Los contactos de cultura. Bases para una morfología. 1944

CUESTIONES PRELIMINARES

A medida que se afirma la convicción de que existen culturas históricas autónomas, distintas no tanto en la superficie de los fenómenos como en la profundidad de las cosmovisiones, se advierte la necesidad de inquirir los caracteres de sus contactos, así como las relaciones que éstos suscitan. Junto a la afirmación teórica de la radical diferencia existente entre los núcleos esenciales de las culturas históricas, la observación empírica señala analogías entre fenómenos superficiales. ¿Cómo han podido producirse? Si provienen de contactos culturales, ¿qué clase de nexos han establecido las relaciones que los han hecho posibles? ¿En qué medida la adopción de formas exógenas constituye lo que se ha llamado un “comportamiento contra el estilo”? Y, sobre todo, ¿se opera este proceso según formas regulares, cuyos caracteres son susceptibles de ser discriminados en la heterogeneidad de los hechos empíricos?

He aquí un apretado haz de interrogantes que se anuda en el ejercicio de la reflexión sobre la existencia y el comportamiento de las culturas históricas. Para plantear sus términos precisos, para ahondar en su naturaleza o para acercarse a una solución, el historiador debe recurrir a un instrumento metodológico que no es exactamente el suyo y debe trabajar en un campo donde se entrecruzan las áreas de varias disciplinas. El tema mismo insinúa su naturaleza imprecisa, y su múltiple raíz busca en terrenos lejanos sustancias que lo nutran. Cabe, pues, cuestionar la licitud de esta investigación y, en consecuencia, corresponde deslindar con claridad sus supuestos.

La meditación sobre la ciencia histórica oscila desde el siglo XVIII entre el fervor y el horror hacia los sistemas. Entre la Filosofía de la Historia y el método epigráfico parece abrirse un abismo que separa la actividad de dos especies antagónicas de historiadores, cuya oposición depende de una inseguridad radical frente al tema propio de la ciencia histórica. Aunque no se haya avanzado mucho en este terreno, parece poder afirmarse que las premisas sentadas por Croce, Windelband, Dilthey y Rickert aseguran un punto de partida firme para la indagación de su naturaleza gnoseológica.

La realidad cuyo conocimiento procura la ciencia histórica es particularmente compleja y resulta inasible en su totalidad. Su captación conceptual exige reducir el continuo heterogéneo de Rickert a esquemas racionales inteligibles, estructurados según un principio de selección, y orientados en sentido axiológico. Por esta vía se obtiene una imagen de la realidad, simplificada en mayor o menor grado, pero correlativamente coherente e inteligible; pero esta realidad no se ofrece a la indagación histórica sino bajo la especie de individualidades particulares, poseedoras en sí mismas de sentido, y referidas a valores universales.

Afirmada la validez de lo individual como tema exclusivo de la ciencia histórica, quedaba invalidada en su raíz misma toda aspiración a la formulación de leyes universales. La percepción de lo individual, en efecto, prescinde deliberadamente de lo que en él es genérico y procura, por el contrario, captar su esencia radical para referir a ella todos los fenómenos de superficie. A esta operación —propia de las ciencias del espíritu— llamó Dilthey el comprender (Verstehen); el comprender es término de una relación —para él característica de esas ciencias— integrada por vivencias y expresiones; por el comprender se descubre la coherencia interior de estas últimas y se alcanza el núcleo común de donde arrancan. Este núcleo común es una actitud cosmovisional, una concepción del mundo, una idea de la vida, unitaria y fundida con el profundo ser del hombre, que se da como una actitud irreductible a otras cosmovisiones; de aquí que la posesión de una actitud cosmovisional defina a un grupo social como portador de “una” cultura y explique su comportamiento como resultado de la vigencia del “estilo” propio que posee. Concebidas como totalidades, las culturas y los grupos sociales que se definen por ellas constituyen el tema propio de la ciencia histórica, en la medida en que las objetivaciones en las cuales trascienden significan etapas de un desenvolvimiento. Ciencia empírica, la ciencia histórica se satisface, dentro de la pluralidad de faces que presenta la indagación de esas totalidades, en la faz descriptiva.

Pero esta faz descriptiva, si bien define y agota la función historiográfica estricta, no agota, en cambio, el análisis de las culturas históricas. No es ni trivial ni arbitrario el hecho de que la reflexión acerca de la cultura y la sociedad haya tenido un polo sistemático hacia el cual se ha dirigido cada cierto tiempo. La afirmación de que la ciencia histórica es radicalmente falta de sistema, como la enuncian historiadores esencialmente empíricos como Burckhardt, Meyer o Huizinga, es una defensa legítima no tanto contra los sistemas en general como contra los sistemas de origen gnoseológico extraño a las ciencias del espíritu y, aun más estrictamente, a las disciplinas históricas.

Las culturas, pues, si son tema de la ciencia histórica, trascienden de ella y, como individualidades, son susceptibles de un análisis sistemático. El historiador empírico ha percibido alguna vez la necesidad de ese tránsito; Huizinga ha señalado la dificultad para percibir los límites —en algunos problemas— entre lo descriptivo y lo normativo; pero la dificultad en cada caso concreto no hace sino probar la existencia de los dos polos entre los que oscila la consideración de la realidad historicosocial. Cabe, pues, postular, por sobre la instancia descriptiva —estrictamente historiográfica— una instancia sistemática; retomando una tradición ochocentista, una escuela alemana ha propuesto para la disciplina que la aborde la denominación de Morfología de la Cultura (Kulturmorphologie).

Se debe a Eduard Spranger la primera sistematización rigurosa de esa disciplina, que él ha definido como un análisis estructural de la cultura. Sobre esta base parece lícito aspirar a una morfología de la cultura concebida como una doctrina empírica de la regularidad de las formas culturales, supuesto desde el cual concebía Dilthey una historia universal. Intento basado en una actitud consciente de las exigencias gnoseológicas del tema, aparece a los ojos del historiador como una solución lícita por la discriminación que supone del área histórica y del área sistemática, solución en la que la noción de regularidad mantiene su carácter científico-espiritual y no se confunde con la noción científico-natural de legalidad causal.

Deslindados, en el plano gnoseológico, los campos de las ciencias históricas y de las ciencias sistemáticas del espíritu, queda en pie la permanente fluctuación entre esas dos áreas que supone la consideración de la vida histórica. Caracterizada ésta, según Vierkandt, por la íntima compenetración de lo individual y lo general, su consideración empírica supone una constante referencia a las instancias sistemáticas. Una morfología de la cultura —recíprocamente— deberá tener a la vista de manera constante los resultados de la consideración histórica del problema. Esta interacción proviene de que radica en la esencia misma de los temas esta doble naturaleza.

Desbastado el problema de la ciencia histórica, la morfología de la cultura no sale aún de sus primeros pasos, que son, además, inciertos. Por esta incertidumbre, precisamente, afirmaba Spranger que valía la pena el intento de determinar la posibilidad de la universal validez de una organización formal de la constitución vital y espiritual de la cultura.

El concepto de cultura histórica, en sentido estricto, reconoce dos raíces que han influido notablemente en su formación: una de carácter especulativo, filosófica, y otra de carácter empírico, etnológica.

La cultura como ente es el producto de una elaboración filosófica que comienza con Giambattista Vico en Italia; con Voltaire y Rousseau en Francia; con Winckelmann y Herder en Alemania. Es, pues, un producto del siglo XVIII, obtenido como fruto de la discriminación de lo natural y lo espiritual, y ulteriormente elaborado por la filosofía idealista: con la teoría del espíritu objetivo, Hegel proporciona una vía decisiva para su caracterización.

Pero, por su parte, la investigación empírica no reconocía una cultura sino distintas culturas; las descubría la posición romántica en las diferentes estructuras nacionales, la investigación arqueológica, desde mediados del siglo, cuando evidenciaba la existencia de áreas culturales que se resistían a ser encuadradas en los marcos unitarios y lineales elaborados por la Filosofía de la Historia, y finalmente las doctrinas etnológicas, cuando señalaban la existencia de unidades culturales cerradas, de características precisas y circunscriptas.

Hacia fines del siglo, la Filosofía llegaba a conclusiones semejantes. Huyendo de toda construcción metafísica, Dilthey tiende a una concepción de lo histórico dirigida hacia la comprensión de las concepciones del mundo. La variedad de éstas incita, al tiempo que a la investigación de sus fundamentos psicológicos, a la investigación empírica de las realidades históricosociales en que se expresan. Por la vía del comprender se llega a reducir los fenómenos de superficie, los signos de las vivencias que le dan origen, y se descubre, entonces, en la realidad espiritual, una estructura que constituye el núcleo de una cultura histórica: esa estructura se expresa como una concepción del mundo.

Este reconocimiento de la historicidad de las concepciones del mundo —cuyo relativismo cree Dilthey superar mediante una historia universal concebida como morfología del espíritu humano— se complementaba con la noción del espíritu del tiempo (Geist der Zeit), en cuya formulación retoma Dilthey la dirección del pensamiento alemán iniciada con el movimiento romántico; como en la idea del espíritu del pueblo (Volkgeist), desarrollada por Humboldt y por Savigny, el espíritu del tiempo de Dilthey resume en instancias radicales e irreductibles los supuestos que subyacen en la actitud de una época histórica. Con ambas nociones —concepción del mundo y espíritu del tiempo— la Filosofía proporcionaba los elementos para una caracterización de fondo de las culturas históricas y establecía los nexos que podían vincularlas en la noción abstracta de cultura.

Por la misma época aparece, en la Etnología, la llamada Escuela histórica, emparentada con las ciencias históricas por su método y su intención; de ella sale, renovada, la doctrina de los círculos culturales, merced a la ingente labor de Leo Frobenius y a la labor sistemática de Graebner, Schmidt y la Escuela de Viena. La doctrina de los círculos culturales comprueba empíricamente la existencia de grupos de elementos culturales y rechaza toda labor extrahistórica, tal como el planteo de la cuestión de los orígenes o el de la formulación de leyes. La unidad radical de estos conjuntos hace de ellos individualidades circunscriptas y, a su vez, hace de estas últimas fenómenos de carácter espiritual; este carácter ya lo exigía Frobenius para la Etnología, en la última fase de su pensamiento.

La comprobación empírica de estas estructuras culturales corresponde de singular manera a la afirmación de la existencia de diversas concepciones del mundo, cada una de las cuales se realiza en un grupo social, en una época dada y se proyecta en fenómenos susceptibles de indagación empírica. Por una doble vía, pues, la noción de cultura histórica recibe aportaciones para el esclarecimiento de sus caracteres. La importancia de su adecuada fundamentación filosófica consiste en que ello permite trasladar esta noción, con los caracteres de rigor que hoy posee, desde las culturas simples, estudiadas por la Etnología, a las culturas más diversificadas que constituyen el sector de la ciencia histórica. Un ensayo en este sentido lo constituyó la ingente obra de Oswald Spengler, malograda por su errónea fundamentación naturalística, aunque llena de aciertos parciales. De manera más cauta, la ciencia histórica ha realizado algunos ensayos limitados, tales como los de Troeltsch, Cassirer, Huizinga, Worringer y el mismo Dilthey.

Bernheim caracteriza esta tendencia como expresionista ; acaso sea exacta la afinidad que destaca con ciertas corrientes estéticas, pero, pese a su tradición ochocentista, parece más propia la denominación propuesta por Frobenius para esta disciplina que ha de realizar el examen de las culturas en cuanto formas regulares del espíritu humano. Como Morfología de la Cultura , esta rama del conocimiento abarca un vastísimo temario, uno de cuyos puntos es, precisamente, el de los contactos de las culturas históricas.

