Buenos Aires o el sueño de la razón

GRACIELA SILVESTRI [*]

El mundo desde Buenos Aires

El tema de la ciudad ocupó a José Luis Romero en la última década de su vida. Se insertaba en un ambicioso programa sobre el desarrollo de la mentalidad burguesa que determinó las características del mundo en que vivimos. Así, no solo se trataba de un estudio de larga duración en el sentido otorgado por la historia de los Annales, sino que –como prueban tanto los textos de los cursos que constituían un guión de la producción futura, como aquellos que alcanzó a publicar–, la ciudad permitía, e incluso inducía, a articular la reflexión histórica con las preocupaciones del presente. En el tema de la ciudad, el Romero histo­riador se conjugaba con el Romero ciudadano.

El presente de Romero, sin embargo, no coincidía exactamente con las ideas hegemónicas que le otorgaban forma. Observaba con prudencia el panorama político que cada vez se tornaba más oscuro, y aunque estaba al tanto de los debates acerca del tema metropo­litano, que en Latinoamérica había alcanzado protagonismo de la mano de las ciencias sociales y el planeamiento urbano, no siguió el camino indicado por ellas. Se mantuvo deliberadamente inactual, en el sentido nietzscheano, que Agamben interpreta como una relación singular con el propio tiempo, que adhiriendo a este, toma a la vez su distancia a través de un desfase y un anacronismo.[1] No podemos dejar de preguntarnos si esta inactualidad no es, precisamente, uno de los motivos por los cuales la contribución más ampliamente reconocida de Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, nos resulta hoy contemporánea.[2]

Menos recordado entre los textos sobre ciudades es el breve artí­culo “Buenos Aires: una historia”, tal vez porque se trata de un trabajo de divulgación –fue publicado en el marco de la notable empresa diri­gida por Haydée Gorostegui, Historia Integral Argentina[3] Sin duda Romero, para quien la conciencia histórica jugaba un papel central en los destinos de nuestras repúblicas, se esmeró para hacer accesible su lectura a un público no especializado. Pero la estructura periódica de la vida de Buenos Aires y el privilegio de los asuntos cotidianos a través de materiales poco frecuentados, suponen una novedad en la cultura argentina. De hecho, el breve texto otorga el diseño de base pa­ra la empresa más ambiciosa, colectiva, que, dirigida por Luis Alberto Romero luego de la muerte de su padre, cobra forma en Buenos Aires, historia de cuatro siglos. [4]

La inflexión latinoamericana de la historia de las ciudades nos coloca ante otra cuestión: la perspectiva desde la cual Romero observa la ciudad occidental, una perspectiva en la que la experiencia juega un papel fundante. El historiador no olvidará jamás sus primeras impre­siones de la ciudad europea, en la década del treinta. “Creo que todo lo que me ha llamado la atención en esta experiencia directa de enfren­tamiento con la vieja ciudad europea provenía de mis supuestos como ciudadano americano… Miro desde América del Sur”.[5] Podríamos radicalizar estas afirmaciones y proponer que también la ciudad lati­noamericana es observada desde la perspectiva de un porteño.

No se trata de que Romero haya forzado las hipótesis generales para acomodarlas a los destinos de Buenos Aires. Lo que postulamos tiene que ver con una forma mental, cuyas raíces pueden buscarse en los momentos de formación del historiador, en el rico mundo de la intelectualidad porteña de entreguerras, que proyecta su potencia, al menos, hasta la década del sesenta. También está relacionado con su concepción del trabajo intelectual, un trabajo riguroso pero nada ajeno a la propia experiencia, que utiliza como insumo directo para retratar la vida urbana en los períodos que confluyen en el presente. Son las preguntas que le hará al vastísimo material que utiliza, las que denotan al porteño. Las podría haber formulado, tal vez, desde Rosario o Mon­tevideo: no desde Cartagena de Indias o ciudad de México.

Esto supone dos novedades. La primera: lejos de las denuncias dependentistas que quitan entidad a una historia pensada como apéndice inerte de la metropolitana, Romero encarna una actitud positiva ante las derivas latinoamericanas que solo mucho más tarde será adoptada. América, cuya historia está íntimamente vinculada con la historia europea, no es sin embargo su pálido reflejo: es un mundo de mezcla inesperada, creativa, una mezcla que se lee cla­ramente en la vida de las ciudades. La segunda novedad implica concretamente la historia de Buenos Aires: la hipótesis central en Latinoamérica alude al peso de las palabras en la conformación de las ciudades, siempre acechadas por un mundo que carece, en el sentido occidental del término, de forma.

Romero habla de ciudades tardomedievales que se identificaban por su color:[6] su Buenos Aires tiene el color de las palabras. No solo porque el material seleccionado es eminentemente escrito, sino por­que Buenos Aires es una ciudad letrada. Utilizo lábilmente el sugestivo término de Rama –sin aludir a sus inclinaciones teóricas tardías, que poco tienen que ver con las de Romero– pero advirtiendo que el uru­guayo, a cuyo texto volveremos, tiene como fuente Latinoamérica: las ciudades y las ideas.

