José Luis Romero en la guerra fría. Los editoriales de política internacional en el diario La Nación entre 1954 y 1955

JULIO MELÓN PIRRO

Entre marzo de 1954 y junio de 1955 José Luis Romero publicó, en La Nación, numerosas notas editoriales sobre política internacional. Las notas no eran firmadas, y por su carácter editorial -su lugar era la segunda página – expresaban -al igual que hoy- la opinión del diario, un dato importante para entender el encuadre y los límites de su tarea. No se trató de su primera participación en dicho medio, ya que entre 1944 y 1950 había colaborado con densos ensayos culturales e historiográficos, pero sí de la más regular y homogénea en cuanto a una temática que lo obligó, en buena medida, a cambiar de oficio.

En 1953 había finalizado la guerra de Corea, un conflicto que, comenzado tres años antes, involucrara a las grandes potencias. La decisiva participación de China, gobernada por los comunistas desde 1949, frenó la contraofensiva de las tropas norteamericanas y consolidó alrededor del paralelo 38 una frontera perdurable. La muerte de Stalin abrió dudas permanentes sobre la sucesión en la Unión Soviética y la asunción de Dwight Eisenhower como presidente de Estados Unidos no tranquilizó a quienes recordaban que otro general de la Segunda Guerra Mundial, Douglas MacArthur, había sido destituido en plena guerra, nada menos que por solicitar la utilización de bombas atómicas. El miedo a la expansión comunista se generalizó luego de que Francia fuera derrotada en la guerra que libró en Indochina entre 1946 y 1954, de modo que tanto la conflictividad del sudeste asiático como la rigidez de la “Cortina de hierro” que separaba de Occidente a una sovietizada Europa Oriental, inducían a inscribir cualquier acontecimiento en el prólogo de una posible y temida tercera guerra mundial.

En relación a dichas circunstancias Romero escribió setenta y tres textos, sin firma, que La Nación asumía como la opinión del diario. Ellos muestran a un atento observador de acontecimientos de un tiempo que, a casi una década de finalizada la última contienda mundial, expresaba los inestables equilibrios de la madura posguerra. Ese tiempo implica el amanecer de nuevos conflictos en Asia, la omnipresencia norteamericana y las fuertes diplomacias de los aun débiles estados europeos, y en él interesa tanto vislumbrar lo que ocurre detrás de la cortina de hierro como señalar la emergencia de núcleos de poder en la periferia. Desde la primera nota sobre “La crisis del sistema colonial” hasta una de las últimas, sobre “Expectación en el Cercano Oriente”, como intérprete de una variedad de acontecimientos mundiales y frecuencia más o menos semanal, desarrolla la opinión del diario sobre el devenir de las relaciones internacionales. Por eso decimos que su mundo es el de la guerra fría.

Algunas de las notas están precisamente dedicadas al equilibrio del terror dado por la existencia de armas atómicas que “comprometen el destino y quizá la existencia de la civilización”. En el comienzo de la serie, el laborismo inglés ha presionado a Winston Churchill para que lleve a la mesa de los lideres norteamericano y soviético el compromiso de prohibir su uso a escala universal; el presidente estadounidense y el primer ministro británico han tratado de llevar calma a una población necesariamente mal informada dada la distancia conceptual e informativa respecto de las posibilidades de una destrucción masiva [1]. El deseo de la humanidad de que no se repita “el pavoroso espectáculo de Hiroshima y Nagasaki”, no obstante, se licua sin complejos en escepticismo cuando evalúa la posibilidad de que Eisenhower y el Kremlin tengan la chance, si no la voluntad, de “actuar de buena fe” [2].