LA PERCEPCIÓN RESTRINGIDA DEL PROBLEMA

Los contactos de culturas han sido advertidos aunque de manera restringida, desde que comienza la reflexión sobre los fenómenos de la realidad históricosocial. Dos aspectos ha tenido esta percepción: por una parte, como observación espontánea —en cuanto hecho histórico— bajo el aspecto de un contacto real de pueblos portadores de usos y costumbres diversos, con apreciación o no de la acción de unos sobre otros; por otra, como observación parcial —en cuanto comprobación de resultados— bajo el de un fenómeno de influencias, advertidas en las artes, las costumbres, etc., con apreciación o sin ella de las circunstancias históricas que los desencadenan.

Heródoto fija en la oposición de griegos y bárbaros el tema de su historia, que, más que la narración de una guerra, persigue la evidenciación del contraste de dos culturas en la cuenca del Mar Egeo. Los romanos —por debajo de la ficción acerca de la comunidad de origen— percibían claramente su diversidad con respecto a los griegos, así como las circunstancias mediante las cuales se estableció el contacto y las consecuencias que le siguieron: Horacio expresó en dos versos famosos en qué áreas veía establecerse el vínculo que los unía:

Graecia capta ferum victorem cepit

et artes intulit agresti Latio.

Desde los últimos tiempos del Imperio Romano, el Oriente y el Occidente se concebían como complejos radicalmente distintos e irreductibles. El bizantinismo —una agudización de tipo cultural del Imperio Oriental Romano— acentuó las diferencias que debían culminar con el Cisma de Oriente. Pero ya la noción de Oriente se extendía y cambiaba de contenido; para el europeo occidental, hasta el siglo XII, la idea de infiel se refería principalmente al musulmán, pero más tarde incluyó al mogol y al turco y reconstruyó la idea del mundo oriental; esta noción se fue precisando con el avance de los turcos, y su establecimiento en Europa, hacia el siglo XV, le dio carácter definitivo: el Occidente cristiano se oponía al Oriente infiel.

Aun conservando su validez la oposición Oriente-Occidente, el Humanismo se desentiende del criterio religioso y caracteriza las relaciones de su época con la inmediatamente anterior según otro módulo; las culturas que se designan con los nombres de gótica y de antigua se perciben como épocas de sentido antitético; en las designaciones mismas iba implícita una caracterización de las fuentes —germánica y romana— de donde provenían sus contenidos culturales. Frente al pasado inmediato — gótico — el Humanismo vive una resurrección de lo antiguo ; así, un acento peyorativo señala a la Edad Media y la propia época se beneficia con la estimación de que goza la Antigüedad heleno-romana.

Esta valoración se mantiene en Europa hasta fines del siglo XVIII; pero los albores del Romanticismo se señalan por una vuelta al gótico , por una resurrección de lo medieval y —parejamente— de la cultura germánica; en los productos de la cultura occidental —literatura, arquitectura y plástica, derecho— se discriminan aquellos que revelan influencia germánica de aquellos que provienen de una perduración de elementos heleno-romanos. A la inversa del Humanismo, el Romanticismo coloca el acento estimativo en los primeros y, frente al pasado inmediato, caracteriza su propia época como una restauración de lo germánico y lo medieval.

Pero los comienzos de la Edad Moderna no sólo trajeron el sentido discriminativo de las épocas sino también el de las culturas contemporáneas. Desde el final de la Edad Media aparece en el europeo occidental vivísima curiosidad por lo exótico remoto; esta actitud se proyecta en las expediciones lejanas e inciertas hacia lugares de los que apenas se conoce un nombre vago o leyendas inverosímiles sobre su vida. Si el Oriente cercano se individualiza con precisión con las Cruzadas, el Oriente lejano entra en el ámbito del conocimiento del europeo en la época de Marco Polo y su imagen se afina con los viajes de los portugueses, aproximadamente cuando se comienzan a conocer las culturas americanas. Esta curiosidad se traduce en preocupación sistemática y, entrada la Edad Moderna, Voltaire incluye su descripción en el Essai sur les moeurs , criticando el esquema empobrecido que se solía tener de la cultura humana.

Sin embargo el esquema que surge entonces y se desarrolla en el siglo siguiente, regido por la idea de progreso , y orientado hacia la idea de civilización , consagra científicamente la descategorización de las culturas que viven apartadas de ese ideal: son pueblos atrasados o salvajes . Pero ya el Romanticismo sentaba, lentamente, los principios para una nueva comprensión con su noción de espíritu del pueblo , elaborada en Alemania sobre la base de las reflexiones de Herder, de Humboldt y de Savigny, coincidentes con el pensamiento que la Revolución Francesa suscita en sus enemigos —Burke, De Maistre, Bonnald— acerca de la vida histórica. Frente a la propia cultura, las extrañas adquieren entonces categoría de realidades autónomas, dignas de ser estudiadas atentamente. Desde ese momento se inicia una era de preocupación sistemática por las culturas cuya existencia se postula como consecuencia del contraste, esto es, de sus contactos recíprocos.

Los fenómenos de influencia no sólo fueron percibidos espontáneamente sino que han sido, luego, atenta y rigurosamente estudiados dentro de diversos dominios especializados; pero, precisamente por esta razón, su consideración se realizó dentro del dominio parcial que determinaba el fenómeno donde la influencia se daba, sin trascender hacia la totalidad del fenómeno y sólo escasamente hacia las circunstancias históricas que lo desencadenan.

Los análisis más completos han sido realizados, a partir del siglo XIX, sobre los productos de arte; la definición de los estilos plásticos determinaba pautas según las cuales era posible establecer las formas ortodoxas y sus desviaciones; de ese campo surgieron, en efecto, importantes conclusiones acerca de las influencias orientales, bizantinas, árabes, en Occidente y de las que se ejercieron, recíprocamente, entre los estilos de más personalidad dentro de Europa misma; en la literatura se obtuvieron importantes resultados; la preponderancia de elementos germánicos o románicos en la literatura medieval europea ocasionó vivas controversias, y la investigación acerca de ese problema aclaró muchos puntos oscuros en el estudio de la expansión y de la recepción de la cultura romana; de la misma manera, el estudio de la supervivencia de elementos heleno-romanos, o el de las influencias renacentistas entrecruzadas, o el de las influencias de las literaturas nacionales modernas entre sí, dieron por resultado la dilucidación de más de un problema interesante de contactos de cultura. En otras disciplinas, y especialmente en el Derecho, estudios semejantes se realizaron con resultados trascendentales, especialmente a partir de la posición adoptada por los juristas alemanes de comienzos del siglo XIX.

Bases para una investigación sistemática

Afirmada la licitud de una morfología de las culturas históricas, considerada como una doctrina empírica de la regularidad de las formas culturales, y señalada la manera restringida en que este problema particular de los contactos de cultura ha sido advertido, cabe intentar un ensayo de investigación sistemática de las formas de los contactos de cultura. Sin embargo, previamente, se hace imprescindible señalar cuáles son las bases sobre las que puede realizarse.

Dos cuestiones implícitas en el enunciado del problema merecen, ante todo, ser explicitadas para deslindar su significación: en primer término, la existencia y la autonomía de las culturas históricas; en segundo, la posibilidad de la interacción cultural.

Sobre un cierto ámbito geográfico más o menos limitado, un grupo social desarrolla una manera peculiar de vida; a través de las variaciones visibles de su desenvolvimiento histórico, perdura una estructura íntima que determina las líneas generales del comportamiento del grupo social, visibles a través de los diversos aspectos de su cultura y de las diferencias individuales. La cultura que se configura por esa estructura íntima tiene, pues, una ley de comportamiento que resulta de una cosmovisión que le es propia: es su “estilo”. Una cultura histórica es, pues, esencialmente, un “estilo” de vida, ejercitado a lo largo de muchas generaciones —como espíritu subjetivo— por un grupo social generalmente circunscripto dentro de una área geográfica, y visible —como espíritu objetivo—en formas más o menos perdurables. Una cultura histórica puede, así, coincidir con una nación, pero su esencia no participa necesariamente de una exigencia jurídica; por el contrario, manifiesta generalmente tendencia a integrarse en conjuntos homogéneos por la fuerza de imperativos interiores, ajenos —y a veces contradictorios— con respecto a las determinaciones jurídicas.

Constituye un problema de vastas proporciones la determinación de cuántas y cuáles son las culturas históricas que han existido y existen. Su solución es difícil y muchos de los resultados que parecen firmes sólo pueden ser transitorios. El análisis de las culturas conocidas realizado desde un punto de vista morfológico —tal como el que, en cierto modo, ha realizado Spengler— llevará a señalar cuáles son las unidades que satisfacen las notas características de una cultura histórica. Se observará entonces que no sólo existen las grandes culturas, sino que en su seno se aprecian subculturas y aun unidades de más reducido alcance. Estas últimas se caracterizan por su heteronomía básica con respecto a las grandes unidades a que pertenecen, en tanto que mantienen su autonomía entre sí. [1]

Admitidas la existencia y la autonomía de las culturas históricas, queda, en segundo término, el problema de la posibilidad de las interacciones culturales. Las culturas autónomas son entes sobreindividuales y se caracterizan por mantener una relación muy variable con los grupos sociales que son sus portadores: así, una cultura no se extingue por deserción o por agregación de individuos, sino que su perdurabilidad depende exclusivamente de su fuerza creadora, fenómeno que nada tiene que ver con el vigor biológico del grupo portador. De aquí que por debajo de la existencia de una cultura puedan ocurrir fenómenos históricos de diversa índole, tales como el trasplante de grupos portadores de una cultura dentro de áreas geográficas dominadas por otra, sin que el ser espiritual de aquélla se altere. El fenómeno histórico de contacto de culturas es un hecho de esta clase; se produce, en efecto, entre portadores de cultura, y en tal sentido su posibilidad es inobjetable. Pero el fenómeno tiene una segunda instancia, que es la trascendencia de este contacto social en las culturas de sus portadores; en su fase final, esta trascendencia se prueba en los fenómenos de influencia, en virtud de los cuales determinadas notas adquiridas se fijan indeleblemente en ciertos productos de una cultura.

Pero aun admitida teóricamente la posibilidad de las interacciones culturales, quedaría por dilucidar en qué medida pueden sobrepasar los meros fenómenos de superficie: un análisis somero muestra que hay grados en la profundidad de las influencias, esto es, que los contactos de cultura alcanzan diversos estratos.

Hay, en primer lugar, influencias superficiales que modifican ciertos elementos de una cultura histórica sin alterar el sentido general de su estructura: son, generalmente, fenómenos de moda de poca duración y trascendencia.

Pero se encuentran, además, influencias más profundas que violentan la estructura de una cultura histórica. La consecuencia es que el “estilo” de vida propio de ella pierde su vigencia, esto es, pierde su significación como criterio del comportamiento.

Esta acción puede ser más o menos profunda y ser también más o menos profunda la crisis que desencadene. Dos posibilidades surgen. Por una parte, aparecen influencias que neutralizan el poder creador de una cultura, sea por la violencia de la coacción que las acompaña, sea por una radical incompatibilidad entre los supuestos espirituales de las culturas en contacto; se origina entonces, para la cultura pasiva, una etapa en la que pierde el dominio de su “estilo” de vida; a la fuerza creadora reemplaza una fuerza asimiladora; Vierkandt —con criterio semejante al de Spengler— llama a esta etapa civilización. Pero, por otra parte, aparecen influencias que, mientras invalidan el “estilo” de vida de la cultura pasiva, despiertan en ella nuevas fuerzas creadoras, antes insospechadas, que producen ahora, por un desarrollo endógeno aunque favorecido por el estímulo espiritual y el choque social, nuevas maneras de vida que sustituyen a las antiguas; entonces la cultura influida pierde su vigencia —aun cuando subsiste como formas creadas (espíritu objetivo)— y disgrega sus elementos para integrarlos en una nueva estructura, que crea, a su vez, un nuevo “estilo” de vida; se trata, pues, de una nueva cultura, surgida sin que la anterior haya muerto en sentido orgánico, y que lleva subyacente en ella algunos de los elementos de aquella de cuya involución ha surgido; la anterior se perpetúa, pues, no sólo en los productos objetivos que deja, sino también en las formas larvales que se desarrollaron luego con distinto sentido. Analizadas en su conjunto, acaso podría verse luego el nexo que anuda estas formas sucesivas y renovadas, y deducir, de esa continuidad, que no se trata sino de una cultura histórica que ha desgajado subculturas.