El artículo sobre Buenos Aires empieza y termina analizando las palabras “Fue, antes que una ciudad real, un acta y un plano”. El plano “original” de Buenos Aires es, lo sabe Romero, un esquema que fácil­mente puede ser transformado sin residuos en discurso lingüístico.[7] Las palabras sustentan el carácter ideológico y no simplemente fun­cional de la ciudad-puerto. En el capítulo de conclusión, las palabras constituyen el aspecto más relevante en la revolución de las formas de vida: “lo que sí fue un fenómeno típicamente porteño (…) fue el desafío a cierta retórica tradicional que se manifestó en las formas del lenguaje”. A esta pacata revolución, irónicamente plasmada, que, aun­que ajena a su sensibilidad madura supone un futuro comprensible, se le opone un mundo ininteligible: “un día asesinaron a Aramburu, otro a Vandor, otro a Alonso”.[8]

Comprender la vida no significa aceptarla sin más: y su último esfuerzo por comprender Latinoamérica, y sobre todo una Argentina que, ya en 1976, anunciaba otro período violento cuyos alcances ape­nas se vislumbraban, no fue ajeno a su ilusión de reunir, una vez más, la forma letrada de estas ciudades con la vida. Una misión de educador, que cree firmemente que la palabra pública –el rasgo determinante de la ciudad– puede cambiar el rumbo de la historia.

En muchos sentidos, las ciudades latinoamericanas, iluminadas desde la experiencia de Buenos Aires, encarnan los conflictos de la ciu­dad actual. Algunos aspectos entran en consonancia con el transcurso histórico posterior de las ciudades –y no solo las del cono sur–; otros, en cambio, apenas son tratados por el historiador y permiten pregun­tarnos no solo sobre las posibilidades y límites del Romero ciudadano, que planea por sobre el Romero historiador, sino sobre los límites y posibilidades de nuestra actual idea de ciudad –la mayor obra de arte creada colectivamente por el ser humano: por su terrible lógica, su ma­ravillosa permanencia, y su fascinación estética–.

Ciudades y creencias

En el prólogo de 1983 a Buenos Aires: Historia de cuatro siglos, Luis Alberto Romero plantea así los dilemas con que su padre se enfren­taba: ¿Qué es una ciudad? ¿Sus casas o su gente? ¿Los desagües o las costumbres? Y por otro lado, ¿dónde empieza y termina la sociedad ur­bana, cómo se deslinda de la sociedad nacional?[9] De las decisiones que se tomen frente a estos dilemas se derivarán hipótesis distintas, presen­taciones y estrategias discursivas distintas, incluso ciudades distintas.

Romero ha establecido en diversos textos lo que se comprenderá como ciudad en la investigación que proyecta. En principio, plantea al­gunos reparos. El historiador, dice Romero, “ha desdeñado el problema de cómo va a definir lo que va a estudiar como ciudad”, pero tampoco “han logrado mucho éxito en la búsqueda de esa definición ni los soció­logos, ni los urbanistas, ni los antropogeógrafos”.[10] Con esta afirmación, no solo toma distancia de los enfoques sobre lo urbano más habituales en la época, sino también de la inevitable reducción que cada una de las disciplinas opera sobre él: porque “una ciudad no es ni una ciudad física, ni una sociedad, sino una forma de vida histórica“.[11]

La definición podría dar lugar, con justicia, a un análisis del con­cepto de vida histórica, uno de los principales aportes de Romero a la historia de la cultura. Pero este camino no solo ha sido transitado por inteligencias más sólidas que la mía para el debate teórico, sino que nos alejaría del objeto de estudio ciudad, que el propio historiador quiso asir en su densidad material. Por otro lado, no parece que las de­finiciones de Romero sobre el concepto de vida histórica se acomoden tan perfectamente a los textos sobre ciudades latinoamericanas. Entre otras cuestiones, mientras la vida histórica comprende el múltiple pro­ceso de la creación de situaciones económicas, de circunstancias socia­les, de campos culturales o científicos, así como de sus productos que conforman literalmente el paisaje urbano, el acento en las ciudades la­tinoamericanas estará puesto en un registro que más bien evita los pro­ductos de la cultura alta, o los aborda con instrumentos nada distintos a los utilizados para analizar testimonios menos augustos. María Tere­sa Gramuglio ya lo ha señalado: los documentos literarios, que resultan una de las fuentes principales en Latinoamérica…, son atravesados, en función de sus contenidos, como si se tratara de espacios transparentes. Y no es que Romero creyera, como es hoy lugar común, que no existen divisiones sustanciales entre un cuento de Borges y un artículo de El Hogar, o entre el Giotto y las ilustraciones de Molina Campos en el al­manaque de Alpargatas. Es que no le interesaba enfrentar las claves de la fragmentación entre lenguajes, porque su aspiración era apresar una totalidad de la que la “ciudad” es epítome.

