José Luis Romero y sus perspectivas de la época moderna

JOSÉ EMILIO BURUCÚA
(Universidad de Buenos Aires)

Ya en 1998, realicé un primer balance sobre la influencia de los trabajos del profesor Romero en la historiografía moderna cultivada en nuestro país durante los treinta años que median entre 1958 y aquella fecha[1]. Cuando creía que poco más podría extenderme sobre el asunto, la invitación del director de estos Anales me ha llevado de nuevo a la obra de J osé Luis y me ha permitido encontrar ¡deas, discusiones categoriales, visionas abarcadoras y análisis detallados de fuentes, íntimamente relacionados con la época clásica de la modernidad, que yo no había advertido en el pasado. Pero además, la lectura de los ensayos de reflexión filosófica e historiográfica que Luis Alberto Romero compiló para un volumen postumo de su padre, La vida histórica[2], me ha inducido a reescribir por completo aquellas páginas breves de 1988. Permítanseme aclara que he de referirme sobre todo a las contribuciones de J osé Luis al conocimiento de los siglos que nuestra tradición pedagógica ha incluido bajo la denominación común de “época moderna”, esto es, los siglos XVI, XVII y XVIII, sin que ello obste para que en algún momento extienda más consideraciones a los puntos de vista de Romero sobre la otra modernidad de las dos últimas centurias, hoy en principal entredicho.

Los primeros esbozos de un punto de vista propio de nuestro historiador sobre aquel período clásico del mundo nuevo aparecieron en un libro de 1948, El ciclo de la revolución contemporánea[3], destinado no sólo a la polémica en el campo científico sino también al debate de ¡deas y propuestas políticas para un presente desgarrado, como lo eran los años de la segunda posguerra y del despuntar del conflicto ideológico entre Oriente y Occidente. En ese texto, bien meditado y audaz al mismo tiempo, Romero describía la situación de la sociedad universal, formada bajo la égida del predominio material e intelectual de Europa, en términos de un enfrentamiento entre dos “conciencias” o modos de concebir y proyectar la organización social de los hombres: la conciencia burguesa, por un lado, agotada y en franco repliegue cuando no en proceso de anquilosamiento, y la conciencia revolucionaria, por el otro, expansiva y dinámica a la par que portadora de dramáticas tensiones en su interior. Pues esta manera de actuar y de pensar, la última aparecida en el escenario de la historia, ya presentaba en 1948 una forma autoritaria (la del comunismo soviético), opuesta a una forma receptiva del valor existencial de las antiguas libertades burguesas (la del socialismo reformista de cuño europeo occidental). Ahora bien, Romero veía entonces en el siglo XVIII el momento del triunfo pleno de la conciencia burguesa. Las primeras fases de esa victoria múltiple habían ocurrido en el ámbito de las ¡deas, con el programa de la Enciclopedia, y en el de las realizaciones materiales, merced al dominio económico de la ecúmene y a la revolución tecnológica. Las últimas etapas sucedieron en el plano de la política, al producirse la toma del poder por la burguesía francesa en 1789. Sin embargo, nuestro autor señalaba que esa clase social portadora de lo nuevo había obtenido, a partir del siglo XV y hasta al época de la Ilustración “algunos triunfos señalados” en toda Europa gracias a su alianza con las monarquías[4], de manera que las épocas del Renacimiento y del Barroco se habían caracterizado por la lucha entre los viejos ideales caballerescos de la sociedad feudal y los ideales burgueses modernos, compartidos en buena medida por las clases populares urbanas hasta el mismo siglo XVIII[5]. De esta suerte, en el panteón de la burguesía combativa correspondiente a las dos primeras centurias de la modernidad figuraban los científicos Galileo y Newton junto a los poetas Hans Sachs y John Milton, Cromwell, el revolucionario, junto a Colbert, el ministro del absolutismo, Lutero, el crítico encarnizado del comercio internacional[6], junto a Jakob Fugger, primer caso del gobierno íntegro de un corazón humano por la función económica, del gobierno de un hombre por el capital[7]. Claro que el período áureo de más acabada coherencia entre el pensamiento y la acción de la burguesía eran siempre las décadas centrales del siglo XVIII: lo real y lo ideal se conjugaron entonces como nunca volverían a hacerlo más tarde, pues el mundo de Franklin, Turgot, Adam Smith, Voltaire, Rousseau, Cándido y Emilio presentaba el aspecto y la organización íntima de un cosmos sin fisuras (veremos luego el papel que Romero ha asignado a Voltaire en la constitución de la historia como ciencia medular del saber moderno). Tal vez Luis Felipe, Víctor Manuel I, Balzac, Foscolo, Goethe, Hugo, Fausto y Jean Valjean repitieron aquella confluencia de los hechos y las ¡deas, pero, después de 1848, difícilmente un Kossuth o un Gambetta resultasen aliados de los conformismos de Biedmeier, el poeta ficticio inventado por Kussmaul y Eichrodt, o de Horráis, el burgués prototipo en la historia de Madame Bovary[8].

