Antes de volver a tomar el tren para abandonar Brujas, el viajero, sentado ante una mesa de café, junto a una ventana, ha oído sonar la melancólica voz del carillón. Súbitamente, toda la actividad moderna que trae consigo una estación y un horario de tren se ha ocultado avergonzada en un confín remoto del espíritu, y, al llamado mágico de esa voz de bronce que sabe ser tan límpida y cordial, ha vuelto a recorrer las calles de la ciudad para sumergirse de nuevo en la atmósfera incomparable de la Grand Place. Ante el recinto urbano, alma y corazón de una vida que continúa inmutable desde siglos, el viajero repara —profunda evocación de las despedidas— que tras el encanto misterioso de la vieja Brujas se esconde un secreto dramático; nunca lo descubriera antes de aprestarse para la partida; atrapado en el color y en el aire de la ciudad, creyó vivir siquiera una hora su melancólico destino; un día, la promesa del cielo del Rin y de la nieve alpina le dijo al viajero que Brujas guardaba allí, a pocos pasos del Mar del Norte, su secreto. Y al oír la última nota del cuarto de las tres, el viajero se había prometido a sí mismo no abandonar Brujas sin desentrañar su misterio.
Los canales y los puentes de piedra, el pardo color de los árboles, y el gris y rojo de la ciudad de otoño han traído al ánimo del viajero reflexiones románticas que su ironía no logra alejar. Entonces busca en los testimonios puros y auténticos de su existencia urbana, en su carillón y en su palacio comunal, en sus iglesias y en sus muelles, en sus mercados y en sus plazas —testigos ciertos de una vida ya varias veces secular— el vestigio y el rumor de una enseñanza que Brujas como pocas ciudades del mundo —acaso solamente como Toledo o como Nuremberg— ofrece a quien quiera buscar detrás de los recuerdos del pasado los cauces de la viva existencia humana.
Aquí el viajero oye de nuevo el carillón y quiere volver a entregarse a la embriaguez de la meditación sentimental; pero ya está aferrado al papel y a la pluma, y con ellos a su rigor crítico. Este carillón de sonidos extrahumanos no podrá ya arrastrarlo: quiere saber ahora, precisamente, qué fluir del tiempo y de la vida —que es, ante todo, tiempo— se oculta bajo el mismo sonar de sus cam-panas; quiere saber ahora de qué mutaciones ha sido testigo la piedra inmutable.
Hay una emoción histórica —no estética— que consiste en confrontar la propia existencia, suspendida del tiempo con hilos finísimos, con la presunta eternidad de la piedra. Si toda supervivencia provoca en el hombre una expectación meditabunda, esta supervivencia de la piedra, tan cercana al tímido ademán de nuestra mano, agrega una calidad de presencia tangible y acrecienta esa nostalgia que queda como amargo resabio; pero la piedra responde con un sumiso “soy tu obra” a la desesperada brevedad del hombre; su perduración misma, que es su orgullo, es una glorificación muda del empequeñecido espectador que advierte allí una victoria de esa fuerza humana capaz de crear y de perdurar en su creación. Y esa compleja respuesta del viajero a la arrogancia de la torre y a la secular voz de bronce compara silenciosamente esos dos tiempos, estas dos especies de eternidad que condicionan la existencia de la torre y la suya.
Pero el viajero repara de pronto en que no está solo frente a la torre, y que por la Grand Place de Brujas —la muerta, como le gustó llamarla a Rodenbach— cruzan ahora con su porte burgués unos flamencos de esos cuyas fisonomías se refugian, espantadas del tiempo, en las fisonomías de Memling. ¿Acaso oyen también el carillón? El viajero se formula esta pregunta ante el gesto impávido del caminante. Sí, el flamenco de porte burgués —hoy pobre, ayer opulento— ha oído el carillón, que es su hora, y el viajero lo ve seguir su camino guiado por sus ojos pequeños y brillantes. Ha oído el carillón, ha cruzado su plaza, ha mirado su torre y ha entrado por fin en su casa de arcos ojivales y de pequeñas ventanas con cortinas de encaje. Como todos los días ha cruzado la ciudad dormida y el viajero que lo contempla cinematográficamente detenido en el tiempo frente a su viejo mercado, frente a su torre, con esa estaticidad que le da al flamenco su mirada perdida y fija a la vez, piensa por un instante que él también se sorprende de la inmortalidad de esta piedra que lo circunda, inmemorial y erguida, desafiante, orgullosa de sí misma y orgullo de las generaciones sin historia que se suceden a su sombra.
