Sumario
Consideraciones generales. Tipo de crónica: administrativa y oficial. La documentación: origen y manejo.
Estructura general de la crónica.
La actuación del Virrey Sobremonte. Las acusaciones. Su origen.
El movimiento revolucionario y su repercusión en Córdoba, según el libro de Garzón.
La doctrina federal y Bustos. El papel de Córdoba en la guerra civil. La constitución de Córdoba. Córdoba y el movimiento federalista. La época de Rozas.
Conclusiones

Fue el primer propósito de Ignacio Garzón escribir la historia, discutida e incierta, de un gobernante. El marqués de Sobremonte, de largo prestigio en la docta de ciudad, había llegado a la posteridad con una fama oscura de cobarde y traidor. Habíale tocado un momento difícil y en su sitial de Virrey no había conservado la serenidad imprescindible en tan inesperados acontecimientos. Aquellas viejas virtudes que observara como gobernador – probidad administrativa, celo burocrático – que le granjearon el respeto y la consideración de sus gobernados y colaboradores, nada podían servirle en circunstancia tan inesperada y fuera de lógica previsión como lo era el desembarco de un ejército inglés en las cercanías de la capital de su Virreynato.
El marqués de Sobremonte, con su conducta equívoca, para usar el adjetivo menos comprometedor, planteaba a quienes sabían de su honradez y capacidad un problema de justicia, de reivindicación. Saber la estricta verdad sobre su acción fue el objetivo primero de la obra de Garzón; determinar la causa de la difamación que sobre él pesa; hacer, en fin, justicia póstuma a su memoria. “Fui avanzando – dice – impelido y obligado por relaciones de causa y efecto, coordinando premisas y consecuencias, hasta hallarme a setenta años del punto de partida.” Yo diría que más que es urgencia lógica a que se refiere el autor, ha habido en él una especie de delectación amable, de satisfacción por narrar con sencillez, sin preocupaciones de ningún otro género, aquellas incidencias de la vida pública cordobesa que pueden estar unidas al recuerdo de un viejo habitante de la ciudad. Hay en la manera de Garzón un tono familiar, anecdótico, hasta despreocupado. A cada instante agrega a sus razonamientos, más o menos documentados, argumentos de sentido común, razones de viejo patriarca, de una severa moral, un poco doméstica y sin largos alcances. Todas estas cualidades fáciles de narrador interesante que matiza su exposición con alusiones a viejos recuerdo de la tierra natal, han facilitado la extensión de esta obra. Garzón ha encontrado una íntima satisfacción en el continuarla y ha entregado a ella todo el acervo de sus recuerdos, esgrimidos con la autoridad de su experiencia. Llega así hasta el año 52, persiguiendo el destino histórico de Córdoba desde la creación de la Intendencia, el año 1782.
Poco, casi nada, podría decir del autor; menos aun de aquello que interesa a su obra. Editada en Córdoba en 1898, comprendía dos tomos en su edición primera; El autor agregó luego un tercer volumen con el que termina el período a que me refería más arriba. Veamos, antes de examinar su estructura que tipo de crónica es y que caracteres la definen.
La Crónica de Córdoba es, esencialmente, una crónica administrativa. Hay en su desarrollo un rigor cronológico llevado a su extremo, hasta el punto de profundizar escasamente en cada cosa por esa precisión de no omitir detalle, por no interrumpir de ninguna manera la ordenación temporal de los hechos. Se sigue así la vida administrativa de la Intendencia con toda minuciosidad. Constan detalladas todas las iniciativas municipales, la construcción de canales de agua, la reparación de edificios públicos, los incidentes nimios ocurridos entre personajes de la administración local; todas las reclamaciones de fueros, asuntos de pura fórmula y de un interés sobradamente circunstancial para ser llevado a una crónica de provincia de tan intensa vida social y pública como lo era Córdoba. Hay una razón que me parece evidente, que es la causante de este sistema de exposición. En gran parte de su obra sigue Garzón, casi al pie de la letra el libro de actas y el archivo del viejo Cabildo. Para no eludir la ordenación que tales cuerpos documentales imponen, para evitar un difícil trabajo de clasificación – por su importancia – de los documentos, Garzón ha seguido religiosamente la sucesión de los acontecimientos tal como surgen de las constancias oficiales. Puede hacerse la constatación en cualquier parte, pero sobre todo en la primera en que la ausencia de hechos importantes no ha sido capaz de decidir al autor a ahorrar la pesada enumeración de incidentes de tercer orden. El capítulo VIII (pág. 163, T.I.) por ejemplo: véase el sumario:
Gobierno de Santiago Carrera. Recepción del gobernados y confirmación de las elecciones de capitulares. El obispo Orellana es restituido a su diócesis. Delegado al gobierno central. Nombramiento del Procurador de Ciudad. Remisión de auxilios al ejército del Norte. Elección de diputados al Congreso. Reclamación sobre un impuesto especial para costear la dieta de los diputados. Nuevo nombramiento de diputados. Jura de la Asamblea General Constituyente. Ausencia definitiva del gobernador.