Este suelo compartido que precede toda fragmentación no trata de ideas, aunque ellas aparezcan en el título de su más lograda obra, sino de creencias. Digo deliberadamente creencias donde otros podrán escribir mentalidades –y es cierto que, en la época en que él proyec­ta su ambicioso plan acerca de las ciudades occidentales, no solo no ignoraba el auge que habría de tomar la escuela francesa, sino que utilizó explícitamente el término–. Pero este sigue siendo hoy ambiguo y, al menos como Romero pudo recibirlo, excesivamente ligado a una versión estructuralista de la historia que le era radicalmente ajena –el outillage mental se parece demasiado a una caja de herramientas que no permite cambios ni explica los momentos de creación–.

La alianza con la historia de las mentalidades se comprende en este autor en relación con el clima de ideas que orientó sus años juveniles: los autores de la “crisis europea” –cuya importancia en la trayectoria del historiador ha sido sistemáticamente remarcada– subrayaron di­mensiones que mantienen hoy su pregnancia. Entre ellos, Romero cita explícitamente a Simmel para analizar el conflicto entre las formas ya constituidas de la cultura y el impulso creador siempre renovado. El tema pertenece a la tradición moderna, y alimenta las propuestas de las vanguardias estéticas y políticas, e indudablemente el saber urba­no. Pero aquí no solo se abren multitud de opciones (por “vida” puede pensarse la definición biológica –las pulsiones instintivas del hombre o el verde natural–; el proceso de desarrollo de los hechos desnudos; la inescrutable esfera tecnológica o económica que escapa de las manos de aquellos que no lo saben pero lo hacen; el mundo de la vida cotidiana), sino que al historiador porteño no debió habérsele ocultado un pro­blema básico: si en las versiones europeas la vida crea las formas cultu­rales que después se hacen caducas al no acomodar a su tiempo; ¿qué sucede cuando no es la vida la que crea la forma, sino, como en el caso de las ciudades latinoamericanas, es la forma la que crea la vida?

Volvamos a la cuestión de la vida iluminada por los escritos urba­nos de Romero, en los que su registro constituye, sobre todo, una pin­tura variada del devenir cotidiano, iluminada por el sentido histórico que el autor develará. Y en este punto, no es Simmel, sino José Ortega y Gasset quien puede arrojar una luz más precisa sobre las elecciones de nuestro autor. No solo porque es Ortega quien traduce para el gran público el mundo de la filosofía alemana y mitteleuropea conmocionan­do, según palabras de Romero, la culta sociedad argentina de la época. Es en la acepción orteguiana que me he referido, pues, a creencias.

En 1932, Ortega brindó en Buenos Aires una serie de conferen­cias, publicadas poco tiempo después por la Universidad Nacional de La Plata con el título Ideas y creencias,[12] “Las ideas se tienen, en las creencias se está” afirma Ortega en el inicio de su primera conferencia. Los ejemplos del autor suelen ser espaciales, porque se vinculan con la existencia práctica, donde lidiamos con lo que ingenuamente lla­mamos realidad: ¿Qué sería de nosotros, dice, si no estuviéramos en la certeza de que la vereda es sólida? Creencias e ideas no son categorías de distinta clase; ambas están tramitadas por las palabras, aunque en el caso de las creencias estas palabras son herramientas que permiten al hombre moverse en el mundo cotidiano con relativa seguridad. La importancia otorgada a las creencias no significa un desprecio por la actividad intelectual que las ideas representan, en manos de un vago vitalismo. Para Ortega, como para Romero, las ideas son la más eleva­da creación del espíritu humano, ya que permiten romper los prejuicios cuando estos ya no se adecuan a los tiempos, y penetrar en el umbral de la nueva época. Pero tratar de comprender la vida de un hombre o de una época por su ideario es erróneo: es necesario penetrar hasta el subsuelo de las creencias inexpresas. En consonancia, Romero definirá a las mentalidades urbanas como actitudes singulares “frente al mundo, a la naturaleza, a las cosas y frente a Dios”, creencias que posteriormente fueron racionalizadas y convertidas en teorías.[13]

En las creencias se está, dice Ortega, como se está en las ciudades. El cuadro de la vida en las ciudades de Romero corresponde a las creencias colectivas, a las creencias de sectores amplios aunque en conflicto, cuyos bordes se cruzan fluidamente; cuestiones de radical importancia en la vida de las ciudades, como las ideas políticas, se des­prenden de creencias generalizadas. El espacio de la ciudad, aunque programáticamente es ponderado como productivo en la construc­ción de las mentalidades, no posee en la narración histórica de este pensador entidad propia, sino que constituye una derivación de esas sólidas creencias que se mueven en períodos largos, o de su disrup­ción paulatina. Subrayo este aspecto para regresar sobre el tema de las mentalidades. La deuda con Ortega, y más generalmente con las ideas de entreguerras, se vuelve más explícita cuando notamos que en los textos tardíos de Romero están ausentes los temas que se hicieron comunes en la más reciente historia de las mentalidades, vinculados con el mundo privado, con el comercio con lo natural, o con las cul­turas precolombinas que carecían de palabra escrita. En cambio, otros tópicos que lograron protagonismo tiempo después de su muerte, de­rivaron de esta manera de abordar la ciudad. Si es en las creencias en donde se define la sociedad urbana, estas son, por naturaleza, públicas –son las creencias que devienen en ideas–,

