Cada cierto tiempo la vocación intelectual parece necesitada de justificación. Un día, sorprendida, observa que la atmósfera se torna densa a su alrededor y resiste a su libre ejercicio. Quien se siente movido por ella descubre de improviso una mirada irritada o una sonrisa compasiva y comprende que su contorno lo juzga sospechoso como si fuera un aventurero, o inútil como si fuera un bufón de corte. Entonces, como suele ser hombre de buena fe, se siente acometido por un ansia de justificación. Quisiera llamar a su vecino farmacéutico o rematador y explicarle con abundantes razones que su actividad no solo es lícita sino acaso noble y que las preocupaciones que lo mueven son las que movieron a Sócrates, a Galileo y a Mommsen; si sospecha que aun estos fiadores serán insolventes a los ojos de su honesto vecino, se acordará de Sarmiento, que llegó a ser presidente de la república, o de Pasteur, que descubrió la vacuna contra la rabia; y así, poco a poco, desciende por la escala de las alegaciones hasta declarar que es completamente inofensivo. Ahora ha llegado demasiado lejos. Su vocación lo exalta íntimamente al tiempo que su profesión lo disminuye frente a los demás, y comprende que no es su vocación lo que debe justificar sino su papel en la sociedad que lo aloja. Acaso se encierre y enmascare su verdadera personalidad dándose un título que goce de cierto prestigio. Si es poeta dirá que es periodista; si es filósofo dirá que es profesor; si es biólogo dirá que es médico. Pero por la noche, en la penumbra de su gabinete, recobrará a solas su propio ser. “Me despojo de las ropas cotidianas llenas de fango —podría decir él también— y me revisto de noble paño. Y vestido como corresponde, entro en la antigua corte de los hombres antiguos, donde, recibido cordialmente por ellos, me nutro de aquel alimento que es solo mío y para el que he nacido”, como escribía Maquiavelo en su memorable carta a Francesco Vettori. La vocación intelectual ha perdido muchas batallas en las plazuelas pero ha ganado en las soledades muchos castillos que parecían inconquistables. En las soledades, atmósfera propicia para los combates del espíritu contra sí mismo, de sus luces contra sus tinieblas.
Lo cierto es que la vocación intelectual no necesita justificarse porque constituye en ciertos individuos un irreprimible impulso vital. Hay el que solo existe mediante su ejercicio y no se le podría vedar sin aniquilarlo. Más aún, es imposible vedárselo porque nada ni nadie puede alcanzar el secreto reducto donde esa vocación cobra su fuerza. La vocación intelectual pertenece a ciertos individuos como a otros su vigor físico o su espíritu mercantil. Se podrá legislar sobre ciertas formas de la exteriorización de esa capacidad, o de su uso en relación con la sociedad. Quien reflexiona podrá tener vedado el uso de la palabra escrita o estar impedido de hablar de ciertas cosas en voz alta. Pero nada de esto podría contener el ejercicio de la vocación intelectual. El pensamiento podrá quedar grabado en unas páginas secretas por generaciones y generaciones o ser cautelosamente trasmitido tan solo a algunos fieles de quien lo pensó; pero es casi seguro que habrá de salvarse y difundirse, recogido alguna vez por quienes, generación tras generación, vuelven a sentirse movidos por ese mismo impulso y alentados por la misma pasión. Quiérase o no la vocación intelectual que reside en ciertos individuos tiende a constituir con ellos una especie de hermandad a través del tiempo, casi una casta de inconfundible aspecto.
A veces se ha reconocido que era una casta. Se llamó a sus miembros brahmanes o mandarines. Se los llamó clercs o scholars. Se los llamó la Intelligentzia. En ocasiones algunos de sus miembros negaron que los uniera ninguna clase de vínculos, y cada uno de ellos fundó su gloria en considerarse ejemplar único de una fauna exótica o de una fauna extinguida; y alguno en quien la soberbia traspasó los límites de la prudencia pensó que solo él, como individuo, constituía la especie. Espejismos. Goethe pertenecía también a la especie entre otros muchos, y la casta existió de alguna manera aunque sus miembros la ignoraran y no fuera usual aplicarle designación alguna. Porque no se necesita iniciación formal para pertenecer a ella, y ni siquiera es voluntario el ingreso. De hecho se es o no se es miembro de esa hermandad según se posea o no la indomeñable necesidad de ejercitar la vocación intelectual, de separarse de la realidad inmediata para captar lo que oculta su primera apariencia, de volver sobre ella para recrearla de alguna manera en el espejo del espíritu.
