Repasando las páginas de esta nueva Enciclopedia, el inquieto y curioso lector descubrirá una y otra vez las esperadas respuestas para los enigmas del mundo. El mundo, es bien sabido, está poblado de misterios, pero no todos los misterios son misteriosos para todos. En cada caso alguien parece haber penetrado a través de los escarpados caminos que conducen hacia el secreto de las cosas, y es lícito esperar que, a su regreso, relate lo que le ha sido dado ver en su maravilloso viaje. ¿En dónde está consignado ese relato? El inquieto y curioso lector sabe seguramente de muchos libros; pero hay un instante en que su pensamiento se tiende, precisamente, hacia un misterio que no está revelado en ninguno de los libros que ha leído, en ninguno de los que ha oído hablar. Y como la tentación del conocimiento es la más punzante de las tentaciones, el inquieto y curioso lector deposita su última esperanza en los numerosos volúmenes que componen una Enciclopedia. Su mano testimonia cierta nerviosidad, que contrasta con la majestuosa parsimonia de los lomos verdes que se alinean en los estantes. El libro es abierto en la letra precisa, con la esperanza de que la letra pueda revelar el espíritu. Entonces aparece la respuesta, ordenada según la palabra clave de la idea.
He aquí el primer encanto de esta aventura: descubrir la palabra sobre la que se engarzan las ideas, que puede ser o no ser aquella que se imagina de primera intención, porque también las Enciclopedias tienen sus secretos. Pero cuando la palabra ha aparecido y la primera curiosidad ha sido satisfecha, no es raro que el inquieto y curioso lector comience a volver las páginas del volumen que tiene en las manos y empiece a contemplar distraídamente la reproducción de un cuadro de Durero, o la fotografía de las Pirámides o las láminas de algas, estalactitas o cometas que ilustran las palabras vecinas; y no es raro tampoco que se deje arrastrar por la tentación de introducirse en el arbitrario arcano del saber alfabéticamente ordenado. Entonces, el inquieto y curioso lector está ya inevitablemente capturado por el mal que produce el contacto con las Enciclopedias, la «tentación del conocimiento», enfermedad generalmente incurable que se manifiesta en una fiebre que acompaña a la búsqueda y cierto temblor que produce el hallazgo. A partir de entonces su obsesión será mitigar sus sufrimientos mediante la reiteración de esa extraña experiencia que consiste en descubrir una palabra clave. Y si la enfermedad se desarrolla en terreno propicio, el inquieto y curioso lector desembocará en la sabiduría, escapando hacia los severos tratados en los que se agota el saber de cada cosa.
La Enciclopedia ha cumplido entonces una misión trascendental. Pero otras veces, la enfermedad, sin desembocar en tales crisis, se torna crónica. Cada día o cada semana, la tentación del conocimiento ataca la mente del inquieto y curioso lector y lo vuelca sobre un campo que para él era oscuro e ignoto. La Enciclopedia ve ajarse sus hojas, porque las palabras atraen a las palabras, y las ideas a las ideas, y las ideas a las palabras. Los secretos del mundo parecen ofrecerse en la Enciclopedia exentos del ropaje solemne con que suele revestirlos la ciencia y el inquieto y curioso lector se atreve más fácilmente a abordarlos en sus páginas que en las de los severos tratados que parecen requerir una severa iniciación. Como libre universidad – libre de escolaridad y de sistema – pudiera definirse la Enciclopedia desde el punto de vista del inquieto y curioso lector.