LAS FORMAS TÍPICAS DE LOS CONTACTOS DE CULTURAS HISTÓRICAS

Sobre los hechos observados históricamente, el análisis comparativo descubre formas típicas y regulares de realizarse los contactos de cultura. En principio, cada cultura histórica actúa libremente, siguiendo el impulso de su peculiar complejo de tendencias; pero un examen objetivo muestra la existencia de un cierto repertorio de posibilidades dentro de las cuales se mueven las individualidades históricas cuando deben resolver su conducta frente a otras. Hay, sin duda, formas sui generis, dadas una sola vez; pero aun algunas de ésas constituyen formas típicas de conducta, porque expresan una dirección posible de la conducta históricosocial. Hay otras que atraen la determinación de los grupos sociales hacia sus esquemas prefijados, y constituyen, además de formas típicas, formas regulares.

La regularidad de las formas de los contactos de culturas históricas —como todos los problemas de la Morfología de la cultura— ha sido escasamente estudiada. Spranger, en su Probleme der Kulturmorphologie, propone cuatro formas típicas regulares: inmigración, colonización, recepción y renacimiento, que caracteriza brevemente. Sobre esa base se propone aquí un cuadro más complejo, en el que se agregan algunas formas no consideradas por Spranger, se diversifican otras de las indicadas por él y se estructuran de acuerdo con los impulsos o ideales que las promueven. La regularidad de las formas de los contactos de culturas, en efecto, no es resultado de un mero azar, sino que corresponde a formas fijas de la conducta social, que se apoyan, a su vez, en motivaciones psicológicas; sólo de acuerdo con estas últimas es posible agruparlas y sólo en función de ellas se transforman en fenómenos comprensibles.

Los grupos de fenómenos son cuatro, pero no todos se realizan como formas unitarias de conducta, sino que se manifiestan bajo formas diversas, ya satisfaciendo impulsos y operando sobre la realidad inmediata, ya cumpliendo ideales y operando sobre ámbitos espirituales.

Los grupos y sus formas de realización son:

1. Fenómenos de descubrimiento.

2. Fenómenos de imposición cultural.

A. Fenómenos de colonización.

B. Fenómenos de catequesis.

3. Fenómenos de prestigio cultural.

A. Fenómenos de inmigración.

B. Fenómenos de recepción.

C. Fenómenos de renacimiento.

4. Fenómenos de interacción cultural.

A. La ecúmene real.

B. La ecúmene ideal.

LOS FENÓMENOS DE DESCUBRIMIENTO

Enfrentadas dos culturas distintas por el azar del hallazgo, una de ellas, que es consciente de su actitud activa, se atribuye el “descubrimiento” de la otra. El hallazgo es recíproco, pero el mero hallazgo no engendra descubrimiento hasta que no despierta una inquietud cognoscitiva profunda y persistente: errante y perseguido por la ira divina, Ulises llega a la isla de los lotófagos y no consiente abandonarla hasta enviar a tres de sus compañeros para que averiguaran cuáles hombres comían el pan de aquella tierra; y cuando, llegados a la gruta de Polifemo, sus compañeros le suplican volverse a las naves, Ulises no puede sustraerse a su afán inquisitivo y decide permanecer hasta comprobar si la hospitalidad formaba parte de las costumbres de los cíclopes. Estos, en cambio, como los lotófagos, sólo aspiran, frente a seres extraños, a dominar sin conocer.

Hay, pues, quienes toman el hallazgo en descubrimiento y quienes contemplan sin descubrir. La actitud descubridora se logra mediante una capacidad psicológica que la hace posible, en la que se encuentra un hombre o un grupo social en ciertas circunstancias: es necesaria una evasión cultural, una objetivación siquiera temporal, por el individuo o el grupo social, de su propia cultura, cuyos supuestos se relativizan; el observador adquiere entonces objetividad suficiente para percibir lo distinto, y la realidad historicosocial frente a la cual se halla se presenta a sus ojos con caracteres de individualidad valiosa en sí misma. Esta capacidad es el carácter primero de la actitud de la cultura descubridora.

Por eso no coinciden los hallazgos con los descubrimientos y es posible observar una actitud antidescubridora. En oposición a la actitud de evasión cultural, hay un sentimiento de límite cultural que encierra a un grupo social dentro del cerco de su concepción de la vida. El hombre de ese grupo vive dominado por el estilo que impregna su cultura y no concibe otro comportamiento que el que señala la coherencia de éste. Lo extraño, pues, no existe para él, en cuanto realidad cultural, y su hallazgo no incita, en consecuencia, a su conocimiento.

La consecuencia de esta actitud es que ese grupo social ignora las culturas que contempla. Así, el hallazgo, o encuentra una absoluta indiferencia, como la que producía lo extranjero entre los egipcios, o determina tan sólo una voluntad de dominio brutal: los galos del siglo IV antes de J. C. no descubren a Roma sino que la destruyen sin haberla conocido, como los asirios hacían con las naciones vecinas o los mogoles con las naciones europeas. A veces, en cambio, las culturas extrañas evidencian hasta tal punto su diversidad que suscitan la exigencia de una explicación; entonces la actitud antidescubridora se manifiesta como típica actitud anticognoscitiva y aparecen las explicaciones trascendentales: el europeo es un ser divino para las culturas de África o América, y las hordas normandas o mogólicas son ejércitos del Anticristo para el cristianismo medieval.

Para el hombre o el grupo social en actitud descubridora, lo distinto existe como realidad cultural con valor propio en sí mismo. La fuerza con que el estilo de su propia cultura lo configura y determina ha cedido en intensidad —la capacidad de evasión cultural surge con alguna especie de crisis— y es entonces capaz de percibir en la cultura extraña las notas peculiares que configuran un estilo autónomo y distinto.

Pero la actitud cognoscitiva coincide con una capacidad de objetividad que, sin embargo, no niega, sino que afirma, la pertenencia del grupo descubridor a una cierta cultura. El grupo descubridor aporta, pues, a su propia cultura, elementos nuevos y distintos que provocan, a su vez, reacciones nuevas y distintas; así, si la actitud descubridora suponía en aquélla un cierto tipo de desintegración que hacía posible la evasión cultural, lo descubierto significa, de múltiples maneras, un nuevo agente desintegrador.

El descubrimiento, en efecto, no es un mero hecho histórico, de validez universal, sino un fenómeno de conocimiento de culturas, que sólo vale referido a la cultura descubridora. Es así como los descubrimientos de mayor trascendencia han sido, en su mayor parte, redescubrimientos; esta circunstancia no disminuye su significación como fenómeno de contacto de culturas sino que, por el contrario, destaca la relación unívoca de la cultura descubierta con la descubridora.

Descubre, pues, quién conoce discriminadamente y agrega nuevas experiencias de cultura a su propia experiencia. Pero esta actitud descubridora es sólo posible cuando el nexo que une al grupo social a su propia cultura está relajado y se insinúa una tendencia que hemos llamado de evasión cultural.

Esta actitud psicológica se revela, ante todo, como una acentuada percepción de la extensión espacial y de la caducidad de toda constricción impuesta por el sentimiento de límite cultural, que imponía a la vida una adhesión indestructible a su paisaje. Rebelado contra esa constricción, el grupo social descubre la continuidad del espacio y adquiere el hábito de pensar en la lejanía. Pero a esta primera convicción se agrega pronto otra: a la idea de extensión como mera percepción espacial se une la convicción de la correspondencia entre la lejanía y la diversidad cultural; de esta doble raíz se nutre, entonces, un apetito cognoscitivo aguijoneado por una tendencia a la aventura.

Si en esa actitud espiritual la búsqueda termina en hallazgo, ante lo hallado se suscita una doble conducta: como objeto de una aventura provoca una situación de hecho, en tanto que como objeto cultural provoca una actitud cognoscitiva; indistintamente movido por esta doble serie de intereses, la cultura descubridora busca en la otra sus elementos típicos, y procura percibir los caracteres de su estructura históricosocial.

Este examen muestra en lo descubierto una relación con la cultura descubridora que ésta se apresura —con sistema o sin él— a establecer. Unas veces se advierte una diversidad homogénea; lo hallado se presenta como cultura-límite, esto es, como una deformación de la propia cultura, determinada por influencias vecinas; otras, los caracteres de lo descubierto no permiten ser analizados con ningún criterio familiar, y algunos de ellos —el idioma irreductible, o los hábitos extraños o la riqueza fabulosa— corresponden a lo que la cultura descubridora considera imposible o anormal; entonces lo distinto se convierte en lo exótico maravilloso, zona en la cual el conocimiento estricto vence sólo muy lentamente a la fantasía descriptiva, desarrollada por la ausencia de un criterio de verdad adecuado a la nueva realidad.

Pero si la capacidad de evasión cultural es la actitud psicológica que hace posible el descubrir, en cuanto hecho de realidad reconoce éste una motivación inmediata. La tendencia a la evasión cultural, en efecto, se manifiesta en el esfuerzo individual o colectivo hacia la consecución, en otros ámbitos, de fines inmediatos, en tres campos distintos pero vinculados: la riqueza, el poder o la catequesis.

Hay, pues, en las circunstancias históricas que configuran el descubrimiento, hechos de realidad. Pero en seguida, junto a la mera preocupación por los objetivos inmediatos, se da —en los mismos individuos o en otros— una preocupación de índole teorética; en efecto, las necesidades prácticas, con sus exigencias de resolución, han creado con respecto a la realidad cultural hallada un esquema elemental en función del cual se determina la conducta a seguir y se interpretan las reacciones. Pero pronto se advierte que el esquema no es satisfactorio; si basta para el hombre de acción porque es útil para la conducta inmediata, una urgencia de precisión suscita en otros —y a veces en los mismos— una vocación cognoscitiva pura: surge entonces la investigación de las realidades profundas.

Una vez despertada, la preocupación cognoscitiva pura adquiere autonomía y fuerza. Junto a las aventuras por el poderío, por la riqueza o por la catequesis, aparece la aventura por el conocimiento, que puede coexistir o ser posterior a las otras, pero que no cede a ninguna en trascendencia con respecto al desarrollo interno de la cultura descubridora.

Es, pues, imprescindible para la transformación del hallazgo en descubrimiento, la confluencia de un desarrollo de hechos reales con una vocación cognoscitiva espiritual. Esta doble raíz pragmático-teorética del descubrimiento de un sujeto que conoce y un objeto que es conocido adquiere aquí caracteres peculiares porque, a diferencia de la materia física o el pasado histórico, el objeto de conocimiento es también una individualidad consciente y capaz de alguna suerte de conocimiento. Quien se atribuye, pues, el papel de descubridor, afirma su calidad de sujeto cognoscente frente a individuos en quienes supone una actitud puramente pasiva.