“Vivir dentro de todo aquello, la manera de utilizar los espacios, de ubicar los edificios públicos, de anudar la esfera pública y la privada, de situar las plazas y plazuelas”, dice Romero (utilizando el adverbio de lugar) para situar en la luz del foro público el núcleo de la vida ur­baña.[14] “Todo aquello” es sobre todo el espacio público, o la inestable frontera entre lo público y lo privado. Las creencias inexpresas son las creencias públicas –o las privadas que han cruzado la frontera– y así conforman el enigma porteño: las razones por las cuales el discurso público, no solo el tramitado por profesionales de la política ni por los intelectuales de la palabra, sino el abrazado con fervor por multitudes, determina el conflictivo destino de la ciudad.

En esta vía Romero reconoce un problema, que se hace agudo en la ciudad de masas, pero que es característico de las ciudades la­tinoamericanas: más allá de las metáforas, no resulta fácil encontrar coherencias sustanciales entre estructuras físicas o socioeconómicas y creencias de sectores definidos. También en esto Ortega proporciona algunas claves: para el pensador español, la creencia moderna es la duda. El lenguaje común lo prueba: estamos en un mar de dudas. Y lo dudo­so, explica Ortega, es una realidad líquida donde el hombre no puede sostenerse; pero sin embargo, es allí, en lo hueco de nuestras creencias, en donde puede encontrarse el lugar vital donde intervienen las ideas, inventando mundos, figuras imaginarias. Los “vacíos” ofrecen las fisuras por las que penetran las ideas renovadoras. Si la metrópoli es epítome de una realidad que se resiste a mantener una forma (es decir, un espa­cio legible, unos límites estables, una significación unívoca); si ella es el hábitat de multitudes aluviales, des-radicadas, donde el mismo espacio físico se disuelve –ya no transparenta su carácter, ya no existe foro pú­blico–, la ciudad sigue mostrando aún su potencial, precisamente porque en ella se encara de frente esta “realidad líquida”.

Es en ese momento histórico, en los últimos años de su vida, cuan­do Romero, quien siempre afrontó el destino con optimismo, muestra su ambivalencia sentimental: la espiral de violencia que ya era clara cuando escribió las últimas líneas del artículo sobre Buenos Aires, pa­recía confirmar que la voluntad letrada, es decir, la voluntad de forma por antonomasia, llevaba las de perder (“fracasó Juan B. Justo lo mismo que Felipe II”).[15] Nada que anunciase nuevas palabras, nuevas ideas que se transformasen en otras creencias –así en otra vida–, aparecía en el horizonte. Su apuesta a lo nuevo se convertía en algo hipotético.

La duda expresada en el final de Buenos Aires, una historia represen­ta esto: quien como ciudadano, socialista, y optimista por naturaleza, se había orientado hacia un progresismo sin fisuras, reconocía en los últimos años de su vida –años que preanunciaban una tragedia mayor– que la clásica oposición forma / vida no daría lugar a ninguna síntesis, ninguna superación, ningún consuelo.

Retrato de Buenos Aires

La originalidad de los trabajos de Romero sobre las ciudades lati­noamericanas, y sobre Buenos Aires en particular, debe medirse con el cuadro historiográfico local –si es cierto que, como postulamos, la cultura porteña orienta su lectura de la ciudad latinoamericana–. No encontramos en Argentina, como sugeriría la pregnancia intelectual del mundo en que Romero participó, un campo denso en estudios ur­banos. No existía aún una historia de larga duración de Buenos Aires cuando Romero emprendió su ambiciosa empresa, o más precisamen­te, no existía una historia de Buenos Aires que pusiera en relación la construcción del espacio, los cambios en tradiciones y costumbres, y las vicisitudes ideológicas y políticas. Los bordes autónomos de la expe­riencia urbana se desdibujaban para convertir a la biografía porteña en historia nacional.

