Por José Luis ROMERO
El fenómeno general de la concentración urbana, origen y expresión de los más graves problemas del mundo contemporáneo, adquiere en Hispanoamérica caracteres singulares. El área hispanoamericana se caracterizó desde un principio por la significación atribuida a las ciudades, de las que hicieron los conquistadores los núcleos para la ocupación de la tierra y los centros de difusión cultural para su incorporación al mundo cristiano, esto es, europeo. Desde entonces comenzó cierto juego de relaciones entre las ciudades y las zonas rurales, que constituye una de las líneas fundamentales del desarrollo histórico de Hispanoamérica.
Las ciudades, concebidas según la tradición urbana de la Europa medieval, fueron impostadas sobre una realidad desconocida y comenzaron a operar en relación con ella según las exigencias de situaciones nuevas. Esa relación ha signado tanto el proceso socioeconómico como proceso cultural de Hispanoamérica. De ahí que el examen del papel desempeñado por las ciudades en los procesos contemporáneos deba arrancar de las funciones para las que fueron establecidas, y continuar con las transformaciones que la realidad les impuso. El tema de este estudio corresponde al primer aspecto de este análisis.
En el siglo XVI, sobre todo, la ciudad hispanoamericana nace de actos políticos que, desde el primer momento, se institucionalizan. Ahora bien, el marco institucional es común; se apoya en una legislación homogénea, en costumbres muy arraigadas y en prescripciones prácticas análogas si no idénticas. Inicialmente, pues, los fenómenos urbanos son similares, tan similares como son los textos de las numerosas actas de fundación, o los primeros actos institucionales de reparto de solares o de establecimiento de cabildos. Precisamente, uno de los aspectos más importantes del análisis del desarrollo urbano en Hispanoamérica consiste en señalar la progresiva diferenciación de ciudades y de procesos urbanos que han comenzado por ser idénticos, y a los que las circunstancias han impreso luego tendencias diversas. Pero es necesario evitar un peligro en el que, por cierto, se ha caído muchas veces. Pese a la diferenciación de las ciudades y a su singular proceso de desarrollo, la legislación mantuvo sus caracteres generales; de modo que si se atiende a los esquemas institucionales -en lo economicosocial tanto como en lo político puede caerse en el error de suponer una identidad que la realidad negaba por encima de los textos legales.
De todos modos, esa similitud inicial constituye un hecho fundamental, un dato precioso para explicar numerosos fenómenos de desarrollo cuyo proceso revela el conflicto entre las condiciones impuestas en un principio y las necesidades y posibilidades que ofrecían en cada lugar las circunstancias. Pero no sólo por eso. La similitud inicial se perpetuó de alguna manera -más allá de los cuadros legales- a causa de las condiciones impuestas por la dependencia política de España, lo que significaba sujeción a normas de tipo economicosocial y, además, a causa de una común limitación de posibilidades, según las que España ofrecía, y las que, de hecho, podía ofrecer desde su propia situación en el área europea. Vinculadas preferentemente a actividades comerciales administrativas, las ciudades latinoamericanas no podían evadirse de ese condicionamiento. Era también inevitable, en consecuencia, que se desarrollaran todas dentro de un cuadro común.
Dentro de ese cuadro común es, pues, posible estudiar la ciudad hispanoamericana, su estructura economicosocial, su ordenamiento institucional y sus funciones, las formas de mentalidad y de vida propias de los diversos grupos. Pero desde el principio es necesario señalar las variables que se insinúan en cada caso, y que permiten señalar los orígenes de los cambios que más tarde se harán patentes.
Las condiciones originarias del desarrollo humano
COMO las otras áreas americanas, Latinoamérica nace del proceso de expansión oceánica europea. Este proceso de expansión constituye una prolongación del proceso de cambio iniciado hacia el siglo XI. Castilla llega a América, y este contacto condiciona el proceso futuro en virtud de diversas circunstancias complementarias. Por una parte, Castilla poseía una vieja tradición en cuanto a ocupación de territorios, a colonización y poblamiento, y a catequesis cultural, elaborada en la lucha contra los musulmanes de España. Esa experiencia fue aplicada casi sin variantes al territorio americano, con prescindencia de las peculiaridades del territorio y de las poblaciones americanas. Por otra parte, el territorio y las poblaciones americanas impusieron ciertos rasgos a la ocupación y a la colonización. Las distancias, los accidentes geográficos, la novedad de la fauna y la flora, las particularidades climáticas y, sobre todo, los insospechados caracteres de las culturas aborígenes, sorprendieron a los conquistadores y les impusieron cierto tipo de conducta. Así pues, los dos términos del proceso conquistadores y conquistados contribuyeron a asignarle fisonomía peculiar.
Conviene señalar algunos de los rasgos de esa fisonomía, aunque sólo sean aquellos que interesan para nuestro problema del desarrollo urbano.