Originariamente, y a primera vista, proviene esta actitud de la convicción del valor absoluto de cierto módulo del juicio, tal como la noción de “verdadera fe” o “verdadera civilización”. Pero inmediatamente se advierte que no podría bastar para darle categoría formal de descubrimiento a los hallazgos de cultura, a esta trascendentalización del módulo del juicio, porque, precisamente, se da en culturas que han hallado sin descubrir. Lo que determina esa actitud es algo más profundo; proviene de la capacidad para transferir el conjunto de las observaciones espontáneas a un plano intelectivo, sistemático y objetivo, con lo que los resultados obtenidos adquieren validez universal. El descubrimiento pretende, pues, incorporar definitivamente el conocimiento de un nuevo tipo de realidad históricosocial al acervo de la cultura descubridora, y lo logra —si es descubrimiento— precisamente por la intención cognoscitiva —esto es, objetiva y sistemática— que lo anima.

A esa intención corresponde la investigación sistemática que se suscita en el seno del grupo social que cumple el hecho históricosocial del hallazgo; los espíritus observadores o teoréticos —si los hay— parten del dato externo, espontáneamente dado, y a partir de él comienzan una labor de profundización y de comprobación de los resultados obtenidos por la mera observación y considerados verdaderos; a poco, la aventura cognoscitiva señala sus hitos y limita su campo propio, y la investigación comienza a ordenarse, no según exigencias externas surgidas del hecho históricosocial, sino según la lógica íntima del puro problema cognoscitivo.

Fuera de lo distinto natural, en donde la leyenda cabe también, el grupo descubridor procura adentrarse en lo distinto cultural. Se investigan las formas de religiosidad, los usos y costumbres, las formas de la convivencia, el orden político; pero fuera de estos estratos, cuyos marcos proporciona la cultura descubridora, porque, en general, son comunes, se investiga luego lo peculiar, que no admite referencias a estructuras familiares.

El descubrimiento se da, pues, en el plano cognoscitivo; hasta que no lo alcanza, el hallazgo no adquiere tal categoría y está a tiempo de no pasar de mero hallazgo; sólo una preocupación teorética, que constituye uno de los polos de la actividad descubridora, representa una voluntad de perpetuar los resultados obtenidos; esta voluntad configura la actitud descubridora.

LOS FENÓMENOS DE IMPOSICIÓN CULTURAL

Decidida una cultura, por una exigencia interior, a mantenerse en contacto duradero y fructífero con otra en cuyo ámbito geográfico se ha instalado, adopta, frente a ésta, una actitud de ataque y de defensa. La condición de su supervivencia es el mantenimiento de su estructura cultural, y el contacto se resuelve, entonces, en una lucha por su imposición sobre la cultura indígena, para neutralizar toda acción de ésta sobre aquélla. Tal conducta puede ser o no el resultado de una política premeditada. En todo caso, supone la convicción de la vigencia universal de la propia cultura; la imposición puede no responder a un plan pedagógico, sino ser, meramente, el resultado de una cuestión de hecho: colocado en territorio extraño, el grupo viajero cierra sus filas, y comienza a vivir como ha vivido o como el estilo de su cultura lo incita a vivir para lograr el fin propuesto, obligando a los grupos sociales indígenas a adaptarse, en lo que a aquél le interesa, a su tipo de vida; se dice entonces que el grupo exótico coloniza; pero también puede responder a un plan pedagógico: el grupo exótico quiere incorporar a los grupos indígenas a su propia cultura, mediante el otorgamiento —más o menos coactivo— de su consenso; entonces se dice que el grupo exótico catequiza.[2]

LOS FENÓMENOS DE COLONIZACIÓN

Con un objetivo más o menos preciso —entrevisto, generalmente, como aspiración a una nueva vida— un grupo social, más o menos compacto pero unido en esa aspiración, se arranca de su ambiente geográfico y se afinca en tierras lejanas y entre hombres extraños a su cultura estricta.

La solidaridad —rasgo del grupo— proviene de su comunidad de origen cultural y de la comunidad de la aventura que conmueve la vida individual de sus miembros. La consecución de sus objetivos exigirá vencer la resistencia de la naturaleza desconocida e imponerse sobre los grupos indígenas; para ambas cosas es necesario el contacto activo con ellos: es, pues, imprescindible la solidaridad social del grupo exótico, y ésta afirma su cohesión cultural.

La colonización es una forma de contacto activo y permanente con la naturaleza y la población indígenas, y el grupo exótico mantiene su cohesión como una defensa; mas para obtener las ventajas que busca necesita atraer hacia sus propios objetivos a la población indígena: procura, entonces, incorporarla a su propio plan, ignorando o menospreciando su estilo de vida, e imponiéndole el suyo propio, afirmado y sostenido por la fuerza y el empuje del grupo exótico, solidario, coherente y beligerante.

Donde no hay esta voluntad de contacto activo y permanente con la naturaleza y la cultura indígenas por parte de un grupo exótico, resuelto a su vez a mantener e imponer su estilo cultural, no hay fenómeno de colonización. Una actitud anticolonizadora es la que lleva a un grupo exótico a la obtención de un cierto resultado con prescindencia de la realidad natural y cultural ante la cual se halla y sin la voluntad de realizar la vida en contacto con esa realidad. En esa actitud insular está la factoría, el fortín o la base naval, avanzadas enclavadas en zonas extrañas, y mediante las cuales un grupo exótico persigue en tierra ajena un objetivo circunscripto.

La colonización existe, por el contrario, cuando existe una voluntad activa de realización de vida en contacto solidario con una realidad —natural y cultural— extraña, en un grupo exótico, activo en el mantenimiento e imposición de su estructura cultural.

La aventura colonizadora compromete la totalidad de la existencia de quienes la llevan a cabo: peripecia de tal magnitud no se opera sin un móvil desencadenante que haya afectado el destino social de la comunidad de donde se desgaja el grupo colonizador. En el comienzo de la aventura colonizadora hay siempre, en efecto, una conmoción de alguna especie que altera a aquella comunidad. Algunas veces es, simplemente, una expulsión de su propio ámbito geográfico; otras, más generalmente, es una conmoción interna que separa grupos dentro de la totalidad de la cultura colonizadora.

Hay una circunstancia que adquiere importantes proyecciones: si la colonización ha sido promovida por una entidad metropolitana —Estado, o entidades particulares—, o es el resultado de una decisión privada y espontánea.

La colonización promovida se desarrolla más estrechamente. El Estado, para el cumplimiento de una finalidad prevista, traslada grupos de población a territorios lejanos y mantiene allí su jurisdicción; indistintamente pueden ser colonias militares en zonas peligrosas o colonias agrícolas destinadas a asegurar la posesión de ciertas regiones o a permitir la canalización de fuerzas peligrosas para la estabilidad del orden social. Unidas al Estado, entidades privadas —empresas o compañías— promueven también el establecimiento de grupos colonizadores, en los que, sin embargo, prevalece el interés por la consecución de los objetivos económicos; así, en principio, no constituyen sino factorías; pero, con el tiempo y por el relajamiento de sus vínculos, las factorías se transforman en colonias y constituyen centros poderosos.

La decisión privada y espontánea crea otro tipo de colonia, más libre, en la que no existe la coerción metropolitana ni el interés por la consecución de objetivos concretos, y en la que, en consecuencia, se desarrolla una vida dirigida por las posibilidades de realización del grupo colonizador. La decisión privada no siempre corresponde a un interés positivo por la colonización; si es cierto que es el resultado de una decisión, también lo es que con ésta se resuelve un estado de crisis. Entonces la colonización no es sino el resultado de una huida o evasión del hogar de su propia cultura. A veces se trata —como en la colonización de origen estatal— de obtener tierras de trabajo cuya propiedad no es posible en la metrópoli por razones de régimen social interior; estas crisis de superpoblación se hallan en la base de muchos fenómenos de colonización; pero como la superpoblación no supone una relación fija entre la población y la riqueza, sino que se trata de relaciones cambiantes según el régimen social, la crisis de superpoblación nos revela un fenómeno de este tipo: fenómenos sociales, bajo este y bajo otros aspectos, son, en efecto, los que con mayor frecuencia se encuentran en la raíz de la colonización privada. Después de la fase aguda de un conflicto social, las posibilidades de coexistencia entre los grupos vencidos y los vencedores se toman nulas y los primeros deben emigrar.

A veces el propio grupo vencedor estimula este segregamiento que despeja el horizonte político y lo facilita permitiendo la continuidad de ciertas tradiciones metropolitanas; pero la vinculación formal no condiciona el ulterior desenvolvimiento del grupo colonizador, que afirma su autonomía decididamente.

La acción colonizadora, aunque determinada por cierto móvil inmediato, sólo es posible por una actitud peculiar; no coloniza el grupo exótico que se aísla o plantea una existencia artificial, sino el que, sin desintegrarse, coexiste con la naturaleza y la cultura indígenas. Pero esa coexistencia no es pasiva; se manifiesta como una decisión intergiversable de entrar en contacto cercano con ella, de conocerla, y sobre todo, de violentar su estructura, para reducirla a sus elementos e incluirlos en su propio tipo de vida, que se impone como módulo indiscutible. Esa actitud es una actitud de hecho; el grupo colonizador se instala y vive, y opone la realidad de su estructura cultural a la realidad cultural indígena; en la medida en que es fuerte, obtiene la adhesión —parcial o total, espontánea o coactiva— del grupo indígena, sin admitir la posibilidad de que la coexistencia encierre una transigencia con respecto a su propio estilo de vida.

Esta imposición de hecho de una cultura exótica sobre una cultura indígena se realiza por obra del pioneer colonizador. En previsión de la reacción indígena, el pioneer colonizador adopta una actitud dominadora; su objetivo no es ya la obtención de la tierra —ya lograda— sino la extracción de su riqueza; antes de él, nada está establecido y debe comenzarlo todo: echar las bases de la seguridad común, las de una explotación productiva, las de una vida acorde con su peculiar estilo. A la naturaleza desconocida u hostil se une la hostilidad de las poblaciones indígenas: el pioneer colonizador no conoce la seguridad y se acostumbra a la permanente vigilia; de esta actitud nace su excluyente preocupación por los problemas inmediatos y urgentes y la indiferencia hacia todo lo que no sea la realidad y sus exigencias.

Su única defensa es la actitud solidaria con su grupo: defensa material, en cuanto constituye un régimen de seguridad colectiva, y defensa espiritual, en cuanto asegura el mantenimiento de su cohesión cultural. Esta actitud solidaria se expresa de muchas maneras pero adquiere su carácter más notorio en la forma urbana que adopta la colonización. La ciudad guarda celosamente los hábitos y las formas de la vida anterior, y el grupo colonizador encuentra en ella el estímulo y el descanso en la lucha cotidiana. La ciudad reproduce los esquemas de su estructura cultural y desde ella el grupo colonizador se irradia hacia el hinterland, con la confianza de tener a sus espaldas un mundo familiar; porque lo propio de la ciudad es conservar, con la mayor fidelidad posible, la tradición de la cultura colonizadora.

Pero en el desarrollo histórico de esa cultura, el grupo colonizador coloca un hito fundamental: es el momento del desgajamiento. El desenvolvimiento que continúa en el hogar originario apenas se advierte en el nuevo hogar y el hito indicador señala la iniciación de un período de separación real, configurado —originariamente— por el mantenimiento de la cultura originaria en la etapa en que se produce su desarraigo. El pioneer colonizador se hace profundamente conservador de su estructura cultural, y sobre todo, de los esquemas en que la representa en el momento de su desarraigo, que adquieren ahora una fuerza acrecentada. A partir de estos esquemas se comienza una elaboración autónoma, propia de la cultura filial; pero en su fondo subyacen aquéllos con caracteres indelebles.

La imposición cultural que, de hecho, realiza el grupo colonizador sobre las culturas indígenas, proviene, pues, de la fuerza irreflexiva que adquieren los esquemas de su propia cultura en el ánimo del pioneer colonizador, a causa de las circunstancias que motivan su propio desarraigo y de las exigencias que plantea su nueva vida.

