Sarmiento. 1945
Ciudadanos, hombres y mujeres a quienes ha conducido a este recinto el amor a la libertad.
Un inexcusable deber, un imperativo moral que arraiga en lo más hondo de la conciencia ciudadana, agita al pueblo de la república este 11 de septiembre incitándolo a honrar con afirmativa devoción la memoria augusta de Domingo Faustino Sarmiento, el héroe civil.
Su nombre nos congrega. Que su vida y su pensamiento nos iluminen en esta lucha denodada en defensa de la ciudadanía.
Su nombre ilustre ha vuelto a ser bandera de los libres, cuando los bárbaros quisieron escarnecerlo y humillarlo. Su vida fue un perpetuo combate y sus cenizas aun provocan el odio de los que han heredado su desprecio. Su voz antaño —como su pensamiento ahora— señaló a los espíritus esclarecidos por su luz la tierra prometida. Y hoy que retorna la amenaza de las fuerzas del mal, su claro pensamiento —como antaño su voz— vuelve a marcar a cada uno su puesto de combate.
Que el recuerdo de su infatigable militancia despierte nuestro celo y acreciente nuestro vigor y nuestra fe. Este 11 de septiembre, mientras las sombras se ciernen sobre el destino patrio, ante vosotros, hombres y mujeres a quienes ha conducido a este recinto el amor a la libertad, quiero evocar sus luchas y recordar la suprema grandeza con que brillaban en Sarmiento la virtud ciudadana, la voluntad ciclópea, la madurada reflexión, la inquebrantable energía moral.
Quiero evocar sus luchas. Las que sostuvo contra los desiertos y las pampas estériles, que él quiso transformar en hogares de civilización. Las que sostuvo contra la ignorancia y la barbarie, que él quiso redimir con el esfuerzo de su incansable magisterio. Las que sostuvo contra los tiranos prepotentes y envilecedores, que él quiso ahogar con las olas impetuosas de sus anatemas, nacidos al calor de su conciencia insobornable.
En todas ellas, escalonadas a lo largo de una existencia sin descanso, se manifiesta su voluntad arrolladora con la apariencia de una fuerza telúrica. Nada había en ella, sin embargo, que no proviniera del espíritu. Aquella voluntad que parecía irrefrenable a quien contemplaba su vertiginosa carrera, no era sino dócil corcel, sumiso a las insinuaciones del auriga. Latía en el fondo de su conciencia inquieta y desvelada, vibraba luego en la tempestuosa elaboración de su pensamiento, e irrumpía finalmente en la acción con inconmensurable poderío.
Nada en la realidad que lo circundaba pudo apartarla o contenerla. Ni las asperezas del camino, ni los signos premonitorios de la tempestad, ni los espejismos que se ofrecían ante los ojos de su conductor. Nada pudo apartarla o contenerla, nada excepto los imperiosos dictados de su espíritu vigilante. El auriga empuñaba las riendas con serena energía, y él —y solo él— determinaba con madurada reflexión cuál debía ser el rumbo y cuál el ímpetu. Y una vez que la meta estaba ya fijada, la voluntad ciclópea se dirigía hacia ella con engañadora apariencia de fuerza ciega.
A cada instante surgieron en su camino los obstáculos. Había nacido con la patria libre y nada amaba tanto como la libertad. Por defenderla conoció las persecuciones de los caudillos ignorantes y de los tiranos perversos y ensoberbecidos. Por conservarla dejó sus patrios lares y atravesó la alta cordillera desnuda, en cuya roca grabó para la eternidad del estigma irredimible de su desprecio por los bárbaros. Llegó a Chile y allí luchó con la misma pasión que pusiera en su patria por defender los mismos ideales, porque toda la América tenía sabor de patria para su espíritu gigantesco, que necesitaba y merecía la inmensidad de un continente. Allí, en la tierra amiga, probó sus armas aceradas en la ruda polémica y en la labor creadora, y tras los primeros ejercicios su verbo se hizo carne sangrante en las páginas del Facundo inmortal, revelación suprema del enigma escondido en el destino patrio. Allí sembró su espíritu y allí templó sus armas para el combate que le aguardaba cuando la tiranía cayera con su barro deshecho tanto por los embates de su pensamiento como por la metralla de Caseros.