De 1953 data una obrita de Romero, La cultura occidental[9], cuyo propósito original parece haber sido la divulgación de conceptos generales acerca del pasado y del destino de la civilización europea[10], pero que terminó por convertirse, con hipótesis de largo alcance y con lo que hoy llamaríamos marcos teóricos )las categorías del “legado”, de “estructuras” materiales e ideológicas, amén de una periodización a la par clásica y renovada), en la versión escrita de un proyecto de investigación al cual J osé Luis dedicó los mayores esfuerzos de su carrera intelectual (volveremos muy pronto sobre este punto). La cultura de occidente es descripta, en ese libro, como el resultado de la unión de tres legados, romano, cristiano y germánico, de una convergencia en permanente cambio que atravesó por tres edades, la primera correspondiente a la creación y consolidación de la sociedad feudal, la segunda claramente llamada una “modernidad”, y la tercera identificada con la “revolución de las cosas”. En cada una de ellas, Romero descubrió diferentes equilibrios y persistencias de los legados, procesos de crisis y de ajustes que revitalizaron aspectos olvidados de las herencias pero que, en realidad, disimularon, bajo las máscaras de volver a lo antiguo, la irrupción de experiencias humanas radicalmente nuevas[11]. Así acaeció en el paso de la primera a la segunda edad, a partir de la crisis del orden feudal en el siglo XIV: sus contemporáneos lo presentaron como un retomo a las fuentes romanas de la civilización europea cuando, en verdad, se trataba de una “afirmación vehemente” de nuevas realidades económicas (el primer despliegue del capitalismo y la expansión europea en ultramar), sociales (el desarrollo de la burguesía y el fortalecimiento de su papel como clase rectora de la sociedad), espirituales (el racionalismo y el naturalismo en las ciencias, el realismo en las artes, la tolerancia en la religión y en la política)[12] La “nueva imagen de la vida”, esa “modernidad” que implicaba una renuncia a las preocupaciones por el más allá y por el trasmundo de la vida eterna, sólo pudo triunfar “sin enmascaramiento” en el siglo XVIII[13]. Durante los dos siglos precedentes, la afirmación de lo real concreto hubo de competir con las reacciones poderosas de los viejos ideales, con el anhelo resucitado de eludir la realidad a través del ascetismo, de la actitud contemplativa y de la renuncia a la acción. Claro que, paradójicamente, esa misma tendencia regresiva se “modernizó” en cuanto a sus formas de organización y a su interés forzado por una vida activa, que le permitiría reconquistar el mundo[14]. Por fin, al calor de las primeras revoluciones políticas en Holanda e Inglaterra que acentuaron el proceso de ascenso de la burguesía, la modernidad global, del pensamiento y de las realizaciones ganó la partida en el siglo XVIII. En ese momento de su gran relato, Romero coloca la figura de Voltaire y el asunto Calas en el centro de la escena[15], parecería que es deseo del historiador realzar el personaje del intelectual y el valor de su compromiso con ideales de libertad y justicia que aspiran a la universalidad, los cuales, alumbrados por la burguesía en su lucha contra las desigualdades esenciales de la sociedad feudal, han terminado por pertenecer, en la tercera edad de Occidente, a todos los hombres del mundo, al “hombre sin determinaciones sociales, económicas, o profesionales”, al “hombre en cuanto ser de conciencia que vive y reflexiona sobre su vida”[16].