Sobre el terreno, el grupo colonizador advierte las dificultades de la empresa. Algunas veces la posesión del suelo está facilitada o asegurada, sea por el Estado colonizador, sea por la ausencia de poblaciones indígenas o por su repliegue; la acción colonizadora es entonces el mero trasplante de ciertas formas de vida a nuevos lugares sin que se realice verdadero contacto de culturas. Otras veces, en cambio, la posesión del suelo significa el contacto inmediato con sus antiguos poseedores, y la labor colonizadora implica una coexistencia de culturas.

Cuando el grupo colonizador no encuentra resistencia activa sino que por el contrario anuda ciertos vínculos de amistad con las poblaciones indígenas, se produce una ocupación virtual del suelo; la sumisión, virtual o expresa, o un pacto sobreentendido, rige las relaciones de unos con otros, y, poco a poco, la población indígena, en su totalidad o en parte, comienza a intervenir activamente en el plan de vida del grupo colonizador, cediendo ante su estructura cultural, más compleja y diversificada. Los grupos indígenas se incorporan entonces como periecos —en sentido literal— a la cultura colonizadora, la cual los recibe y acoge como puente de unión con más vastas zonas de influencia, variando el tipo de explotación según la naturaleza económica del lugar.

En diferente situación se encuentra la cultura colonizadora cuando la posesión del suelo debe obtenerse por conquista; los grupos indígenas son considerados luego sólo como vencidos y el grupo colonizador puede explotarlos sin restricciones. Esta situación se perpetúa en el tiempo y dificulta la incorporación de los grupos indígenas —en alguna medida— a la cultura colonizadora.

La acción colonizadora —que es lo que define la colonización como tal y la diferencia de las meras situaciones de presencia sin contacto— es, pues, una acción que trasciende desde un cierto grupo compacto y exótico hacia un grupo indígena más vasto. La relación de contacto vivo, planteada alrededor de situaciones nuevas, suscita la exigencia de soluciones que el grupo colonizador extrae de su propia experiencia. Pero el grupo colonizador no puede aguardar el planteo espontáneo de las situaciones para organizar —reconstruyendo el curso secular de la cultura— su propia existencia; su acervo es un caudal nada despreciable y el grupo colonizador actúa en función de él: el conjunto de formas culturales se transfiere al nuevo hogar como un conjunto orgánico.

Pero no sólo es la fuerza del impulso anterior lo que da vigencia a las formas culturales del grupo colonizador, sino que obra allí también una política premeditada. La organización estatal del grupo colonizador, la afirmación y el sostenimiento de sus creencias, usos y costumbres, la difusión del idioma, son formas de afirmación de la vida autónoma y vigorosa del grupo; la estructura formal procura reemplazar su verdadera fuerza, que no posee en realidad, aunque la posea como latencia. Por la adopción de esas formas, el grupo colonizador afirma su existencia, y, por su imposición, cumple —con la urgencia que exige la labor colonizadora en sus primeros momentos— la función de obtener y sellar la adhesión de los grupos indígenas.

La adopción de formas se advierte, sobre todo, en la organización del Estado, al que son transferidas las propias de la cultura metropolitana, sea como resultado de una delegación del Estado, sea como una libre imitación de las instituciones. Pero no es menos visible en la tendencia a conservar e imponer los contenidos culturales, mediante la catequesis religiosa, la enseñanza escolar y extraescolar y el adiestramiento en las actividades propias del grupo colonizador; la imposición no se cumple, en un principio, sino en sus aspectos formales, pero aun así constituyen un signo de sumisión de los grupos indígenas, con el cual se afirma la existencia y el poder del grupo colonizador. Esta imposición de las formas espirituales tiene como consecuencia un estancamiento del desarrollo espiritual, cristalizado, precisamente, por el vigor de una estructura formal simplificada y esquematizada para obtener su más fácil imposición.

Esta fortaleza de la estructura cultural del grupo colonizador, metódicamente defendida y cultivada para afirmar su imposición, se advierte cuando se quiebran, por la acción de los grupos colonizadores, los vínculos políticos que la sujetaban a sus metrópolis. Pasada la etapa de lucha inevitable, la vieja y sólida estructura cultural de los grupos colonizadores se redescubre, y las que fueron colonias no temen entonces afirmar la solidaridad espiritual con el hogar primero de la cultura de que participan: nada ofendía más a un ciudadano de Tarento que ser tomado por lacedemonio, excepto que no lo tuvieran por griego.

LOS FENÓMENOS DE CATEQUESIS

Junto a la imposición de hecho de un tipo de vida, tal como la realiza la acción colonizadora, un grupo exótico puede imponer una cultura mediante una acción de prédica sistemática, que se legitima así por el consenso —espontáneo o coactivo— del grupo indígena. El propósito de mantener e imponer la cultura del grupo exótico existe en la catequesis tanto como en la colonización, pero en la segunda trasciende directamente como conducta, en tanto que en la primera se postula como doctrina, formulada sistemática y polémicamente.

La catequesis —en el amplio sentido de aquí se le da— se realiza indistintamente por diversas vías; unas veces quiere actuar sobre la razón y procura ilustrar, creando un convencimiento reflexivo; otras, su acción está destinada a sugestionar y a provocar crisis emocionales, de las que deben surgir una fe y una creencia.

Catequiza, pues, quien impone, por la razón o por la fe, la propia concepción de la vida a grupos culturalmente diversos. Hay una actitud anticatequística que consiste en mantener frente a los grupos de distinta cultura con que se convive, una actitud neutra que elimine la zona de conflictos que provoca el intento persuasivo; a veces se trata de una posesión pasiva de cierta concepción de la vida, sin capacidad de trascendencia ni fervor comunicativo; otras veces se trata de una tolerancia conscientemente sostenida, basada en la convicción del derecho ajeno a la libertad de conciencia; otras de una tolerancia basada en el escepticismo con respecto a la fe y a la razón; otras, en fin, de la premeditada supresión de una actitud teorética que puede suscitar nuevos conflictos susceptibles de malograr otro tipo de relaciones más preciadas.

La actitud catequística supone, por el contrario, no sólo la posesión firme y profunda de una determinada concepción de la vida, sino también la noción conceptual de esa concepción, de tal manera que pueda ser precisada en sus caracteres fundamentales con referencia a elementos y valores comunes a la cultura catequística y a la cultura catecúmena. Pero no es sólo eso; necesita también que esa concepción de la vida se arraigue en la conciencia individual de quien ejerce la función catequística con tales caracteres de convicción que lleve implícita una afirmación de su valor universal; con tales caracteres pueden presentarse determinadas doctrinas y no otras, y por eso no todas originan actitudes catequísticas. Las que los poseen se colocan frente a las culturas extrañas como poseedoras de una verdad indiscutible, cuya validez se fundamenta o por una revelación o por un razonamiento; la doctrina supone una interpretación de la realidad —en el plano social o en el plano de la conciencia— y postula una solución que se enuncia con caracteres precisos y se ofrece como una réplica de la realidad actual. Para ser capaz de colaborar en la tarea de operar esa mutación y ser capaz de vivir según ese nuevo plan de vida, hay que ser también capaz de desprenderse de lo que constituye la espontánea concepción de la vida —proporcionada por la cultura a que se pertenece— para reemplazarla por otra; esta capacidad define al hombre nuevo .

La catequesis postula siempre un ideal formativo: quien acepte desarraigarse y afirmar una nueva vida debe renunciar a su peculiar naturaleza psicológica y afrontar las nuevas circunstancias desde ese nuevo ángulo. El hombre nuevo constituye un ideal, cuyo logro prueba el éxito de la acción catequística, al tiempo que asegura la consolidación futura de su obra. Su postulación supone la capacidad de operar mutaciones bruscas en la conciencia individual, sea por aceptación de convicciones, sea por una decisión irrazonada y súbita, del tipo de las conversiones.

Si el ideal del hombre nuevo apenas se realiza en el catecúmeno, parece realizarse en el tipo mismo del individuo en actitud catequística. El protagonista de esa actitud configura el tipo psicológico del apóstol, entregado íntegra y radicalmente a la propagación de lo que constituye su convicción acerca de muchos problemas que trascienden de su propia conciencia. Como el hombre nuevo que postula, el apóstol lo es por la fe o la razón, y desde cualquiera de esas actitudes afronta el contacto con las culturas distintas y lucha por deshacer su estructura.

Esta lucha se realiza en el plano de las nociones conceptuales o en el de las formas que se derivan de ellas, en tanto que la actitud catequística se opone, en principio, a toda coerción material. Si se postula la necesidad del convencimiento previo es porque, admitiéndose la necesidad de una imposición de cultura exógena, se niega la licitud o la eficacia de la coerción violenta: el móvil desencadenante de la acción catequística es, pues, una actitud anticoercitiva surgida en el seno de los grupos que luchan por imponer su cultura por sobre otra.

En rigor, la acción catequística, como fenómeno de contacto de culturas históricas, no se da solamente como acción de una cultura sobre otra distinta, sino también como acción de una concepción de la vida sobre otra; pero esta segunda forma puede reducirse, generalmente, a la primera, pues la concepción que lucha por imponerse suele derivar de una cultura o subcultura distinta.

En general, el fenómeno adopta dos formas características: la de la catequesis religiosa y la de la catequesis políticosocial; en ambos casos los caracteres son semejantes; sus supuestos fundamentales son dos: por una parte, la posibilidad de la propaganda doctrinaria por vía persuasiva, esto es, la admisión de que, o por el razonamiento o por la sugestión, puede objetivarse una doctrina de manera de hacerla inteligible; por otra, la posibilidad del trueque de una concepción de la vida por otra distinta, esto es, la admisión de que una concepción de la vida —símbolo definidor de una cultura— no es una actitud creada y, como tal, adherida al sujeto, sino una actitud susceptible de ser adoptada, mediante una remoción de los elementos racionales o emocionales que fundamentaban la anteriormente vigente.

La catequesis supone, además, una divergencia frente a la actitud conquistadora. Según que la cuestión surgida en su base sea la de la licitud o la de la eficacia de la acción violenta y coercitiva, la catequesis presenta caracteres distintos. Frente al problema de la licitud de la conquista, la catequesis aparece como la solución justa, mediante la cual la imposición de cultura a que se aspira se cumple sin violación de principios sustentados por ese mismo grupo, esto es, sin coerción; entonces, la conquista sólo queda justificada sobre la prueba de la inutilidad de la acción catequística. Pero frente al problema de la eficacia de la conquista, la catequesis se presenta como una forma de colaboración; para imponer una cultura sobre grupos indígenas la conquista no se estima un medio suficiente porque sólo obtiene una sumisión exterior que no asegura la permanencia del tipo cultural del grupo exótico; la catequesis opera entonces sobre esos estratos más profundos del grupo social indígena, logrando un consenso que legitimiza la acción coercitiva.

LOS FENÓMENOS DE PRESTIGIO CULTURAL

Un grupo social puede, en determinado momento, preferir, a la cultura de la que es hasta ese momento portador, otra que le atrae apasionadamente. El grupo social que realiza esta mutación de cultura no constituye un ente jurídico ni constituye, siquiera, una agrupación real: el fenómeno de preferencia se da en la esfera de la conciencia individual y el grupo sólo, se constituye, si se constituye de alguna manera, por el sentimiento personal de la coincidencia en esta actitud espiritual.

