Acaso no haya más profunda definición del azar interpretativo del extranjero, que aquella que expresaba paradojalmente Ortega y Gasset cuando decía, queriendo justificar su desacierto posible en la captación de nuestro paisaje: “La verdad del viajero es su error”.
Quería él significar que quizá la línea del error, el sentido de la deformación, podía traer implícita una parte de la verdad, desconocida para el autóctono; e incitaba — en aquel ensayo La Pampa… promesas, en que estudiaba nuestro paisaje — a meditar sobre el error del viajero, seguros de descubrir algo de nosotros mismos en él.
Porque es algo de nosotros mismos la imagen que de nosotros se tiene. De esa profunda relación entre las imágenes de las cosas y su esencia, puede esperarse, si no la determinación definitiva de esta última, al menos una cantidad mayor cada vez de perspectivas de la realidad esencial. Y eso nos ofrecen las imágenes de los viajeros: perspectivas de nosotros mismos, condicionadas, es cierto, por su propio juicio, pero secretamente destinadas a coadyuvar en esa labor de años que es la sedimentación de la propia imagen.
Una vez lograda esta plasmación casi definitiva, casi inalterable también, de algo, es ella, la imagen-matriz diríamos, quien condiciona las perspectivas personales. Pero mientras no se ha logrado, cada individuo se encuentra arbitrariamente libre en su juicio, y atiende no a lo fundamental sino a lo que más le atrae por su temperamento o sus preocupaciones. Claro es entonces que mientras más tenue e impreciso sea un objeto, más arbitrarias y parciales suelen ser sus imágenes.
De esa especie de objetos es Sudamérica y esa suerte de imágenes ha proyectado: indecisas, capciosas, superficiales. Observada desde los más diversos observatorios, pareció a cada uno de manera distinta, inclinada en un cierto sentido, agobiada por equívocos destinos. Hay una Sudamérica tradicional ya, entre ibérica y mejicana, con mujeres de mantilla y peineta, y toreros por las calles céntricas; fue creada en los cabarets de París y pasó a engrosar la carnavalesca imaginación de los directores de Studios de Hollywood. Y hay otra Sudamérica no menos notoria, temida en Wall Street y en la City de Londres, esencialmente representada por un general revolucionario intentando provocar alzas de valores.
Pero junto a esas imágenes espontáneas, no desprovistas de cierto valor simbólico, hay otras maduradas en silenciosas meditaciones y no por eso menos arbitrarias: la imagen del materialista histórico que explica la modalidad sudamericana por su situación de factoría económica, o la del intelectual que la desprecia por su ausencia de valores culturales.
Por sobre estas se eleva otra estirpe de interpretaciones, optimistas y fervorosas. A veces se las ha tachado de literarias, porque era elegante llamar literario al optimismo y al fervor. Siguen en pie, sin embargo, los nombres de Rodó y de Waldo Frank, harto distintos en sí mismos, pero coincidentes en esperar del futuro de América una realización definitiva.
Entre todas estas imágenes que Sudamérica ha proyectado, una sola nota es posible encontrar en que todas coincidan. En inexplicable concierto, el banquero y el materialista, el pensador y el dueño del cabaret, sobreentienden que Sudamérica no vale hoy por sí misma y que no es sino un reflejo de otra cosa, sin carácter y casi sin contenido esencial. Un reflejo de la economía capitalista europea, del carácter ibero-mejicano, de la novela francesa de fin de siglo. Categóricamente, Waldo Frank afirmaba que lo único que existe por ahora son esas prometedoras palabras: Nuevo Mundo.
Todas estas interpretaciones del sudamericanismo coinciden, pues, en asignar a lo sudamericano un valor negativo. No habiendo nada auténticamente sudamericano, excepto las revoluciones y las manolas, sería un exceso inexcusable el perderse en arduos intentos de profundización. Sudamérica no interesa por lo que es sino por lo que refleja, y basta con analizar sus proyecciones para saber a qué atenerse. Esto es lo que llamaremos el sudamericanismo exterior.
Pero he aquí un viajero que nos honra en forma desusada. El conde Keyserling se ha ocupado de nosotros y nos describe y analiza en un grueso volumen (1). Contempla nuestros defectos y virtudes con agudeza, y los explica con profundidad. Nos observa y nos juzga. Pero sobre todo el conde Keyserling, tras de mirarnos fijamente, ha llegado al fin a un resultado inesperado que es menester apresurarse a declarar: Keyserling nos ha descubierto una esencia.