En la liza política de la nación renovada por la libertad, volvió a luchar por la dignidad de la ciudadanía y el triunfo de la civilización. Tiempos felices los de su madurez, los tiranos no volvieron por entonces a manchar esta tierra libérrima. Pero los desiertos, la ignorancia y la barbarie siguieron cruzándose ante su paso, y cada día su marcha iluminada debía vencer un nuevo obstáculo erigido por los imbéciles o los malvados. Aquella fue otra lucha. También en ella brilló avasalladora su voluntad inquebrantable; también en ella trabajó cada día para la eternidad, forjando los claros ideales porque debían luchar las generaciones sucesivas; también en ella publicó ante los siglos su grandeza, en un alarde de titánica energía moral.
He aquí la fuerza misteriosa y sublime que vibra en la palabra y la conducta de este héroe civil. La dura existencia le suscitaba cada día nueva piedra de toque para medir la calidad de su linaje, y él cada día renovaba el asombro con su palabra y su conducta. Su fuerza era mil veces superior a la de las armas. Ni la sociedad ni la incomprensión lo amilanaron; menos aún podrían estremecer su ánimo las amenazas de quienes no podían quitarle nada más que la vida. Y cuando lo cercaban la incomprensión y el odio, su voz se hacía más poderosa, más plena de fervor, más convincente y exaltada, como si lo moviera la certeza de que los siglos y las generaciones lo escuchaban.
La energía moral: he aquí la fuerza misteriosa y sublime del heroísmo civil de Sarmiento el Grande. Ni las lanzas, ni las espadas ni los cañones poseyeron jamás su fuerza. He aquí el secreto de ese asombro que despierta a su alrededor la inerme fortaleza del heroísmo civil. Una conciencia y una voz se perpetúan y resuenan a través de los siglos, después que las lanzas, las espadas y los cañones han acabado con lo único que les es dado aniquilar, que es este pobre barro de la vida. Esa era el arma de Sarmiento el Grande: la que ignoran los déspotas, porque solo lo son quienes no la poseen; la que respeta reverente el pueblo soberano, acaso después de ver cómo se paga el privilegio de tenerla con el precio supremo de la existencia.
Por eso es inmortal Sarmiento el Grande, y sobrevivirá su nombre ilustre a pesar de los odios de quienes quisieron —ahora y antes— escarnecerlo y humillarlo. Cincuenta y siete años hace que su cuerpo volvió a la tierra madre, y apenas parece que contemplamos la juventud de su vida inmortal. Vive y vivirá su memoria, y su nombre congregará a los hijos de los hijos en esta tierra ennoblecida por el señorío de su espíritu.
Su recuerdo no puede perecer; lo evocan los herederos de su bienhechora inspiración; lo evocan también sus enemigos que renacen como la mala hierba de la escondida simiente de la ignorancia y del despecho. Aún hay desiertos en los que los hijos de este suelo no hemos sabido arraigar la civilización. Aún quedan déspotas que fingen ignorar la fuerza inerme de las conciencias libres. Aún quedan bárbaros que deben aprender que las ideas no mueren.
Ciudadanos, hombres y mujeres a quienes ha conducido a este recinto el amor a la libertad. Su ejemplo no armará nuestro brazo, pero su pensamiento y su conducta esclarecerán nuestros espíritus, y su voz retumbará estentórea en nuestra voz. Su llama es la más noble, la más pura, la más intensa y clara de las que alumbran el destino patrio. Que se enciendan en su fuego sagrado las antorchas que nos toca llevar; y acaso entonces se abrirán las tinieblas que nos amenazan y volverá a reinar la inmarcesible luz de la democracia, de la civilización y de la libertad.