La preferencia por una cultura que no es la propia se produce por un fenómeno de prestigio. En un momento dado, cierto estilo de vida o aun la propia cultura que él configura adquiere, para ciertos individuos o ciertos grupos, un acento peculiar: parece satisfacer algunas aspiraciones truncas, o despertar otras nuevas que se ven así, al mismo tiempo, satisfechas, o proponer esquemas ideales de vida que convienen a determinada situación, o, en general, encarnar un valor que atrae la incondicional adhesión. A su alrededor se produce un oscurecimiento de todo lo que no participa de ese valor. Lo que participa de él, en cambio, se carga de una fuerza de atracción que le proporciona absoluta vigencia: el prestigio de cierta cultura ya pasada o cierto estilo de vida contemporáneo disgrega la cultura que ha suscitado el contacto con ellos, o instituye en ella nuevas dimensiones o despierta posibilidades latentes de una concepción del mundo, a cuyo alrededor se constituye una nueva actitud coherente.

En sus formas más superficiales, los fenómenos de prestigio cultural se presentan como fenómenos de moda o de adhesión formal y externa; cuando alcanzan capas más profundas, pueden alterar la estructura cultural; si la cultura prestigiosa es contemporánea y ofrece un estilo de vida que atrae la preferencia de vastos grupos que ven en él la solución de problemas económicosociales, se produce un fenómeno de inmigración; si, en cambio, la cultura prestigiosa no se da como una realidad social sino que es percibida bajo la forma de esquemas intelectuales por minorías que las aceptan y, por ellos, desalojan los esquemas culturales vigentes, se producen fenómenos de recepción o de renacimiento.

LOS FENÓMENOS DE INMIGRACION

Ante la impotencia para resolver, dentro de las condiciones tradicionales de vida, problemas inmediatos de la existencia que parecen solubles bajo distintas condiciones, un individuo —o muchos individuos— se arranca de su centro vernáculo y se instala en un nuevo ambiente que juzga propicio. La decisión, más o menos libre, es un acto individual con el que sólo se resuelven situaciones o se atienden intereses de tal tipo. Llegado al nuevo hogar, el inmigrado procura la consecución de esa finalidad individual; desarraigado del suyo propio, procura adaptarse rápidamente a éste que ha preferido; pero el acervo cultural de que es portador deja pasar, involuntariamente, elementos que entran en contacto con la cultura que lo acoge. La inmigración opera, así, una forma menor de contacto de culturas, en la medida en que esos elementos son aceptados e incorporados por la cultura que el individuo ha preferido para establecerse.

La decisión de abandonar el hogar originario e inaugurar una nueva vida en condiciones de cultura distintas a las propias, se produce bajo la presión de circunstancias graves que conmueven la existencia individual. En general, es la crisis económica la causa determinante. Pero la pobreza no es causa suficiente del desarraigo, por cuanto hay formas de acomodación que se ejercitan regularmente. El desarraigo sólo se produce cuando se adquiere conciencia de la pobreza, confrontando las condiciones de vida dentro del propio ámbito cultural con las que parecen darse en otro, que, por esa causa, adquiere prestigio y se toma término de comparación. Desde ese momento se acentúa la oposición entre la realidad y la promesa, oscureciendo los tonos de la primera e iluminando los de la segunda. El prestigio de una realidad cultural ahora conocida es, pues, el que despierta la conciencia del menor valor de la propia realidad; ese fenómeno colectivo de alucinación es el que crea el verdadero móvil de la aventura inmigratoria, hecho carne en un tipo psicológico de inadaptado .

El inmigrante no es, pues, el que vive en una situación misérrima sino el que es consciente de su miseria y de la posibilidad de mejoramiento; aun así, no lo es sin que la situación de inadaptado adquiera caracteres críticos, disimulados bajo la fórmula simple de la apetencia de riqueza; la riqueza significa nuevos horizontes y nuevos tipos de convivencia; por eso coincide con otro tipo de inadaptado , determinado por situaciones políticosociales, que también resuelve su situación emigrando, para incorporarse, como inmigrante, a un nuevo ámbito cultural.

El carácter más notable del fenómeno inmigratorio es el tipo psicológico que crea: el pioneer inmigrado. Frente al pioneer colonizador, el inmigrado se distingue por no mantener activamente la estructura cultural de que proviene ni constituir grupos homogéneos.

El pioneer inmigrado es un aventurero solitario, a quien le pesa su cultura como un lastre que le impide su rápida adaptación al nuevo medio, y que no mantiene, en consecuencia, vinculación solidaria con otros portadores de la misma cultura para imponerla o, simplemente, mantenerla.

En la etapa de gestación y resolución de su aventura, el pioneer inmigrado es un inadaptado, que ha introducido una actitud crítica frente a la vernácula concepción de la existencia y le opone un esquema ideal de la vida, concebido sobre la base de una realidad de la que posee noticias más o menos precisas y que adquiere a sus ojos particular prestigio. Esta situación crea un peculiar estado psicológico, caracterizado por la dificultad o la imposibilidad de ajustar la conducta a la realidad circundante, y este desequilibrio, estimulado por circunstancias externas, desencadena una resolución, por la que corta los lazos que lo ataban a su propia realidad.

Pero, una vez inmigrado, esa actitud psicológica continúa; en efecto, la nueva realidad, acentuada por el prestigio, no se ajusta nunca al esquema ideal, y nuevas dificultades surgen para una completa acomodación. Entonces el pioneer inmigrado comienza a apoyarse simultáneamente en dos realidades y, como antes no podía adaptarse, comienza luego a sentirse desarraigado.

De esta lucha entre las dos realidades sale victoriosa la que, además del prestigio, posee la fuerza de las urgencias inmediatas, aunque subsiste el desequilibrio psicológico; por la última de las circunstancias, el pioneer inmigrado procura acelerar su proceso de adaptación y adopta una actitud contra su propia cultura; la adaptación se da, en primera instancia, en los aspectos inmediatos —lenguaje, usos y costumbres— pero opera, poco a poco, sobre regiones más profundas. Así trasciende luego hacia preocupaciones de carácter social, movidas por la exigencia de procurarse nuevas acomodaciones dentro del grupo que lo ha recibido. Así aparecen ahora nuevas aspiraciones, correspondientes a las novísimas realidades, algunas de las cuales contradicen los que parecían los únicos móviles de la aventura inmigratoria; en efecto, la preocupación por conquistar posiciones sociales es, a veces, contraria al impulso primero de enriquecimiento; pero es que éste no era sino el esquema empobrecido bajo el cual se ocultaba un sentimiento más profundo de inadaptación, que incitaba a la búsqueda de otro tipo de existencia, cuyo carácter predominante era el mejoramiento económico.

Estos caracteres del pioneer inmigratorio condicionan los fenómenos de contacto cultural que pueden operarse por su intermedio; se trata de influencias ejercidas por el inmigrante sobre el ambiente al cual se ha incorporado, consistentes en la transferencia más o menos involuntaria de algunos elementos de su cultura originaria. Pero el vínculo de esa influencia posee caracteres particulares; ante todo, no existe en él la voluntad de ejercer ninguna influencia sino que, por el contrario, prefiere no aludir a la cultura de que proviene; de aquí que su acción no pueda ser sino leve, puesto que se realiza por la mera presencia de un grupo de individuos no solidarios. El grupo inmigratorio posee, en efecto, un sentimiento de menor valía con respecto a la cultura de que es portador, con el que restringe la transferencia de sus elementos a la cultura en cuyo seno se ha instalado; así, la influencia no se ejerce en un plano homogéneo, sino en aspectos parciales, tales como las formas lingüísticas, las costumbres cotidianas, los gustos o preferencias frente a cuestiones corrientes.

En este tipo de contacto cultural tiene gran significación el origen de la influencia; los elementos agregados por los grupos inmigratorios a la cultura que gozaba, ante ellos, de prestigio , no provienen de una actitud coherente y vitalmente sostenida sino de una actitud transaccional, propia de inadaptados; son, pues, elementos desarticulados, sin sentido unitario, y corresponden, generalmente, a diversas capas sociales y culturales. La influencia que ejercen por esta vía viene marcada por la carencia de estilo , y la cultura receptora sólo con una extrema fortaleza puede aglutinar su variedad.

LOS FENÓMENOS DE RECEPCIÓN

Enfrentado con una cultura que considera insuperable y ejemplar en un momento en que ha despertado a nuevas apetencias espirituales, un grupo social se adhiere súbitamente a ella, recibiéndola en su totalidad, como un conjunto del cual cree captar profundamente las formas exteriores y el significado íntimo, e incorporándola luego a su tradición como propia.

La recepción de cultura puede trascender en hechos objetivos pero se da, esencialmente, como fenómeno colectivo de conciencia; coincide, sin duda, con el conocimiento de realidades exteriores, pero no se da sino en la medida en que el grupo social confronta la cultura propia con otra distinta y resuelve su adhesión a la ajena.

Es menester una cierta crisis para que un grupo social desemboque en una actitud tan radical como es la de abandonar —por un acto de voluntad— las formas tradicionales de su cultura por otras de origen extraño. Esta crisis impulsa hacia esa actitud pero no es imprescindible que su adopción sea el resultado de un plan de finalidad premeditada; hacia esa solución se llega por su propia fuerza de atracción, y, sobre todo, por la certidumbre intuitiva del grupo receptor de que satisface las exigencias propuestas por la propia crisis.

La crisis es de tipo espiritual. En un momento dado, ciertos intereses, ciertas apetencias, ciertas preocupaciones que antes no existían, aparecen ahora, sin que puedan ser satisfechos con el repertorio de posibilidades que ofrece la propia cultura. Esta crisis, en realidad, es una crisis secundaria, detrás de la cual se oculta un proceso de cambio de situaciones del grupo social. Por distintas vías ha llegado a una nueva situación y percibe ahora la existencia de nuevos valores que aspira a realizar. Puede haber o no una voluntad de crear una cultura que satisfaga esos nuevos apetitos; la recepción de cultura se produce cuando, en ese momento y en esas circunstancias, el grupo social descubre una realidad cultural constituida que obtiene —tras una confrontación con la propia, realizada a la luz de esas nuevas apetencias— un acento de valor incuestionable, y se adhiere a ella, satisfaciendo así las necesidades ahora surgidas.

La cultura acentuada por el prestigio adquiere entonces tan extensa y profunda significación que no sólo satisface ahora las apetencias espirituales sino que condiciona la conciencia del grupo social hasta el punto de modificar el sistema de las nuevas apetencias, agregando algunas que no habían surgido espontáneamente, cambiando el sentido o la intensidad de otras, en forma tal que, a poco, no sólo proporciona un sistema de soluciones sino que ha replanteado el sistema de los interrogantes. Así, se afianza la recepción de cultura y sobrepasa la etapa de la mera influencia; por este condicionamiento de las preocupaciones espirituales —que supone el reemplazo de algunos supuestos de la cultura receptora y la modificación de otros— esta última adquiere la convicción de que la cultura recipiendaria no le es ajena ni superpuesta, y cree descubrir en ella raíces comunes con la de su propia cultura, que, en realidad, no son sino supuestos adquiridos también.

Para que se realice tan profunda adhesión a una cultura extraña es necesario un contacto directo entre grupos sociales o un conocimiento muy directo y profundo de sus vestigios; esta circunstancia previa es la que crea el fenómeno de prestigio , que ha centrado en ella el interés del grupo social receptor.

El grupo para quien originariamente la cultura extraña adquiere tal prestigio no es, en realidad, sino un subgrupo; se trata, en efecto, de un fenómeno de minorías que sólo más tarde trasciende hacia capas más extensas por el prestigio o la fuerza de aquéllas; una minoría es la que percibe la presencia de nuevas apetencias espirituales, la que descubre en la cultura extraña la solución necesaria y se adhiere a ella tan profundamente como para sentir como propios sus supuestos básicos. Esta minoría se constituye como un grupo espiritualmente inadaptado; sus nuevas inquietudes, sus nuevas apetencias, se proyectan sobre su propia realidad cultural y la confrontación despierta una actitud insatisfecha. El inadaptado repudia más o menos profundamente el contenido de su cultura y procura evadirse de ella; pero este sentimiento no nace sino a posteriori de la confrontación, y el juicio se expresa comparativamente: frente a la cultura que parece responder a sus preocupaciones de minoría, la suya propia resulta inferior; el inadaptado espiritual deserta de ella y recibe , esto es, adopta por un acto de voluntad, aquella cuyo prestigio percibe.