Este inconexo sumario está expuesto en forma concordante con la inconexión de los títulos y basta observar cómo comienzan los párrafos para comprobar el evidente origen de la minuciosidad: “A mediados de enero, comunicó el Triunvirato que había suprimido la Junta Provincial y nombrado Gobernador Intendente a…” “El 31 de enero púsose en la Sala de sesiones una mesa con un crucifijo con los Evangelios. Ante el Gobernador, el Cabildo y el Pueblo se leyó en alta voz el Estatuto…” (Jura del Estatuto) “Coincidiendo con este aparatoso respeto a la autoridad del Rey, presentaba esos días el Obispo Orellana el documento que lo restituía a la jurisdicción de su diócesis…” “En virtud del Art. I del Estatuto e instrucciones del triunvirato, el Cabildo eligió doce individuos para hacer, unidos a ellos, la elección del Delegado.” Todo esto, expuesto en esa forma, con punto y aparte, sin conexión alguna y al solo objeto de dar con el máximo de detalles la historia administrativa de la Intendencia. No hay detalles, creo, que Garzón nos ahorre. Todo el intrincado mecanismo burocrático se encuentra traído a estas páginas, donde, para mayor abundamiento y con un concepto un poco grotesco de lo que sea la objetividad histórica, el autor ha insertado documentos inverosímilmente largos e inútiles; transcribe por ejemplo en el texto íntegro de una concesión para el establecimiento de aguas corrientes cuyo articulado comprende cinco páginas (pág. 8-12). Más adelante, cap. IX, en la pág. 188, transcribe un informe del Asesor del Cabildo, a propósito de una insignificante cuestión de fueros que ocupa 10 páginas (188-197). Todo esto sin utilidad posterior alguna, sin que sirva para justificar ningún acontecimiento. Solo tienen esas transcripciones un insignificante valor testimonial de lo que era el juego de los poderes, de lo que era la marcha administrativa del gobierno.
Justo es afirmar que al lado de esto Garzón ha insertado documentos de valor y oportunidad; pero atendiendo siempre a ese carácter oficial de su crónica. En ninguna parte la vida ciudadana aparece con caracteres de relieve; en ninguna parte pude advertirse lo que era la sociedad cordobesa, por tantos motivos tan interesantes. El sentir colectivo en cuanto a ideas políticas, que tantas cosas podría explicar con respecto a la actitud cordobesa ante la revolución, en cuanto a las autonomías provinciales; en todo esto, en que Córdoba por su situación de ciudad aristocrática, culta, y por la circunstancia de ser ciudad interior – acaso las más importante – parece anotar un perfil muy diferenciado, muy original, en todo esto Garzón nos da la versión oficial, diríamos, lo que se piensa y se dice en las salas del Ayuntamiento, menos aún, lo que da luego en las actas, en el lenguaje protocolar. De lo que es el íntimo sentir de un grupo humano tan definido, tan característico como la Córdoba colonial, de eso nada se dice, sino algunas opiniones entrecomadas de Mitre o de López. Sólo así se explica que de algunos tópicos tan importantes como los años que corren entre 1815 y 1820, Garzón solo nos da la faz militar, como si toda la crisis argentina de tal periodo fuera reyerta privada entre unos guerrilleros afortunados. La Córdoba culta, universitaria, la Córdoba social, de viejos troncos españoles, toda esa queda escondida para el lector tras las andanzas meticulosas de los funcionarios y los incomprensibles giros de la lengua forense y protocolar.
Es importante anotar todo esto, para deducir luego el valor que pueda tener la documentación del autor. La base documental de Garzón es, como decía más arriba, el Archivo del viejo Cabildo. Junto a él ha consultado y cita en algunas oportunidades, el Archivo general de los Tribunales. Cita también con frecuencia una recopilación, de documentos inéditos, que designa bajo el nombre de “Trabajos legislativos”, que contiene las resoluciones del Congreso que después de actuar en Tucumán, funcionó algún tiempo más en Buenos Aires (1817-19). En cuanto a bibliografía, Garzón conoce y usa las obras del General Mitre (Historia de Belgrano) López, Saldías; las memorias del General Paz, y algunas obras que interesan a tópicos particulares, tales como algunos folletos del P. Pablo Cabrera y los trabajos del Deán Funes.
Sobre el manejo del cuerpo documental puesto a su alcance, sería conveniente hacer serias reservas. El Archivo del viejo Cabildo está tomado íntegramente, ciegamente, con una absoluta fidelidad; es más, no sólo ha tomado la parte informativa, los datos y noticias, sino que ha hecho coincidir la estructura social y política de Córdoba con la que reflejaban las actas oficiales. Yo creo poder afirmar que estos documentos han sido tomados tal como se daban, sin acertar preguntarse hasta que punto respondían a la realidad social de la provincia. En ninguna parte se nota la menor duda sobre una posible interpretación capciosa, hecha por manos interesadas, y se agitan en cambio los documentos oficiales como verdades definitivas e incontrovertibles. Hay momentos en que los documentos elegidos como pruebas definitivas, colocados en un plano de verdades indiscutibles, se nos aparecen con caracteres un poco grotescos. Pero a Garzón no se le ocurre nunca pensar en la mentira de los papeles arrugados y prestigiados por el tiempo. Solo voy a mostrar un caso.