El primer rasgo consiste en la aparición de una nueva escala. La magnitud de los accidentes geográficos y, sobre todo, las enormes distancias, suscitaron en los conquistadores una nueva actitud, distinta de la tradicional.
El segundo rasgo consiste en la vaguedad de los objetivos inmediatos. El apoderamiento de metales preciosos acumulados, o aún su extracción, originó actitudes distintas de las que originaba la posesión y la explotación de la tierra, sobre todo si esta última debía ser considerada como un sustitutivo de la riqueza mineral. Y las relaciones con la población aborigen creaban la misma inseguridad, derivada de una doble tendencia: a su explotación como mano de obra, o a su protección y conversión. Esto último -no debe olvidarse- constituía la justificación de la conquista.
El tercer rasgo consiste en el aislamiento del grupo conquistador, que se internaba en territorio desconocido sin contacto posible con su retaguardia. La decisión de Cortés de “quemar las naves”-según la frase clásica-pone de manifiesto, dramáticamente, una actitud que fue normal en los conquistadores. En las condiciones propias de la conquista, la única estrategia posible era la de la lucha desesperada hasta el fin. De allí el tipo de poder que se estableció después de la victoria.
El cuarto rasgo, finalmente, consiste en la tradición conquistadora y colonizadora de Castilla. Adquirida en otro escenario y en otras circunstancias socioculturales, la experiencia castellana fue utilizada como un sistema sobre una realidad absolutamente diferente. Esa interferencia produjo ciertas fijaciones que, condicionaron el proceso.
Quizá con estos rasgos, sucintamente señalados, puedan precisarse los caracteres de ciertos fenómenos concretos. La toma de posesión debió ser total. Se dio a la posesión una fundamentación absoluta y sagrada. Se postuló la posesión de todo territorio -conocido o desconocido- y se lo repartió antes de conocerlo. Las jurisdicciones quedaron fijadas en derecho antes que pudieran fijarse de hecho, y lo mismo ocurrió con la propiedad. El establecimiento fue siempre formal al mismo tiempo que real: el notario es un personaje clave en la conquista y colonización; y los métodos fueron los que sugirió la experiencia castellana de la reconquista.
Todo esto hizo de la ciudad el núcleo del proceso. Desde -o desde la reducción indígena, que es una variante transitoria y, de todos modos, un núcleo preurbano también se desencadenó el proceso de ocupación total, de mestizaje y de aculturación.
Las ciudades
DESDE el fuerte Navidad y La Isabela, las numerosas ciudades fundadas por los conquistadores españoles constituyeron núcleos destinados a concentrar todos sus recursos con el fin de afrontar la competencia étnica cultural entablada con las poblaciones y con la tierra que habían conquistado. Las ciudades fueron formas físicas y jurídicas que habían sido elaboradas en Europa y que fueron impostadas sobre la tierra americana apenas conocida. Pedro Mártir de Anglería las llama “colonias”, porque parecían meros puestos avanzados de España. Pero desde un comienzo se advierte que esas ciudades tenían que adquirir una función propia e independiente. Según las necesidades a que correspondió la fundación, y según las posibilidades reales de la región -muchas veces ignoradas por los fundadores-, las ciudades se desarrollaron con diversa fisonomía. Pero se mantuvieron ciertos rasgos comunes, que corresponden a algunas correlaciones necesarias entre necesidades y posibilidades, esto es, entre necesidades socioeconómicas y posibilidades naturales. Esto permite establecer ciertos modelos, que unas veces se dan puros en la realidad, y otras veces combinados.
La ciudad fuerte
La ciudad hispanoamericana comenzó, la mayoría de las veces siendo un fuerte. No podía ser de otra manera, cuando los conquistadores, además de los inmensos e insospechados obstáculos naturales, tenían que enfrentarse con la hostilidad de las poblaciones indígenas y con las luchas entre ellos mismos por la posesión de ciertas regiones. Al finalizar la Cuarta Década, escribe Pedro Mártir de Anglería esta terrible frase: “Lo diré en pocas palabras, porque todo esto es horrible y nada agradable. Desde que concluyeron mis Décadas no se ha hecho otra cosa que matar y ser muertos, y ser asesinar asesinados”.