El carácter predominante de la minoría receptora, el que ella siente como tal, y sobre todo, el que la tipifica ante el grupo social al cual pertenece, es su simpatía por una cultura extraña, su xenofilia . Superficialmente considerada, parece tratarse de una mera simpatía por ciertos aspectos de aquella cultura; pero luego se advierte que es una actitud comparativa, a la que se llega como consecuencia de un contacto de culturas. La xenofilia significa, pues, en primer término, un juicio de valor acerca de dos culturas en contacto y, en segundo, una toma de posición. El xenófilo —forma espiritual de inadaptación— descategoriza su cultura, exalta una extraña, y la recibe como una totalidad, procurando deshacer las raíces de la suya propia que operan en su espíritu. Hay, pues, en él, una labor crítica frente a su cultura, que no le permitirá vivirla ya de manera espontánea; pero esa actitud crítica se proyectará también sobre la cultura que recibe, aun cuando crea entregarse plenamente a ella; de este perpetuo análisis nacen nuevas estructuras, que modifican los esquemas primeros de la cultura recibida y que participan, en cierto modo, de los de la cultura receptora.

La actitud de la minoría xenófila se resuelve, concretamente, en la adopción de ciertos elementos de la cultura prestigiosa: o la lengua o ciertos usos, o ciertos gustos, o ciertas preocupaciones espirituales; puede constituir un mero fenómeno de moda, pero puede significar el primer paso de una recepción, más o menos profunda, de cultura. Tras la adopción de ciertas formas externas —un vestido, una institución— se evidencia luego la adopción de cierta mentalidad, de cierta actitud para encarar los problemas de la conducta, de cierta concepción de la vida; finalmente, para satisfacer las nuevas preocupaciones, es el repertorio de posibilidades de la cultura prestigiosa el que proporciona las soluciones más adecuadas: se trata, en efecto, de cuestiones suscitadas por el contacto con ella que el grupo xenófilo acoge sin confesarse su carácter exógeno.

Porque —como en todo fenómeno de prestigio— el grupo receptor procura, de manera más o menos intencional, afirmar la posesión radical de la cultura prestigiosa. Así, procura, sobre todo, borrar el recuerdo de su origen exótico y, si es necesario, crear, para sí y para los demás, una doctrina convencional acerca de su origen. La recepción se da cuando existe esa voluntad de asimilación profunda de incluirse en el mundo cultural creado por un grupo social extraño y de moverse dentro de él como si fuera el propio; pero también con la exigencia de poseerlo de derecho, en absoluto y sin posibilidad de servidumbre ni reivindicaciones; por eso se subraya con una doctrina de la posesión vernácula de la cultura prestigiosa o se afirma con la conquista del grupo creador.

La recepción de cultura inaugura, para la cultura receptora, una nueva época. Hasta entonces ha vivido sobre ciertos supuestos espontáneos: ahora comienza a vivir sobre ciertas bases reflexivas. La consecuencia es que la cultura recibida no se asimila como meros contenidos sino que, fundamentalmente, se adopta como punto de vista : según él se reacciona ante ciertos fenómenos y según él se suscitan preocupaciones antes inexistentes. La recepción supone, sobre todo, la adopción de un estilo de vida que condicionará ulteriormente al grupo receptor; de acuerdo con él, el grupo vive y crea: la recepción es, entonces, momento inicial de un nuevo proceso creador que puede dar frutos diversos: nuevos esquemas empiezan a forjarse y la cultura recibida se desarrolla según ciertas preferencias aportadas por el grupo receptor. De este carácter de los fenómenos de recepción de cultura nace una nueva posibilidad: la integración de un nuevo ámbito cultural más extenso y más diversificado, en donde la cultura originaria realiza nuevas posibilidades y aúna esfuerzos. Esta labor de integración desemboca en creaciones culturales que configuran una nueva cultura histórica.

LOS FENÓMENOS DE RENACIMIENTO

Por la vuelta a la luz de sus vestigios olvidados, por el conocimiento de nuevos testimonios, una cultura ya pasada es resucitada por grupos sociales que se inclinan curiosos sobre ella, procurando desprenderse de los esquemas de la suya propia y adentrarse en los supuestos de la cultura renaciente.

En efecto, la vieja y olvidada cultura renace ahora porque renacen y se actualizan los productos en que fue objetivando su espíritu; actualizar significa aquí que de nuevo tienen vigencia, que son leídos o contemplados, que son comprendidos en su significación; pero quienes cumplen esta actualización no participan, en principio, de sus supuestos vitales o culturales, sino que se nutren de otra cultura; la primera actitud será, pues, la del observador que escruta testimonios de una cultura extraña; luego, un peculiar prestigio acentúa la cultura descubierta; el observador confronta su cultura con aquella que ahora conoce y decide adherirse a ella, asimilando no sólo el contenido particular de los testimonios que posee, sino también los supuestos que cree descubrir en ellos.

En el fondo de la actitud que promueve el renacimiento de una cultura ya pasada, yace la convicción de que existe, entre la cultura renaciente y la que suscita su renacimiento, cierta identidad de supuestos que permite pasar desde la actitud de mero conocimiento hasta la apropiación íntima: verdadera o no, esta convicción es la que desencadena la adhesión de un grupo social a una cultura ya pasada y torna fructífero este contacto de culturas.

La circunstancia que determina, en forma inmediata, el renacimiento de una cultura pretérita, es el descubrimiento de sus testimonios; el descubrimiento suele ser fortuito; una vez producido, los valores de que esos testimonios eran portadores se reavivan, se hacen presentes y el grupo social que ha suscitado su conocimiento siente hacia ellos una estimación que explica como consecuencia de su identidad cultural.

Pero el mero descubrimiento y el mero interés no bastan; el interés suscitará una voluntad de conocimiento, de ahondar en la significación de los vestigios. Luego, el conocimiento aviva la estimación y se traspasa entonces el área intelectual afirmando el propósito de vivir según el estilo —verdadero o presunto— de la cultura renaciente.

Para decidir esta actitud vital ha prevalecido el prestigio con que se acentúa la cultura renaciente. La relación jerárquica entre ésta y la cultura que la ha suscitado se establece inequívocamente: la de curso periclitado, perfecta, contemplada a través de sus objetivaciones, susceptible de ser descripta y caracterizada según un esquema homogéneo y preciso, adquiere un valor paradigmático y su calidad parece, en consecuencia, inalcanzable. De la afirmación de esta jerarquía se desprende la actitud de la cultura suscitadora: sólo le queda postular la imitación formal de los modelos, la captación y expresión de los contenidos, la restauración, en una palabra, de la cultura renacida, considerada eterna.

Los fenómenos de renacimiento crean —y por él son posibles— un tipo psicológico de descubridor de cultura, tipo rigurosamente intelectual, orientado hacia la inquisición paciente tanto como a la explicitación y exaltación de los valores subyacentes en los objetos de la cultura renacida. Esta doble faz caracteriza al hombre de los renacimientos. Por una parte, la faena de la búsqueda exige una actividad erudita, paciente y oscura, en la que el hombre de los renacimientos se abisma con fruición de pioneer, a la espera del goce del hallazgo excepcional o de la develación definitiva del enigma; por otra, la preocupación por la vigencia de los valores de la cultura renaciente determina una actividad beligerante contra valores e ideales presentes, que se traduce en un contacto directo y activo con la realidad circundante sobre la cual aspira a ejercer una acción directora.

Esta doble faz origina en el hombre de los renacimientos un comportamiento confuso que proviene de la rápida elevación de los resultados obtenidos por la incipiente investigación a la categoría de criterios definitivos; el momento renacentista es, pues, un momento polémico, y el hombre de los renacimientos lo es también; una vez transcurrida esa etapa se produce una discriminación de funciones, y el que persiste en la actitud beligerante y atento a la realidad contemporánea se toma hacia la creación, en tanto que el que persiste en la búsqueda rigurosa se toma hacia la erudición.

El momento renacentista es, pues, breve: dura lo que dura la ilusión de haber captado, en forma definitiva, el espíritu de la cultura renacida y lo que tarda en orientarse la sugestión nueva en un sentido creador. Pero, aunque breve, suele ser muy fecundo: su fecundidad proviene de que, aunque conscientemente se postula una sujeción al modelo renacido, el fenómeno renacentista es, esencialmente, un fenómeno de contacto de culturas; de aquí que se advierta la transferencia de ciertas formas y la inmediata estructuración de nuevas corrientes surgidas de aquella sugestión.

El momento renacentista posee, de la cultura renaciente, un número generalmente escaso de testimonios; son los que han resultado del hallazgo casual o los que existían olvidados y vuelven a la luz por el prestigio y la sugestión del hallazgo nuevo.

De ese conocimiento precario surge, sin embargo, una cierta imagen de la cultura renaciente; esta imagen no puede ser sino precaria; ilumina sólo sectores restringidos, limitados no sólo por el azar de los testimonios conocidos sino también por cierta predisposición del grupo suscitador. Esta imagen es la que se erige en paradigma y la que se intenta imitar; pero esta imagen no es sino proyección, sobre la cultura renaciente, de ciertas preferencias del grupo que la ha suscitado.

Esta imagen actúa creando un canon valorativo y despertando sugestiones acerca de preocupaciones que subyacen en sus mismos rasgos. Pero en seguida entra en crisis la imagen misma, en la medida en que la investigación rigurosa ahonda el conocimiento de la cultura renacida. Cuando comienza a desdibujarse su imagen convencional, el momento renacentista ha terminado. Pero su terminación no es consciente; con el mantenimiento de ciertas formas se esconde la divergencia creciente de los contenidos: ciertos estilos, ciertas instituciones, ciertos géneros mantienen su vigencia, pero sus contenidos evolucionan según el genio creador de la cultura suscitadora.

Esta circunstancia crea un equívoco frecuente; la fuerza sugestiva de la cultura renaciente suele despertar las facultades creadoras del grupo social que la suscita. Así, tras del renacimiento de una cultura periclitada sobreviene, generalmente, un resurgimiento de la cultura suscitadora; pero se trata de dos fenómenos radicalmente distintos; el renacimiento es un fenómeno de contacto de una cultura creadora —esto es, estructurada, homogénea y vigente— con una cultura periclitada —esto es, que no subsiste sino por sus productos objetivos—. Sólo esta última —que es de la que pudo decirse, en sentido organicista, que había muerto— es la que puede renacer; la cultura creadora no hará sino entrar en un período de más activa creación, despertando, acaso, de un estado de opacidad; se dice —se deberá decir— que resurge . No existe, pues, si queremos ser precisos, un renacimiento francés o italiano o carolingio; existe un renacimiento de la cultura helenorromana en Europa, en los siglos XIV a XVII, como había existido otro en la corte franca en los siglos IX y X; de idéntica manera se produce un renacimiento de la cultura medieval en Europa al comenzar el siglo XIX. Se producen, eso sí, fenómenos de resurgimiento más o menos contemporáneos: un resurgimiento franco en los siglos IX y X, un resurgimiento italiano entre los siglos XIV y XVI, un resurgimiento francés en los siglos XVI y XVII; pero estos fenómenos no se confunden con aquéllos sino que encuentran allí su raíz, aun cuando pueden surgir de otras causas, como el resurgimiento inglés de los siglos XVI y XVII, el ruso del siglo XVIII, el italiano de mediados del siglo XIX o el español de principios del siglo XX. Los fenómenos de renacimiento, morfológicamente considerados, son, pues, meros fenómenos de contacto de culturas, de los que resultan variadas consecuencias; pero éstas no son, a su vez, sino procesos intrínsecos de la cultura suscitadora, que pueden trascender del mero fenómeno de contacto, y determinar en ella momentos de significación específica.

