¿Vuelve a agitarse sobra Francia la sombra de Condé, la de Bonaparte, o acaso solamente la del infeliz Boulanger, aclamado un tiempo en las calles, luego descubierto en su juego, fugitivo más tarde ante la amenaza de un tribunal civil –¡nada más que civil!– y finalmente suicida?
El general De Gaulle parece sospechar que ha llegado su hora. Una voz misteriosa parece susurrar a su oído que Francia espera y necesita la obra de un elegido. Y después de echar una mirada a su alrededor, el general De Gaulle parece haber llegado a la conclusión –rigurosamente objetiva– de que el elegido no puede ser sino él. Es lo que –pública o privadamente– suelen pensar todos los atacados de locura cesárea. De Gaulle repasará su obra, echará cuentas de lo que hubiera sido de Roosevelt y de Churchill sin él, y se convencerá de que no hay otro en Francia para salvarla: siempre hay un Malraux para disipar las últimas dudas. Por lo demás, su misión parece ahora más clara todavía que antes. Hay que salvar a Francia de la disolución social y la revolución, pero sobre todo, hay que salvarla de la política, eterno espantajo que irrita a los espíritus autoritarios. La política es compleja y los espíritus autoritarios son simples; “uno que mande y muchos que obedezcan”, constituye el alfa y la omega de su doctrina. Y aunque a la larga la doctrina fracase y vuelva a fracasar, porque sólo construye sobre la arena, la eterna simplicidad que revela el alma humana parece satisfacerse cada cierto tiempo con ella. La autoridad –supone el espíritu autoritario– es la única salvación frente al caos. Pero qué cosa es el caos y qué cosa creen los espíritus autoritarios que es el orden, es asunto que habría que analizar muy despacio. El orden no es sólo un sistema férreo mediante el cual uno manda y los demás obedecen. Ni hay caos siempre que se agitan las pasiones políticas. Y sin embargo ambas palabras parecen ejercer una extraña sugestión sobre los espíritus simplistas, que pueden aprovechar con habilidad los ambiciosos. El caos: he aquí la amenaza. Y con la amenaza, aparece indefectiblemente algún aspirante a dictador, verdadero organizador del caos a larga distancia. Este parece ser el caso del general De Gaulle, que acaba de descubrir que su hora está próxima.
¿Creerá el general De Gaulle que se reencarna en él la figura de Condé o la de Bonaparte? Nada tendría de extraño, porque pocas cosas obnubilan tanto el sentido crítico como la monomanía del cesarismo. Pero no hay que alarmarse prematuramente. Acaso, en realidad, sólo encarne la figura menos gloriosa del general Boulanger, tan popular y tan simpático mientras esperaba que llegara su hora y tan ridículo cuando determinaba por sí mismo la última de su vida –pistola en mano– en el cementerio de Bruselas.
¿Recordará el general De Gaulle la historia? El general Boulanger había sido gobernador militar de Túnez y había logrado un merecido prestigio por su celosa defensa de los intereses coloniales de Francia. Era lo que él sabía hacer. Por esos días, el ministro Ferry se afanaba por proporcionar a Francia un imperio capaz de asegurarle categoría de primera potencia, y George Ernest Boulanger –un general casi jacobino– había servido a aquel propósito. Pero cuando regresó a Francia y percibió el aire de fronda que soplaba, su equilibrio de estratego africano se transformó completamente. Era una hermosa figura, la del general Boulanger, y cobraba un aspecto inequívocamente heroico cuando montaba en su brioso caballo blanco para recorrer las avenidas del Bois. Primero fueron las damas y luego fueron los caballeros. Pero su encanto era irresistible. También el pueblo humilde co¬menzó a admirar la figura ecuestre del general Boulanger, y muy pronto arraigó en muchos cerebros –que acaso fueran lúcidos cuando llevaban su contabilidad privada o discutían sus asuntos domésticos– la peregrina idea de que un general tan simpático tenía que ser forzosamente un gran estadista. Tenía que ser el salvador de Francia, el esperado, el reorganizador del caos.
¿Pero de qué caos? El caos no era sino las inquietudes y las dificultades propias del conflicto entre los grupos políticos que se contraponían en Francia tras la terrible crisis de 1870. Desde entonces, los monárquicos luchaban por restaurar el trono de San Luis o, al menos, el de Napoleón III, de tapizado más moderno pero no menos anacrónico frente al despertar de nuevas fuerzas sociales. Sólo las rivalidades entre legitimistas y orleanistas parecían dificultar la esperada victoria; pero ninguno quería ceder, y ninguno divisaba, por lo demás, el creciente afianzamiento del espíritu civilista y republicano. El general Mac Mahon renunciaba a derribar la república y el presidente Grévy lograba consolidarla apelando a los mejores hombres para formar gobierno. Sólo que la república se consolidaba afirmando el espíritu civilista y republicano, y los monárquicos, los reaccionarios de todo género y los clericales –furiosos con la obra de Jules Ferry consideraban que eso era, naturalmente, amenazar el orden. Algunos hasta se atrevían a decir que eso era amenazar la libertad…
Había que salvar el orden contra las amenazas del espíritu civilista y republicano: tal era la misión que parecían considerar como suya los reaccionarios coligados. Y para esa misión, todos ellos parecieron considerar que la hermosa figura ecuestre del general Boulanger era, indiscutiblemente, la que señalaba el dedo del destino. Era un general popular y simpático, el general George Ernest Boulanger.