El fresco que romero realizó en La cultura tuvo su desenvolvimiento erudito (que, por cierto, en las postrimerías del siglo XX, se nos presenta como un esfuerzo asombroso de lectura y de conocimiento de las fuentes, sólo comparable al cumplido por la historiografía ejemplar del siglo XIX) en el proyecto de los cuatro volúmenes consagrados al “Proceso histórico del mundo occidental”[17]. De ellos, Romero escribió completo el primero, La revolución burguesa en el mundo feudal, publicado en 1967[18], que abarca los siglos VI a XIV, y tres cuartas partes del segundo volumen, Crisis y orden en el mundo feudoburgués, editado postumamente por su hijo Luis Alberto en 1980[19], que comprende el estudio de los siglos XIV a XVI. Por desgracia, casi nada nos ha quedado del tomo Apogeo y ruptura del mundo feudoburgués, el que más nos hubiera interesado para el objeto de este artículo pues debía de analizar el período clásico de la modernidad, volviendo al siglo XVI y extendiéndose hasta finales del siglo XVIII. Tampoco nos ha llegado nada de El mundo burgués y las revoluciones antiburguesas, aunque algo podemos imaginar acerca de este último volumen si tenemos en cuenta la consecuencia del pensamiento de Romero y examinamos otra vez el ensayo El ciclo de la revolución contemporánea. De cualquier manera, muchos detalles de los libros del ’67 y del ’80 merecen que nos detengamos para precisar las ¡deas de nuestro autor sobre el período moderno. Del prólogo de La revolución procede además la definición más explícita de Romero en tomo al problema de lo moderno, categoría que aparece finalmente, y sin ambages, incluida en una misma ecuación junto al concepto de lo burgués.

(…) Creía poder afirmar -y ahora estoy seguro- que lo que se ha llamado el espíritu moderno tal como parecía constituirse en el llamado Renacimiento, no es sino mentalidad burguesa, conformada a partir del momento en que la burguesía aparece como difuso grupo social, elaborada a partir de ciertas actitudes radicales, y desarrollada de manera continua aunque con ritmo diverso desde entonces[20].

Esa identidad adquiere mayores elementos de prueba en Crisis y orden, texto en el cual Romero partió de la noción pirenniana de que fue el despertar de la vida

Esa identidad adquiere mayores elementos de prueba en Crisis y orden, texto en el cual Romero partió de la noción pirenniana de que fue el despertar de la vida urbana y burguesa el factor disolvente de la sociedad feudal. La primera crisis secular del feudalismo habría sido entonces una consecuencia de los intentos de la burguesía por alcanzar posiciones de poder en aquel orden, mientras que los conflictos y tensiones entre la vieja clase noble y la nueva clase habrían dado lugar a formas inéditas de organización social, unificadas y cristalizadas en las cortes feudoburguesas de los siglos XV y XVI[21]. Para Romero, la axiología burguesa no sólo impregnó la cultura política e intelectual de una nueva Europa, sino que, en los comienzos del siglo XVI, pareció estar a punto de dominarlas al hacer de la sátira contra los ideales nobiliarios uno de los géneros literarios más conspicuos de ese tiempo (que alcanzó su cima en las obras de Pulci, Erasmo y Rabelais)[22], al ensalzar el desempeño de los oficios y de las familias burguesas en la construcción de una sociedad diferente (un aspecto donde las consideraciones de Alberti sobre la familia ocupan una posición central)[23], al sustituir a la cuna por la Fortuna como determinante de los destinos humanos[24] y al deducir de ello una visión desencantada y realista de la política (por supuesto que Maquiavelo, El Príncipe y sus escritos sobre Castruccio Castracani representan las expresiones más acabadas y sistemáticas de esas primeras variantes del pensamiento político burgués)[25]. Pero, y aquí Romero retomó la idea adelantada en La cultura sobre la reaparición de lo tradicional “modernizado”, la Europa feudoburguesa habría de caracterizarse por albergar dos “sociedades antagónicas dentro de sí hasta el siglo XVIII: la sociedad feudal revitalizada y la moderna, que luchó primero por alcanzar situaciones de compromiso con aquélla pero que luego se decidió a destruirla o sojuzgarla. De tales enfrentamientos, emergió el elevadísimo grado de conflictividad que caracterizó al mundo europeo entre los siglos XVI y XVII[26].