LOS FENÓMENOS DE INTERACCIÓN CULTURAL

Una circunstancia cualquiera provoca el encuentro —dentro de cierto ámbito geográfico— de dos, o más culturas históricas, que abandonan o sobrepasan sus propios límites. La concepción de la vida y del mundo que las configuraba entra en crisis en la medida en que dependía o se vinculaba a su paisaje, y comienza a surgir una nueva interpretación de la realidad: las relaciones entre cada cultura —expresada como Estado, religión, o cultura intelectual— y su nuevo ámbito geográfico serán regladas de nueva manera, y, según ellas, surgirán en el seno de cada una nuevas aspiraciones y tendencias.

Estas relaciones se definen, en general, por una aspiración a la integración de un nuevo ámbito, esto es, por la tendencia a procurar imponer la vigencia de una cultura dentro de cierta área geográfica: sea una región donde su expansión se considera legítima, sea la totalidad de lo que constituye su mundo homogéneo. En este tipo de actitud expansiva predomina el conocimiento y la estimación de las culturas con que entra en contacto; frente a las demás, cada una de las culturas concurrentes adopta una actitud tolerante; advierte en ellas una realidad histórica legítima, y si procura dominarla de alguna manera, no es por la imposición brutal de su tipo cultural sino por la imposición de un tipo transaccional que se advierte en las formas exteriores en que la cultura del ámbito de la interacción se objetiviza: o el idioma, o los ritos, o los usos, o las preocupaciones espirituales.

Esta tolerancia frente al resto de las culturas concurrentes se hace posible porque no se afirma el valor absoluto de la propia; se persigue, en cambio, una comunidad de cultura, obtenida como resultado de la vigencia —espontánea, no coactiva— de un tipo de vida en el que coincidan las culturas en contacto. Esta tendencia procura descubrir en ellas aquellos valores que poseen una validez unánime y los estima donde los encuentra: de tal actitud proviene una activa interacción entre las culturas en contacto, que escrutan recíprocamente sus contenidos y se asimilan lo que participa de aquellos valores.

La confluencia, sin embargo, no supone la asimilación total sino solamente el acercamiento allí donde es posible, eso es, según ciertas líneas de coincidencia que descubren las relaciones entre las culturas en contacto. Estas líneas de coincidencia se dan por la aparición de intereses comunes que revisten distintos aspectos, bajo la faz política, económica, religiosa o espiritual en lato sentido, pero, una vez descubiertas, se fuerza la coincidencia y se procura incluir en ellas vastas zonas indecisas de las culturas en contacto.

Mediante este desarrollo de las líneas de coincidencia se aspira a construir un ámbito homogéneo, no en el sentido de ninguno de los particularismos, sino en el de aquellas líneas de coincidencia que indican las posibilidades transaccionales. El ámbito así formado y caracterizado constituye una ecúmene que, según la naturaleza de la línea de coincidencia, se concibe como real o ideal. La ecúmene real se realiza bajo la forma de Imperio —línea de coincidencia política—o bajo la forma de imperialismo —línea de coincidencia económica—; la ecúmene ideal se da bajo la forma de Iglesia o comunidad ideal de fieles, o de Humanidad, comunidad ideal de hombres —línea de coincidencia metafísica— o bajo la forma de ámbito cultural —línea de coincidencia espiritual en sentido lato.

LA ECÚMENE REAL

Cuando una de las culturas concurrentes —dentro de cierto ámbito— aspira a realizar en forma inmediata y real un orden ecuménico que cumpla, al mismo tiempo, la exigencia de permitir a cada una de ellas el libre ejercicio de su tipo de vida en cuanto es irreductible, establece un vínculo superficial de tipo político o económico.

El vínculo político crea la forma clásica del Imperio, basada en la separación de la actividad política del resto de las manifestaciones de la vida culta, con relación a las cuales el Imperio mantiene un régimen laxo de tolerancia; con respecto a la primera, en cambio, el Imperio mantiene indeclinablemente —en su provecho— el control del Estado, plano en el que se realiza la comunidad entre las culturas en contacto. El vínculo económico crea la forma —moderna— de los imperialismos basados en el monopolio de la actividad económica; en los restantes aspectos de la vida de las culturas sometidas —inclusive el político— la cultura imperialista no interviene sino de manera muy indirecta y superficial; en el plano económico, en cambio, donde se realiza la integración de las culturas en contacto, la cultura imperialista establece —en su provecho— un control indeclinable.

Como realizaciones históricas, el Imperio y el ámbito imperialístico son, en alguna medida, formas coactivas, pero su carácter peculiar, el que los diferencia de formas semejantes —como los imperios plenamente coactivos— y los define como formas de contacto de culturas, es la restricción de los planos de coacción. A diferencia de aquellas otras formas —como la asiria o mogólica— éstas se limitan a concebir la ecúmene como ente político o económico; la coacción no se realiza sino en esos planos, en los cuales la autonomía cesa; pero la delimitación del plano coactivo —operante como tendencia general— lleva a mantener las formas políticas o económicas propias de cada cultura, aunque con restricciones y orientadas en el sentido general de la política o la economía de la cultura dominante.

Por debajo del plano coactivo, las culturas subordinadas mantienen su estructura íntima y su propio tipo de vida; si han perdido en autonomía política o económica han ganado en amplitud geográfica; su área de posible difusión o influencia ha crecido porque cabe la posibilidad de actuar en el ámbito del nuevo ente político o económico; de aquí que a la pérdida de la autonomía política o económica corresponda una posibilidad de trascendencia, como consecuencia del régimen de tolerancia y de circunscripción del plano de coacción. Por esta posibilidad se producen los fenómenos de interacción cultural dentro de las formas de la ecúmene real. Las culturas subordinadas que mantienen su vigor creador entran en contacto con las otras que concurren dentro del nuevo ámbito; de ese contacto puede surgir —aunque no es forzoso— una forma más profunda de interacción cultural; resulta en cambio inevitable la formación de un tipo de vida política o económica común a todas las culturas en contacto.

En efecto, a pesar de la delimitación del plano de coacción, las exigencias de la vida del Estado o de la organización del orden económico llevan a la imposición de ciertas formas de comportamiento, de ciertas prácticas políticas, de cierto orden social, de ciertas formas económicas y, en general, de algunas formas de convivencia, tales como ciertos usos y costumbres o cierta lengua. Esta coacción —débil o violenta, directa o indirecta— no siempre se ejerce en favor de formas propias de la cultura dominante; así como pueden serlo, pueden ser también formas híbridas, y, muy frecuentemente, formas recibidas de las culturas dominadas y aceptadas porque satisfacen los objetivos principales de la dominante. Pero además de las que resultan impuestas, otras formas de la vida política o económica adquieren vigencia por acuerdo espontáneo, otorgado por las culturas concurrentes —dominadas y dominantes— debido a que satisfacen las exigencias del tipo de vida propio de la época.

Específicamente, la ecúmene real no provoca, pues, sino una interacción cultural en los planos de la vida económica o política; si bien es cierto que puede provocar o facilitar una interacción más profunda y aun crear un movimiento sincrético de honda raíz, lo que produce indefectiblemente es una estructuración homogénea de la vida pública: una concepción universal del Estado, del derecho, de la economía, surgida como un resultado de la concurrencia de distintas culturas hacia la consecución de un solo tipo de vida política o económica. La ecúmene real trasciende, pues, en formas universales de convivencia.

LA ECÚMENE IDEAL

Por encima de las jurisdicciones que separan a los individuos, una o varias culturas que concurren en un ámbito geográfico postulan una unidad profunda entre todos los hombres o al menos entre vastos conjuntos; la aspiración proviene de un conocimiento entre las culturas diversas y del subsiguiente descubrimiento de una línea de coincidencia entre sus contenidos espirituales. Esta comprobación es, al mismo tiempo, resultado y prueba de aquella aspiración. La comunidad cultural —espiritual en general o metafísica— puede no existir sino bajo la forma de esta aspiración, pero este solo hecho determina una conducta; provoca el conocimiento recíproco de las culturas en contacto para descubrir en ellas los elementos coincidentes, y lleva, entretanto, a postular una doctrina de la afinidad espiritual según la cual los hombres constituyen, de diversas maneras, una ecúmene ideal.

La doctrina de la ecúmene ideal es el primer resultado del contacto cultural y el motor que induce a nuevos descubrimientos recíprocos; se expresa, según que se mantenga más o menos atada a una realidad histórica, o como una doctrina de la homogeneidad total del género humano, o como una doctrina de la homogeneidad de vastos grupos separados por determinaciones reales.

La interacción entre las culturas en contacto se realiza por encima de las determinaciones políticas que las separan; estas últimas se abstraen, consideradas como meros accidentes que no afectan a la unidad radical de los individuos que constituyen aquéllas; inversamente, se procuran descubrir los aspectos comunes y a ellos se les adjudica un valor; éstos son los que vale la pena desarrollar, en tanto que los que constituyen el fondo irreductible de cada cultura se consideran menos valiosos.

Este fenómeno de otorgamiento de valor a los elementos coincidentes impulsa el crecimiento y desarrollo de éstos. El fenómeno es de mimetismo; en la confrontación de las culturas concurrentes se descubren elementos que, si se despojan de su vestidura local, evidencian semejanza y recíproca correspondencia. Pero si la semejanza no es exacta o no es demasiado evidente, la afirmación no por eso pierde trascendencia; para afirmar la universalidad de esos elementos —ideas, creencias, usos— se reducen a esquemas empobrecidos que facilitan la comparación, se violentan las significaciones y se asimilan los contenidos mediante explicaciones simbólicas más o menos forzadas. De esa deformación de los elementos culturales sufren parejamente las culturas concurrentes; las exigencias del conocimiento recíproco y el valor conferido a lo que es común incitan a la explicitación de ciertos contenidos, realizada por cada cultura. La interacción se resuelve en una tendencia a la reducción de lo distinto a lo común, aun a riesgo de crear nociones tan imprecisas como superficiales; depende esto, naturalmente, de la mayor o menor realidad que tengan las identidades propuestas entre los elementos de las culturas en contacto.

El fenómeno se da con mayor o menor intensidad, precisamente, según la mayor o menor comunidad que, realmente, tengan las culturas concurrentes. Cuando la comunidad se concibe como homogeneidad total —como Humanidad, por ejemplo— el contacto de culturas apenas toca zonas superficiales donde es posible encontrar elementos de significación universal; cuando, en cambio, sólo se postula la unidad ideal de grupos culturalmente homogéneos pero políticamente diversos, el contacto de culturas es más rico y constituye un momento singularmente fecundo. Por el esfuerzo común se produce una explicitación de los contenidos comunes, que son los duraderos y vigorosos, y una corriente de integración de elementos culturales.

La ecúmene ideal se da, pues, como formulación primera de una aspiración surgida de un contacto real de culturas; la doctrina reacciona sobre la realidad y acentúa los fenómenos de interacción, provocando fórmulas transaccionales que permitan afirmar la unidad del grupo humano: a lo particular irreductible se opone lo común valioso.

NOTAS

1. De acuerdo con el criterio expresado, en adelante se usará, genéricamente, la palabra “cultura” para designar una unidad, aun cuando se trate en rigor de subculturas o unidades menores; así se verá igualmente usada con el significado de “nación” cuando ésta, además de la circunscripción política, signifique una unidad cultural.

2. Simultáneamente con estos fenómenos, hay o puede haber un hecho de conquista; pero ése no es un fenómeno cultural sino en la medida en que deriva algunas de estas dos formas, colonización o catequesis.