Los especialistas desdeñan, naturalmente, las Enciclopedias. Pero debe entenderse que las desdeñan solamente en relación con su especialidad. Con frecuencia, los que se han sumergido rigurosamente en una disciplina no son sino inquietos y curiosos lectores en otros campos del saber. La palabra «hormigón» no será la que busque en la Enciclopedia un ingeniero; pero ¿cuántos centenares de palabras evocarán en él problemas apenas entrevistos o nombres casi desconocidos? En la situación actual del conocimiento, caracterizada por la laberíntica multiplicación del conocimiento de hechos, todo intento de lograr una integración individual del saber es ilusoria. Pero, entretanto, en el ritmo febril del mundo de la civilización industrial, la vida de relación y la acción misma exigen cierto nivel de información sobre campos diversos, cada uno de los cuales, no nos engañemos, requeriría para su cabal conocimiento la dedicación de una vida. La concepción despectiva del «conocimiento superficial» tiene que revisarse en relación con el acelerado acrecentamiento del conocimiento de hechos, sobre todo en la medida en que las técnicas se enriquecen y desarrollan operando intensamente sobre la vida. En la práctica, se advierte que hay una diferencia sustancial entre desconocer un problema y tener de él una información mínima. Y es ese mínimo de información el que – antes y ahora – ha sido propio del hombre que ha querido vivir en su mundo con los ojos abiertos a todas las inquietudes, aún sabiendo que no le era posible sumergirse al mismo tiempo en todas.
Esto ha sido, naturalmente, cosa del hombre de antes y del de ahora. Pero ahora adquiere, y cada vez más, una importancia mayor. El hombre de ahora forma parte de una sociedad cuyos caracteres inciden muy directamente sobre la necesidad de información. Es una sociedad de gran movilidad, y en ella las posibilidades de ascenso social son amplias y sumamente tentadoras. Las diferencias de clase se tornan confusas en las zonas limítrofes y los obstáculos para desplazarse desde una hacia otra pueden superarse si se saben dar los pasos apropiados. Esos pasos son los que conducen a la capacitación individual. Pero en tales condiciones sociales, la capacitación individual no puede depender solamente de las tradicionales formas escolares de la educación. Sólo los que por su nacimiento pertenecían a determinados estratos sociales pudieron pasar sucesivamente por la escuela primaria, la enseñanza secundaria y la universidad. Un sector numerosísimo de personas que, llegadas a la juventud, desean mejorar su capacitación individual por su propio esfuerzo, carecen entonces de las posibilidades de recorrer tardíamente las etapas de la escolaridad; pero urgidas por sus aspiraciones, buscan una vía diferente para adquirir el tipo y el grado de información que necesitan. No se trata ciertamente de información académica, aunque llegado cierto momento también ella parece necesaria. Se trata, sobre todo, de una información de hechos, en relación con las actividades corrientes de la vida: la mecánica, el comercio, el periodismo, las modas, la industria, la economía o cualquier otra. Pasamos por unas circunstancias en las que el tipo de saber que caracteriza una cultura profunda ha sido desplazado por un tipo de saber de hecho. Sin duda es una circunstancia desgraciada, pero no debe olvidarse que es análoga a otras en que se han producido cambios en la estructura social y en el sistema de ideas, parecidos a los que estamos sufriendo en el mundo de la tercera revolución industrial. Ahora el saber de hechos constituye la exigencia inmediata de quien busca la eficacia técnica antes que la cultura. Es propio, pues, de estas circunstancias sociales y culturales una demanda de instrumentos de información con los que la persona adulta pueda recuperar el tiempo.
De todos estos instrumentos de educación no escolar destinados a jóvenes y adultos, las Enciclopedias – las buenas Enciclopedias– son sin duda de las más eficaces. Una Enciclopedia, es bien sabido, puede ser buena o mala. Que sea buena, depende de la seriedad de quienes la preparan y de la capacidad y responsabilidad de sus redactores. Es menester montarlas sobre la base de un estudio de cuáles son los artículos que deben componer el desarrollo de cada campo del saber; deben estar presentadas con un ingenioso sistema de referencias para enviar al lector de un artículo a otro; y deben estar redactadas por especialistas que dominen sus disciplinas acabadamente. Una Enciclopedia así preparada no puede ser un instrumento desdeñable de conocimiento. Bajo la garantía de firmas responsables, los artículos de una Enciclopedia son otros tantos ensayos breves en los que el autor condensa su saber para ofrecerlo a quien por primera vez se enfrenta con un tema. No es una labor fácil, pero así como el lector posee la apetencia de este tipo de información, también suele tener el especialista un interés muy vivo por ofrecer a aquél una vía de acceso al saber, que sirva al mismo tiempo para satisfacer una curiosidad momentánea y para despertar otra más duradera. Existe un estilo propio de la Enciclopedia, preciso y conciso, ajustado a la necesidad de aclarar todos los supuestos que implica cada noción y a la finalidad de descubrir el vasto horizonte que desde cada una de ellas puede divisarse. Estos caracteres los reúne, sin duda, la Gran Enciclopedia del Mundo que ahora sale a la luz. El lector de estas páginas la tiene ya en la mano, y sería superfluo encarecer la belleza de su diagramación o la calidad gráfica de sus láminas. Podrían señalarse algunos rasgos de esta obra que le prestan innegable singularidad y que el lector no advertirá sino a medida que la consulte. Pero acaso no sea ésta la misión de quien debe presentar la edición argentina de esta obra.