Son conocidas las graves acusaciones que hiciera el Deán Funes a Sobremonte. Garzón dedica muchas páginas de su libro, a lo que era su objeto primordial: reivindicar la memoria del acusado Virrey. Muchas son las objeciones que formula (casi todo el cap. III) a las acusaciones del Deán, pero una sobre todo vale la pena tener en cuenta. El Deán opinaba que toda la política del Marqués estaba determinada por el afán de bienquistarse con la Corona, de la que esperaba señaladas recompensas; a Garzón por su parte le indigna que el Deán atribuyera al Virrey intenciones “que sólo a Dios están reservadas” “¿Cómo prueba – dice – suposiciones tan hirientes?” “¿Como penetra en el sagrado de la conciencia para arrojar al rostro de un hombre público acusaciones por actos del espíritu que en ninguna forma fueron exteriorizados?” (pág. 44). Este hermetismo de Garzón para no creer sino en las cosas materializadas, es lo que lo lleva poco después a extremos excesivos. Él no se preocupa por la realidad de las cosas sino por las constancias que quedan para la historia. El no puede dudar de que lo que se expresa en un documento pueda tener otro móvil que el confesado, otro origen que el que se dice. Los actos del Marqués no pueden – esto es lo que se desprende de su afirmación – tener otro móvil que los que se expresan públicamente y si los tienen, no tiene la historia derecho para investigarlo. Tal es el punto de vista historiográfico que se desprende de la afirmación de Garzón. Pero todo esto se complica si se advierte que poco después, en la pág. 81, para desmentir la presunta cobardía del Marqués, Garzón hace las siguientes afirmaciones, de una extraña convicción psicológica: “No podía ser cobarde quien poco antes de la invasión inglesa había desalojado a los portugueses de Cerro largo y Yaguarón”. “Sobremonte se dirigió a Córdoba, es verdad, después de habérsele dispersado los pocos hombres con que salió al encuentro del General inglés, pero con propósito preconcebido (así en el texto) de levantar un ejército para desalojar a los invasores” “Es de notoriedad que la primera invasión fue una sorpresa, como igualmente que cuando Baird, yendo al Cabo de Buena Esperanza, tocó en el Brasil a fines de 1805, el Marqués de Sobremonte marchó con fuerzas a Montevideo temiendo un ataque a aquella plaza. Ni él ni nadie se imaginó que después de pasar, desde el Cabo mandara Baird invadir las ciudades del Plata.” Es evidente que Garzón se atribuye aquí capacidad para auscultar el “sagrado de la conciencia”, capacidad que poco antes le negaba no solo al Deán, sino a todos, excepto Dios. Y para comprobar las buenas intenciones que él adivina en el Virrey, transcribe Garzón este documento (pag.82) que es una carta que el 30 de junio, esto es, dos días después de la toma de Buenos Aires por Berresford, dirige desde la Cañada de la Cruz , el veloz Virrey al gobernador interino de Córdoba: “La suerte de la ciudad de Buenos Aires en el ataque de las fuerzas inglesas, de que avise a V.M. para que lo avisase a los Srs. Jefes de lo interior, no ha sido feliz, pues la poseyeron el 28; y no habiendo yo
querido entrar en la capitulación sino mantenerme esforzado afuera para sostener los dominios del Rey y quedar libre de ejercer el gobierno superior, me hallo en este paraje y es probable que me dirija a esa ciudad…” “Instruya V.M. de todo al Cabildo para que de su parte contribuya y facilite al Sr. Coronel Allende cuanto dinero necesite para pagar 1.000 o más hombres que traiga, a 16 pesos por cada uno y doble paga a los oficiales: Viniendo todos con su caballo de remuda” (La parte subrayada va en el texto en bastardilla, esgrimida como argumento definitivo).
No entro todavía a examinar la cuestión de Sobremonte tal como Garzón la plantea. Solamente quiero insistir en este caso, que me parece flagrante, de la ingenuidad del cronista para creer en documentos. No en tal grado como este caso citado, yo creo advertir en toda la labor de investigador de Garzón este mismo carácter. Tras una larga época en que la historia argentina se hacía sobre la base de recuerdos personales, de anécdotas más o menos sabrosas y de tradiciones familiares, todo esto rociado con abundantes comentarios de dudosa inclinación socio-filosófica, los descubridores de los documentos creyeron encontrar la panacea para la búsqueda de la verdad histórica. Documento y verdad histórica parecía así una sola y misma cosa y era así tarea aún más fácil que antes el escribir la historia. Los historiadores de la antedicha tendencia elaboraban a su modo, y dentro de una original y personal – aunque arbitraria – ordenación de los hechos, todo el material heredado por diversas vías. Este tipo de cronista, documentos a la vista, cumplían una labor más fácil aun: copiar con minuciosidad los documentos en el riguroso orden de fechas en que se encontraban depositados bajo el polvo de los archivos.
Por otra parte, el celo documental del autor no es tan grande que lo lleve a informar siempre al lector de las fuentes a que recurre. Solo en contadas ocasiones se hace la advertencia del origen de los documentos. Todo esto sin perjuicio de considerar que hay una labor meritoria de recopilación y hasta de ordenación, si bien elemental, en la cumplida por Garzón. Desde el punto de vista de la estructura general, ha sabido eludir los marcos espaciales, demasiado estrechos, de su provincia, y ha hecho trascender el fenómeno histórico a una más vasta zona. Pero es justamente la estructura general de la Crónica de Córdoba, lo que más interesa para un posterior y detenido estudio. Es pues previo analizarla con detención.

Estructura general de la Crónica
La narración de la vida de la Intendencia de Córdoba, desde su fundación, encuéntrase interrumpida a poco de iniciada por una larga digresión sobre la actuación de Sobremonte. Para fundamentar su juicio, Garzón prescinde de la situación cordobesa y se refiere a algunos detalles de las jornadas cumplidas en Buenos Aires, y de la actuación que en ellas le toco al Virrey. Más adelante, al intentar descubrir las raíces de la acusación formulada contra Sobremonte, el anota el autor las razones que tenía el Deán Funes para no mirar con simpatía al Virrey. Se extiende con ese motivo en largas explicaciones acerca de las circunstancias en que se le quito a los franciscanos la regencia de la Universidad, en la actitud que entonces asumió Sobremonte y en la que tuvo cuando los dos Cabildos pidieron la designación del Deán para el Obispado de Córdoba. En todas estas cosas descubre los motivos de la mala voluntad del Deán, con las consecuencias conocidas para el prestigio del Virrey. Es pues el complicado asunto Sobremonte uno de los que tienen dentro del libro de Garzón un interés general.
Cumplida esta misión, para él urgente misión de justicia, vuelve a tomar Garzón el hilo de la historia cordobesa; lo sigue las diversas gobernaciones hasta Gutiérrez de la Concha en cuyo transcurso tiénese noticia en Córdoba de los sucesos ocurridos en Mayo de 1810. La noticia oficial, escueta, de Garzón deja entrever algunos detalles importantes, tales como la equivoca actitud del Deán Funes, así como también permite apreciar la actitud primera de la Junta, de absoluta solidaridad, al menos en la fórmula, con la Corona entonces en desgracia. Por otra parte es significativa la actitud de Córdoba en esas circunstancias por cuanto puede tomarse como canon para juzgar el estado de la opinión pública, fuera de Buenos Aires, en los últimos tiempos del régimen colonial. Es así éste el segundo momento interesante, desde un punto de vista amplio, que ofrece la Crónica de Córdoba.