Pero el buen flamenco de Brujas ha visto, sin disociarlos, estos dos tiempos que se oponen en esta contemplación. Su vida parecería medirse por la edad de su torre, y Brujas no puede dejar de ser Brujas la muerta. Viejos como su torre, sus recuerdos han enseñado al flamenco de Brujas a no esperar nada del tiempo, y las dos mil bombas que cayeron en sus cercanías han dejado en su ánimo la definitiva lección —acaso superflua para él— de la necesidad del esfuerzo estéril.
Acaso el buen flamenco de Brujas conozca Amberes o Bruselas y quizá haya llegado a París o a Londres. Pero no importa. El nómade sabe que hay oasis pero que nada pueden contra la inexorable monotonía de la arena sin fin; el flamenco sabe que existen Londres o París pero sabe también que la vida es un minúsculo ambular del hombre por el tiempo, ágil fantasma escurridizo con una promesa mortal en los labios. Este ambular, piensa el buen flamenco, no tiene sino fugaces altos. Todo el vigoroso espectáculo del dinamismo moderno no es sino un filtro mágico para suponer que no andamos. Y la ciudad cosmopolita es, apenas, un efímero oasis para olvidar el andar irremediable.
Pero es peligrosa la ilusión del oasis. Su existencia es efímera y la arena amenaza siempre con transformar el curso de la vida; y en la lejanía del horizonte, hay un admonitorio llamado a la quietud.
El buen flamenco de Brujas sabe de París o de Londres, pero sabe más aún de la impenetrable serenidad de su torre y de su carillón, y de la estaticidad de la piedra que ha sabido perdurar tanto como para haber oído los cañones de 1914 habiendo contemplado aquellos burgomaestres abismados que pintaba Memling. Entonces, presentes en su ánimo las dos ilusiones, se deja sumergir consciente y definitivamente en las aguas mansas de su destino, que corren como las aguas de sus canales y que persisten como los cisnes de la leyenda cuatro veces secular que los pueblan. Y cuando escucha la voz del carillón, parece que se llamara a sí mismo para reunir su alma con el alma de su ciudad vieja de siglos, que ha querido y logrado detenerse en el tiempo.
Pero el viajero, en un momento de pausa meditativa, recuerda que tiene que tomar el tren, ese tren que lleva a los turistas ingleses desde su bruma hasta el sol de Italia y a los ministros del Imperio desde Londres hasta Ginebra, haciendo una etapa simbólica en esta ciudad que todavía habla de Maximiliano y de Carlos el Temerario como un sic transit gloria mundi. Entonces abandona su tibio refugio de la Grand Place —confiésalo viajero, no sin pesar— y quiere ganar, por la Rue des Pierres, la estación.
Entonces, cuando vuelve a su recuerdo, ya sobre el tren, el paso regular y pesado del flamenco que cruza la plaza, que repite sus itinerarios seculares, y que entra en las viejas tabernas o en las casas de pequeños ventanales góticos, no puede menos de odiar esta execrable ciudad divina, acaso la más profundamente hermosa que haya visto jamás. Pero la vida histórica tiene exigencias de las que no es posible desertar, las mismas que en su hora hicieron la fuerza de Brujas, de la Brujas viva de los burgueses poderosos y soberbios, de los canales pletóricos de barcos, de las construcciones audaces, la más rica exaltación del gusto de sus adinerados pobladores.