¿Es posible que no se haya reparado antes en esto? ¿El sudamericanismo era un fenómeno tan insignificante, tan absolutamente desprovisto de personalidad, que hiciera más interesante la investigación de sus posibilidades y proyecciones que no la austera comprensión de su esencia? Aun los que no creían demasiado en la intuición eslava del elegante filósofo de Darmstadt, deberán declarar que ha adivinado nuestro secreto. Keyserling inaugura una nueva imagen de nuestro mundo: una imagen que podría llamarse esencial.
Keyserling declara que era necesario para él este viaje, no para enseñar sino para aprender. El viaje fue fructífero: “La América del Sur me ha dado más que la India o la China. El chino tanto como el hindú, es mi pariente próximo porque vive también por el espíritu. Y desde allí, su diferencia conmigo no tiene más significación para mí que la que me separa del inglés o el francés. Ahora bien: el sudamericano es absolutamente hombre telúrico”. Es así —dice— como adquirió una nueva perspectiva de la realidad: la perspectiva desde el punto de vista de la tierra.
Esta disociación entre el punto de vista de la tierra y el del espíritu plantea en su legítimo terreno el problema sudamericano. Hay, pues, una esencia sudamericana, que es superfluo buscar desde el punto de vista del espíritu, pero que se advierte desde otro mirador. Sudamérica es un continente sometido a influencias telúricas, y así determina su paisaje, su vida, su ejemplar humano.
Y todo aquello que antes parecía arbitraria desorganización, carácter anodino o insubstancial , se vertebra ahora en un orden integral, un orden de naturaleza telúrica.
Tres paisajes ofrece Sudamérica que coinciden en su carácter de primordialidad: la puna, la selva, la pampa. Keyserling encuentra en los tres un mismo tono de vida —que le permite llamar a Sudamérica El Continente del Tercer Día de la Creación —, caracterizado por ciertos fenómenos de sentido parejo: el apunamiento, la nostalgia de la muerte, “el deshacerse de los miembros” de la meseta; el horror de la selva y la obsesionante imagen de la serpiente, tal como la ve pintada en La Vorágine de Rivera; y la evocación de la fauna y la flora primitivas sobre la pampa.
Sobre este mundo primordial, pues, los tres paisajes se unen en esa característica esencial. La vida sudamericana resulta así homogénea, pese a la disparidad del fondo, merced a esos caracteres comunes, y cobra un aspecto peculiar que Keyserling explica en relación inquebrantable con el paisaje. Le llama él “la vida primordial”.
No podía existir sino “vida primordial” sobre el Continente del Tercer Día de la Creación. Una profunda convicción de esa relación entre la vida y el paisaje le hace decir que cada vez que una nueva vida surge sobre el continente, su nacimiento toma el carácter de un comienzo primordial. La vida toda, no maculada aún por la aparición del Espíritu, se encuentra condicionada por otras fuerzas, que si luego serán vencidas por él, son por ahora omnipotentes. Esas fuerzas —que con imágenes simbólicas llama él Miedo original, Hambre original, Mal original, etc.— son todas elementos primordiales, solo explicables en ese Mundo del Tercer Día de la Creación, en que el Espíritu no ha logrado vigencia alguna. Condicionada por esas fuerzas, la vida no podría ser vivida desde el Espíritu, sino desde esas potencias telúricas, anteriores al Espíritu, las únicas auténticas hoy. Se explica así ese tono vital que Keyserling llama la vida original.
La vida original es para Keyserling el fenómeno central del sudamericanismo. Tres de los capítulos de su libro Meditaciones Sudamericanas estudian los tres caracteres esenciales de esa vida original: Gana, Delicadeza y Orden emocional.
“En la Argentina, por primera vez, he visto hombres que no podían, aun cuando quisieran”. Hay una fuerza original, inconsciente, un impulso interior, sobre el cual la conciencia no tiene imperio: la gana, vocablo intraducible del español, sobre el que Keyserling crea una nueva imagen simbólica—. Hay un mundo de gana, que no es sino bajo fondo humano, vida original, impulso ciego, por oposición —dice— a la vida determinada por el espíritu. No es ni voluntad, ni instinto, ni impulso, ni necesidad interior, sino más bien la asociación elemental de una imagen del espíritu y de un ciego impulso orgánico.