Siguen a estos capítulos, otros dedicados a las sucesivas gobernaciones, ya bajo el gobierno nacional. Vuelven a repetirse los caracteres que se anotaron para los primeros, y se llega así al capítulo X. Desde éste en adelante, adquiere la Crónica un marcado interés. Comienzan a anotarse los primeros síntomas de la disolución y se advierten los primeros choques entre los gobiernos provinciales y el gobierno central. Aparece la figura de Artigas – en su oportunidad se verá con que caracteres – y junto y frente a ella la de otros caudillos de no menor significación, López por ejemplo: más adelante se entrevé la silueta – un poco turbia hasta esos momentos – de Bustos; pasan las tropas del Directorio con Paz y Lamadrid para oponerse a las montoneras de López: se cumplen las primeras disposiciones electorales de la Constitución del 19; se entreve la engañadora mezcla de las ideales federales con las ambiciones mezquinas; se alcanza por fin la negativa claro vidente de San Martín a entrometerse en ese burdo juego de intereses. Asomaba el año 20.
Hay en esta parte de la Crónica de Garzón un encanto singular; diversas circunstancias contribuyen a que esta provincia sea particularmente significativa en la crisis, entre la que no es la menos importante la constitución provincial sancionada el 21 por la legislatura provincial.
Sobreviene la gobernación de Bustos y comienza ya a definirse todo un punto de vista, toda una actitud, clara y valiente, de una provincia frente al problema que ahora empezaba a plantearse. Es este largo periodo que comprende desde 1815 hasta 1829, el tercero de los que ilumina en cierto sentido la Crónica de Córdoba, ayudando con certeros detalles la comprensión de la complicada trabazón de las aspiraciones del interior y las ambiciones de la capital.
Sigue a esto los sucesivos gobiernos de Paz y de los hermanos Reynafé, hasta llegar a los momentos en que la influencia de Rozas es lo suficientemente poderosa como para decidir el nombre del gobernador y los funcionarios de la provincia, no ya con disfraces o insinuaciones, sino con órdenes precisas. Llega así al poder el gobernador López, quien permanece en el hasta la caída de Rozas, como lugarteniente suyo y discípulo aventajado. Puede ser este momento, aunque en menor escala que los otros, de importancia y de interés general.
Resumiendo, la crónica de Córdoba, es un libro minucioso, detallado, del que una observación atenta puede extraer muchos detalles significativos. Para el lector corriente, la Crónica es una lectura fácil, sin rigor científico que lo canse, llena de sugerencias interesantes. Para el estudioso, la Crónica completa la visión del panorama histórico del país en algunos tópicos fundamentales. Son los cuatro que he enumerado, y muy especialmente los tres primeros. Al ocuparme con un poco más de detención de cada uno de ellos, trataré de determinar el grado de interés que tiene cada cual, para terminar después deduciendo las conclusiones generales a que llegue por mi parte, según el objetivo general del curso.
La actuación del Virrey Sobremonte. Las acusaciones. Su origen
Es interesante anotar que todos los estudiosos que han intentado la reivindicación de Sobremonte hayan partido de Córdoba, y no solamente los que lo han defendido, sino aun los que se han ocupado de el con el solo objeto de establecer la verdad de su actuación. Tal es el caso de Garzón y del P. Pablo Cabrera, que representan los dos intentos a que me refería. Seguramente los archivos de Córdoba reflejan una serie de virtudes, indican ciertas preocupaciones, que el historiador no puede sino apreciar como capaces de desvirtuar una fama que se ha extendido más allá de los acontecimientos que la provocaron, para apagar toda una lúcida y sobresaliente gobernación.
Garzón intenta en su libro la apología del Marqués. Gobernador de la Intendencia durante 13 años, no volvió a disfrutar Córdoba otro gobernante tan ecuánime, tan desapasionado, tan lleno de interesantes iniciativas. Su acción fue múltiple y se extendió a todos los ramos del gobierno, obras públicas, educación, administración, policía, etc. Políticamente supo granjearse la simpatía del Cabildo y cuando llegó la hora de abandonar su alto cargo, no lo hizo sin el pesar de todos. Fue entonces el Marqués a ocupar la gobernación de Montevideo. Y fue también allí para Garzón, su acción lucida y meritoria. En efecto, actuando contra los portugueses, logró ventajas señaladas y afianzó la paz mediante sus actitudes firmes y decididas, así como también por medio de campañas militares coronadas por el éxito. Llego así la hora de ocupar el sitial de Virrey, llevado por sus méritos ante la Corona. Y llegó la hora de defender la colonia frente a los ingleses. Tras de disponer algunas medidas de mediana importancia el Virrey abandonó la sede de su Virreynato y se dirigió a la ciudad de sus predilecciones o al menos aquella en que contaba con mayores simpatías. Sobre esta actitud del Marqués se tejieron toda clase de comentarios. Se ha dicho de él que huyo y que fue un cobarde. Garzón intenta recoger el reproche y desmenuzarlo con argumentos un poco pueriles como los que dejo anotados en la pág. 5: con esos argumentos quiere Garzón destruir la acusación y cumplida tal tarea se dedica a investigar el origen de tan malévola versión. Acusa Garzón de ser el autor de la especie al Deán Funes: Hartos motivos tenía – dice – para no profesar simpatías al Marqués. Había contrariado sus ambiciones en más de una oportunidad y no podían juzgarlo con imparcialidad. Cuando la Corte sacó de la regencia de los franciscanos la Universidad de Córdoba, estando el Deán en España, el Marqués de Sobremonte se opuso a la entrega y no dio curso a la orden. La orden sin embargo era terminante: había que entregar la Universidad al clero secular y sólo el favor que en el ánimo del Virrey y del Gobernador gozaban los franciscanos podían impedir el traspaso. Contra estas maniobras se levantó el Deán y parece que faltando a todos los respetos, promovió y sostuvo la causa del clero secular. Esta campaña del Deán dio lugar a hechos bochornosos que Garzón comprueba con una sabrosa nota del rector de la universidad y colegio de Monserrat – franciscano todavía – Fray Pantaleón García, al gobernador Concha. (pag.49, T/I)
Pero hubo más aún. A la muerte del Obispo de Córdoba, Moscoso, los dos Cabildos pidieron al Rey la designación del Deán Funes para el cargo. Sobremonte no dio trámite a tal pedido y lo retuvo sin que el nombre del candidato propuesto llegara al Rey.