Los trabajos de historia local de mayor interés eran aquellos que, a principios del siglo XX, habían dedicado sus esfuerzos a la historia colonial. Paul Groussac –estimado por Romero–, impulsó el copiado de documentos del Archivo de Indias, lo que con el tiempo dio como resultado importantes compilaciones relativas a la ciudad. Desde fines del XIX, se produjeron trabajos de geografía histórica y reseñas que acompañaban a los censos (el censo de 1910 dedica un tomo comple­to a la historia de Buenos Aires, con trabajos de Quesada, Martínez, Prins, sobre demografía, arquitectura, infraestructura urbana, etc.); memorias y relatos de viajeros –documentos que Romero estimaría especialmente– que continuaron constituyendo un corpus fundamental para las reconstrucciones históricas. Ocasionalmente, como en 1936, la historia urbana pareciera despertar el entusiasmo cívico con ociosos debates, como el que convocó la identificación del sitio de la primera Buenos Aires. Pero estos trabajos fueron desdeñados por Romero, a quien no placían tampoco las investigaciones de Levene sobre los pueblos y ciudades de la provincia de Buenos Aires. Una derivación del mismo encuadre académico de Levene, pero con inflexión opera­tiva por la sede en que fueron realizados, se encuentra en los trabajos producidos durante la década del cincuenta, en el Instituto de Arte Americano, vinculado a la Facultad de Arquitectura de la UBA. Con­tribuciones centrales para la historia de la ciudad, ellos testimonian, sin embargo, la escisión entre conocimiento histórico e historia material de la ciudad: solo a partir de los tardíos años setenta, el mundo de la arquitectura comenzó a interesarse por el tiempo histórico, y el mundo de la historia por el lugar particular de la ciudad en la cultura humana.

Un texto que Romero debió conocer, y que representa estas contra­dicciones, es la “Evolución de Buenos Aires en el tiempo y en el espa­cio”. Asesorado por los historiadores Puiggrós y Astesano, acompañó al estudio preliminar del Plan para Buenos Aires.[16] Pertenece a un linaje de trabajos históricos orientados a justificar planes urbanos, co­mo los textos que en 1925, bajo la dirección de Emilio Ravignani, es­tudiaron la evolución material de la ciudad en función de idear planes y proyectos que controlaran los problemas del crecimiento. Pero las hi­pótesis históricas de estos textos presentan un acrítico signo ideológico (la artificialidad de una ciudad volcada hacia afuera, que abandonaba las cualidades de la ciudad criolla, que los planes buscaban restaurar con instrumentos modernos). La única novedad del texto completo del EPBA –la introducción del concepto de espacio, que debe todo al modernismo arquitectónico que tomará el comando cualitativo de la ciudad física– carece de consecuencias importantes en el pensamiento de Romero (aunque él es de los pocos historiadores que mencionan con solvencia los hitos internacionales del modernismo arquitectónico).

Por otro lado, cuando este escribía en los años setenta, ya se ha había hecho fuerte la articulación entre las nacientes ciencias sociales y el mundo de los estudios urbanos. Se había fortalecido desde fines de los cincuenta, al indagar en los desarrollos inéditos, masivos, de la urbanización latinoamericana, y vincularla con los problemas del subdesarrollo. Pero aunque Romero participó en algunas conferencias con quienes hacían de esto su tema académico, y se alimentó de sus datos y percepciones, especialmente para la ciudad contemporánea, su pensamiento era ajeno a las metodologías más difundidas. Mantuvo su independencia ideológica en tiempos en que la política perdía protago­nismo desde distintos frentes –desde el progresismo de izquierda, que tensaba cada vez más su acción hacia el cambio revolucionario; y desde el entorno de la planificación que se volvía tecnocrático porque no po­día separarse de la sucesión de gobiernos estatalistas y modernizadores, como habrían de ser los gobiernos militares hasta la última Dictadura–.

Existe un viejo texto sobre Buenos Aires al que, en cambio, Ro­mero rinde explícito homenaje: me refiero a La ciudad indiana, de Juan Agustín García. No solo porque nombra así el primer período en “Buenos Aires: una historia”, sino porque esta realmente comienza cuando el texto de García acaba.[17] El carácter amodorrado y marginal de la ciudad del Plata, hasta avanzado el siglo XVIII, es resumido por Ro­mero en tres párrafos; su interés se despierta cuando la ciudad adquiere importancia política en la definición de la nación, mientras se consti­tuye el núcleo de una nueva sociedad burguesa. García se ha encargado de la arqueología de la ciudad: Romero avanzará desde entonces, para incluir los motivos contemporáneos. El vivido cuadro colonial de García, que Romero apenas corrige, le sirve también para estimar las diferencias con otras ciudades latinoamericanas. El período inicial, por ejemplo, será nombrado de otra manera en Latinoamérica… (la “ciudad hidalga de Indias”), y tratado subrayando la riqueza, multiplicidad y esplendor barroco del que Buenos Aires no participa.

