El aventurero y la nada. 1948

Una esperanza indestructible constituye la condición de la aventura. Más allá del horizonte cercano, el aventurero sospecha la cálida presencia del misterio, y alienta en su ánimo tan decidida resolución de descubrirlo que no vacila en prorrogar la ilusión del hallazgo cada vez que la experiencia pretende desvanecer sus esperanzas. El aventurero es impensable sin la virtualidad de lo maravilloso. Pero la existencia de lo maravilloso no es imprescindible por sí misma para el aventurero porque sólo lo es de verdad quien puede prometérselo contra toda evidencia. Hasta la nada parece asegurar un más allá inexcusable al verdadero aventurero, que se atreve a sumergirse en ella sabiendo que ha de transponerla impertérrito. Naturalmente, hay quien se sumerge en la nada precisamente para no salir de ella; pero ése es lo contrario del aventurero, como Sartre, a quien la nada le ofrece el brazo en el tétrico y urbano desierto parisiense. Pero hay, sin duda, quien la advierte y la imagina como el beduino imagina el desierto, mezcla de nada y de todo, ínsula y contorno de su mundo. Así parece ser el autor de Kaputt, Curzio Malaparte, aventurero antes y ahora, para quien la nada constituyó una experiencia subyugante, pero que siente en el llamado de las auras de Capri el mensaje de una nueva aventura imaginable más allá de la nada. De pronto hay en él, advirtámoslo, la sombra de la angustia, pero no es sino una sombra evanescente que no resiste el contacto de la realidad elemental. Su realidad es para él “algo”, y la redescubre a cada instante con un incontenible gozo, como si se palpara lo que creía un muñón y descubriera el miembro intacto. Sólo un aventurero puede suscitar tanta nada y dejar intacta, sin embargo, una esperanza. Porque esta Europa kaputt de Curzio Malaparte sonríe entre las sombras y parece musitar en el oído de su confidente una promesa de resurrección.

Todo en la personalidad de Malaparte denuncia el aventurero: la tendencia a la contemplación gratuita; la fácil inmersión en ambientes heterogéneos y su elegante hastío, la perceptible y curiosa mezcla de audacias y temores y la no menos curiosa de adulación y de soberbia, la insaciable curiosidad por el paisaje y por el espectáculo de la naturaleza humana en acción; hasta su tendencia a reemplazar las andanzas en los vericuetos de los palacios ministeriales por otras no menos arriesgadas en las retaguardias de los frentes de guerra… Aventura fué para él sumirse en una Europa kaputt para hurgar en su entraña, aventura fué su capitanía del regimiento alpino, su diplomacia, su facismo y su antifacismo, su literatura y hasta su prisión en Regina Coeli. Aventura nada más, acaso para vivirla, o más seguramente para contemplarla y relatarla al calor del recuerdo en una reunión aristocrática o en las páginas de un libro sensacional. Como lo fué antes la Técnica del golpe de estado. Porque sensacional quiere ser el propio Malaparte, o mejor —como quizá lo hubiera dicho él— un autor wunderbar capaz de sorprender en una instantánea la imagen de un continente kaputt. Tanto que alguna vez parece adivinarse la sonrisa del experto juglar que se regocija con el estupor que han provocado sus palabras.

