J. A. García Martínez
José Luis Romero representa entre nosotros un caso raro de vocación histórica en la que no inciden para nada motivaciones extra-históricas. Si sus obras no alcanzasen a definirlo, sólo ésta bastaría para hacerlo. Sin embargo, esa “pureza” no lo lleva a una erudición estéril ni, tampoco, a un impresionismo fácil. Lo lleva, sí, desde el punto de vista metodológico, a una efectiva conciliación de historiografía e historicismo y, por consiguiente, al punto de partida ideal de toda consideración historiológica.
El de los contactos de cultura es uno de esos temas que sólo se plantean conscientemente en la etapa viril de una disciplina. Ni antes ni más tarde. Es, en el fondo, un verdadero esfuerzo de autocomprensión, y su contenido debe darse plenamente sistematizado. El análisis de los contactos culturales muestra lo que hay en ella de original y de adquirido. La plena sistematización es necesaria por cuanto los atisbos parciales ya se van dando en las obras corrientes de historia.
Sin sistematización no hay problemática historiológica; sólo concreta noticia histórica. Es decir: el contacto de cultura sólo se da como problema en la medida en que cada grupo de relaciones se haya mostrado en sus exactas posibilidades. Así se explica, pues, que los atisbos parciales se encuentren con mayor evidencia y claridad en los historiadores modernos, ya que su ciclo cultural es una excelente atalaya para la comprensión de los demás ciclos.
Es sintomático, también, que en la lingüística de ahora se encuentre análoga curiosidad. Va siendo cada vez de mayor interés el estudio de los diversos regímenes de influencia de una lengua sobre otra. Schuchardt y Saussure fueron ayer sus paladines. Hoy prosiguen en esa misma tarea casi todos los filólogos. Y la filología ha sido siempre para la historia lo que ésta es para la filosofía.
La explicitación del tema es muy de hoy. Pero, como todos los temas de ahora, aparece en casi todos los historiadores del pasado. Naturalmente: con diferencias de matices. Donde su intuición se da con mayor claridad es en los cronistas.
El objeto histórico por antonomasia, según Huizinga, es la vida corriente. En este sentido, la crónica es la historia misma, pues el cronista muestra un mejor conocimiento de los hechos que el historiador de gabinete. Ante los hechos se porta como actor de los mismos y no como espectador (y aquí podría establecerse una segura distinción entre la historia como creación y la historia como espectáculo). Para conocer el mundo árabe es más indispensable T. E. Lawrence que todos los historiadores y arqueólogos profesionales. El cronista lleva sobre el historiador de gabinete la gran ventaja de hallarse siempre en relaciones inmediatas con los hechos.
La percepción del problema —dice Romero—, se ha dado en dos facetas: a) Como un contacto real de pueblos en los que se transfieren usos o costumbres diversas, tal como acontece con las invasiones bárbaras a principios de la Edad Media, y b) como un contacto parcial evidenciado a través de influencias culturales y donde pueden considerarse o no las circunstancias históricas implícitas, tal como ocurre cuando se heleniza Roma en el siglo II — fenómeno que el mismo Romero analiza claramente en La crisis de la República Romana.
Los contactos culturales, según el autor, sólo pueden comprenderse partiendo de la idea de ciclo cultural. Pero el de ciclo cultural es sólo un concepto teórico, susceptible de modificaciones o aclaraciones, en tanto que los contactos de cultura actúan como realidades empíricas, válidas para cualquier concepción historiológica. Empíricos son todos los elementos de la clasificación que establece Romero. Por otra parte, la idea de ciclo cultural sólo ubica al contacto pero no lo define. Quizá el error fundamental de Spengler haya sido el no haber tenido en cuenta ese concepto. La contradicción latente entre la idea naturalista de organismo cultural y la idea, nada naturalista, por cierto, de impermeabilidad de una cultura, está muy clara y lo lleva a los otros errores que se le han achacado.
El concepto de contacto cultural es tan empírico que brota donde uno menos se lo espera. Latente en todos los elementos de una cultura —pues es uno de los componentes decisivos de su individualidad— sólo requiere un estímulo adecuado para manifestarse. Su superficie heteróclita adquiere las más diversas formas. Refiriéndose a las técnicas poéticas árabes y de la Europa meridional, Menéndez Pidal ha mostrado algunas de sus múltiples posibilidades.
El contacto de cultura puede darse como fenómeno de superficie —como moda— y puede darse afectando abisalmente toda una cultura — como fenómeno de profundidad. En el primer caso el contacto se produce sin dejar huellas visibles: es utilizado pero no asimilado. En el segundo, el contacto se evidencia: es asimilado y puede no ser utilizado. Acción exógena en el primer caso, endógena en el segundo.
Los contactos se dan en formas regulares y definidas. Romero clasifica esas formas en: a) de descubrimiento, b) de imposición, c) de prestigio y d) de interacción. Grupos que admiten a su vez varios subgrupos perfectamente caracterizables.
Como introducción al tema y teniendo en cuenta lo inédito de éste, la obra de Romero es excepcionalmente valiosa. Excepcional porque a una segura orientación se une un sólido método, cualidades que entre nosotros pocas veces aparecen juntas. Lo que se echa de menos es que el autor estudia sólo los tipos puros y olvida las formas reales, las que verdaderamente se dan en la historia. Pero hacer tal cosa sería hacer historia y no, como lo pretende Romero, historiología. Sin embargo, el verdadero interés del problema estaría en estudiar el fenómeno historiológico con criterio histórico. Es decir: tal como se da y no tal como deseamos que se dé.
Dos siglos de filología histórica nos colocan en la encrucijada inicial, pues hoy sabemos que toda ella es letra muerta. La historia viva aún está en elaboración. José Luis Romero es uno de los que se hallan en esa tarea y su libro, que es una prueba de fidelidad a la historia, lo es también a la existencia, pues aquélla es dimensión esencial de ésta.