La dominación de la gana es absoluta y la encuentra él latente en la atmósfera moral de Sudamérica. Hay una monotonía originada por la ausencia de todo impulso del espíritu creador, que en la Argentina se enmarca magníficamente entre la inmensidad de la Pampa y la corriente lenta e inconmensurable del río.
Este mundo de gana condiciona, pues, en forma absoluta la vida sudamericana, el tipo de las relaciones individuales y sociales. Origina una vida de monotonía imperturbable, aparentemente rota a veces por nuevas explosiones de gana, que se anulan a poco por ser nada más que impulso ciego. Hay pues una gana, determinante de este mundo, que él opone a todo mundo determinado por el espíritu.
Pero si la gana forma el centro de su experiencia, y sus leyes rigen todas sus reacciones, es la susceptibilidad su motivo fundamental. La susceptibilidad es carácter primitivo y decide radicalmente en la valoración dentro de este mundo de gana; por eso su instancia suprema, que es el resentimiento, es una reacción defensiva, que condiciona todo juicio. Bien y Mal son entonces nociones desprovistas de sentido ético que se traducen por valores de susceptibilidad: Mal es lo que hiere, Bien es lo que no hiere.
Esta susceptibilidad original de la cual importa destacar su aspecto primordial, no es sino una resultante de una fuerza telúrica: el Miedo original. El sudamericanismo es sobre todo, eso: Miedo original que ha alcanzado una extraordinaria delicadeza de sensibilidad.
La delicadeza brasileña es para Keyserling la expresión suprema del respeto por la susceptibilidad del prójimo. Toda la vida sudamericana, hasta el sentido de algunos mitos indígenas, le confirma en esta convicción. Pero esa dulzura sudamericana que reposa sobre la susceptibilidad, tiene por pendant —según la ley de polaridad, dice— una crueldad igualmente refinada. Como los chinos y los japoneses, los sudamericanos son seres de susceptibilidad y por eso en ellos se encarna esa polaridad fundamental. Solo Chile se aparta de ese tipo general, porque no pertenece al clima psicológico de Sudamérica; su divorcio responde a una radical incompatibilidad entre el mundo de la belleza y el de la verdad, que en Sudamérica representan brasileños y chilenos, como en la antigüedad griegos y bárbaros.
Este mundo de gana, en cuya raíz prima la susceptibilidad, y que tan íntimamente se une al paisaje del Continente del Tercer Día de la Creación, tiene ya para Keyserling los primeros elementos para una concepción del mundo autóctona y original. Hay, pues, un sudamericanismo esencial, en el cual la delicadeza es la base de la concepción del mundo, y que postula para sí una cultura de belleza. Tiene a su favor una experiencia vivida, auténtica: la de sus raíces telúricas. “Ignorando el Espíritu viviente, está mejor preparado para recibir el Espíritu que cualquier intelectualista o moralista. Y su ignorancia del Espíritu, tiene más valor que toda ciencia del Espíritu europeo, en el mismo sentido que la ignorancia de Sócrates tenía más valor que la omnisciencia de los sofistas”. No sé por qué, he recordado aquí el libro de Scalabrini Ortiz sobre el hombre de Corrientes y Esmeralda.
El mundo y la vida sudamericana no son, pues, para este profundo adivinador, ejemplares anodinos de la humanidad y de paisaje. Tienen una raíz profunda en donde se engarzan, y desde la cual cobran sentido. Pero no es eso solo. Este mundo y esta vida no están dispuestos al azar, sino que se estructuran en un orden complejo, que no es, eso sí, un orden intelectual. Ese orden —que hace más sólidamente ordenada la vida sudamericana que la de los EE. UU., dice— es no racional, sino emocional.
Este orden emocional surge y se fundamenta en aquel mundo de gana, pero significa una etapa más adelantada, casi la etapa suprema en esta marcha no intelectual. Al elemento del bajo fondo inconsciente se le agrega ahora el elemento psíquico, emocional. El orbe de los sentimientos es aquel de la experiencia vivida por excelencia, y coincide esencialmente con el alma. Y es falso, dice Keyserling, concebir el alma como profunda en la dirección del espíritu, como substancia metafísica. Su profundidad es enteramente en el sentido de la tierra.