Fuertes fueron, pues, las primeras fundaciones. Dice Hernán Cortés en la carta escrita al emperador en 1520: “Dejé en la villa de Veracruz ciento cincuenta hombres con dos de a caballo, haciendo una fortaleza que ya tengo casi acabada…”. Ulrico Schmidl, cronista de la expedición de Pedro de Mendoza, refiere de este modo la primera fundación de Buenos Aires en 1536: “Y allí mismo se construyó una ciudad, y una casa fuerte para nuestro capitán supremo, don Pedro de Mendoza; y un muro de tierra alrededor de la ciudad, tan alto como podía alcanzarse con una espada. El muro tenía, además, tres pies de ancho, y lo que hoy se levantaba, mañana se derrumbaba”. Refiriéndose a Asunción, Ruy Díaz de Guzmán relata en estos términos el primer episodio de 1537: “llegando al puerto que hoy es la Asunción, determinó (Juan de Salazar) hacer una casa fuerte, y dejar en ella a Gonzalo de Mendoza con setenta soldados, por parecerle el puerto bueno, y escala para la navegación del río”; y agrega más adelante, en relación con el traslado de los pobladores de Buenos Aires en 1541: “Así que llegaron se hizo la segregación de unos y otros en forma de República. Situáronse cerca de la casa fuerte, donde se cercaron, y cada uno procuró hacer donde recogerse, cuyo cerco, el general mandó formar de muy buenas maderas con mucho cuidado para defenderse en cualquier acometimiento que los indios hiciesen…”. Y Pedro de Valdivia, que en 1541 había logrado que los indios “nos hicieran nuestras casas de madera y paja con las trazas que le di”, cuenta que pronto tuvo que hacer frente a las amenazas de los indios. Entonces -dice- “determiné hacer un cercado de estado y medio en alto, de mil y seiscientos pies en cuadro, que llevó doscientos mil adobes de a vara de largo y un palmo de alto, que a ellos y a él hicieron a fuerza de brazos los vasallos de V. M., y yo con ellos; y con nuestras armas a cuesta, trabajamos desde que lo comenzamos hasta que se acabó, sin descansar hora, y en habiendo grita de indios se acogían a él la gente menuda y de bagaje, y allí estaba la comida que teníamos guardada, y los peones quedaban a la defensa, y los de caballos salíamos a correr el campo y pelear con los indios, y defender nuestras sementeras”. Así escribía Valdivia al emperador en 1545.
La ciudad-fuerte fue la primera experiencia hispanoamericana. Tras los muros se congregaba un grupo de gente armada que necesitaba hacer la guerra para ocupar el territorio y alcanzar la riqueza que suponía que estaba escondida en él. Necesitaba de los indígenas como intermediarios, tanto para obtener alimentos en medio de una naturaleza desconocida, como para hallar el secreto de la riqueza: las perlas de la costa venezolana, el oro y la plata, que antes de aparecer en grandes cantidades se mostró promisoriamente y acució la codicia de los conquistadores. Pero el conquistador necesitaba a los indígenas sometidos, o mejor dicho, sometidos y al mismo tiempo benevolentes. De esta duplicidad nació una política de aculturación y de mestizaje. La ciudad-fuerte fue su primer instrumento. Así nacieron las ciudades nombradas, y antes que todas el fuerte Navidad. Y luego las ciudades de frontera contra los indios, como Valdivia, Concepción y La Serena, en Chile, Santa Cruz y Tarija en Bolivia. E igualmente las de avanzada, como las que siguieron a la fundación de Nueva Cádiz y Coro en Venezuela, o las que siguieron a la fundación de Baracoa y Bayamo en Cuba. En casi todas las ciudades hispanoamericanas hay un fuerte en sus orígenes.
La ciudad como puerto de enlace y mercado
MUCHAS veces, la ciudad hispanoamericana comenzó como un puerto de enlace, cuyas funciones de bastión se complementaron en algunos casos con las de mercado.
Punto de llegada y de partida de las flotas de España, la ciudad-puerto se levantó sobre un puerto natural, a veces sin considerar las condiciones del terreno desde el punto de vista de su aptitud para el establecimiento de una población fija. Santo Domingo, Portobelo, La Habana, Panamá, Veracruz, nacieron y perpetuaron esa función. La política económica de la Corona consagró la creciente importancia de algunos, al asignarles un papel fundamental en el tráfico marítimo con la metrópoli. Así ocurrió con Portobelo y Veracruz a partir del momento en que se estableció el sistema de flotas y galeones. Cosa semejante sucedió con Acapulco, que concentró el tráfico con Filipinas; con Panamá y con El Callao, que se constituyeron en los dos términos del transporte de la plata por el Pacífico, para su posterior transbordo a las naves que cruzarían el Atlántico. Esta concentración de funciones comerciales en algunos puertos, destinada a asegurar el mecanismo monopolístico y, sobre todo, el control fiscal, estimuló el desarrollo de tales ciudades, en las que se reunió el dispositivo militar de defensa, las industrias navieras de reparación, los grupos mercantiles, las oficinas administrativas gubernamentales y, naturalmente, toda la población subsidiaria que atrae siempre un centro de esa naturaleza.