Entiendo que hoy cabría discutir la cuestión de las causas de la crisis del feudalismo para terminar atribuyéndolas, más que a la actividad de las burguesías, a la propia dinámica interna del modo de producción feudal[27]. Sin embargo, el cuadro que presentó Romero de los siglos de transición hacia una sociedad burguesa plena conserva toda su validez crítica, a mi modo de ver, en lo que atañe a las continuidades de los proyectos político-culturales de la burguesía, los cuales no serían sino variantes del programa inconcluso de la modernidad. Ruego que se me disculpe el atrevimiento de derivar hacia opiniones historiográficas propias, procedentes, claro está, de reflexiones a partir de la obra de J osé Luis (a las que he sumado otras inducidas por los trabajos de mi maestro Angel Castellán, los cuales creo que también se apoyan en buena parte sobre un diálogo entablado con varias ¡deas fundamentales de Romero)[28]. Un tema importante a dilucidar parecería ser el carácter de los siglos XVI y XVII. ¿Qué decir del estado de la sociedad europea durante esas centurias en lo que se refiere al desarrollo de su economía y de sus formas políticas? ¿Habría ya despuntado con firmeza el nuevo sistema capitalista, basado en la producción de bienes agrícolas e industriales para un mercado general y abstracto, con mano de obra libre y no propietaria de los medios de producción? o bien ¿el sistema feudal, adaptado a la eliminación de la servidumbre en el occidente de Europa, continuaba siendo el modo de producción prevaleciente e imponiendo barreras al desenvolvimiento de relaciones puramente económicas entre productores y propietarios? ¿Había comenzado a formarse el estado-nación, bajo la veste del absolutismo, a la manera de un espacio de la política en el cual se dirimían los conflictos de clase sin que se viera afectada la continuidad de un consenso fundamental acerca de ciertas leyes básicas como, en el caso del absolutismo, la fidelidad a la dinastía reinante y la aceptación de su predominio en los planos de la fiscalidad y de la guerra ? o bien ¿al mismo tiempo y en perfecta consonancia con la segunda alternativa en el campo de la economía, el absolutismo no era ab ovo sino un régimen político concebido por y para la nobleza propietaria y la alta burguesía ennoblecida ?. Los argumentos de la bibliografía más autorizada y reciente parecerían inclinamos hacia una respuesta conservadora respecto de los siglos XVI y XVII, es decir, a subrayar el peso superior de los antiguos poderes y clases en la organización económica, social y política de Europa[29]. Sin embargo, creo que es necesario matizar esa posición desde la perspectiva de los proyectos políticos y culturales de los homines novi, en el arco de las continuidades que percibió y estudió) osé Luis Romero.