Realismo e idealismo suelen confluir, pues, en una constante analítica que descansa en una formación académica sólida, pero se nutre de la información periodística de cada día. Poco después de la citada se suceden dos notas, una de ellas francamente pesimista, seguida por otra que especula sobre las posibilidades de conciliación en una de las más importantes conferencias internacionales en la materia. Después de seis semanas de negociaciones las posibilidades de una solución pacífica de los conflictos en Asia resultan -presupone- más que remotas, y no por meras razones de coyuntura. Es que las dificultades que los dos bloques de poder mundial manifiestan para entenderse derivan, incluso, de su diferente naturaleza: aunque el autor no siempre se haga eco de la perspectiva occidental que magnifica la agresividad soviética -casi una sofisticación analítica para la época- concluye que el carácter centralista del régimen comunista y la disciplina impuesta a todo aliado cuentan con ventajas sobre las democracias, cuya debilidad deviene precisamente de una naturaleza opuesta, capaz inclusive de expresar disidencias parciales entre aliados, como suele ocurrir entre Londres y Washington. “El bloque comunista parece haberse apoderado de la iniciativa y amenaza inmovilizar al bloque democrático”, concluye a la hora de esperar algún movimiento de Occidente [3]. Apenas una semana después, refiriéndose siempre a los conflictos asiáticos volcados todos en el molde de la guerra fría, advierte que “la diplomacia da sorpresas” y ve luces al final del túnel: Londres trata de obtener la designación de un embajador de China comunista, y esta última potencia corresponde con inesperados gestos de distensión [4].

Realismo e idealismo, o quizá mejor dicho, pesimismo y optimismo, no solo involucran a la periferia, sino al centro, y la pluma suele correr al ritmo de las novedades. Si el 18 de julio 1955 el acento ante “La Conferencia de los cuatro grandes” que se reunirían en Ginebra, sus resultados eran comentados, pocos días después en el poco menos que eufórico tono que anunciaba una nueva era en la “liquidación de la situación de postguerra” [5].

Occidente tiene distintas responsabilidades frente al mundo. Estados Unidos sabe que debe cargar con el peso económico, político y militar mientras que Gran Bretaña -se entiende- puede hacer aportes en afinidad con su tradición diplomática, pero sin el peso de la otrora reina de los mares. Las palmas del pragmatismo diplomático se las lleva, precisamente la isla, que se apresura a reconocer a China comunista [6], y luego particularmente Churchill, a quien atribuye la decisión de abandonar la base de Suez, invalorable muestra de inteligencia y moderación en el contexto de la crisis de Indochina y de la expansión del comunismo en Asia [7]. La flexibilidad y sabiduría británicas se distinguen, por lo demás, claramente de la política exterior norteamericana [8]. El papel de superpotencia impone a Estados Unidos responsabilidades distintas, ya se trate del conflictivo escenario asiático donde deberá involucrarse cada vez más [9] como en el siempre tenso teatro europeo en el que más allá del pragmatismo británico o de las prevenciones francesas, por momentos parece que los norteamericanos solo confiaran en “poner delante de la Unión Soviética una fuerza tal que la obligue a retirarse” [10].

Las diferenciaciones occidentales no acaban allí, ya que están muy presentes en la Europa de posguerra, un continente que, de todos modos, confluye en una unidad que –diría seguramente Romero- constituirá una de las sorpresas, o de los éxitos, de este tiempo. Aunque la idea de Europa esté en crisis, es precisamente el temor a un “Munich” compartido -si se nos permite la licencia- y la necesidad o conveniencia económica, lo que sostiene la posibilidad de acuerdos capaces de generar, incluso, instituciones supranacionales. Los contrastes entre Pierre Mendès France y Konrad Adenauer se minimizan en el análisis frente a realidades estratégicas y económicas en las que Francia y Alemania -se avizora- no podrán sino coincidir. Además, siempre puede aparecer en auxilio la leyenda de Arnold Toynbee sugiriéndole a Churchill, en fecha tan difícil como 1940, nada menos que la unión con Francia [11] .

Con semejantes argumentos y antecedentes históricos, y por más que las fuerzas de extrema izquierda y el nacionalismo se opusieran en agosto de 1954 al pacto de defensa con Alemania, contrasta el contenido pesimista de varias notas sucesivas, y la sospecha de que más temprano que tarde se impondrán en el “mundo libre” las necesidades de la integración o de un pacto anticomunista [12].