Quizá no estuviera muy desacertada Frau Brigitte Frank cuando le dijo una vez en Cracovia (¿le dijo una vez? ¿en Cracovia?) que era un enfant gaté, capaz de permitirse las más transparentes ironías con el Gauleiter de Polonia. Al enfant gaté le gusta la ironía, le gusta la aventura, le gusta conmover a las bellas princesas y a los príncipes sentimentales con fantasmagóricos relatos en los que aparecen ojos de vidrio, vírgenes prostituidas y soldados antropófagos; hasta le gusta de vez en cuando desafiar un poco el peligro para adquirir ese mínimo de experiencia personal indispensable para que sus relatos tengan el signo palpitante de la vida. Wunderbar, el autor de este extraordinario reportaje, que ha conseguido hacer un libro maravilloso —digamos very nice y casi amusant— sobre el recuerdo vivo de las ruinas y casi dentro de ellas, con una prosa itálica bien cincelada en la que se instalan a sus anchas y con premeditada afectación vocablos de cinco o seis lenguas. Europa kaputt, sí —parece decirse Malaparte—, pero Europa existe puesto que yo existo, y existirá siempre resucitada de entre sus ruinas. ¿Le regocija esta certidumbre, o es, acaso, su regocijo el que le proporciona esa evidencia? Porque, sin duda, a este magnífico suscitador de paisajes le regocija el espectáculo de la naturaleza y le regocija el espectáculo de la humanidad hasta cuando se muestra un poco menos respetuosa de su propia dignidad de lo que convendría para asegurar cierto fair play entre el espectador y el espectáculo. En el fondo, a fuerza de ser fiel al viejo precepto de Terencio, casi le regocijan esos alardes feroces de vitalidad que se esconden tras la crueldad o el miedo. De todos modos, también la crueldad y el miedo parecen afirmación de la vida. Lástima que ni el Gauleiter Frank ni el inefable doctor Pavelich tuvieran la costumbre de rubricar sus decisiones con arias de encendido patetismo. Pero el espectáculo ha desmerecido mucho sin duda en los últimos tiempos, y acaso debamos lamentar que Malaparte haya nacido en un mundo torvo y refractario al melodrama, siempre preferible al drama a secas. ¡Qué memorias nos hubiera dejado de haber vivido en la época de Casanova y Floria Tosca (la de Puccini), en ese dorado y convencional siglo XVIII lleno de intrigas y puñales armonizados sobre un fondo de Fragonard o de Tiepolo! Pero no le fué dado contemplar sino la Italia “proletaria y fascista” primero y la Europa kaputt después. Y para mostrar su multiforme ingenio, su indiscutible talento, su impertérrita mundanidad y su inquebrantable esperanza en la aventura humana, Malaparte se introduce hábilmente en la Europa kaputt —que no era su mundo predilecto— y le da vuelta para poner al descubierto sus vísceras corroídas por la gangrena y el sucio mar de sangre corrompida que las envuelve. Nadie podrá negar a Malaparte su fidelidad a la realidad, porque, ciertamente, pocas cosas le estarían negadas en el campo de la ficción literaria. Prefiere, sin embargo, mostrarnos adolorido la Europa kaputt, ya casi la nada. Pero en su dolor mismo, en su juglaría y en su mundanidad, algo parece querer asegurarnos que Europa no está verdaderamente kaputt. Quizá sea éste su mensaje más importante. Subsiste la esperanza, y la nada —la nada del tétrico y urbano desierto parisiense de Sartre— no debe ser considerada, parece decirnos, sino como una alucinación inconcebible, por ejemplo, en la clara atmósfera de Capri. Acaso resida en esto la curiosa grandeza que, pese a sus defectos encierra este magnífico reportaje hecho personalmente por Malaparte al engañoso fantasma de la nada, de la Europa kaputt.

Pero el enfant gaté de genio aventurero y barroco no sitúa su esperanza de este lado sino más allá del horizonte. Ciertamente, hay una Cólquida lejana donde se esconde lo maravilloso, pero mientras cruza el ancho mar, Jasón prefiere avizorar las olas y los vientos para prevenir el naufragio. Malaparte contempla también su mundo en derredor, sin descorazonarse por el sangriento espectáculo, y en el ámbito de la hegemonía germánica comienza a observar agudamente y a fijar en su recuerdo lo que observa para traducirlo luego a través de la tibia crudeza del recuerdo. Alemania —dice Malaparte— es un pueblo enfermo y lleno de miedo cuyos múltiples males se cubren con máscaras diversas: el vitalismo, la crueldad, el desprecio por lo que no es alemán, no son sino signos reveladores de su enfermedad y su miedo. Hasta del insolente salmón parece tener miedo Alemania, representada por el tesonero y enérgico general que evoca Malaparte en un capítulo delicioso: porque el salmón se atreve a defenderse, como si desconociera la justificada superioridad del Herrenvolk. Pero este miedo constituye durante mucho tiempo el motor eficaz para la lucha por la hegemonía. Y tales son las armas y el ímpetu, que el miedo se proyecta en la Europa ocupada, no sin fundamento, hasta deshacer sus reservas morales. Es el miedo del miedo. Rebaños impotentes de humanidad escarnecida maldicen al neurótico Júpiter que desencadena tanto horror desde el palacio de la Cancillería, y maldicen, siguiendo un riguroso orden jerárquico, al gobernador general, al comandante militar de la ciudad, al sargento que se incautó de la casa privada y al soldado que consideró conveniente a los intereses militares quedarse con un par de botas enemigas. Todos maldicen, pero todos descubren su impotencia: los judíos que se apretujan en el ghetto de Varsovia bajo los solícitos cuidados del gobernador Fischer, las muchachas de Soroca condenadas a veinte días de prostíbulo antes de morir, los nobles polacos, los campesinos rumanos, los guerrilleros yugoeslavos, los comerciantes franceses; hasta los italianos; hasta los asiduos visitantes del palacio Chigi; hasta el conde Ciano; acaso hasta el propio Mussolini .. Todos maldicen la opresión y la prepotencia del colérico Júpiter del palacio de la Cancillería. Pero todos descubren que no pueden nada, que no son nada, y se aniquilan a sí mismos, embebidos por la afanosa preocupación del pan de cada día bajo un cielo gris de bombarderos.