Los hombres de las ciudades europeas, a los que incluimos bajo la denominación genérica de “burguesía”, componían desde luego una clase poderosa con apetencias políticas que excedían los marcos urbanos y se proyectaban hacia horizontes “nacionales” ya desde el siglo XIII. La crisis del feudalismo a mediados del XIV inauguró una de las nuevas posibilidades para las aspiraciones burguesas y así lo demuestran el movimiento de los Estados Generales, encabezado por Etienne Marcel en Francia (1355-58)[30], el experimento republicano de Cola di Rienzo en Roma (1347-54)[31], los avatares de Simón Boccanegra como signare del partido popular en Génova (1356-63)[32], los progresos del partido democrático en Florencia hasta el estallido de los Ciompi (1378-82)[33], el movimiento de los tejedores de Gante liderado por Philippe van Artevelde en Gante (1379-82)[34], el auge del wyclifismo en Inglaterra (1374-81)[35], el levantamiento de los husitas en Bohemia (Hus floruit, 1409-15) ; guerras husitas, 1420-33)[36], entre otros acontecimientos. Pero, claro está, todos esos intentos de reforma política, social o religiosa en beneficio de los sectores medios y pequeños dentro de la propia burguesía estuvieron signados por el fracaso : Marcel y Wyclif se vieron arrastrados por la fortuna adversa de los alzamientos campesinos que se hicieron eco de los programas de las ciudades ; el asesinato de Cola dejó el gobierno de Roma en manos de los nobles del Lacio ; la muerte de Boccanegra y la derrota militar de Artevelde por los franceses reinstalaron a los patricios de Génova y de Gante en el poder, el descalabro de los ciompi condujo a la restauración del régimen oligárquico bajo la supremacía de los Albizzi y los husitas moderaron sus posturas para llegar a un acuerdo con el emperador (1436). La catástrofe de los comuneros de Castilla (1520-21), la destrucción de la república antimedicea en Florencia (1527-30), el aplastamiento de las pretensiones de Gante al autogobierno por Carlos V (1539-40), fueron todos hechos que signaron, un siglo más tarde, la derrota política y militar de la burguesía a escala europea. Las clases medias de las ciudades buscaron, a partir de ese fiasco, alinearse junto a los poderes tradicionales según sus conveniencias y las posibilidades que les brindara la coyuntura. En Inglaterra, alcanzaron formas parlamentarias de convivencia con la nobleza y apoyaron a los Tudor a través de sus vaivenes confesionales; más tarde, en el siglo XVII, anudarían una alianza con los yeomen, la nueva clase de las campañas, y con buena parte de la gentry para oponerse al absolutismo de los Estuardo. En Francia, terminaron proporcionando ayuda al partido de los politiques; con ello garantizaron el éxito de la tolerancia (Edicto de Nantes, 1598) y del programa de saneamiento económico y político del primer monarca Borbón (Enrique IV, 1589-1610). En Italia, cedieron el manejo de los asuntos públicos a los nuevos nobles, descendientes del patriciado burgués de los siglos XIV y XV (en Venecia y en Génova, no hubo siquiera cambios en el status socio-jurídico de esa antigua capa superior de la burguesía). En Aragón, resistieron el centralismo de los Habsburgo desde el asunto Pérez, en tiempos de Felipe II, hasta el levantamiento general de Cataluña en los años ’40 del siglo XVII. En Castilla, se opusieron a la política imperial de Carlos V pero, debilitados por el desastre de los comuneros, comenzaron a languidecer muy temprano, ya en los años ’50 del siglo XVI. En los Países Bajos fue donde nuestros burgueses se rehicieron más rápido de sus fracasos de la primera mitad del Quinientos y, merced a una alianza con la nobleza de esas ricas provincias (una clase, por otra parte, bastante distinta a sus homologas de otros lugares del continente por su secular familiaridad con la vida urbana y con las formas no serviles de la explotación agrícola), pudieron enfrentar con gran éxito el absolutismo habsbúrgico y fundar la primera república de la época moderna : las Provincias Unidas de Holanda, Zelanda, Utrecht, Frisia, Gueldres, Groninga y Overyssel (1581). Triunfos y derrotas de esas clases medias traían consigo respectivamente el avance y el retroceso de formas económicas capitalistas pero, en cuanto al auge de determinadas formas políticas, sus victorias (generalmente éstas eran parciales en el campo específico de las constituciones y de las prácticas legales, culminando casi siempre en situaciones de compromiso), podían significar apogeos temporarios (Inglaterra en el siglo XVI) y duraderos (Francia a partir de 1590) del absolutismo, o bien la instalación de regímenes antiabsolutistas mixtos, con sistemas de equilibrio entre los poderes tradicionales de los nobles y los nuevos poderes de los habitantes de las ciudades (Holanda desde 1580, Inglaterra desde 1650) ; sus derrotas, en cambio, determinaban la aparición de formas absolutistas avanzadas (toscana en el siglo XVI) o bien de absolutismos atemperados por los privilegios de las aristocracias y de los patriciados urbanos (Castilla en el siglo XVI, Aragón en los siglos XVI y XVII, los Países Bajos del sur desde 1580). Pero eso no es todo. En el plano de la vida espiritual, junto a los textos mayores de Romero sobre la historia europea, sigo suscribiendo la ¡dea de que, a partir de Petrarca en el siglo XIV, comenzó a perfilarse para los intelectuales del Viejo Mundo la posibilidad de imaginar y construir una “ciudad”, vale decir, una sociedad (en los viejos términos augustinianos) terrenal, donde las relaciones entre los hombres se establecieran libremente, más allá de los privilegios heredados, y se volcaran a la búsqueda de un bien público común, de una armonía en última instancia comunicable a toda la humanidad. Petrarca, Valla, Moro, Erasmo, Rabelais, Montaigne, Bruno, el molinero Menocchio, Cervantes, Bacon, Descartes, Cyrano, Winstanley, Spinoza, Bayle, Locke y Voltaire fueron algunos de los redactores que participaron en la escritura secular de aquel proyecto inconcluso de la modernidad. A partir del desastroso final de los milenarismos en Occidente, acarreado por las masacres de la bauemkrieg (1525) y del apocalipsis munsterita (1535), las rebeliones contra los poderes feudales mantuvieron viva la esperanza de fundar sobre la tierra una sociedad nueva sin privilegios.