Esta hermandad no siempre tiene un papel definido y claramente perceptible en la vida social; y mientras es más difícil descubrirlo, más necesidad parecen sentir sus miembros de justificarse y de justificar el impulso que los mueve. Un sacerdote hindú no debe a nadie explicaciones sobre su misión, pero un especialista en vasos etruscos parece un ser exótico en el barrio donde reside, a menos que sea hombre de fortuna —y entonces se lo juzgará ligeramente maniático— o que sea profesor de la universidad —y entonces se lo considerará un funcionario—. Vocación y profesión son términos que se relacionan de manera dramática para los miembros de la hermandad: a veces es el suyo un sino amargo. Y el día en que es menester llenar algunas de las innumerables planillas con las que pretende clasificar a los individuos el estado moderno, el hombre de vocación intelectual descubre la profundidad del equívoco sobre el que está construida su vida.
Ser “cronista de la ciudad” o “poeta laureado” son, entre otras, maneras de superar el equívoco, o mejor dicho de inferiorizarlo. Tan dramático como pueda ser, el equívoco oculta el secreto de la dignidad de la vocación intelectual; en él reside su específica heroicidad, porque acusa el irreprimible pudor y la intergiversable voluntad de independencia que constituyen sus más nobles atributos. No se es poeta para ser laureado ni historiador para servir a la ciudad, así sean dignos de ser amados los lauros y las ciudades. Porque es imprevisible dónde se oculta la verdad del poeta o del historiador, y cualquier atadura amenaza su imprescindible pudor —porque no debe violarse el crisol donde se funden las ideas— y su imprescindible voluntad de independencia —porque siempre hay una ocasión en que es menester decir lo que los demás quieren callar—. Hay vocaciones que se canalizan adecuadamente en las profesiones que la sociedad juzga normales en cada instante; pero la vocación intelectual escapa siempre y en todas partes a los canales que la sociedad puede ofrecerle al que la posee, y quien quiera mantenerse fiel a ella debe conservar cuidadosamente su propia y justa inadecuación.
¿Quizá porque el hombre de vocación intelectual sea necesariamente ajeno a la realidad? El problema es viejo y vuelve a plantearse de vez en cuando. Pero frecuentemente se lo plantea usando muy imprecisamente el vocablo “realidad”, de por sí impreciso. Si la realidad es solo la realidad inmediata, con todo el conjunto de circunstancias aleatorias que se combina en ella, el hombre de vocación intelectual puede o no ser ajeno a sus accidentes, sin que necesariamente constituya una traición —la trahison des clercs— el desentenderse de vez en cuando de ellos. Frente a la realidad inmediata y circunstancial, pídase al hombre de vocación intelectual —es justo— una actitud moralmente válida como hombre, como hombre de carne y hueso que es antes y después de pertenecer a la inteligencia. Pero, precisamente en cuanto hombre de vocación intelectual, admítase que se aloje en la realidad que él es capaz de descubrir, una realidad que, de seguro, se presenta ante sus ojos como mucho más compleja y vasta de lo que sospecha quien carece de aquella, precisamente porque tal vocación consiste en separarse de lo contingente y de lo aparencial para recrear lo que le es dado. La realidad es densa, compleja y multiforme, y es una aptitud específicamente intelectual la que conduce a descubrir sus muchas perspectivas. En una de ellas, en una o acaso en la única que ha descubierto, en aquella cuyo ritmo se ajusta a su propio ritmo, se aloja el hombre de vocación intelectual. Si frente a la mostrenca realidad inmediata pudo parecer un mero contemplativo, en el seno de esta otra que le es propia se lo ve superar el dilema contemplación-acción: porque la sola creación de una cierta imagen de la realidad es ya acción potenciada, y acción de imprevisibles —o acaso sospechadas— consecuencias para el futuro.