Afortunadamente Malaparte descubre una Europa donde no pesa agobiadoramente la hegemonía germánica. Ahí está Rusia, que Malaparte contempla desde este lado de las trincheras, pero que le asombra a la distancia por su decisión de salvarse, de ser. Y ahí están los antes idílicos países del Báltico, en los que, a pesar de todo, subsiste incólume el afán de vivir. Malaparte se muestra impresionado por la experiencia de Finlandia y Suecia. Allí la guerra no constituye sino un vago rumor, un fondo sonoro ante el cual parecen continuar representando su drama peculiar unos pueblos un poco diferentes de los que ha conocido hasta entonces y que lo reconfortan y le divierten. Eso también es Europa y no es kaputt. Malaparte se solaza en la contemplación de la solicitud del gobierno finlandés para con el pobre reno herido, o en el recuerdo de la épica borrachera internacional de Rovaniemi, en Laponia, en la que el ministro de España se atrevió a gritar “Merde a l’Allemagne” en las propias narices del general Dietl, el héroe de Narvik. Aquellos eran oasis, y en cierto modo, probaban que Europa no estaba completamente kaputt.

Y no era el único testimonio. ¿Y el odio? ¿Y la resistencia? Ni siquiera Italia le parece absolutamente kaputt. Pero el miedo del miedo ha hundido a media Europa en la nada deletérea y será menester sacudirla y oxigenarla, despertarla de su sueño, suscitar sus potencias dormidas, sacarla, en fin, de la nada. He aquí la nueva aventura. Tras ella se descubrirá lo maravilloso… El aventurero se inclina otra vez sobre el ser de Europa como Cellini sobre el metal áureo y el sueño recomienza en persecución de las formas.

En Malaparte impresiona sobre todo la fuerza del escritor que suscita imágenes directas. Si no se reiterara demasiado la interpolación de la anécdota dramática en el curso de un lento relato de intención psicológica, la arquitectura del libro sería de una magnífica y vigorosa armonía. Porque Malaparte domina el uso de las gradaciones tonales y sabe utilizar los elementos dramáticos con equilibrio, con la acentuación justa. Dispone para lograrlo de una capacidad poco frecuente para perfilar el tipo de sus personajes, de pericia para organizar las situaciones dentro de la atmósfera necesaria, de dominio literario para manejar el diálogo con extraordinaria eficacia.

Pero su fuerza predominante reside en su lenguaje barroco, en el que se mezclan con rara sabiduría el academicismo y la modernidad, y gracias al cual Malaparte parece impostar el pensamiento y proyectarlo con formas provocativas y sutiles. Gracias a él, los hechos adquieren una insospechada categoría y la crónica parece alcanzar la dignidad de un dramático testimonio. Pero lo cierto es que posee esa dignidad por sí misma, porque Malaparte sorprende con inequívoca intuición el tono predominante de nuestro tiempo, en aquello que es auténtico y en aquello que es falso, y no por eso, sin embargo, menos significativo.