Pedro de Cieza de León se refiere así, en la Crónica del Perú, a la ciudad y puerto de Panamá, tal como él la había conocido al promediar el siglo XVI: “Media legua de la mar había buenos sitios y sanos, y a donde pudieran al principio poblar esta ciudad. Mas como las casas tienen gran precio, porque cuestan mucho más hacerse, aunque ven el notorio daño que todos reciben en vivir en tal mal sitio, no se ha mudado; y principalmente porque los antiguos conquistadores son ya todos muertos, y los vecinos que agora hay son contratantes y no piensan estar en ella más tiempo de cuanto puedan hacerse ricos; y así, idos unos, vienen otros, y pocos o ningunos miran por el bien público… En el término de esta ciudad hay poca gente de los naturales, porque todos se han consumido por malos tratamientos que recibieron de los españoles y con enfermedades que tuvieron. Toda la más desta ciudad está poblada, como ya dije, de muchos y muy honrados mercaderes de todas partes; tratan en ella y en Nombre de Dios; porque el trato es tan grande, que casi se puede comparar con la ciudad de Venecia; porque muchas veces acaece venir navíos por la mar del Sur a desembarcar en esta ciudad, cargados de oro y plata; y por la mar del Norte es muy grande el número de las flotas que allegan a Nombre de Dios -de las cuales gran parte de las mercaderías viene a este reino por el río que llaman de Chagre, en barcos y del que está cinco leguas de Panamá; los traen grandes y muchas récuas que los mercaderes tienen para este efecto. Junto a la ciudad hace la mar un ancón grande, donde de cerca de él surgen las naos, y con la marea entran en el puerto, que es muy bueno para pequeños navíos…”
En una Descripción del Virreinato del Perú en el siglo XVI, publicada por Boleslao Lewin (Rosario, 1958), se describen los puertos del Pacífico. Sobre Guayaquil, dice que “es villa de españoles y de buen trato por mar y tierra, que de aquí se llevan las mercaderías que vienen de Lima y otras partes de la ciudad de Quito. Aquí hacen grandes naves, porque tienen mucha madera de cedro y roble, y de esta madera llevan mucha a Lima. Aquí hacen también jarcia, y se cogen tabaco y zarzaparrilla, y sale de esta villa de Guayaquil camino para Quito y otras partes. Tiene buenas boticas de mercaderes”. Más circunstanciada es la descripción del Callao, puerto de Lima que ponía en contacto al virreinato del Perú con la ruta atlántica a España: “Está el puerto del Callao a dos leguas de Lima; tiene vecindad de hasta seiscientas casas de españoles, y tiene casas de negros e indios. Los más de los vecinos de este puerto son marineros y gente de mar. Todo está edificado a la orilla del mar, y todas las más casas que están en esta playa son bodegas de vino y almacenes de mercaderías. Por detrás de la playa tiene algunas calles que van de norte a sur y otras que salen para el oriente, que también están repartidas en cuadras, y camino de Lima tiene monasterio y casa de jesuitas. Todas las mercaderías, y vino y madera y cuantas cosas han de pasar a Lima se llevan en recuas de bestias, carretas, que todo el día está el camino lleno ansí en acarrear las mercaderías del Callao a Lima como en llevarlas de Lima al Callao. Porque, aunque las mercaderías van al Callao a desembarcar, todas pasan a Lima, que en el Callao no hacen más que registrar para pagar los derechos del rey, que son bien pocos, y las mercaderías que han de ir por mar a otras tierras las vuelven a embarcar al Callao y allí se embarcan para donde las quieran enviar. Y lo mismo se hace con la plata y oro, y todas las más cosas, ansí questas dos leguas de camino son las más bien frecuentadas y seguidas que tiene el mundo y por donde pasan más riquezas. Va el camino por en medio de huertas y chacras y hay en él muchas acequias de agua”.
La ciudad-puerto, llena de vida por la variedad de sus actividades y por las múltiples posibilidades que ofrecía, y próspera por la concentración de riqueza que se operaba en ella, atrajo la codicia de los piratas y, corsarios. Fueron numerosos los ataques que sufrió y, para evitarlos, se la amuralló y, algunas veces, se la dotó de un castillo o “morro”. Aún conserva su poderosa muralla Cartagena de Indias, y están en pie los morros de La Habana o de San Juan de Puerto Rico. Frente a esas ciudades, se habían desarrollado
los nidos de piratas en Jamaica o en Curaçao. Esa circunstancia hacía de las ciudades-puerto focos de intensa actividad militar, y solía haber movilización de toda la población en caso de amenaza.
Pero algunas ciudades-puerto adquirieron otras caraçterísticas. El sistema monopolístico estimuló un desarrollo paralelo del comercio ilegal, del contrabando. Buenos Aires, fundada por segunda vez en 1580, padeció una situación de inferioridad económica a causa de la distancia que la separaba de los puertos de entrada de mercaderías, puesto que las de España las recibía a través de Portobelo y Lima. La consecuencia fue la aparición de un tráfico ilegal que estableció sus bases en la costa brasileña. Gracias a él subsistió y prosperó Buenos Aires.
