La crónica anglosajona y el tapiz de Bayeux. 1954

La Crónica anglosajona y el tapiz de Bayeux

Guillermo el Conquistador, rey de Inglaterra, ocupa en la historia de su país un lugar eminente. Su recia figura impresionó a sus contemporáneos, y todos, amigos y enemigos, los que lo odiaron y los que lo quisieron, coincidieron en reconocer sus excepcionales calidades políticas. Duque de Normandía, aspiró a la corona de Eduardo el Confesor y cruzó el Canal de la Mancha para disputársela a Haroldo, hijo de Godwin y cabeza de la nobleza anglosajona. Lo derrotó en Hastings — el 14 de octubre de 1066— y se coronó en San Pedro de Westminster el día de Navidad. Entonces comenzó en Inglaterra una nueva era, la era normanda.

No faltan testimonios acerca de su empresa y su reinado. Su capellán, Guillermo de Poitiers, escribió entre 1071 y 1077 un relato que se conoce con el nombre de Gesta Guilelmi, lleno de entusiasmo y obsecuencia. La Crónica anglosajona, escueta, descarnada, anota los hechos con frialdad y en ocasiones con rencor; pero juzga a Guillermo con cierta ecuanimidad y altura. Y entre los otros testimonios que nos han llegado vale la pena detenerse atentamente ante el llamado “tapiz de la reina Matilde”, o “tapiz de Bayeux”, confeccionado en esa ciudad normanda seguramente en los últimos años del siglo XI.

No es, ciertamente, un testimonio literario, a pesar de que las leyendas que describen las distintas escenas componen un sumario exacto y bien hilado de los acontecimientos que ilustra. Su valor reside en las escenas mismas, en las imágenes que ofrece, en la atmósfera que conserva. A lo largo de setenta metros de tejido aparecen bordadas las figuras humanas, las naves, los corceles, los castillos, los innumerables objetos que prestan su ambiente a cada cuadro con delicada precisión y singular encanto. Y quien lo bordó —acatando, sin duda, instrucciones del que hizo el plan histórico del relato gráfico— dispuso las escenas unas al lado de las otras desde los antecedentes de la conquista hasta su cumplimiento definitivo.

Tal es, como se sabe, el tema del tapiz de Bayeux. Aunque no es seguro, se sospecha fundadamente que lo mandó bordar el obispo de esa ciudad, Odo, hermanastro del Conquistador, y alguna vez se ha dicho, que con la intención de justificar la conquista. La afirmación es discutible, y acaso el designio fuera sólo destacar la significación de quien dispuso su confección en las ya históricas jornadas, pues las crónicas no asignan al obispo un papel como el que representa en las escenas del tapiz. Pero de cualquier modo la inspiración del relato ilustrado es normanda y coincide en general con las fuentes literarias de ese origen. Tiene cierto interés compararla con la de la Crónica anglosajona que, como se comprende, responde al punto de vista de los vencidos.

Hay, entre el tapiz y la citada crónica muchos puntos de contacto; tantos, que se ha podido señalar, por una parte, la discreta ecuanimidad del inspirador del relato ilustrado, y por otra el afán de objetividad del monje a quien tocó redactar los pasajes que conciernen al Conquistador.

Porque la Crónica anglosajona —debe recordarse— pertenece a ese curioso tipo de obra historiográfica medieval que se conoce como “anales”, precisamente porque consiste en la anotación, año por año, de los principales acontecimientos ocurridos, tal como los percibía desde su mirador aquel a quien estaba encomendada la redacción. Suele prestarle continuidad a esta clase de obras el monasterio donde se cumple la labor, el espíritu que predomina en él, si es que, como suele, se mantiene a través de generaciones y generaciones; pero además contribuye a construir su trama alguna tendencia interpretativa de vario origen —racial, política, religiosa— y en cierta medida determinadas ideas generales que, venciendo al tiempo, perduran y configuran las mentes de sus sucesivos redactores.

Nada tan curioso como analizar la manera de entender la vida histórica que se esconde en estos elementales ejemplos de literatura historiográfica. Suelen ser tan simples que el lector despreocupado no puede ver en ellos sino una mera enunciación de hechos, indiscriminadamente yuxtapuestos, y acaso algún desahogo más o menos oportuno del analista. Pero una lectura más atenta suele corregir esa opinión, y revela curiosos supuestos, explicables algunos a través de los caracteres espirituales de la época, y reveladores otros de algunas singularidades de alta significación.

La Crónica anglosajona pertenece a ese tipo de literatura historiográfica, y acaso por eso es dudoso que el lector desprevenido se aficione a ella. Pero, historia al fin, está llena de interés, y recompensa el esfuerzo de quien busca en ella —como podría buscarlo en el tapiz de Bayeux— una imagen fresca y directa de la atmósfera de la época. Tienen sus autores una idea de la vida histórica no muy distinta de la que suele hallarse en textos análogos, pero llama la atención cierta intencionada y sostenida crítica de las injusticias sociales, cierto escepticismo acerca del papel de la Iglesia. Los ricos y poderosos son acusados de oprimir a los pobres y débiles, y los cronistas anotan con melancolía que los grandes siempre obtienen lo que desean, no sólo en la corte de los reyes, sino también en Roma. Sin embargo, los motivos sustanciales de la vida histórica son para los cronistas anglosajones los mismos de sus contemporáneos; la voluntad de Dios opera a través de desconocidas vías, y los males acaecen por los pecados de los hombres: ideas de vigencia sólida, que bastaban para satisfacer las inquietudes del observador de la realidad cotidiana.

