No sé bien –justo es confesarlo– por qué me consideré muy pronto amigo verdadero de Mariano Latorre. Lo encontraba frecuentemente en la tertulia de la librería Nascimento, o en la otra más compacta de la dirección de La Nación, de Santiago, a la que Ricardo Latcham, Melfi, Durán y Amunátegui daban una vivacidad singular. A veces conversaba con él largo rato, mientras caminábamos por las calles y, en poco tiempo, extendimos el área de los temas: una confrontación de la vida cis y transandina constituía el núcleo de las ideas en juego. A los pocos días de tratarlo, tuve de él una imagen infundada y precisa, imagen a la que me sentía unido por vieja amistad.
El hombre tenía, ciertamente, su encanto peculiar; y no era porque su aire afrancesado, con sus ojos claros y su bigote rubio, sorprendiera entre la morena humanidad de calle Ahumada; más bien me pareció que residía en cierta magia de la palabra, lanzada en animarla contradanza con una mirada inquieta y viva, que forma parte de su expresión. Pero, pensándolo bien, descubro que no fueron los signos de su presencia inmediata sino algo sutil y menos discernible lo que me sugirieron esa extraña impresión de una vieja amistad con un desconocido. Acaso lo más próximo a la verdad fuera que estaba realizando el prodigioso hallazgo de un hombre verdadero que coincidía totalmente con el escritor que conocía.
Yo había leído alguna cosa suya, pero carecía de una impresión cabal. Una vez le oí hablar con desacostumbrado calor de su misión y su deber como escritor de Chile y de su tiempo. Latorre, pese a la cátedra que profesa con harta dignidad, es ante todo un escritor, y, sin duda, él sabe que en su contorno chileno y americano alcanza altura singular. Aquella vez fue, quizá, cuando alcancé a entender lo que es en él fundamental: su vocación de hombre del espíritu, abierto a la realidad viva de cada día y proyectado luego hacia la creación literaria.
Por alguna expresión aislada se en¬tendía que estaba contento de su labor. Pero su misión y su deber de escritor aparecían concebidos dentro de la eternidad de las letras chilenas y americanas. El paisaje, la fisonomía vernácula –decía– carece aún de esa primera captación que hace posible, luego, la concisa refracción de su realidad, la creación esencial y madura. Y él aceptaba con dignidad su humilde y noble misión de eslabón en la vigorosa y promisoria cadena de la novelística americana. Es bien sabido qué frutos logrados dio ya su profunda indagación de lo propio de la vida chilena.
Sin duda, Mariano Latorre quiso y quiere permanecer fiel a su misión y su deber. A su tendencia literaria llaman en Chile criollismo, y él ve en esto timbre de legítimo orgullo, porque el criollismo le parece ser signo inequívoco de afirmación de la comunidad chilena, de su personalidad espiritual, de la compenetración de espíritu y paisaje. Su criollismo está, sin duda, patentizado en toda su labor literaria, en los patéticos relatos de Cuna de cóndores, en la armónica arquitectura de Zurzulita, en las vigorosas narraciones de Mapu, ágiles y maduras.
Ese día, al oírle hablar de su misión y su deber, advertí que, más que otra cosa ninguna de su personalidad, era digna de admiración –en el escritor y en el hombre– esta humildad sabiamente teñida de orgullo. El criollismo es, en Mariano Latorre, efecti-vamente, dimensión peculiar del escritor y del hombre, y se manifiesta solamente en lo que tiene de noble y afirmativo, sin que asome en él lo que a veces tiene de bastardo: es el criollismo de quien lee a Cervantes y a Lope, y se afinca en ellos para dignificarlo y nutrirlo.
A su criollismo humano y literario obedece su espontánea reacción ante las cosas y, sobre todo, su viva cordialidad. Esa virtud, ejercitada en la amistad y en la enseñanza, en la convivencia cotidiana y en la comprensión de su contorno americano, me pareció signo fidelísimo de su actitud estética de su capacidad de percepción y, sobre todo, de su actitud humana. Se lo dije una vez, hablando del sutil ambiente santiaguino, y entonces me confesó –no sin pesar, y para desvanecer mi optimismo– que gozaba en Santiago de fama singular como pelador, como criticón empedernido y contumaz. Este pecado debía neutralizar mi imagen de su cordialidad esencial.
Esta noticia me hizo pensar largo tiempo –y aun sigo pensando– en ciertas notas peculiares y distintivas de la convivencia chilena, y creí descubrir que ese ejercicio inveterado de la observación –certera y aguda– del prójimo no es allí signo de una malévola actitud de cada uno para con los demás; mirando y escuchando a unos y otros llegué a convencerme de que esa observación y vigilancia corresponde a una concepción fecunda y activa de la convivencia, en la que el hombre alcanza un sutil equilibrio dentro de la comunidad en que vive. Latorre, en efecto, no sólo percibe y discrimina la esquemática realidad que necesita para su creación, sino que descubre y analiza con invariable humor la realidad compleja e inmediata que lo rodea y en cuyo seno vive, celado y celador. Latorre, efectivamente, piensa y habla sobre todo lo divino y lo humano y a nada le escatima su opinión, libre, aguda y leal: prueba con ello que todo le importa, empeñado en la caza de una imagen fiel y representativa de su mundo. Por eso, sobre todo, es chilenísimo Mariano Latorre, hombre antes que escritor, y célula de un organismo vivo.
Ahora, tras una reconstrucción de su imagen preconcebida, comienzo a estar seguro de por qué era posible que me sintiera, a pocos días de conocerlo, amigo verdadero de Mariano Latorre. El aeda de La epopeya de Moñi –símbolo de la emoción radical del campo chileno– no disfraza con la tesitura del escritor al hombre de carne y hueso y, por el contrario, expresa en él su más fina gama de matices humanos, cambiantes y vivos.
Podría intentar la prueba –técnica y estética– de que es un gran escritor éste a quien acaban de otorgar el Gran Premio Nacional de literatura en Chile. Podría mi incompetencia perjudicar su prestigio, y más vale que deje esa labor a quien entienda de ello. Yo podría, en cambio, decir de él –en nombre de una vieja amistad de pocos días– que hay, tras de la realidad de su mundo novelístico, una realidad americana vivida y sentida, captada con sabia distinción de lo necesario y lo contingente en la americanidad.