Puesto que Crisis y Orden es el texto de Romero que estamos analizando y hay en sus páginas alusiones frecuentes a Maquiavelo y su obra, acotemos que nuestro autor había dedicado en época muy temprana de su carrera, en 1943, un ensayo a la figura del Florentino[37]. Mostrándose ya un discípulo avanzado de la historiografía francesa renovadora y un seguidor temprano de los programas del grupo de Armales, que procuraban construir una historia social de Europa, Romero parecía reprochar a Maquiavelo, en aquel libro de juventud, una concepción limitativa del saber histórico al plano político como “campo específico de las mutaciones”. J osé Luis descubría que, al ceñirse a esa esfera, maese Nicolás había apuntado a “huir de la narración objetiva del proceso histórico y derivar hacia la generalización de las normas del obrar político”[38]. Pero Romero subrayaba al mismo tiempo que Maquiavelo había inaugurado un modo de entender los procesos de las sociedades humanas que todavía alimenta a la historiografía contemporánea, pues el criterio de inmanencia, el empirismo de la “verdad efectiva de la cosa” (en palabras del propio Nicolás), y la dialéctica entre la libertad y la necesidad objetiva desprendida de aquella realidad de las cosas, siguen siendo principios epistémicos del mejor saber histórico de nuestra época. Ahora bien, el reconocimiento de Romero al papel científico de Maquiavelo se enriqueció notablemente en Crisis y Orden porque, al tomar las obras del Florentino como fuente para describir las evoluciones de la conciencia burguesa, J osé Luis no pudo dejar de apreciar la agudeza con la cual Nicolás describió los condicionamientos económicos y las apetencias sociales de los gentiluomini que, tanto en Venecia cuanto en Florencia, habían competido por el poder político[39]. De manera que, si bien resultaba difícil considerar a Maquiavelo un historiador social por la vía del análisis de procesos materiales, sí cabía adjudicarle ese carácter por sus descripciones de una dialéctica de ideologías y mentalidades. Es probable que la figura del canciller historiador (así como la de Voltaire, según muy pronto veremos) haya poseído un sesgo casi emblemático en la prolongada polémica que Romero mantuvo con sus colegas, un combat pour l’histoire que nuestro autor entabló para dilucidar el peso relativo de los diversos planos de la vida histórica y los usos adecuados de la erudición y la heurística[40]. La pasión de Maquiavelo por la historiografía política y por la concatenación minuciosa de lo táctico se encontraba en el origen del gran desarrollo que aquel género había protagonizado durante el auge del positivismo y que aún perduraba en la Argentina tras el éxito de la llamada “nueva escuela histórica”. Romero quería instalar, por cierto, frente a esa hegemonía académica, un modo distinto de escribir la historia que diera cuenta de las permanencias y los cambios en las grandes estructuras sociales y mentales del pasado. Tal vez Maquiavelo se le apareciera entonces como un modelo ambiguo, que despertaba la incomodidad, el interés recurrente y la admiración de J osé Luis: el Florentino había entronizado la autonomía y la supremacía histórica de lo político, pero había fundado, a la vez, la explicación de los hechos exclusivamente sobre los deseos, las aspiraciones y los temores de los hombres. Vista a través de las lentes que nuestro siglo ha construido, la obra de Maquiavelo bien podía erigirse en ejemplo dinámico de varios tipos historiográficos del presente[41]: la biografía, la historia de las costumbres, la historia intelectual y, por qué no, una historia política resucitada al modo de la que Romero ensayaba en toda la segunda parte de Crisis y Orden, “La política del realismo”[42].

Llegamos, por fin, a los dos últimos libros conocidos de nuestro autor: Estudio de la mentalidad burguesa, escrito casi por completo ya en 1970 pero editado postumamente en 1987[43], y La vida histórica, conjunto de ensayos que citamos al comienzo de este artículo[44]. El primero de ellos expone el desarrollo y las variaciones de una forma mentís, signada por la prevalencia del realismo de lo material, que compartieron las burguesías europeas desde el renacimiento de las ciudades de Occidente en el siglo XIII hasta la crisis actual. Ese proceso tuvo, para Romero, tres etapas: la originaria, fruto de la acción espontánea y empírica de la nueva clase; la segunda, época del freno y del enmascaramiento que se corresponde con nuestra modernidad clásica; la tercera, período de la madurez de la mentalidad burguesa y de la revolución ideológica al cual cabe también el apelativo de “moderno”, por cuanto incluye los momentos culminantes de la autoconciencia burguesa ya despierta tras la primera crisis del feudalismo. En paso de la primera a la segunda etapa fue el producto de la angustia y del terror que la primera incursión en el realismo ortológico de la materia había generado en la mentalidad burguesa, todavía insegura y sin claro conocimiento de sí misma.

Aquellos sentimientos colectivamente experimentados exigieron un enmascaramiento secular y provocaron la rearistocratización de la cultura europea que se desplegó, cada vez con mayor intensidad, entre los siglos XIV y XVII[45]. El XVIII marcó -Romero insiste en la vieja ¡dea, expresada en El Ciclo y en La Cultura- el tiempo del climax de la mentalidad burguesa, confiada y autoconsciente[46]. Pero ésta sólo alcanzó a dar de sí una ideología organizada y completa cuando, enfrentada a los primeros movimientos modernos que se le opusieron (el romanticismo y el socialismo del siglo XIX), sublimó ella misma en la teoría del progreso “una experiencia de cambio que la burguesía (realizaba) desde cinco siglos atrás y que los filósofos (elaboraron) de una manera racional y sistemática”[47]. Romero, creía, en realidad, que únicamente la mentalidad burguesa, desplegando todas las posibilidades contenidas en la noción y en la experiencia del progreso, había engendrado “una ideología en sentido estricto”, vale decir, “un sistema de ideas al que se asigna valor de verdad absoluta y, además, un sentido progresivo y proyectivo; una interpretación de la que se deriva un encadenamiento tal que el futuro parece desprenderse del presente”[48]. Desde 1848 y hasta el momento en que nuestro historiador escribía, las manifestaciones cada día más encendidas de disconformismo antiburgués han sido síntomas de la crisis de aquel sistema ideológico, de su derrumbe y de la sustitución de la mentalidad burguesa por otra mentalidad embrionaria que aún no ha terminado de asomar.

