conciencia histórica. En ese sentido, afirma Ortega, «la vida humana es permanente metamorfosis. (…) No hay “conciencia histórica” mientras no se ve cada forma en esa su perspectiva temporal, en su sitio del tiempo histórico, emergiendo de otra anterior, emanando a otra posterior»[27]. Por esta razón, nos explica Romero, sólo por medio de una auténtica conciencia histórica, que sitúa al ser humano en una circunstancia determinada y sujeto al devenir, el individuo «deja de sentirse abandonado, a oscuras, y su vacilación encuentra referencias claras y firmes; su papel en el mundo adquiere consistencia y sentido, y una voz secreta parece decirle que su obra se engarza en la obra universal»[28].
[1] Ortega y Gasset, José. «Los problemas nacionales y la juventud», en Obras Completas, Fundación José Ortega y Gasset/Taurus, 2004-2010, T. VII, p. 124. En adelante, las obras de Ortega se citarán siempre por esta edición, señalando a pie de página el nombre de la obra y año de publicación de la misma, y agregando el número de tomo en romanos y de página en arábigos.
[2] En este sentido, dirá Tzvi Medin: «En Argentina se hablaba y se escribía como Ortega, y las ideas y los nuevos conceptos y términos acuñados por el maestro español eran patrimonio general de las nuevas generaciones.» (Medin, Tzvi. «Ortega y Gasset en la Argentina: la tercera es la vencida», en Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, N°2, 1991, p. 26.
[3] El hombre y su circunstancia (1931), VIII, 501.
[4] En torno a Galileo (1933, curso), VI, 387.
[5] Meditaciones del Quijote (1914), I, 757.
[6] «Vejamen del orador» (1911),II, 140.
[7] Principios de Metafísica según la razón vital. [Lecciones del curso 1933-1934], IX, 94.
[8] Historia como sistema (1941), VI, p. 73. La fecha hace referencia a la publicación de la versión española del libro. Sin embargo, el texto tiene su origen en una serie de artículos que Ortega publicó en La Nación entre 1934 y 1935. El filósofo repetirá esta idea a lo largo de sus obras.
[9] En efecto, en este punto radicará una de las críticas fundamentales de Ortega al hombre masa, un aspecto central de su pensamiento con el que José Luis Romero acordará. El problema del hombre masa es, precisamente, que vive en el puro presente. Este hombre no se toma el trabajo de conocer el pasado que lo ha llevado hasta allí ni realiza el esfuerzo de conocer su propio proyecto de modo de lanzarse hacia el porvenir. Vive, en cambio, en la pura espontaneidad.
[10] «Juan Luis Vives y su mundo» (1940), IX, 445.
[11] El hombre y la gente [curso de 1939-1940], IX, p. 361.
[12] Romero, José Luis. La formación histórica. Instituto Social de la Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 1933. [Versión modificada: Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1936. Incluido en La historia y la vida. 1945.]
[13] «El estatuto catalán» (1932), V, 70
[14] Romero, José Luis. La formación histórica. Ob.cit.
[15] Esta afirmación de García Morente puede encontrarse en su «Ensayo sobre el progreso», de 1932. Allí, en consonancia con Ortega y Romero, afirma el filósofo jienense: «En cada época de la historia existe un repertorio de ideas, de creencias, de esperanzas, de preferencias y de odios que, generales a todos los contemporáneos, forman, por decirlo así, la personalidad singular del alma colectiva en dicho momento». [García Morente, Manuel. «Ensayo sobre el progreso», en Obras Completas, Vol. 1, Tomo I, Fundación Caja Madrid/Anthropos, Madrid, 1996, p. 291].
[16] En sus conversaciones con Félix Luna, afirma Romero al respecto: «La vida histórica es una dialéctica entre pasado y presente, o si se prefiere, entre la creación ya creada y la creación que se está creando». [Luna, Félix. Conversaciones con José Luis Romero. Sobre una Argentina con historia, política y democracia. Buenos Aires, Timerman Editores, 1976].
[17] El tema de nuestro tiempo (1923), III, 568.
[18] En la mencionada conferencia «Los problemas nacionales y la juventud», y a continuación de las palabras ya citadas, afirmaba Ortega en esta misma línea: «La realidad histórica, señores, no es el montón de hechos: la muerte de César aislada, en sí misma, es un hecho biológico, un problema que sólo puede interesar a la medicina legal. Lo histórico en la muerte de César es su sentido, su valor». [«Los problemas nacionales y la juventud», VII, 124].
[19] Romero, José Luis. «El despertar de la conciencia histórica». La Nación, Buenos Aires, junio de 1945 [incluido en Sobre la biografía y la historia, 1945].
[20] En las ya citadas conversaciones con Félix Luna, al hacer referencia a la labor del historiador, llamaba la atención Romero sobre «la influencia deleznable que puede ejercer sobre él esta necesidad científica de explicárselo todo. Uno tiene que explicarse todo lo que pasó en relación con las circunstancias, en relación con el proceso». [Luna, Félix. Ob.cit.].
[21] Romero, José Luis. «El despertar de la conciencia histórica». Ob.cit.
[22] Una aproximación al modo en el cual Romero consideró la biografía como tipo historiográfico puede encontrarse en este mismo sitio en: Bragoni, Beatriz. Biografía e historia en la agenda intelectual de José Luis Romero. Biografía e historia en la agenda intelectual de José Luis Romero – José Luis Romero
[23] Romero, José Luis. «La biografía como tipo historiográfico», en Humanidades, tomo 29, La Plata, 1944. [Incluido en Sobre la biografía y la historia. 1945.]
[24] Romero, José Luis. «La biografía como tipo historiográfico». Ob. cit.
[25] Romero, José Luis. «Ideas para una historia de la educación». En Revista de Pedagogía, N°1, Buenos Aires, agosto de 1937. [Incluido en La historia y la vida. 1945].
[26] Romero, José Luis. La formación histórica. Ob.cit.
[27] «Guillermo Dilthey y la idea de la vida» (1933-34), VI, 235.
[28] Romero, José Luis. La formación histórica. Ob.cit.