De esa vida histórica, de ese contraste de valores eternos y de exigencias inmediatas, no es posible sustraer estas últimas. La pálida ciudad ha hecho un milagro que el viajero —ya de lejos, porque de cerca es imposible sustraerse a su encanto mágico— quisiera denunciar a los buenos flamencos con todo el odio que producen los grandes amores; para pedirles que quemen las torres y los muros, que derriben las cincuenta y dos iglesias y que olviden las telas bienamadas de un Van Dyck inolvidable o de un Memling viviente; para impedir que sea este narcótico de la belleza el que conforme el espíritu de los buenos flamencos, insensible a los dolores nuevos por la persistencia de los dolores viejos. Entonces, cuando el tren que lo aleja de Brujas lo va acercando al secreto de su existencia melancólica, el viajero recuerda haber visto en Toledo, en la más pequeña plaza del mundo, cercada por los muros venerables de dos iglesias de altas torres, una ronda de niños que saltaban a la cuerda mientras cantaban una canción vernácula. Eran alegres voces que cantaban, con el aire del suplicio de Santa Catalina, la ausencia de sol en la plaza.
El tren se aproxima a Gante, la poderosa capital de los condes de Flandes, y el viajero piensa en el pasado. Pasado es la torre, el carillón de la voz mágica, el aire de Santa Catalina y las plazas con sombras. Pero entre las cosas pasadas y las ideas vetustas, las hay que guardan el rencor de ser viejas y quieren proyectar sobre la vida nueva el néctar de su sabiduría mezclado con el veneno de su decrepitud. He aquí un pasado peligroso. Sobre cada presente gravita este nubarrón de las formas cumplidas, de las estructuras finiquitadas, de los valores caducos. A veces, la suprema venganza del tiempo burlado por esta pretensión humana de sobrevivir es ahogar con el peso de su prestigio la débil flor del tiempo nuevo. Este pasado peligroso —la torre de Brujas, la plaza con sombras— le recuerda al humilde espectador viviente su perduración y le ase-gura que no hay lugar, entre las ruinas, para el florecimiento de la planta nueva.
Pero no condenemos por esto al pasado, porque hay otro, de muy diversa actitud y de trascendencia humana muy distinta: un pasado sin actitud, maestro de la experiencia y del dolor humanos, un pasado activo que se proyecta sobre cada presente dándole significación y continuidad; de este pasado no interesa su supervivencia, sino precisamente su caducidad.
De este pasado no aspiramos a conocer la totalidad, como no aspiramos a conocer la totalidad del árbol o del hombre. Es condición del conocimiento humano contentarse con percibir esquemas de las cosas. Este pasado, filtrado por la crítica rigurosa, decanta en la reflexión sus líneas directoras, y por su intermedio, el presente adquiere continuidad y secuencia, sin servidumbres que limiten su libre expresión. Para que toda la historia sea un pasado de este estilo, será necesario resucitarlo sin olvidarse que está muerto.
Distingamos de éste, aquel otro pasado que perdura, que agobia con su perfección caduca y que no enseña a crear imperfectamente, que es como únicamente se aprende a crear. Este pasado —que el viajero ama con fervor— contradice la vida histórica y el destino humano, y es preciso —piensa el viajero mientras contempla desde lejos las torres de la catedral de San Bavón— anular su nefasta influencia sobre los espíritus; los viejos mármoles clásicos, mutilados por la ignorancia brutal del bárbaro, enseñan que alguna vez ha sido el olvido quien ha reavivado la clara llama del espíritu.
¿Quién sería capaz de quemar, aun simbólicamente, la Brujas dormida, acaso definitivamente muerta, con los puentes de piedra y los cisnes de la leyenda secular? El viajero se estremece al pensar que el tren lo aleja de ella, hacia la nieve alpina. Queme al menos en sí mismo este pasado quien quiera vivir, porque el recuerdo por el recuerdo mismo es una ocupación senil y nos ha tocado una hora de juventud.