Pronto se celebrarán los éxitos de tales profecías. Un “hecho histórico”, tal el título de la nota editorial, es comentado el 3 de octubre de 1954. En momentos en que la reunión de nueve potencias occidentales en Londres amenazaba naufragar, Gran Bretaña sale de su posición insular al asegurar que mantendrá su fuerza militar en Alemania, con lo que, de un golpe, avienta las desconfianzas francesas y alivia el hartazgo norteamericano ante la falta de un acuerdo que reconociera la importancia y la necesidad de Alemania y el carácter estratégico de la lucha contra el comunismo. El historiador, que compara la anterior negativa francesa a votar el tratado con el fracaso que tuvieran Gustav Stresemann y la República de Weimar, celebra entonces lo que acaba de acontecer en la “nebulosa isla” [13]. Dos días después el Acta de Londres corona estos movimientos con la incorporación de la República Federal de Alemania a la organización occidental mediante el otorgamiento de la soberanía y la autorización para el rearme, cerrando una década de ocupación militar [14]. Ni la humillación de Versalles para Alemania, ni la venganza francesa, ni el desentendimiento norteamericano ni la moderación británica –parece querer decirnos el historiador- sirvieron en el período de entreguerras y las diplomacias entienden hoy –dice más directamente el analista- que deben hacer todo lo contrario. Lo que entonces vio como “un hecho histórico de quiebre cuyo resultado es incierto”, se confirmaría en sus previsiones más optimistas tres semanas después, luego de que las reuniones de París permitieran hablar del “advenimiento de la Unión Europea” [15].

Europa Oriental es un lugar que aparece, a la vez, anquilosado y dinámico. Las inercias del estatalismo definen lo primero, y la especulación sobre los movimientos en el Partido Comunista de la Unión Soviética lo segundo. En cualquier caso, Europa y Occidente podrán recibir de ahora en más las propuestas soviéticas desde una actitud de mayor fortaleza y aun tener en cuenta las propias percepciones del contendor, en las cuales suele resultar difícil discernir las necesidades defensivas de las ofensivas [16]. Este mundo de algún modo estático no es disfuncional al mantenimiento de alguna estabilidad basada en acuerdos de largo alcance, razón de más para permanecer atentos a su dinámica interna [17] y a la evolución de su política internacional. En otras notas, como la del 27 de mayo de 1955, “En torno a la conferencia de los cuatro”, aparece la idea de que Occidente está reaccionando y se cita a Pravda a la defensiva, y el 5 de junio de 1955 formula directamente el interrogante: “¿Cambios en la política soviética?”, reconociendo mayor ductilidad teórica y práctica que la evidenciada en los diez años que siguieron al fin de la Guerra Mundial.

Si la bipolaridad es una realidad ratificada cada día en los hechos y el “Mundo libre” infinitamente preferible al de la “Cortina de hierro”, el Tercer mundo constituye un escenario en el que la historia corre menos prisionera de coordenadas que, en los centros del poder mundial, aparecen mucho más delineadas. Este es el tono de las múltiples editoriales directa o indirectamente relacionadas con conflictos del sudeste asiático, región en la que surgen actores de consideración. En abril de 1955 se anuncia la Conferencia de Bandung, a la que los países de Asia y África concurrirán alineados en cercanía de la China comunista o amalgamados por sus vínculos con Occidente, pero en otros casos seducidos por la vocación de neutralidad de Nehru [18]. Una de las últimas notas de la serie refiere precisamente a los esfuerzos de la India por facilitar el entendimiento de los bloques [19].

En estas notas el historiador suele aparecer de soslayo y prevalece una dimensión fáctica asociada al presente. De ahí, quizá, el uso de la profecía, habitualmente esquivado por los historiadores profesionales pero que siempre es una posibilidad en el ejercicio de la prospectiva basada en presunciones fundadas. El profesional de la historia supera, así, al analista de la situación internacional en dos tipos de circunstancias. Como reconstructor de antecedentes, allí donde resulta imprescindible: así ocurre en la explicación del acuerdo que puso fin al conflicto entre Italia y Yugoslavia sobre Trieste [20]. Como proveedor de sentido, cuando parece necesario: el décimo aniversario de la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial tiene un título desde entonces frecuente en los programas de historia contemporánea: “La consolidación de los bloques” [21].