Todo esto justifica la escasa simpatía del Deán por el Virrey. Pero a Garzón le indigna que se pueda proceder con tanta ligereza y acusar de hechos vergonzosos a quien se había ganado el respeto del pueblo. El a su vez acusa duramente al Deán Funes y le enrostra su mezquina intención; “Al Deán Funes corresponde – dice – el honor de la iniciativa y de la sugestión. Si le fuera dado surgir otra vez a la vida, el remordimiento y la amargura en presencia de tanta injusticia lo llevarían de nuevo a la tumba.” (pág. 60)

El movimiento revolucionario y su repercusión en Córdoba, según el libro de Garzón
Se ha dicho muchas veces que la revolución del año 10 fue un movimiento meramente metropolitano, sin raíz honda en el interior. Esto es lo que se desprende de este libro. Veamos como plantea Garzón la situación en los días anteriores al movimiento.
Gobernaba en Córdoba como es sabido el brigadier Gutiérrez de la Concha. Era Obispo de la ciudad Orellana, Comandante de Armas, Allende, teniente Asesor Rodríguez y Ministro Tesorero Moreno. Es bueno recordar la calidad y las funciones de los promotores de la rebelión. Toda la actuación gubernativa de Córdoba, toda la actividad, se desarrolla en esos momentos en plena normalidad; nada ha interrumpido la paz provinciana y nada aparece en el espíritu de la población que autorizara a pensar que era la docta ciudad campo propicio para la emancipación. “Los acontecimientos no se conocían en Córdoba con prontitud: ellos habían creado al Virrey Liniers una situación vidriosa, como se sabe. Los ecos de la capital llegaban tarde, apagados y débiles al interior; de manera que causó gran sorpresa aquí la noticia del nombramiento de Cisneros para remplazar a aquel;” (pág. 115) Esto refleja bien la situación de Córdoba; nada se sabía allí de las divisiones de la opinión; de lo que el bando español pensaba de Liniers, opinión esta causante en gran parte de su destitución. La poderosa corriente de opinión que lo apoyaba porque lo sabía íntimamente liberal, el bando criollo, con todos sus secretos propósitos, con todas sus aspiraciones revolucionarias, era en absoluto ignorado en Córdoba, y la remoción de Liniers se estimó un acto de política palaciega como tantos otros de los que ocurrían en la administración. Más que por la importancia efectiva de este hecho, importa asentarlo como comprobación del estado de la opinión, como demostrativo de la falta de predisposición para un movimiento separatista. Así se explica el estupor causado por las notas de la Audiencia y la Junta. La deposición del Virrey se juzgaba tal como si hubiera ocurrido en momentos de plena normalidad, y se pensaba que constituía un gravísimo atentado a las prerrogativas reales, de las que allí nadie hacia cuestión. La Junta se había instalado por la fuerza o la voluntad de la capital solamente – se dijo por boca de uno de los capitulares – y sin la participación de las demás provincias del Virreynato, lo cual pareció un nuevo atropello, un hecho que estaba fuera del curso normal de los hechos. Los capitulares pidieron tiempo para reflexionar.
Largas y trabajadas sesiones siguieron a aquella en que se leyó la nota de la Junta, de fecha 28 de mayo. Los miembros del Cabildo, ya íntimamente definidos en favor o en contra de la revolución, discutían sin llegar a un acuerdo sobre la respuesta que correspondía a la nota de la Junta, resolviendo por último diferir la contestación hasta la llegada del siguiente correo de Buenos Aires, cosa que ocurría el 15 de junio. A todo esto el Gobernador tomaba medidas para asegurarse en el poder, deportando vecinos que suponía desafectos a su autoridad ya que Gutiérrez de la Concha tenía en su contra una poderosa fracción que respondía en cierto modo a las inspiraciones de Ambrosio Funes, hermano del Deán. Pero el 6 de julio se recibe una nueva nota de la Junta. Esta nota estaba motivada por haber llegado a Buenos Aires en esa fecha ya, la sumisión a la Junta de gran parte de los municipios del Interior: Maldonado, Colonia del Sacramento, Concepción del Uruguay, San Luis, Misiones, Santa Fe, Corrientes, Salta, Tarija, Mendoza, Tucumán, San Juan, en tanto que no había llegado ni de Montevideo, ni del Paraguay ni de Córdoba. La nota preguntaba si insistía en no reconocerla y afirmaba proceder en seguridad de los derechos del Rey y bien del estado. Estas afirmaciones que en Buenos Aires podían resultar absolutamente inocuas ya que nadie ignoraba el verdadero sentir de la población, eran capaces de desconcertar a los pueblos del interior que no estaban al tanto de los vuelcos de la opinión de la capital. Fue a raíz de ellas que parte de los capitulares aceptaron abiertamente a la Junta mientras otros, quizá por la actitud radical de aquellos y un poco por oposición tradicional centro de la política local, se decidieron a solidarizarse con la actitud del gobernador, quien acompañado de los principales funcionaros se disponía a organizar la resistencia. Mucha fe tenían los organizadores en que lo secundara la población de Córdoba y mucha desconfianza inspiraba a los que simpatizaban con la opinión revolucionaria. Es así que el Deán Funes asegura a Vieytes que sería un verdadero peligro el que entraran en la ciudad los organizadores de la resistencia. Pero las instrucciones que la Junta impartiera a Ocampo el 16 de junio eran terminantes y tras algunas dificultades se cumplieron con todo rigor. Acaso interese agregar para demostrar más aun la opinión cordobesa que de los once cabildantes que asistieron a la sesión en que se propuso remitirse a la autoridad del Virrey de Lima, seis, esto es, la mayoría, votaron aceptando tal medida. Ocampo en la ciudad, ésta se tranquilizó y se avino con la situación de hecho creada. Se realizó la elección de diputado a la Junta en la que se eligió el Deán Funes por 173 votos, y a solicitud de su hermano D. Ambrosio Funes, se agregó a las instrucciones que se entregaban al Diputado una proposición que empezaba así: “Que asentado el principio de que el nuevo gobierno de la capital no tiene otras miras que restaurar la felicidad pública mediante la conservación de los augustos derechos de nuestra religión, de nuestro Rey y de la Patria…” Esto se decía después de la elección que fue el 17 de setiembre.