Muchas son, sin embargo, las diferencias entre La ciudad indiana y la Buenos Aires de Romero, incluso en aspectos que desde otro punto de vista podrían ponerse en relación, como el hecho de que ambos se mueven, explícitamente, en el plano de las creencias. García sigue en la interpretación de las creencias el enfoque de Fustel de Coulanges, aunque no las considera en sentido puramente religioso. Para García, “la creencia (subrayo: en singular, como si de un bloque se tratara) y el deseo son el alma de las palabras de un idioma”; formas sentimenta­les y conductuales del mismo grado de permanencia que el lenguaje, “que animan todos los fenómenos… incorporados al organismo físico individual…” –el culto nacional del coraje, el desprecio por la ley, la preocupación de la fortuna, la fe en la grandeza futura del país–. Estas creencias son el suelo de las instituciones, y llevan al “predominio del concepto clásico de Estado-providencia, centralización política, papel inferior y subordinado de las asambleas; y en el pueblo, para acentuar y fortificar estas tendencias, el desprecio de la ley convertido en instinto, en uno de los motivos de su voluntad”.[18]

Los males que aquejan a esta sociedad en la larga duración (porque García, mediante una conveniente elipsis, concluye afirmando el puen­te estrecho entre pasado y presente), se derivan sobre todo del ambien­te físico. Si en lugar de la escritura García hubiera utilizado una cáma­ra cinematográfica, la veríamos planear desde el mundo de ultramar hasta el río de la Plata, las pampas, los alrededores de Buenos Aires, para enfocar finalmente el centro urbano. Pero esta geografía no está pintada como paisaje (ya que esto supondría una elaboración deter­minada por el sujeto) sino como el resultado de un negocio humano-natural. Este ámbito es descripto como pura extensión, sin árboles, sin frutos carnosos y extraños, sin indios que trabajaran para los designios de los segundones, pero favorable para la multiplicación de los ganados, aprovechados de forma elemental. Los sentimientos básicos nacen “es­pontáneamente como los cardos silvestres de la pampa, por la especia­lidad del medio físico y moral”. Es la pampa la que otorga la base para la amoralidad del proletariado de las campañas: la sensación de que sus numerosos rodeos pertenecen a todo el mundo; la ausencia de idea de propiedad, base, junto con la familia, de las instituciones.[19]

Debemos agregar aquí que este ambiente pampeano, tratado en la literatura decimonónica, continuó constituyendo un nudo en las reflexiones rioplatenses, si bien la consistente versión del abogado-sociólogo adquirió un valor casi metafísico en manos de los ensayistas que fundaron lo que hoy se reconoce, vagamente, como ensayo de identidad nacional. Pienso, obviamente, en Martínez Estrada, a quien deliberadamente he dejado de lado, aunque ha sido frecuentemente subrayada su afinidad con Romero. Pero poco puede rastrearse en el historiador del enfoque morfológico spengleriano que afecta los textos de Martínez Estrada; el “viento geográfico”, que tanto placía a los ensayistas de la pampa a la hora de acuñar metáforas, no se encon­trará en los textos sobre Buenos Aires y las ciudades latinoamericanas; tampoco el pesimismo que es característico, tanto de García como de Martínez Estrada. Y no se trata, como veremos, solo de la disposición temperamental de Romero, sino de su idea de ciudad, distinta a la de los obvios referentes, que impide, por su propia naturaleza, la atribu­ción de destinos ineluctables.

Derivada de la importancia del medio físico, la segunda cuestión que interesa a García es la estructura familiar –ya que la familia, y no el individuo, es para García la “célula del organismo social”–.[20] En esto sigue también a Fustel de Coulanges, quien en La ciudad antigua la observa como institución clave: desde la descripción de las religiones primitivas, en donde subraya su carácter doméstico y privado, se mo­verá hacia una asociación mayor, la ciudad, donde consecuentemente trabaja sobre todo con la propiedad y su trasmisión, y las derivas legales e institucionales.[21] García, aunque sigue esta lógica, no puede sino empezar por la fundación de la ciudad, ya que este es el origen, el momento en que esta parte de América ingresa a la Historia. Una fun­dación que no es producto de una larga historia de intercambios con el mundo natural, sino que por el contrario impone una cesura brutal con las culturas anteriores. Pero la ciudad de García tiene, de todas formas, al ambiente físico como referencia básica, aunque sin haber transitado por el largo período de formación en el que el hogar en sus dimensio­nes existenciales constituye el embrión de las sociedades que se suce­den. La ciudad americana contrasta así con la ciudad antigua, el núcleo de la cultura occidental, aunque este contraste es observado como falta. Pero no por ello el autor deja de considerar como horizonte el anclaje del que se carece, y es en la familia en donde debe buscarse, para él, la desviación. Ella es estudiada como unidad económica, en un mundo en que solo muy tardíamente se forma el capital: no solo el papel del hombre, sino también el de la mujer, el de los niños, el de los esclavos –estudio sorprendente para los años en que García escribe–, se analizan en la perspectiva económico-existencial que incide en las costumbres, en las tendencias, en la lengua.