Una de estas ideas generalmente admitidas aparece ilustrada a un tiempo por el tapiz de Bayeux y por la Crónica anglosajona: la sospechada y entrevista correlación entre los fenómenos naturales y los hechos sociales. El cronista del año 1153 describe cuidadosamente un eclipse, y agrega estas palabras: “Los hombres se asombraron y aterrorizaron mucho, y se dijo que un gran acontecimiento ocurriría después. Y así ocurrió, porque el mismo año murió el Rey en Normandía, el día después de la fiesta de San Andrés”.

Esta certidumbre había llevado, mucho antes, al cronista del año 1066 a anotar otro fenómeno celeste antes de comenzar el relato de la lucha entre el nuevo rey de Inglaterra, Haroldo, y sus enemigos de allende el mar. “Este año —escribía— vino el rey Haroldo de York a Westminster, durante la Pascua que siguió al invierno en que murió el rey Eduardo. La Pascua había caído en el décimosexto día antes de las calendas de mayo. Entonces se vio sobre toda Inglaterra una señal como nadie jamás había visto antes. Algunos dijeron que era la estrella cometa, que otros llaman la estrella de larga cabellera. Apareció por primera vez en la vigilia llamada Litania major, esto es, la octava antes de las calendas de mayo; y brilló toda la semana”. Este hecho no fue considerado baladí. El que ordenó el relato ilustrado en el tapiz de Bayeux lo consideró fundamental, acaso el signo inconfundible de la voluntad de Dios; y al seleccionar las escenas que se bordarían sobre el lino, la eligió como la más reveladora, para que siguiera inmediatamente a la coronación de Haroldo. Se ven en ella un grupo señalando el cometa —Isti mirant stella, reza la leyenda— y un cortesano que corre a avisar al Rey la siniestra nueva.

He aquí, fuera del detalle de los hechos, una curiosa coincidencia entre la crónica y el tapiz. Pero más reveladora es cierta diferencia que importa mucho para la interpretación del relato, pues se relaciona con la legitimidad de la conducta del Duque de Normandía. Según los cronistas normandos, Guillermo, que aspiraba abiertamente a la sucesión de Eduardo el Confesor, había recibido el espontáneo juramento de fidelidad de Haroldo, que de ese modo lo reconocía como su señor. El tapiz de Bayeux representa el desembarco de Haroldo en Normandía, la ceremonia en la cual Guillermo lo arma caballero y, finalmente, el juramento de fidelidad prestado sobre un cofre de reliquias.

Siendo así, parecía justificada la campaña emprendida por Guillermo para lograr por la fuerza la corona que creía pertenecerle y que le arrebataba un vasallo que le debía lealtad.

Empero, los cronistas más imparciales, como Guillermo de Malmesbury, nos permiten saber que Eduardo el Confesor buscó en vano un heredero, que entre todos los candidatos temió, particularmente, a Haroldo, jefe de la feudalidad anglosajona y que, finalmente, ofreció la sucesión a Guillermo de Normandía, precisamente para evitar a Haroldo, que representaba los intereses señoriales contra la monarquía; y nos hablan también de que, habiendo llevado una tormenta las naves de Haroldo a Normandía, Guillermo lo apresó y sólo le devolvió la libertad a cambio de un juramento de fidelidad prestado bajo coacción.

Ahora bien, el tapiz no alude a este detalle y, por el contrario, muestra a Haroldo luchando al lado de Guillermo en Bretaña, y al Duque armando caballero al guerrero anglosajón. Por su parte, la Crónica anglosajona omite toda referencia a los ofrecimientos de Eduardo el Confesor y declara, en cambio, categóricamente, al referir su muerte: “Pero el prudente Rey había puesto el reino en manos de un hombre de alto nacimiento, del mismo Haroldo, el noble Conde que cada estación oía y obedecía fielmente a su señor. No dio a ninguno lo que podía ser necesitado por el Rey de la nación”. Y el cronista que relata los acontecimientos del 1100 se refiere a una descendiente del rey Eduardo diciendo que es “por derecho de la estirpe real de Inglaterra”.

La Crónica anglosajona conserva, a través de todo el relato concerniente a la época normanda, el sentimiento de fidelidad a los invasores del siglo V contra los invasores del siglo XI. El cronista a quien le tocó consignar la muerte de Guillermo en 1087 no vaciló en expresar su juicio, relativamente ecuánime, manifestando que acaso hubiera curiosidad por saber algo del rey, y que él podía decirlo, pues había vivido algún tiempo en su corte. “Prudente, rico, espléndido y poderoso”, le llama, pero le reprocha su autoritarismo y su codicia, su poca justicia, su arbitrariedad. “Reinó verdaderamente sobre Inglaterra” —dice—, pero los ricos oprimían a los pobres, y “nadie tenía una porción de tierra sin que él lo supiese, y estuviese anotado en su libro” —agrega refiriéndose al Doomsday Book—. Todo el pasaje es denso, casi conmovedor. El cronista quiere anotar lo bueno y lo malo del conquistador. Es su deber de historiador. Pero entretanto, la crónica en lengua anglosajona afirma el mejor derecho del candidato anglosajón al trono, toma posición en el problema, interpreta, juzga. Viejos anales tediosos y a primera vista inconexos, esconden —como la mejor elaborada de las historias— una concepción de la vida, un enfoque del desarrollo de los hechos, una interpretación. Como el viejo tapiz de Bayeux, historia pensada y transcripta con el alfabeto de las figuras.