El Diario de Charles du Bos. 1947

La lectura de los Extractos de un diario, de Charles Du Bos, ha de constituir una experiencia inolvidable para quienes buscan en la literatura los testimonios de la multiforme variedad del espíritu o la revelación de sus estratos más profundos. Pocos como él han poseído la capacidad para sumergirse en las gargantas de su propia intimidad y al mismo tiempo para alcanzar la intimidad ajena por los caminos claros que iluminaba poderosamente su razón. Era, ciertamente, un temperamento dirigido hacia la captación de las formas, pero tenía el don de penetrar en los supuestos que entraña la expresión literaria y que se apoyan muy abajo, en las raíces mismas del hombre; porque, como movido por un instinto mágico, divisaba de lejos la grieta que denunciaba, en la superficie, la profundidad del abismo.

Se estaría tentado de decir que nada limitaba esta virtud de su capacidad de análisis para adivinar lo escondido. La indagación que le sugería la lectura de un pasaje cualquiera poníase en movimiento al contacto mismo con las palabras, y así comenzaba una reflexión que se encadenaba muy pronto con la virtualidad de otros pensamientos que yacían en su espíritu. Parecería como si Charles Du Bos tejiera constantemente la tela de un largo soliloquio, en el que le fuera permitido intercalar a su guisa, sin desmedro de la coherencia, la última meditación que se suscitaba en su ánimo. Y, por cierto, consumía y enervaba a Du Bos este soliloquio en el que a veces creía perderse, y acudía entonces al madero de las verdades últimas en que creía, para aferrarse a él y resistir a la corriente de las ideas.

Acaso esa rica virtualidad que caracterizaba el espíritu de Du Bos nos ha vedado la posesión de una obra acabada y rigurosa sobre alguno de los tantos temas literarios que conoció a fondo, sobre alguno de esos acerca de los cuales alcanzó las más sugestivas intuiciones. Pero le estaba vedado a él constreñirse, y lo atormentaba una exigencia de extremado rigor cuando quería trabajar a fondo sus intuiciones inmediatas. “Cuando el espíritu no improvisa —escribía en su Diario—, hay que pedirle cuentas en seguida, obligarlo a estrechar en todo instante la experiencia interior, a adherirse a ella con cada palabra. Entre la nota improvisada y dictada y la página lentamente concebida hay una diferencia irreducible. Por mi parte siento que me es imposible servirme de la una para la otra, y menos mezclarlas. Se trata esencialmente de una diferencia de velocidad, de ‘tempo’. Ambos ritmos no coincidirán nunca. Son dos móviles que, sin conciliación posible, se mueven en rutas paralelas.”

Por esta curiosa modalidad de su espíritu, reflejo de una ingobernable riqueza interior, Du Bos prefirió fijar su pensamiento en las breves anotaciones que iban componiendo su diario. André Gide —que tan escrupulosamente llevaba el suyo y confiaba a él tanta incertidumbre y tanta certeza— lo incitaba a no abandonarlo. Du Bos anota aquel consejo del autor de L’inmoraliste, en el que quizá viera escondida la clave de su propio temperamento: “Querido amigo, no abandone su diario; es posible que no llegue usted a hacer obras. Pero su diario es una obra, es su obra; esas dificultades múltiples que le impiden producir constituyen, en sí mismas, el tema de su obra. Recuerde lo que le decía en nuestra última conversación; su diario debe registrar esos debates, esas angustias, esos escrúpulos interiores. Créame, más de uno de nosotros se reconocerá en su pintura, se sentirá consolado por ella, y se lo agradecerá. Usted me dice que lo que le hace tan difícil el período presente es que, en el momento en que desea con toda sinceridad ponerse a trabajar firmemente, siente que toda su ‘morada del pensamiento’ se disgrega: no sé ya exactamente, me dice usted, qué pienso sobre nada, ya no siento nada sólido bajo los pies; me faltan los pocos puntos de apoyo de los cuales no se duda y de los que, me parece, se tiene necesidad para poder escribir. Pero, querido amigo, ¿no será que tiende usted a obtener de su espíritu una afirmación que no está en su poder dar? Seres como usted y como yo —espíritus críticos, autocríticos, sobre todo (siempre rehusaré ver en esto un defecto)— son seres de diálogo, y no seres de afirmación”.

La observación de Gide era singularmente profunda. Toda la experiencia estética de Charles Du Bos reposa en ese constante soliloquio, pero un diálogo frustrado, un diálogo irreal con la creación ajena, un diálogo sin delimitación de los interlocutores, un diálogo, por fin, en el que se agota la propia creación del que lo expresa en su soliloquio. Era Du Bos un “ser de diálogo”, pero carecía —a diferencia de Gide— de cierta certeza radical acerca de su propio papel, que lo incitaba a sumirse en la contemplación de la creación ya consumada.

Se diría que Du Bos no podía substraerse a la atmósfera que creaba a su alrededor su propia reflexión, enajenándolo sin despersonalizarlo. Era una atmósfera suscitada por su propia sensibilidad y concurrían a ella corrientes que emanaban de las más diversas fuentes de emoción: el verso de Keats o el de Henri de Régnier; la armonía sonora de “Tristán” de Wagner, o la armonía —que Gide llamaba “astronómica”— de Bach; la composición plástica de Isadora Duncan; la pintura de Vermeer o la de Corot. A veces nos parece inasible el sistema de sus preferencias estéticas; pero se adivina cierto orden interior que Du Bos sabía introducir en este mundo de las emociones primarias, un orden singular y propio, presidido por aquellas convicciones metafísicas que tanto lo acercaban al abate Bremond. Y este orden fue cristalizando poco a poco, cada vez más, en una fe ardiente, impregnada de sabio misticismo.

Du Bos languideció durante largos años, víctima de un mal que no le dio tregua. Entretanto, trataba de alcanzar una universalidad que hallaba escondida bajo la apariencia de lo diverso. “Inteligía como acto de purificación; y por una suerte de preocupación por eternizar las horas efímeras”, dice Eduardo Mallea en el prólogo de la traducción castellana de los Extractos de un diario. Y acaso pudiera agregarse de él que fue su vida ejemplo vivo de que “la fuerza del espíritu se perfecciona en la debilidad de la carne”.