Júzguese si los acontecimientos ocurridos en Buenos Aires en los tres meses siguientes a la revolución, no bastaban para desengañar a los pueblos del interior sobre el respeto al soberano y a sus derechos. Todo este proceso está expuesto en la Crónica de Córdoba, si no con amplitud, al menos con minuciosidad. Todo el mecanismo de la cuestión puede ocultar su íntimo sentido en una lectura ligera pero deja ver claramente el definido carácter conservador de la sociedad cordobesa, su falta de eco para las ideas liberales y los propósitos de libertad que se agitaban en Buenos Aires. Ciudad culta como lo podía ser Buenos Aires, estaba sometida a la tradicional influencia del clero, que componía en la docta ciudad la mayoría de la clase pensante y estaba, por esa tutela espiritual, impermeabilizada contra toda corriente ideológica avanzada tal como las que a través de Le contrat social y L’esprit des lois, y toda la obra de los enciclopedistas, había llegado a las clases cultas de Buenos Aires. Sabido es el espíritu antirreligioso y anticlerical del movimiento iluminista y es fácil apreciar que sus obras representativas sufrirían en Córdoba, un casi definitivo alejamiento. Todo esto, como así también la falta de contacto directo con las agitaciones y turbulencias de la vieja Europa, la falta de contacto con gente que viniera de allí, hacía en el interior menos propicio el ambiente para cualquier renovación. Este ambiente burgués, un poco señorial y burocratizado en extremo, aparece con caracteres claros en la Crónica de Córdoba, que si bien es sensiblemente fiel en cuanto a la exposición de los hechos, no puede evitar un atisbo de reproche para el duro castigo y el consiguiente estigma que la revolución impuso a la ilustre ciudad mediterránea.

La doctrina federal y Bustos. El papel de Córdoba en la guerra civil. La constitución de Córdoba. Córdoba y el movimiento federalista
Sin entrar a discutir la actuación personal de los que actuaron en él, cabe afirmar que toda la política del Directorio fue desastrosa para las provincias. Hay en ella una especie de incomprensión, de obstinada ignorancia, no ya para las necesidades de los pueblos del interior, sino también para las ambiciones políticas, legitimas en muchos casos, de provincias capaces y poderosas. Ya Posadas había tenido choques con los gobiernos provinciales y no fue mucho más feliz Pueyrredón. Pero fue Alvear quien colmó la medida de la incomprensión. Acaso no pueda haber en todo esto, reproche alguno para ellos; dije al principio que era solamente una cuestión de política, de orientación gubernativa, de clara visión de gobernante. Toda la política centralista del Directorio, justificada en ciertos momentos, no podía subsistir a costa de las aspiraciones de los pueblos, ni podía dejar de chocar con las ambiciones, quizás no desmesuradas de no habérselas contrariado sistemáticamente, de los caudillos que se sentían con capacidad y con prestigio. Muy distinta aparece ahora la actuación de los caudillos. Quizás tuvieran un sentido bárbaro del mando, quizás parecieran demasiado señores medioevales, sin freno ni control. Pero había en su prédica, en su acción, un principio de liberalidad muy parecido al que defendía el señor feudal contra la corona. El castillo feudal, aun cuando en su interior ocultara desmanes de una bárbara autoridad, llevaba en su seno un germen incuestionable. Era la libertad individual, era el freno a los gobiernos centrales, freno contra la penetración progresiva del poder real. Este contraste que representa el castillo feudal, con su contenido simbólico por un lado y su realidad, un poco brutal, por otro, tiene mucho de semejante con el fenómeno de nuestro caudillismo, y obliga a quien medite sobre el asunto a no insistir demasiado en la torpeza, en la brutalidad, en la crueldad de estos señores americanos de horca y cuchillo. Es una imposición de la hora, esta de ser en la realidad lo contrario de lo se quiere llegar a ser, la antítesis de lo que se persigue en la teoría, pero no hay en la oposición una antinomia irreductible. Es necesario llegar a la contemplación de los destinos históricos, alejando un poco la realidad de lo inmediato, que es generalmente, lo que no subsiste, lo que es casual, impuesta por una circunstancia inevitable. El caudillo de nuestros pueblos del interior, era una especie de señor de estancia, era generalmente un inconsciente político, con el solo caudal de su picardía y de su ingenio. Piénsese en cambio cuales eran sus enemigos. Era el joven ilustrado de Buenos Aires que había viajado por Europa y que ostentaba un título de doctor en Leyes de la Universidad de Charcas o de Córdoba; era el general de familia patricia; era el político sagaz y “político” que no había cruzado jamás el arroyo del Medio y a quien la galera que partía para el interior irritaba en lo más supercivilizado de su sensibilidad. Estos enemigos imponían gobernadores a las provincias, de su misma sensibilidad y de su mismo alcance político; estos enemigos dictaban constituciones unitarias de vaga tendencia monárquica y absolutista; estos enemigos encendían – ellos, no los caudillos – la guerra civil para no perder desde Buenos Aires el control de la situación. Este era el panorama que tenían ante sus ojos los hombres del interior, los que sentían capaces para entender las cosas de su tierra, y se apoyaban en su prestigio, muchas veces probado, de varones valientes. No hay que empezar por condenar toda ambición, porque es el juego de las ambiciones lo que ha movido desde siempre a la historia. El caudillo era generalmente un ambicioso – no lo eran menos los políticos de Buenos Aires – pero podía haber – podía al menos y esto basta para meditar un poco más la sentencia – en su ambición no un propósito mezquino o ruin, sino un propósito de libertad y autonomía. Córdoba fue de todo esto un ejemplo claro. A ella no puede llegar el estigma fácil de salvaje o de “gaucha”. Era provincia culta si las había, de larga tradición, de reconocido prestigio. Fue ella sin embargo de las primeras que respondió – aun peleando sus hombres en los ejércitos unitarios – al llamado federalista que venía