Para nosotros, lo que realmente parece necesario destacar es la importancia que esta Enciclopedia asigna a los países latinoamericanos. Es un hecho nuevo, y el lector comprobará de inmediato la extensión y la calidad de los artículos referentes a ellos. Este hecho nuevo corresponde a una idea nueva que significa para nosotros una conquista.
Diversas circunstancias han contribuido a que, en general, se ignore o se subestime a los países latinoamericanos en el resto del mundo. Esas circunstancias son explicables, pero no siempre justifican la ignorancia, el desdén o la indiferencia. Extensos, ricos y poco poblados, los países latinoamericanos abandonaron la situación colonial hace ya siglo y medio – excepto algún caso – y han realizado desde entonces ingentes esfuerzos para adecuar la civilización europea a su situación, imponiéndole su propio signo, y para realizar un estilo propio de vida. Este esfuerzo es largo para quienes lo han realizado, pero resulta breve para quienes lo contemplan desde sus tradiciones centenarias; lo juzgan maduro quienes aprecian de cerca sus frutos, pero parece falto de estilo a los que lo consideran según la escala de una cultura definitivamente asentada. De esta diversidad de enfoques hay ejemplos en la historia y es conocida la opinión que los griegos tenían de los romanos. Pero el mundo está demasiado maduro de historia para que se justifiquen tales desdenes. El mundo no es solamente lo que fue el estrecho ámbito de la Europa medieval ni es ya tampoco el área de los países modernos altamente industrializados. Quien desee hacerse una idea de lo que ocurre y de lo que va a ocurrir en el mundo tendrá que fijarse en el desarrollo autónomo de lo que antaño fue el mundo colonial del occidente europeo y que ha dejado de serlo. Largos procesos, unas veces agitados y otras veces pacíficos, han hecho de ese ámbito un área singular en el que la sociedad y la cultura han realizado sus propias experiencias, tan estimables, curiosas y promisorias como las que otros países hicieron en otras edades. Y quien quiera conocer el conjunto de las fuerzas activas en el mundo de hoy debe abandonar envejecidos esquemas y no perder de vista estos vigorosos cachorros de león que aún parecen que juegan pero que son ya dueños de sí y se sienten creadores de un irrenunciable estilo de vida.
Constituye, pues, un gran acierto de Gran Enciclopedia del Mundo haber otorgado una considerable extensión de la obra al estudio de los países latinoamericanos, de su historia, de su economía, de su paisaje y de su desarrollo cultural. Se los conoce mal, y es necesario que se los conozca mejor para que se desvanezca de una vez la imagen pintoresca de ellos que, inexplicablemente, se conserva en el espíritu de personas que pueden considerarse cultas. Y esto no sólo en Europa o en los Estados Unidos, sino en la propia América Latina donde la incomunicación ha mantenido entre los diversos países una recíproca ignorancia.
El lector tiene ya la obra en sus manos. Ceda a la tentación del conocimiento, procure la palabra clave en la que se engarzan las ideas que anhela conocer y sumérjase en la lectura, dejándose arrastrar luego por la curiosidad para correr la prodigiosa aventura de la inteligencia. Descubrirá que tiene en las manos una noble herramienta para abrirse camino en los mundos desconocidos; y volverá a ella urgido unas veces por la necesidad de un dato y otras por el desinteresado afán de aprender algo nuevo. He aquí un libro que nunca se cerrará definitivamente.