Hay, pues, otros puntos de contacto entre el observador de la coyuntura internacional, que es el que nos sorprende, y el ensayista fino que hemos leído en sus libros y notas extensas, aunque estas editoriales parecen esmerarse en disimularlos. El proveerse semanalmente de una información periodística meticulosamente reunida lleva a imaginar una elaboración y producción textual diferentes de aquella otra, en teoría más reposada y menos expuesta, de nuestra disciplina.

Aunque la índole del trabajo y la inmediatez relativa de los temas suelan divorciarlos, el comentarista de los acontecimientos internacionales no deja de parecerse al historiador de los grandes ensayos en otro punto esencial, un “sentido de la historia” del que todos sus textos – se lo detecte o se lo adivine- participan. La ilusión de la paz que aparece espasmódicamente en determinadas coyunturas, y su enunciación equilibra, con creces, los temores apocalípticos. Esa ilusión es un sucedáneo remoto de una fe en el progreso que caracteriza toda su obra. Ese optimismo histórico había sido planteado con toda su fuerza en El ciclo de la revolución contemporánea, de 1948, “el más marxista” de sus libros, según se ha dicho, aunque no por eso no fuera menos liberal, sino todo lo contrario. El sentido de la historia que puede adivinarse en las notas que aquí comentamos no es tampoco, sin embargo, aquel que deviene de la confrontación entre “conciencia burguesa” y “conciencia revolucionaria” que, a cien años de la revolución parisina de 1848 y de la publicación del Manifiesto Comunista (y a noventa y ocho del análisis de La lucha de clases en Francia hecho por Karl Marx) animara tan sugestivo y recordado texto.

No es el mismo, entre otras cosas porque los tiempos son ahora más breves y los acontecimientos, por definición de trabajo, inmediatos. Además, como se torna evidente para cualquier docente que intente preparar un programa de estudios de historia contemporánea, lo que para el siglo XIX puede relatarse aun como una historia social encarnada en clases, se diluye sensiblemente en el siguiente, donde los protagónicos corresponden, no solo a efectos didácticos, a las guerras mundiales y a una rivalidad entre “capitalismo” y “socialismo” que ya no es una disputa entre dos utopías de la modernidad sino, muy frecuentemente, una confrontación entre potencias.

Hasta donde puede leerse en estos textos, para volver a las editoriales del autor, el socialismo real, la forma política que expresa a una parte del mundo en pugna con la otra, no parece en realidad un camino sino en rigor un contraste con la libertad que reina en otros lugares, que es donde puede esperarse la continuidad de aquel ciclo de progreso democrático y social. El optimismo es, entonces, el de la paz que -volvemos a adivinar- moderará quizá a la Unión Soviética y habilitará un camino de reformas que el “Mundo libre”, bien mirado, ha encarado de modo cada vez más firme desde el fin de la última guerra con la implementación de las administraciones del bienestar. Ese camino parece inspirar a todas las naciones de Europa, donde la socialdemocracia alemana y el laborismo inglés –pero también Konrad Adenauer y Winston Churchill- pueden llevarse notas muy altas, calificando un progreso que, gracias a la conciencia histórica, quizá no sea nuevamente interrumpido, como ocurriera en 1914 y 1939.

Más acá de lo que interpretamos, en 1954 y 1955 Romero ve cómo se consolidan los bloques, pero también, entre la guerra de Corea, y la de Indochina-Vietnam, como se juegan cotidianamente las múltiples opciones de una paz necesaria para la posibilidad del progreso, pero de modo más urgente para la de una “civilización” que, por primera vez en la historia, se encuentra amenazada por el peligro de una destrucción masiva.