Una de las más antiguas descripciones que poseemos de Buenos Aires está en las Memorias que dos franceses, los hermanos Pedro y Bartolomé de Massiac, presentaron a Golbert en 1660 y 1662, proponiéndole establecer una colonia francesa en Buenos Aires. Tres fragmentos de su texto nos darán una idea de un típico puerto de contrabando:
“Desde allí llega a Buenos Aires mucha plata. Cuando los comerciantes advierten el arrivo de navíos españoles, holandeses o de cualquiera otra nación trayendo manufacturas de Europa, comercian con ellos; de esto deriva, a mi entender, el nombre de Río de la Plata con el cual también apodan al Paraguay. Hoy en día, el Consejo de Indias en conocimiento de las grandes riquezas que salían por este puerto en perjuicio de los derechos del rey y de la prosperidad de todo el Reino, ha prohibido comerciar no sólo a las naciones extranjeras, sino también a los propios españoles, lo que ha motivado entre los habitantes de Buenos Aires, serios resentimientos, pues se consideran como vasallos injustamente separados del cuerpo de la Monarquía, mientras que los demás gozan del libre comercio; el cual consiste, como ya he dicho, en la plata que baja de las minas y cargan en los navíos y en la venta de cueros que allí cuestan un centavo y se venden en Europa a ocho o diez por lo menos. Una de estas personas me aseguró que se comprometía a suministrar cien mil por año si el comercio estuviera abierto”.
“Buenos Aires es una pequeña ciudad de unas trescientas o cuatrocientas familias, que sólo tiene para su defensa doscientos soldados de guarnición que forman dos compañías, un gobernador, un mayor, y dos capitanes. Habrá unos cuatrocientos habitantes que puedan empuñar las armas. La ciudad no está cubierta ni protegida por ninguna muralla, trinchera o foso. El lecho del río es muy profundo. La providencia ampara sus campos de la inundación, pues cuando el río crece o se hincha a causa de los vientos del mar, su nivel se eleva hasta las más altas costas de su canal sin que jamás desborde. En el extremo de una barranca, dominando el río y los barcos que están anclados, hay un pequeño fuerte. La barranca está al mismo nivel de la ciudad y campo. El fuerte consta de un resalto (sic), dos medios bastiones del lado del río y de dos bastiones completos del lado de la ciudad, donde las casas se hallan a tiro de mosquete. Cuenta a lo sumo de tres toesas de flanco, de esta medida se puede deducir el tamaño proporcional de las otras partes; es alargado, más bien dicho paralelogramo, y está rodeado de un pequeño foso sin camino cubierto ni ninguna otra construcción; se está al abrigo de todas las miras que no sean de flanco. De los doscientos hombres destinados a la defensa de la ciudad hay, en total, unos cincuenta que están al cuidado permanente y no tienen otro alojamiento que el cuerpo de guardia; no tienen provisión de víveres ni otra agua que la del río, la cual se les puede quitar fácilmente”.
Y concluye proponiendo la fundación de una colonia francesa, y agrega: “Si la colonia se estableciera desde ya en la vecina orilla, se indudable que todo el Perú el Paraguay negociaría, a escondidas, con nosotros y pese a todas las prohibiciones del mundo. En un país tan vasto y deshabitado, podrían hacerlo sin impedimento, por mil lugares. La pena de muerte impuesta por España y aún la guerra no son capaces de cerrar el paso de las mercaderías que burlan los puertos y puestos tan celosamente vigilados”.
Buenos Aires, como más tarde Montevideo, nacieron como resultado del impulso de las regiones mediterráneas en busca de una salida autónoma, que evitara su dependencia de las ciudades del Pacífico y fuera una “puerta para la tierra” en relación directa con España a través del Atlántico. Y como puertos adquirieron, a pesar de la política fiscal de España, una función análoga a la de los puertos establecidos
por la metrópoli en el Caribe y en el océano Pacífico.
La ciudad de etapa
LA ciudad hispanoamericana fue en su origen, algunas veces, un punto de etapa, un centro de reagrupamiento de personas y cosas para asegurar la prosecución de la marcha hacia regiones lejanas o peligrosas.
Un caso muy característico fue el de Puebla -Puebla de los Angeles, en México, fundada en 1531. La segunda Audiencia resolvió establecerla para que sirviera como escala segura en el camino entre el puerto de Veracruz y la ciudad de México, en cuyo curso había dos importantes ciudades indígenas, Tlaxcala y Cholula.
Más significativo aún fue el caso de Asunción, fundada en 1537 por Juan de Salazar en un lugar elegido -según dice Ruy Díaz de Guzmán-“por parecerle el puerto bueno y escala para la navegación de el río”. Allí llegaron desde el Río de la Plata los que querían dirigirse hacia la sospechada región de las minas, y llegaron también los sobrevivientes de la expedición de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, luego de su fabulosa marcha desde las costas del Golfo de Santa Catalina a través del Brasil; y desde allí partieron, en tiempos de Alvar Núñez y de Irala, las expediciones que, como la de Ayolas, procuraban establecer una ruta hacia el Perú. Fracasados esos intentos, la progresiva ocupación de la región circundante mantuvo la condición de la ciudad de Asunción.