Esto último es precisamente lo que determina la inexcusable responsabilidad del hombre de vocación intelectual. Que no se la mida por su eficacia frente a la realidad inmediata —la de hoy, la de la catástrofe que conmueve nuestras vidas, aun la de sus consecuencias inmediatas— porque entonces parecerá irresponsable. Que se la mida en cambio con la escala apropiada a su propio ritmo y se descubrirá inmediatamente su inmensa responsabilidad: la de Erasmo, la de Lutero, la de Von Hutten, la de Galileo, la de Voltaire, la de Hegel o la de Marx frente a la realidad de nuestro tiempo; y la de nosotros mismos para un futuro apenas perceptible al que estamos irremisiblemente encadenados y en cuya informe fisonomía trabajamos como quien bosqueja en arcilla un imaginario perfil que a su hora cobrará nítida precisión. Es injusto, sin duda, acusar a la inteligencia de nuestro tiempo por su presunta complicidad en la preparación de la crisis de la libertad que caracteriza al mundo contemporáneo, pues es bien sabido que operaron en su desencadenamiento factores ajenos a su influencia. Pero es indigno que el hombre de vocación intelectual se valga de este argumento para declararse irresponsable frente a la realidad, porque no ignora que mediante el ejercicio de esa vocación actúa inevitablemente sobre ella aunque sea a distancia. Bien lo sabían los acusadores de Sócrates, o Bernardo de Chiaravalle cuando impugnaba las tesis de Abelardo; y bien lo sabía la Inquisición cuando perseguía al misantrópico meditativo que revolvía la esencia de las cosas aunque apenas deslizara alguna palabra reveladora de su hallazgo en el oído de algún iniciado. Y constituye el deber de la inteligencia aceptar esta responsabilidad, que no es menor, sino mayor, que la del que provoca un motín callejero. A menos que la inteligencia quiera que el ejercicio de la vocación intelectual no sea sino un juego, un juego de salón o de plazuela.
Dos formas bastardas de la vocación intelectual —las que más alarde hacen de sí mismas y por eso parecen las únicas— profesan esa idea acerca de su misión. Le llamaremos academicismo a una de ellas y snobismo a la otra, presuntivamente la derecha y la izquierda del frente de la inteligencia. Una defiende las formas ya creadas y la otra solo estima las que están en proceso de creación y solo por su novedad. Pero una y otra escamotean y desnaturalizan el sino de la vocación intelectual, en la medida en que sus adictos la ejercitan de manera bastarda. Porque ni lo nuevo ni lo viejo importa por esa sola peculiaridad sino por la vocación de eternidad que resida en el impulso de su creación. Las cosas devienen por sí solas, pero su fuerza reside en que hayan querido ser eternas.
Si la vocación intelectual posee cierta profunda dignidad es porque su acendrado ejercicio se orienta espontáneamente hacia ciertos fines trascendentales. Pero hay quienes creen que el ejercicio de la vocación intelectual se agota en el ejercicio mismo, y que su anecdotario constituye su historia. Son los que creen en la trascendencia de “la vida literaria”, pura anécdota en la historia de lo que debe ser denodada pasión por la creación y la verdad. Poco importa que el anecdotario sea el más reciente u otro más vetusto. Lo que importa es emanciparse de los falsos fines que embridan la vocación intelectual y, de una u otra manera, la canalizan en una profesión, más menguada cuanto más ajena a las exigencias del ambiente social.
Parece explicable que academicistas y snobs se crean obligados a justificar su presunta vocación intelectual. Fariseos en el fondo, no la consideran sino como un oficio, y es natural que quieran prestarle la dignidad de una profesión honorable. Pero la auténtica vocación intelectual, aun evadiéndose de todos los carriles, no necesita justificación. Es, simplemente, una condición de existencia, y quien sabe que solo existe de esa manera debe atenerse a ella arrostrando los riesgos y las responsabilidades que entraña. La llamada incomprensión del mundo con respecto al que ejercita una profunda y entrañable vocación intelectual no constituye una injusticia inexplicable. Tan amarga como pueda ser para el hombre de carne y hueso, es menester que se la acepte como justa en la medida en que manifiesta inequívocamente el destiempo en que vive con respecto a su tiempo quien no puede vivir sino en su tiempo intransferible.