Con las variantes del caso histórico, en fin, tanto en García como en Fustel el desarrollo se explica a partir de la esfera de la necesidad. Por cierto, allí donde en La ciudad antigua se describe el pacto sagrado con la tierra en la que los dioses lares habitan –es decir, el hogar, la pa­tria, que indica unidad de acontecimiento y signo– García encuentra un mundo sin fronteras, un espacio vacuo sin posibilidad de anclaje, sin posibilidad de memoria. Así concluye que “los motivos y los acon­tecimientos difieren, pero el espíritu de los sucesos es el mismo (…) los personajes de cada pieza nada saben de lo sucedido en las anteriores en las que sin embargo tenían ya un papel”.[22]

Me pregunté si esta conclusión de García no habría pesado fuer­temente en Romero, aunque aceptándola él de forma optimista: si no existe hogar, si no existe suelo sacro, si no existe memoria y tradición, no existe lugar, en el sentido tantas veces aludido por la antropología y por la arquitectura en las últimas décadas. Convoco la noción porque Romero, gran conocedor del mundo clásico, no pudo haber ignorado que esta acepción de lugar (sustentada por el genio familiar, genius loci), era absolutamente ajena a su idea de ciudad contemporánea. Si algo sabía Romero, no como historiador sino como ciudadano, era que la ciudad moderna –de la cual las ciudades del Plata son epítomes claras­ es mezcla erradicada, sin fronteras firmes, sin jerarquías estables, sin “forma” a pesar del ímpetu formal de las fundaciones, sin lugar.

La palabra ciudad es engañosa en el texto de García –como lo es en el de Fustel–; funciona, de manera metonímica, por sociedad. No existe ninguna diferencia de cualidad entre el elemento primo y las asociacio­nes más complejas, las urbanas; y cuando estima la hipótesis de que el individuo puede constituir la célula básica de la sociedad, es el estado el que cumple el lugar formador, inculcando en “la pasta humana” la clase de ideas, sentimientos y aspiraciones que se necesitan para el buen funcionamiento del mecanismo político. Aquí se encuentra la di­ferencia básica a la que hemos aludido: ciudad, para Romero, implicaba sobre todo mundo público, no identificado con la familia o con el Esta­do, y por cierto no sometido a los rigores de la pura necesidad.

Esta noción de ciudad provenía en parte de su compromiso políti­co –el socialismo al que pertenecía siempre se movió en la ciudad–; le otorgó a ella el lugar civilizatorio que le otorgaba una larga tradición humanista –luego ilustrada, luego progresista, siempre letrada–. Pero también le dio el lugar de sus lecturas clásicas, producto de sus inves­tigaciones de los inicios del mundo burgués europeo. Esta perspectiva de larga duración fue la que le otorgó a sus textos un lugar original en la literatura sobre las ciudades latinoamericanas. Y fue ella, a mi juicio, la que muchos años después, empalmó Latinoamérica: las ciudades y las ideas con las vertientes del pensamiento político y urbano, que coloca­ron en primer plano el tema de la esfera pública.

Dos versiones actuales de la ciudad antigua

El lector habrá advertido la orientación del argumento, que proviene de Hannah Arendt: la necesidad es un fenómeno pre-político (en un sentido radical, pre-humano); la libertad se localiza exclusivamente en la esfera pública, que el modelo griego de polis –precedida fácticamente por la destrucción de las unidades basadas en el parentesco–; el proble­ma contemporáneo consiste en la disolución de las fronteras entre lo público y lo privado. No es que Romero haya seguido estas indicaciones teóricas, que hasta donde yo sé desconocía. Es que por su conocimiento histórico de la misma tradición clásica que iluminaba a Arendt, aspec­tos centrales de la empresa europea en América (sus posibilidades y sus límites inscriptos en la utopía de un nuevo comienzo en un espacio va­cío de pasado), se iluminaron mucho antes del momento en que fueron identificados, en la agonía del proceso militar, cuando el debate sobre la ciudad se articuló con la naturaleza de la libertad en la esfera de lo pú­blico. La versión de Arendt –tramitada filosóficamente por Habermas, y traducida ampliamente en la clave de los estudios culturales– orientó el debate porteño en los estudios académicos, en las derivaciones políti­cas, y en la construcción concreta de la ciudad. Fue entonces que la no­ción de “espacio público” se convirtió en lugar común, en creencia gene­ralizada. Así, lo escrito por Romero pudo ser comprendido bajo una luz que estaba ausente en 1976. También en 1976 estaba ausente otro tema, otro lugar común de hoy, relacionado con lo público, que es la memoria. Aunque poco se advierte el conflictivo vínculo entre historia y memo­ria, el hecho de que en ambas nociones la referencia al tiempo pasado resulte central supone un protagonismo de la Historia, en sus diferentes duraciones, que se extiende más allá de las fronteras académicas. En suma, después de la caída de la dictadura, el libro de Romero sobre las ciudades latinoamericanas adquirió una dimensión que no hubiera podido ser comprendida cuando, sea por la hegemonía de la versiones revolucionarias de izquierda o por la brutalidad dictatorial, que ya con­taba con abundantes antecedentes previos a 1976, la política había sido eliminada del horizonte –como dijo Arendt–, la pura violencia es muda.[23] Con vacuos y pobres horizontes terrenos –sin tradición, sin hogar, sin locus– a las ciudades argentinas solo les quedaba la libertad.