El orden emocional es el postrer grado de ese tono vital, y, tarde o temprano, es cubierto si no vencido, por un orden racional. Su primacía en Sudamérica se explica por estar el orbe ibérico regido por él, y su vida superficial gobernada por el espíritu de delicadeza. Y la diferencia de tono entre la vida ibérica y la sudamericana no es, dice, sino la diferencia entre el brillo del oro profundo de España y la plata.
He aquí definida por Keyserling la esencia sudamericana. Entre los dos puntos de vista —el del espíritu y el de la tierra— elige él el último para alcanzarla. Es, pues, una vida telúrica la que descubre, determinada por esas fuerzas primordiales que determinan una vida primordial también. La influencia telúrica origina algunos de los más típicos fenómenos sudamericanos, inconciliables o excesivamente profundos si se los relaciona con el espíritu. La exacerbación de la sensualidad, en la erótica por ejemplo, tiene para Keyserling un sentido solo explicable en función de su primordialidad, un sentido reptiliano; actúan sobre el individuo influencias telúricas y atmosféricas —una atmósfera afrodisíaca— y originan la obsesión sexual característicamente sudamericana.
En esta sexualidad frenética halla Keyserling una de las raíces profundas de la melancolía del continente. La tristeza —que luego él refiere a la primordialidad esencial de la vida sudamericana— aparece entonces como una nueva forma original, “la más profunda fuerza vivida de la profundidad telúrica”. Keyserling, en tren de afirmar virtudes positivas donde solo se ha visto ausencia de algo, dice categóricamente que la tristeza sudamericana tiene más valor que todo el optimismo yanqui y todo el idealismo de la Europa moderna. Son estas dos formas superficiales del espíritu, que no llegan donde llega la profundidad telúrica de la tristeza.
Un intento de glosar las ideas fundamentales de un libro de Keyserling suele ser empresa superior a las fuerzas de sus lectores. De nadie como de él podría decirse aquello de que hablaba de cualquier cosa para hablar de todas. Matizando la exposición rigurosa, se intercalan en este libro, como en tantos otros del autor, problemas cercanos y remotos, todos resueltos por esa magnífica fuerza de su arbitrariedad que a veces es genio. Tiene Keyserling evidente preferencia por las explicaciones simbólicas. Él lo declara y el libro lo confirma. Un sistema de símbolos simple y complejo a un tiempo, expresa las ideas fundamentales a que deberá referir toda su doctrina. A veces entrevé la solución de otros problemas en función de los mismos símbolos, y sacrifica la doctrina por no empobrecerlos en su significación, por demostrar su vigencia y su profundidad. Es lógico que entre tal diversidad de temas, alternen las explicaciones forzadas con las esenciales, esto es, con aquellas en las que de un solo corte ha conseguido llegar al fondo mismo de la cuestión. No podría dejar de señalar dos meditaciones, Destino y Delicadeza, a mi juicio de magnífica visión.
Tal como es lógico esperarlo de su estilo, en una página cualquiera suele sorprenderse el lector de encontrar agotado con genialidad —creo que es el término— un problema cualquiera. Es por eso, casi imposible dar una visión estructurada de su substancia. Pero es fácil hacer una disociación fundamental. Por una parte, las Meditaciones Sudamericanos tratan de ser un análisis esencial del sudamericanismo. Periféricamente, y girando alrededor de los símbolos creados ante la sugestión de Sudamérica, multitud de problemas —tantos como la preocupación, conscientemente despreocupada de Keyserling, ha querido tocar.
El tema sudamericano estrictamente, desenvuelto con solo aparente indisciplina, se ofrece vastamente tratado y afirma un eslabón fundamental en la comprensión del problema. De su estudio y de su fundamentación se desprende una verdad que se ha tornado paradójica, y que convendría no olvidar cuando se quiera abordar este campo de meditación: Sudamérica tiene una auténtica contextura esencial, y a ella se refieren inevitablemente su comprensión del mundo y su vida.
Notas:
1. Conde Keyserling, Méditations Sudaméricaines.