He de confesar que, en 1988, los usos que Romero hizo de las categorías de “mentalidad” e “ideología” en el Estudio me causaron ciertas perplejidades[49].

Poco tiempo después, la lectura de un ensayo redactado por J osé Luis en 1975 e incluido en La vida histórica, “El concepto de vida histórica”[50], me permitió conocer una articulación posible de aquellas categorías, que sirve además para separar las aguas con mayor claridad entre ambas. En ese breve trabajo del ’75, Romero realizó un paralelo audaz entre los objetos genéricos de las ciencias naturales y de la historia ; así como la naturaleza ha sido dividida en tres reinos reales, la vida histórica posee también tres reinos conceptuales : el sujeto, la estructura y el proceso. Si el primero, ora individual, ora colectivo, es el agente creador de los hechos y del cambio, la segunda es el conjunto de la “creación creada” o “vida histórica vivida”, lo que nos es dado desde el pasado en este presente y que tiene, a su vez, una forma táctica (o estructura real de las relaciones vigentes y de los objetos sensibles) y una forma potencial (o estructura ideológica de las interpretaciones y de los proyectos). Los estilos de vida son los modos que tenemos los hombres de experimentar la estructura real, las mentalidades son nuestras maneras de vivir la estructura ideológica. Es decir, las mentalidades son el conjunto de vivencias colectivas, suscitadas por las interpretaciones y suscitadoras de proyectos. De allí que, paradójicamente, las ideologías se sitúan a priori y a posterior! de las mentalidades. Estas no son el mero residuo de ideologías moribundas, sino que pueden ser el semillero del que nacen sistemas ideológicos nuevos o más abarcadores que los precedentes, ocultos y transformados en el tejido de experiencias de las mentalidades que nutren a las ideologías nuevas. En cuanto al tercer reino de la vida histórica, para comprender el proceso debemos de reproducido en el curso de su devenir y captarlo como “creación creadora” o “vida histórica viviente”, que se torna por fin objeto creado de límites precisos y elemento nuevo de la estructura. Romero ha ensanchado de esta suerte el símil entre los objetos de las ciencias de la naturaleza y de la historia, pues las dos formas distintas de la creación, la “creada” y la “creadora”, nos remiten a la natura naturata y a la natura naturans del pensamiento de fines del siglo XVII, una distinción que aclaró las diferencias lógicas y ontológicas entre los entes, los fenómenos y las leyes de la naturaleza[51].

Resulta interesante verificar que, ya en 1953, Romero había recurrido a las experiencias historiográficas de la modernidad clásica en busca de un modelo epistémico para las ciencias humanas. El ensayo de aquel año, “Reflexiones sobre la historia de la cultura”, reeditado en 1988 en la compilación de La vida histórica[52]identificó en el punto de inflexión que las obras de Montesquieu, Herder, Vico y Voltaire imprimieron a los estudios sobre las sociedades, el nacimiento de aquella disciplina medular de la historiografía presente. Al ocuparse del “espíritu” de los tiempos, es decir, del movimiento de ¡deas, sentimientos, pasiones y costumbres, los filósofos de la Ilustración inauguraron un arquetipo de las ciencias sociales que todavía ilumina a los historiadores volcados hacia una comprensión integral de los actos de vida y de creación de los hombres. Romero fue uno de ellos ; Maquiavelo y Voltaire, los extremos de su más lejano horizonte ; la filosofía de la naturaleza de los siglos XVII y XVIII, su desiderátum gnoseológico ; la crisis contemporánea, la fuente de su compromiso y de su pasión política, desgarrada entre “el optimismo histórico, tendido sobre una larga perspectiva” y “la angustia por el sino inmediato”[53]. Romero, historiador y hombre moderno, muy bien hubiera podido, a pesar del divorcio que Aristóteles promulgó entre la historia y la poesía, suscribir los versos inspirados de] uanele:

“Pero yo sé que un día los frutos de la tierra y del cielo, más finos, llegarán a todos, a todos. Que las almas más ignoradas se abrirán a los signos más etéreos del día, la noche y de las estaciones (…)”


[1] José Emilio BURUCÚA, ‘Treinta años de historiografía moderna en la Argentina: Enfoques culturalistas”, en Comité Internacional de Ciencias Históricas. Comité Argentino, Historiografía Argentina (1958-1988). Una evaluación crítica de la producción histórica argentina, Buenos Aires, 1988, pp.389-402.