De estilo análogo fueron las fundaciones realizadas en el actual territorio argentino a lo largo de los valles longitudinales de la cordillera de los Andes, como Jujuy, Salta, Catamarca, La Rioja, San Juan y Mendoza, o las que jalonaron el centro desde el Alto Perú hasta el Río de la Plata, como Tucumán, Santiago del Estero y Córdoba.
Las largas distancias y la hostilidad de las poblaciones indígenas exigían estas fundaciones. Hablando de Loja, en el Ecuador, dice Cieza de León: “El sitio de la ciudad es el mejor y más conveniente que se le pudo dar para estar en comarca de la provincia; y porque los españoles que caminaban por el camino real para ir al Quito y a otras partes corrían el riego de los indios de Carrochamba y de Chaparra, se fundó esta ciudad como ya está dicho”. La calidad del sitio dependía de diversas circunstancias. Una posición alta y fácilmente defendible en las regiones montañosas-como aquella donde se había instalado antes un “pucará” indígena podía ser elegida. Pero otras circunstancias podían decidir la elección. Un vado o un puente eran lugares favorables, como lo eran una “aguada” esto es, una cuenca de concentración de aguas o un cruce de caminos. En el lugar favorable- ―0 simplemente en el lugar obligado- podía surgir una capilla o una “posta”, y alrededor de ese núcleo la ciudad surgía: el caserío primero, la población después.
La ciudad sobre población indígena
En ocasiones, la ciudad hispanoamericana fue levantada sobre el lugar de una ciudad indígena. Allí donde las hubo, alcanzaron gran esplendor, y algunas, como México o Cuzco, impresionaron fuertemente a los españoles. “Es tan grande la ciudad como Sevilla o Córdoba”, escribía Hernán Cortés hablando de Tenochtitlán; y agregaba más adelante: “Tiene otra plaza tan grande como dos veces la ciudad de Salamanca, toda cercada de portales alrededor, donde hay cotidianamente arriba de sesenta mil ánimas comprando y vendiendo”, y continúa la descripción llena de sorpresa y admiración. Sin embargo la ciudad fue destruida y sobre el lugar se erigió una ciudad de estilo europeo. La nueva México fue trazada como un cuadrilátero; se consagró el lugar del templo cristiano aproximadamente en el mismo sitio donde había estado el santuario indígena, y se echaron las bases del fuerte; luego se distribuyeron los solares, y poco a poco comenzaron a levantarse las nuevas construcciones con las viejas piedras de los monumentales edificios indígenas. La obra comenzó en 1523, según las órdenes de Cortés.
En el Perú según dice Cieza de León en la Crónica del Perú “en ninguna parte se halló forma de ciudad con noble ornamento si no fue este Cuzco, que era la cabeza del imperio de los incas y su asiento real”. La rica ciudad indígena asombró a los conquistadores. “Debió ser fundada por gente de gran ser”, dice Cieza de León, y la describe en estos términos: “Había grandes calles, salvo que eran angostas, y las casas hechas de piedra pura, con tan lindas junturas que ilustra la antigüedad del edificio, pues estaban piedras tan grandes muy bien asentadas. Lo demás de las casas todo era madera y paja o terrados, porque teja, ladrillo o cal no vemos reliquia de ello. En esta ciudad había en muchas partes aposentos principales de los reyes incas, en los cuales el que sucedía en el señorío celebraba sus fiestas. Estaba asimismo en ella el magnífico y solemne templo del sol, al cual llamaban Corícancha, que fue de los ricos de oro y plata que hubo en muchas partes del mundo”. La ciudad sufrió los estragos de la guerra y, como dice Cieza, “la reedificó y tornó a fundar el adelantado don Francisco Pizarro, gobernador y capitán general destos reinos, en nombre del emperador don Carlos, el año de 1534, por el mes de octubre”.
A diferencia de lo que ocurrió en Tenochtitlán, la Cuzco española conservó en parte la traza de la ciudad indígena, y, como en México, perpetuó la significación tradicional de ciertos lugares. Sobre las ruinas del templo de Viracocha y aprovechando sus cimientos, fue erigida la catedral, en tanto que sobre el solar del palacio de Guaina Capac se levantó la iglesia de la Compañía de Jesús. Ambos bordean la plaza Mayor, que no es sino el viejo “Andén del llanto” o plaza de la vieja ciudad india.
Fuera de México y Cuzco, otras ciudades hispanoamericanas se instalaron sobre pequeños poblados indígenas, situados en lugares ventajosos; Tezcoco, Bogotá, Quito, Huamanga, Chuquisaca, Mendoza, entre muchas. Pero de la antigua población no quedó casi nada y, poco a poco, la planta racional de la ciudad hispánica y la edificación europea cubrieron los restos del viejo poblado. Acaso permaneció el mercado y, en todo caso, perduró la atracción del lugar y, a causa de ella, cierta interdependencia social que contribuiría a fijar la fisonomía de la ciudad, española, mestiza e indíal mismo tiempo.