desde el litoral. Y no fue su respuesta una veleidad momentánea: fue una decisión firme y sostenida. No fue llevada al azar, sin control; como ninguna otra provincia se sintió Córdoba consciente de sus destinos políticos, más consciente, más legítimamente consciente que las provincias de López o Ramírez. Garzón plantea con claridad este momento. Artigas primero y López después, habían comenzado a dar la voz de alarma, no en un sentido teórico, doctrinario, sino en una reacción inmediata, contra la prepotencia de Buenos Aires y de sus autoridades. Artigas imponía condiciones; sus exigencias, no muy claras, dejaban entrever una especie de sordo rencor, un como deseo de no llegar a avenirse con los hombres de Buenos Aires. Era distinto el caso de López, por ejemplo, quien mostraba, al menos, una mejor voluntad, un menor temor de entrar en el juego vertiginoso de la política porteña. Pero veamos cómo se presenta en el libro de Garzón este momento.
Era gobernador nombrado por el Director Posadas, Francisco Antonio Ocampo, el año 1815, cuando llegó al poder Alvear. Fue entonces cuando Artigas acentuó su acción de resistencia, invadiendo Santa Fe. Había en la proximidad de estas tropas como una incitación; “El Cabildo de Córdoba – dice Garzón – simpatizaba con el principio de autonomía local”. Pero Córdoba no se movía accionada por un caudillo de empuje y de prestigio, sino al solo paso de sus inclinaciones. Y nada dijo todavía. Pero poco había de tardar el pueblo de Córdoba en dar una decisiva muestra de sus convicciones. Fue a raíz de una nota de Artigas al gobernador Ocampo, en que lo incitaba a hacer retirar las tropas de Buenos Aires. El pueblo reunido en la Plaza aceptó de hecho la renuncia del gobernador y “concurriendo en grupos numerosos de todas las clases sociales, inclusive el Provisor, clérigos, superiores y frailes de las órdenes religiosas, presididos por el Ayuntamiento” procedió a elegir sucesor legal. Eligiose al Coronel José Xavier Diaz y fue ésta la primera elección libre, popular, que se hiciera en la docta ciudad. “Córdoba – comenta Garzón – volvía al camino iniciado por la revolución, practicando los principios de ella.” Había, en efecto, reconocido la soberanía popular al aceptar la junta de Buenos Aires y se daba ahora un gobierno que emanaba de ella misma. De este gobierno no pueden hacerse reproches fáciles. No provenía de un hombre de arrastre popular la influencia, ni era en rigor una influencia popular la que originaba el cambio de régimen. Era un régimen que estaba latente en las aspiraciones del interior y que ungía a un hombre en quién la provincia confiaba.
Este pronunciamiento del año 15 encierra ya toda la teoría federal de Córdoba. El delirio vesánico de Bustos en sus últimos tiempos, es un hecho personal que no puede tener trascendencia. Llegó al gobierno por ambición; pero tuvo a sus espaldas todo un pueblo que creía en él. Pero no precipitemos los acontecimientos.
El gobierno de Diaz, dificultado por circunstancias políticas, llego a estar en una crisis insostenible, y el Director ordenó la delegación del mando en el Cabildo. He aquí un momento que es importante señalar. A tal intimación Córdoba pone por medio de su Cabildo una objeción fundamental. El mandato del gobernador era de origen popular; era el pueblo de la provincia quien lo había elegido y nada tenía que hacer el Director en su deposición. Fue así como tuvo que resolver el Congreso en la renuncia interpuesta por Diaz y nombrar sucesor a Funes. Pero poco duró este en el gobierno; infranqueables dificultades se opusieron a su continuación en el poder, de importancia tan considerable como la rebelión de Bulnes y a poco renunció. Fue designado entonces por el Director Pueyrredón el Dr. Castro, para ocupar la gobernación. A este nombramiento de origen centralista se opuso tenaz resistencia, que había de durar largo tiempo; No fue una resistencia armada, con rebeliones tumultuarias. Era la resistencia sorda de quien se ve vulnerado en derechos inalienables. Estaba la resistencia en el Cabildo, en el pueblo mismo. Ya en los últimos tiempos un anuncio de fronda que percibíase en el ambiente, obligó al gobierno central a proceder contra los montoneros de López que se acercaban a Córdoba apoyando algún secreto intento contra la prepotencia centralista. Y fue justamente Bustos quien se hacía cargo de esas tropas unitarias. Pero había en el ambiente de la tierra natal un campo propicio para su ambición y Bustos no hizo sino aprovecharlo. En su bandera federal, es posible que se descubran muchas manchas, muchas oscuridades; pero lo cierto, lo que aquí importa, es que Córdoba era federal, conscientemente federal, no por la turbia maniobra de un caudillo, sino por una convicción popular, intima, contenida a veces y no manifestada, violentamente, como en el periodo de Castro, pero lista para expresarse en la primer circunstancia favorable. Esa circunstancia se presentó el año 20 y Bustos llegó al gobierno sostenido por una fuerte y legítima aspiración popular. Pero había más. La Asamblea del 18 de marzo de 1820, había creído necesario hacer una manifestación teórica, definitiva, de su condición de “independiente, soberana y libre”. Y fue bajo esa inspiración cómo se produjo la elección de Bustos. Todo esto sucedía el año 20. Después hemos de ver en Buenos Aires a los unitarios acusar de traidores a la causa americana a los caudillos del interior, por querer consolidar esas aspiraciones de los pueblos. Después de eso hemos de ver a Rivadavia confeccionar planes utópicos para la colonización de tierras que apenas sospechaba y redactar una constitución casi insultante para las provincias. Todavía después de estas categóricas definiciones de provincia tan insospechada de primitivismo como Córdoba, los hombres de Buenos Aires han de insistir obcecadamente en un teórico afán de centralización, imposible aunque solo fuera por los obstáculos materiales. Quizá no fuera exagerado decir que 35 años de oposición tiránica a la legitima aspiración de autonomía de los pueblos, exigieron una invasión violenta, un despertar brutal una “eclosión” gaucha, una dictadura de un Rozas.