[2] Sudamericana, Buenos Aires, 1988.

[3] He utilizado la edición de Huemul (Buenos Aires 1980), que contiene un prólogo historiográfico y político, escrito por Sergio BAGÚ.

[4] Op.cit., p.31.

[5] Ibídem, pp. 33-36.

[6] Véase Martín LUTERO, A la nobleza cristiana de la nación alemana acerca de la reforma de la condición cristiana, 1520 “27 artículos acerca de la reforma del estado cristiano, *27.

[7] La definición de Fugger pertenece a Erich KAHLER, Historia universal del hombre, FCE, México- Buenos Aires, 1965.

[8] El ciclo…, pp.37-40.

[9] Columba, Buenos Aires, 1953, 64 páginas.

[10] La divulgación de nociones básicas de las ciencias y de las humanidades identificables por el color de las tapas de cada volumen, era el objetivo explícito de la famosa “Colección Esquemas” en la cual fue publicado el pequeño libro de Romero.

[11] La cultura…, PP.51-53

[12]lbídem, pp.34Y 38-40.

[13] Ibídem, p.41.

[14] Ibídem, pp.40.44.

[15] Ibídem, p.47.

[16] Ibídem, p.57.

[17] Véase la “advertencia” de Luis Alberto ROMERO en José Luis Romero, Crisis y orden en el mundo feudoburgués, Siglo XXI, México, 1980, pp.9-10.

[18] Sudamericana, Buenos Aires.

[19] Siglo XXI, México.

[20] La revolución burguesa…, p.17.

[21] Crisis y orden…, p.281 y ss.

[22] Ibídem, pp. 22-27.

[23] Ibídem, pp. 42-51.

[24] Ibídem, pp. 37-38.

[25] Ibídem, pp.132 y 142-145.

[26] Ibídem, p 84.

[27] Para conocer los términos de una larguísima polémica que lleva más de cincuenta años, véase T. ASHTON & C.h. PHILPIN eds., El debate Brenner. Estructura de clases agraria y desarrollo económico en la Europa pre-industrial, Crítica, Barcelona, 1988 y Carlos ASTARITA, Desarrollo desigual en los orígenes del capitalismo, Facultad de Filosofía y Letras, UBA-Tesis 11, Buenos Aires, 1992.

[28] Para un examen de la obra historiográfica de Castellán, véase el ya citado artículo de mi autoría ‘Treinta años…”, pp.392-399.

[29] Para los aspectos políticos y sociales de la cuestión, véase Norbert ELÍAS, La société de cour, Flammarion, París 1985 y Charles TILLY, Coerción capital y los Estados europeos, 990-1990, Alianza, Madrid, 1992.

[30] Crisis y orden.., p.105.

[31] Ibidem, p.106.

[32] Ibidem, p.112.

[33] Ibidem, p.109.

[34] Ibidem, pp. 109-110.

[35] Ibidem, pp.93.

[36] Ibidem, pp.86y 93.

[37]Maquiavelo historiador, Nova, Buenos Aires 1943.

[38] Ibídem, pp. 133-134.

[39] Crisis y orden, pp.38 y 132-145

[40] La vida histórica… pp.33-39, 77-89, 121-130.

[41] Ibidem, pp.99-117.

[42] Crisis y orden…, PP.131-228.

[43] Alianza, Buenos Aires.

[44] Véase nota 2.

[45] Estudio…, p.85.

[46] Ibidem, pp. 138-139.

[47] Ibidem, p.50.

[48] Ibidem, p.45.

[49] Véase ‘Treinta años…”, op.cit, pp.4OO-4Ol.

[50] La vida histórica…, pp-15-19.

[51] Si bien las expresiones natura naturata y natura naturans se hicieron célebres a partir del empleo que de ellas hizo Spinoza (Etica, 1,19), Vincent de Beauvais ya las había definido en el siglo XIII (Speculum quadruplex, XV, 4) : “Natura dicitur dupliciter : uno modo Natura naturans, id est ipsa summa naturae lex quae Deus est(…) alitervero Natura naturata (…)”.

[52] La vida histórica, pp. 121-130.

[53] El ciclo…, p.258.