José Luis Romero comenzó su trabajo de editorialista a nueve meses de celebrado el armisticio de Corea y cuando lo concluyó acababa de firmarse el Pacto de Varsovia, que oponía la voluntad militar de ocho países comunistas al occidente europeo. Tiempos, pues, de equilibrio del terror, o, mejor dicho, de consolidación de la forma típica de enfrentamiento de “capitalismo” y “socialismo” en el breve siglo XX. El día en que publicó la primera de estas notas Estados Unidos hizo un ensayo con una bomba atómica de 43 kilotones y en la Argentina se impuso por amplio margen Alberto Teisaire, el candidato peronista a vicepresidente. Al aparecer la última, las potencias seguían perfeccionando sus arsenales nucleares en un proceso que, como sabemos, apenas se moderaría solo mucho después, las fronteras eran aún más rígidas y el riesgo bélico apenas menos inminente. Lejos de semejantes opciones, pero no de la barbarie, el país del historiador había entrado en una vorágine de enfrentamientos sin retorno. Pronto se producirían la masacre de Plaza de Mayo –originada en un bombardeo de la aviación naval-, la muerte a manos de la policía del médico comunista Juan Ingallinella y, luego del fracaso de la estrategia de pacificación, el enfrentamiento final y el golpe de estado. De hecho, parece que este trabajo en el que el historiador y el ensayista devienen, al revés que Irazusta, en “analista internacional a la fuerza” fue precisamente eso, un trabajo, aunque ni forzadamente podría vincularse el contenido de las notas con un ánimo personal influenciado por los acontecimientos del país

Invitamos, pues, a la lectura de aquellas notas que hoy se recuperan, escritas con una urgencia que venía del periodismo y en ejercicio parcial de una profesión que, como siempre, estaba condicionada por las posibilidades de su tiempo. En setiembre de 2016, mientras avanzábamos en su lectura, Corea del Norte detonaba 10 kilotones – un cuarto del ensayo norteamericano de 1954- y el mundo se alarmaba, quizá porque ya no es el mismo y como le gustaría a Romero, desde este punto de vista hay progreso.

Notas

1 Perspectivas desde una encrucijada 8/4/54

2 Id.

3 “La Hora de la decisión”, 11 de junio de 1954

4 “¿Perspectivas de conciliación en Ginebra?”, 19 de junio de 1954.

5 “La Conferencia de los cuatro grandes”, 18 de julio 1955; “Una victoria sobre el escepticismo”, 26 de julio 1955.

6 “Dos entrevistas”, 30 de junio de 1954.

7 “Gran Bretaña y el canal de Suez”. 1 de agosto de 1954. Pocos meses después, luego de que Churchill se retirara de la jefatura de gobierno a los ochenta años, Romero analizó los espacios y “La nueva situación política inglesa”, 11 de abril de 1955.

8 “La embajada laborista que va a Pekín”. 10 de agosto de 1954.

9 “Responsabilidades frente a Asia “, 18 de abril de 1954.

10 “El frente diplomático”, 22 de enero de 1955.

11 “Crisis de la idea de Europa”, 8 de julio de 1954.

12 “Francia y el tratado de París”, 21 agosto 1954; “Después de la Conferencia de Bruselas”, 24 de agosto 1954; “Después de la decisión francesa”, 2 de setiembre 1954; “Ante la IX Asamblea de la UN”, 21 de setiembre de 1954.

13 “Un acto histórico”, 3 de octubre de 1954.

14 “El acta de Londres”, 5 de octubre de 1954.

15 26 de octubre de 1954.

16 “Una nueva propuesta soviética”, 24 de noviembre de 1954.

17 El jueves 10 de febrero de 1955 aparece una detallada nota sobre “La crisis soviética”, expresa en la renuncia del primer ministro Malenkov, en la que se especula sobre la posibilidad de que Molotov permanezca al frente de las relaciones exteriores y de que Krushchev, secretario del Partido, siga controlando la situación política. Recuerda la eliminación de Beria, en el contexto de la reciente de Malenkov, y no obstante confesar de que se trata de interpretaciones inciertas, da un informado detalle de los acontecimientos.

18 “En vísperas de la conferencia de Bandung”, 16 de abril de 1955.

19 “La diplomacia India”, 11 de junio de 1955.

20 “El acuerdo sobre Trieste”, 7 de octubre de 1954.

21 12 de mayo de 1955. Cuatro días después el observador cuenta, si no con la paz o el definitivo alejamiento de los fantasmas de Hiroshima, con la “neutralización de ciertas partes del mundo”, como parece prometer el fin de la ocupación del territorio austríaco. “Austria y Europa”, 16 de mayo de 1955.

* Ver José Luis Romero: Editoriales en La Nación de la Argentina, 1954-1955.