La ciudad en la boca de la mina
LA vigorosa atracción de las zonas mineras provocó la aparición de un tipo de ciudad hispanoamericana de muy singulares caracteres. Obedeciendo a esa atracción fueron fundadas Zacatecas y Guanajuato en México. Pero sin duda fue Potosí la ciudad más característica de este tipo.
Fundada en 1545, poco después del descubrimiento del Cerro Rico, Potosí tenía, ochenta años después, “vecindad de cuatro mil casas de españoles, y siempre tiene de cuatro a cinco mil hombres”. Así decía el autor de la Descripción del Perú, escrita a principios del siglo XVII. Y agregaba: “Parte de ellos, que se ocupan en beneficio de las minas, y otros que son mercaderes traficantes por todo el reino con sus mercaderías y otros con cosas de comer, y con candelas de sebo de que se gasta en las minas todos los días una cantidad infinita, y otros que viven de sus aventuras y juegos y de ser bravos”. “Es grande el trato que tienen de mercaderes, y grandes y ricas tiendas con toda suerte de mercaderías; tienen grande correspondencia con Lima y van de aquí muchos mercaderes a emplear a Lima y a México y a Sevilla,
y echa muchos hombres muy riquísimos a vivir a España”.
La descripción agrega que “moran alrededor de la villa, en casas de paja, más de cuarenta mil indios, todos dedicados para entrar a trabajar en las minas, y acuden todos los meses de sus ayllos que son provincias; los envían los corregidores y los llevan alcaldes de indios, y acuden a sus minas conforme sus repartimientos; ansi acuden a trabajar, y algunos vienen de más de ciento y cincuenta leguas de camino”.
Cieza de León destaca la importancia del mercado de Potosí y señala que “fue tan grande la contratación, que solamente entre indios, sin intervenir cristianos, se vendía cada día, en tiempo que las minas andaban prósperas, veinte y cinco y treinta mil pesos de oro, y días de más de cuarenta mil; cosa extraña, y que creo que ninguna feria del mundo se iguala al trato de este mercado”.
El crecimiento de estas ciudades siguió el curso de las explotaciones, porque, generalmente, el sitio elegido no tenía otras ventajas que la proximidad de la mina. Pero mientras prosperaron, se creó un centro de atracción que dejó como recuerdo duradero la estructura física de una ciudad grande y rica, y un sistema de intereses que se resistió a desaparecer.
La ciudad jurisdiccional
COMO centro militar y político, la ciudad hispanoamericana fue muchas veces -como lo señaló el historiador mexicano Justo Sierra una institución, esto es, una expresión física de una situación legal y política. El conquistador que había recibido ciertos derechos territoriales por la vía de una capitulación, estaba obligado a tomar posesión de su territorio. Pero tal territorio solía ser desconocido, y su descripción, y aun sus medidas, eran puramente hipotéticas. Una vez sobre el terreno, el conquistador tenía que transformar en realidad esa hipótesis. Para tomar posesión necesitaba un hecho, y el medio de dejar constancia de ese hecho y evidenciar su eficacia fue la fundación de ciudades.
Desde cierto punto de vista, casi todas las ciudades hispanoamericanas del siglo XVI provienen de esta exigencia de las circunstancias, empezando por Santo Domingo, establecida en 1496.
Pero donde esta exigencia se hizo más evidente fue en las regiones donde aparecieron conflictos jurisdiccionales. Quizá el caso más significativo sea el de la ciudad de Santa Fe de Bogotá, fundada en 1538, por Gonzalo Jiménez de Quesada mientras se dirigían al mismo rico valle Nicolás Federman y Sebastián de Benalcázar, después de haber fundado este último por las mismas razones la ciudad de Popayán en 1536.
Carácter semejante tienen las fundaciones de varias ciudades interiores de la Argentina actual. Disputaron la región noroeste los hombres que obedecían directamente al gobierno de Lima y los que obedecían al gobernador de Chile, Pedro de Valdivia. Los primeros fundaron la ciudad del Barco, pero los segundos dispusieron abandonarla y fundar dentro de su jurisdicción a Santiago del Estero, en 1533. Más curioso aún es el caso de la ciudad de Mendoza, que mandó fundar en 1561, para perpetuar su nombre en vísperas de su anunciado remplazo por un rival, el gobernador de Chile Hurtado de Mendoza. Un año después, su sucesor,
Francisco de Villagra, mandó a Juan Jufré a que la fundara de nuevo “por cuanto dicho asiento -dice el acta de la segunda fundación no estaba en parte competente, y para el bien y aumento conservación de los vecinos y moradores que en ella han de estar y residir convenía, por estar metido en una hoya y no darle los vientos que son necesarios y convenientes para la sanidad de los que en ella viven y han de vivir…”. La segunda fundación, cuando prácticamente no había comenzado a erigirse la primera, debía llamarse “ciudad de La Resurrección”; “el cual dicho nombre mando que en todos los autos y escrituras públicas y testamentos, y en todos aquellos que se acostumbra y suelen poner con día, mes y año, se ponga su nombre como dicho tiene, y no de otra manera, so pena de la pena en que caen e incurren los que ponen en escrituras públicas nombres de ciudad que no está poblada en nombre de Su Majestad y sujeta a su dominio real”. Este acto perfeccionaba la jurisdicción de la Gobernación de Chile sobre la región trascordillerana que se conocía con el nombre de Cuyo.