De jacobino que había sido en sus tiempos, la posibilidad de la dictadura transformó a Boulanger en promonárquico. En realidad, fue el primer “boulangista”, como se llamó a sus partidarios. Como era simpático y popular, no le costó mucho trabajo convencerse de que debía ser un estadista nato y comenzó a parecerle natural que todos los reaccionarios coligados lo consideraran como el esperado salvador de la Francia inmortal. Para completar su certidumbre, el joven Clemenceau susurró a su oído la palabra que todavía necesitaba oir. Clemenceau temía que las empresas coloniales organizadas por Jules Ferry embotaran la sensibilidad patriótica de los franceses y les hiciera olvidar las obligaciones de revancha contraídas con Alsacia y Lorena desde 1871. Boulanger, el general popular y simpático, la figura ecuestre del Bois, podía ser el conductor del pueblo en armas que cobrara la deuda que Alemania tenía con Francia desde la asamblea de Burdeos. Boulanger seguía escuchando a unos y a otros. Su rostro se iluminaba de vanidad y orgullo. Su caballo caracoleaba más y más en las avenidas del Bois. Las damas y los caballeros y mucho pueblo humilde lo saludaban con entusiasmo. El general Boulanger esperaba su hora y dejaba hacer.
Sin embargo, algo también hacía él mismo en su propio provecho. En 1866 fue designado ministro de guerra y la política comenzó a gustarle cada vez más. Podía conversar de igual a igual con el conde de París o con el príncipe Napoleón. Podía intrigar más y mejor con los diversos grupos reaccionarios –él, un antiguo jacobino– y hasta acertar la posibilidad de un golpe de estado. Era un juego realmente divertido, casi apasionante para un general tan popular y tan simpático que había llegado a la conclusión de que era también un gran estadista. Ahora se consideraba como una fuerza política de primera magnitud y podía poner sobre el tapete de juego su propia carta: el “partido revisionista y nacional”, cuyos simpatizantes gustaban llamarse a sí mismos “boulangistas”. Él mismo era, sin duda alguna, el primer “boulangista”, y no dejaba de ser agradable que hubiera tantos que pensaran lo mismo. ¡Qué embriaguez, qué satisfacción la del antiguo gobernador de Túnez y antiguo jacobino, tan popular y tan simpático, y en consecuencia, tan gran estadista!
Hacia 1887 la revolución parecía inminente y la república podía considerarse al borde de la ruina de la guerra. Del otro lado de la frontera, Alemania se preparaba y esperaba. De este lado, los reaccionarios, esperaban y se preparaban. Boulanger decidió también prepararse y esperar, presentándose, entre tanto, a todas las elecciones a que se convocaba. Boulanger triunfaba reiteradamente, y seguía esperando concienzudamente la hora de la acción heroica, porque el suyo no era un riesgo hipotético sino un riesgo personal. Era necesario meditarlo bien.
A pesar de sus triunfos electorales, Boulanger adivinaba que la república estaba más firme de lo que parecía y que el riesgo de una aventura dictatorial era mayor de lo que pensaba. Llegó a convencerse de que, tarde o temprano, pero más bien temprano, su suerte sería la de Bonaparte o acaso la de Condé. No tendría siquiera la hipotética justificación de sus victorias, porque no era un general triunfador sino un simple ministro de guerra, aunque, eso sí, simpático y popular.
En 1889 la figura de Boulanger había recorrido ya todos los grados desde la máxima popularidad hasta el más grotesco ridículo. Hasta él mismo –que era el primer “boulangista”– llegó a sospechar que acaso no fuera un estadista nato. En cambio; el espíritu republicano y civilista se tonificaba rápidamente. Ante la evidencia del peligro que ocultaba el aspirante a salvador de la patria, los partidos republicanos se unieron y se dispusieron a hacerle frente. El ministro Constans se encargó de demostrar públicamente que la hora del general Boulanger no había llegado y que la república estaba firmemente consolidada.
El final fue casi de opereta. El ministerio acusó al general Boulanger ante el Supremo Tribunal de Justicia, y el general –cuya simpatía personal perduraba pero cuya popularidad había decrecido considerablemente, como suele suceder– demostró que había dejado de ser un “boulangista” convencido porque no se atrevió afrontar la responsabilidad judicial y escapó de Francia de manera bastante poco heroica. No era un estadista nato, el general Boulanger. No era sino una ilusión, una esperanza para algunos y una pesadilla para otros, un triunfador sin triunfos, un César frustrado.
Boulanger dejó el caballo blanco, dejó la sonrisa, dejó París y sólo conservó a su amada. La suerte –de la que había parecido un hijo predilecto– le fue hostil. A los cincuenta y cuatro años estaba enamorado como un adolescente frívolo y tuvo la desgracia de que su dulce amada pereciera. Su melancolía no tuvo límite ni consuelo. Boulanger, el Boulanger ecuestre de las avenidas del Bois, reverdeció entonces con todo el vigor de un personaje de Alejandro Dumas hijo, y decidió proporcionarse un fin digno de tan intensa vida: un disparo de su pistola le puso término al borde de la tumba de su amada, en el cementerio de Bruselas.
Acaso su aventura hubiera podido tener otro final, si hubiera decidido dar el golpe de estado y reencarnar una vez más el papel de salvador de la patria que tanto atrae a algunos actores de la escena política. Hubiera habido más sangre, más lucha, más caos en fin, y al cabo de cierto tiempo todo hubiera sido lo mismo, porque el espíritu republicano y civilista hubiera triunfado a la postre. Pese a lo grotesco de la aventura, acaso haya que reconocer en Boulanger el mérito de haberse dado cuenta a tiempo de que ni el caballo blanco ni la sonrisa constituyen lo fundamental de un estadista.