Poco habría que agregar para dejar sentado definitivamente que no era la obsesión de un caudillo lo que determinaba la organización autonómica de las provincias. En esto ha de ser Córdoba también quien ilustre al estudioso. Era gobernador Bustos y se hallaba entonces empeñado en una salvaje lucha de montoneras contra el Supremo Entrerriano. Desde Buenos Aires se intentaba apagar el pronunciamiento popular de Córdoba y dentro de ella se organizaba un partido antibustista. Tales eran las circunstancias cuando la Asamblea promulgó la primera constitución provincial que se haya dictado en el país. Esto hecho y las sucesivas violaciones que Garzón muestra en su Crónica, propone un asunto interesante. Frente a la ambición desmesurada de los hombres, frente a la frenética sed de poder de los caudillos, había una conciencia que llamaríamos teórica que propiciaba la organización, que se sabía libre, y que, aunque temía, deseaba expresar un afán de cimentación política. Frente a este hecho que resalta en Córdoba sobre todo lo poco o nada importa la contingencia práctica de una ambición o una locura de poder. Todo eso adquiere los contornos de una crisis morbosa de personajes, que no aminorará en nada la importancia del movimiento de opinión, que, retrasado en su cumplimiento por circunstancias desfavorables, no podía dejar de cumplirse en el andar de su evolución histórica.
Poco más podría agregar que revelara el interés que presenta en este sentido la Crónica de Córdoba de Ignacio Garzón. Los períodos subsiguientes, las gobernaciones de Paz y de los dos Reynafé, no hacen sino ahondar el viejo conflicto. Pero después del año 30 la influencia de Rozas, visible ya con netos caracteres, adquirió a poco proporciones insospechadas; había una necesidad de su anuencia para constituir los gobiernos y produjo por su pedido, con el retiro de su protección, la caída de Reynafé: de aquí en adelante no habrá apenas política cordobesa que no se mueva por los sutiles resortes del dictador. Eternizó en el poder a un gobernador, Manuel López, de quien hizo su instrumento, e introdujo su prestigio popular en Córdoba con habilidad y celo. A poco, Córdoba veía en sus calles repetirse las escenas que ya Buenos Aires condenaba y en la Legislatura se hacía reunión solemne el día de la inauguración del retrato de Rozas en la sala de sesiones. Poca agitación hubo en Córdoba contra la tiranía, y sólo los últimos tiempos vieron con simpatía las incitaciones a la rebelión. Teatro de gran parte de la cruzada de Lavalle y de las revoluciones de los primeros tiempos, no puso Córdoba gran fervor en la derrocación de Rozas. Muchas otras provincias la superaron en esto. Garzón insiste en las atrocidades de la tiranía con el mismo criterio de los historiadores a quienes sigue y de la actuación en Córdoba de los gobiernos rozistas hace un comentario concordante con sus convicciones de odio contra el tirano. En este sentido poco agrega a lo ya sabido el libro de Garzón. Es apenas una glosa melodramática y provinciana de los lamentos furiosos de los historiadores unitarios de Buenos Aires.

Conclusiones
Tras esta visión somera del punto de vista que se trasluce de la obra de Garzón con respecto a los momentos de trascendencia histórica, cumple fijar en forma concreta las conclusiones que la lectura de este libro sugiere.
Digamos ante todo que valor testimonial debemos asignar al libro de Garzón. Dice en más de una oportunidad el autor, que su trabajo de cronista le obliga a señalar los hechos y a callar los comentarios. Este precepto, sin duda uno de los que debe regir la obra del cronista, no lo cumple al pie de la letra y en más de una ocasión su obra parece apasionada, acentuada por un interés, acaso peligroso. Peligroso, porque hay una manera ingenua de mentir con documentos, que es no mostrarlos todos, ocultar los que no son concordantes con el principio sostenido. Garzón trabaja con documentos, pero sin crítica alguna. En la cuestión de Sobremonte la documentación es capciosa e intencionada, sin que esto reste cierta nobleza en la actitud del cronista; pero la nobleza, como todas las consideraciones éticas, poco tienen que hacer con la historia, como para otra suerte de actividades la preconizaba Maquiavelo. Esta circunstancia obliga a poner en tela de juicio la subsiguiente documentación. Pero es innegable que se trata de un cronista informado, ampliamente informado; Tras una breve comprobación documental en casos de gravedad, la información de Garzón puede aceptarse, y puede aceptarse el bloc de su crónica, la ordenación que significa, la visión que proporciona. Acaso haya más fallas de detalle que las apuntadas, pero no me parecen suficientes como para negar valor testimonial a esta obra. Opino en resumen que es un libro útil y de acertadas enseñanzas, que debe someterse sin embargo a control cuando se trata de un asunto concreto y de índole documental. Me atrevería a decir por ello que es precisamente Córdoba una provincia de que puede decirse que tiene, en gran parte de su desarrollo histórico, una verdadera crónica.