Las misiones o reducciones como núcleos preurbanos
TAN importante como la ciudad de tipo europeo fue en algunas regiones hispanoamericanas el poblado indígena. De los poblados antiguos espontáneos, algunos fueron, en cierta medida, incorporados y reordenados dentro del nuevo sistema hispánico. Pero independientemente comenzaron a organizase nuevos pueblos de indios ya concebidos de acuerdo con el sistema hispánico. Tal fue el resultado, sobre todo, de las misiones y reducciones.
En México, el obispo Vasco de Quiroga desarrolló un singular plan de protección de los indígenas. Para evitar su explotación y exterminio, organizó en Michoacán un conjunto de comunidades cuya organización se inspiraba tanto en las ideas de Erasmo y de Moro como en sus propias observaciones acerca de las tendencias sociales y culturales propias de los indios. Fueron, en principio, hospitales y asilos, pero pronto se hicieron pueblos, y entre ellos fue fundada el virrey Mendoza la ciudad de Valladolid, hoy Morelia. Organizados a la manera tradicional, los indios constituyeron, sin embargo, centros urbanos que encuadraban dentro de la concepción colonizadora. Las formas de trabajo seguían siendo las mismas, pero las relaciones de dependencia y la catequesis religiosa obraba en ellos lentamente, conduciéndolos hacia una progresiva integración con los grupos españoles.
Análogo sentido tuvieron las misiones capuchinas, mercedarias y, sobre todo, franciscanas y jesuíticas. Estas últimas fueron las más numerosas y las mejor organizadas dentro de un sistema muy definido de ideas, tanto en lo político como en lo socioeconómico y en lo espiritual. El experimento más importante lo realizaron los jesuitas en el Paraguay donde fundaron numerosos pueblos.
Entretanto, otras reducciones de indios se constituyeron y sirvieron de base a nuevos pueblos. Tal es el caso de la reducción de Quilmes, situada al sur de Buenos Aires, que se constituyó con un grupo indígena trasladado de los valles calchaquíes en 1669, después de una terrible insurrección indígena. Y origen semejante reconocen las ciudades de Itatí, Jesús María, Río Cuarto y Baradero, todas en Argentina.
Así surgieron, por distintos móviles y con distintos objetivos innumerables ciudades hispanoamericanas en el siglo XVI. Toda la conquista y la colonización se resumen en el vasto esfuerzo de las fundaciones urbanas. Con escasos hombres, casi sin mujeres españolas, las ciudades agruparon primero y diseminaron después la población conquistadora. Sobre ellas fue montado el dispositivo colonial, y desde ellas se difundió el nuevo sistema político y cultural. Pero hacia ellas refluiría la influencia de las poblaciones sometidas, de la economía natural, de las creencias vernáculas, esto es, de todo lo que la conquista quiso ignorar y consideró aniquilado o inexistente después del triunfo militar. La ciudad lo recibió, e hizo madurar el doble proceso de mestizaje y aculturación que comenzó desde el primer momento.
En el transcurso de ese doble proceso, la ciudad alteró la función originaria que le había sido adjudicada por sus fundadores. Unas veces se mostró incapaz de diversificarse y, constreñida dentro de sus escasas posibilidades, languideció lentamente, y otras aglutinó grupos diversos de población que asumieron el ejercicio de actividades que requería la región sobre la que ejercía influencia. Pero este proceso de adecuación fue diverso según las determinaciones impuestas por el emplazamiento originario y por las funciones primitivas, puesto que ambas cosas habían creado un sistema de relaciones que podía favorecer u obstaculizar esa diversificación. Así, la historia de las ciudades hispanoamericanas revela no sólo durante el periodo colonial sino también durante el periodo independiente el complejo proceso de adecuación del cuadro impuesto por la colonización a la realidad viva del nuevo mundo americano.
Esa adecuación no pudo hacerse, en muchos casos, sino a lo largo de mucho tiempo y a través de intensos conflictos, sobre todo en relación con el ajuste de las relaciones entre las áreas urbanas, precozmente institucionalizadas según un esquema predeterminado, y las áreas rurales, cuyo desarrollo fue menos controlable. De allí el significado que tiene el análisis del papel cumplido por las ciudades hispanoamericanas en los distintos procesos de cambio operados después de la Independencia.