Romero es explícito acerca de la importancia que una concep­ción de la ciudad, que se remonta al mundo antiguo, poseyó en la conquista de América.

La ciudad –en rigor, la sociedad urbana– era la forma más alta que podía alcanzar la vida humana, la forma perfecta, según había sostenido Aristóteles y lo recordaba a mediados del siglo XVI Fray Bartolomé de las Casas en su Apologética Historia Sumaria, con gran acopio de antecedentes paganos y cristianos. Y a ese ideal parecía tender el mundo mercantilista y burgués que era, cada vez más, un mundo de ciudades. Acaso por eso se acentuó en Latinoamérica la tendencia urbana que se dibujara desde la conquista, y que consiguió arrastrar finalmente a las áreas que habían nacido bajo otro signo.[24]

La tradición a la que se refiere Romero es la de Aristóteles, defini­da en la Política. Si la ciudad es la forma perfecta, es porque el hombre se diferencia de los animales por su capacidad de crear un tipo de asociación que difiere cualitativamente de la asociación natural, cuyo centro es el hogar. Esta distinción entre lo público y lo privado, donde lo público es la clave de lo que sea ciudad, aparece todavía con claridad en el tratado fundante de arquitectura del Renacimiento, De Re Aedifi­catoria de León Battista Alberti (Cicerón es su guía), donde la relación entre retórica-palabra pública y ciudad emerge con transparencia. Parece evidente que la empresa española en América, al menos en los aspectos doctrinarios, se articula con esta tradición humanista.

La conciencia de Romero sobre la larguísima duración, y los di­ferentes planos en que debe pensarse el complejo fenómeno urbano –clave, según sus palabras, de la cultura occidental– no solo remite a los temas de espacio público tal y como se trataron en los últimos años. También entra en resonancia con los enfoques hermenéuticos que abordaron el tema de la ciudad como clave para comprender la condi­ción del hombre contemporáneo. Y no porque Romero se dedicara a elucubraciones filosóficas, ya que las afinidades parten de que el pen­samiento de las últimas décadas retoma las preguntas de los autores de la “crisis europea”, entre los que Simmel vuelve a ser considerado en un lugar central, reconociendo como último hilo de reflexión posible una perspectiva histórica de larga duración.

“Una ciudad no es ni una ciudad física, ni una sociedad, sino una forma de vida histórica”,[25] escribía Romero, refiriéndose concretamen­te a la ciudad occidental. Sabía que otras formas de vida histórica po­dían conducir a otras ciudades, y cuando criticaba implícitamente tanto a quienes solo recopilaban datos de crecimiento físico, de monumentos, de infraestructuras, como a quienes disolvían la autonomía del hecho urbano en la sociedad nacional, no era seguramente porque negara la importancia de tales contribuciones, sino porque quería enfatizar la particularidad del fenómeno de creación burguesa, pero de antigua referencia, que determinaba las formas de vida en el Occidente, que no solo había destruido la vida predominantemente rural del mundo ame­ricano, sino también otras ciudades (México, Cuzco) cuyas premisas eran radicalmente distintas a las de la ciudad europea.

Massimo Cacciari, el filósofo italiano ligado al mundo de la reflexión arquitectónica y urbana, alcalde de Venecia, introduce su pequeño librito La cittá con una definición con la que Romero hubiera coincidido: “no existe la ciudad, existen diversas formas de vida urbana”.[26] También él apela a la larga duración histórica, y al ensayo como recurso para abordarla; nos detendremos brevemente en sus consideraciones sobre las dos grandes tradiciones occiden­tales que aparecen en pugna en textos tan improbables para este debate como el de García y el de Romero, habitantes de estos ex­tremos americanos.

Cacciari, siguiendo a Benveniste, subraya las diferencias entre el modelo griego y el romano. Polis implica sobre todo sede, morada de una determinada estirpe (gens), con un sentido fuerte de radicación, tradición y costumbres (ethos posee la misma raíz que sede, lugar, por lo que no es extraño que García reúna ambiente físico con moral). Na­da de esto aparece en el latín civitas, que proviene de ciudadano (cives: personas reunidas para dar vida a una ciudad, aceptando las mismas leyes más allá de la proveniencia étnica o religiosa). Si el polites deriva de la ciudad entendida como lugar, la civitas es producto del cives. De allí, dice Cacciari, el acento político de la tradición romana, y su ac­tualidad. En todo caso, Romero conocía bien el mundo latino del que esta versión había surgido (su tesis de doctorado había sido sobre la república romana), y es por esta posibilidad de extenderse sin remitir a un ámbito físico, sino a la potencia de los ciudadanos que producen en estrecha relación leyes e instituciones, monumentos y carreteras, traza­dos y ornatos, que existe lo que llamamos ciudad.

La versión griega, sin embargo, es también actual en otros sentidos: se reflota sistemáticamente la nostalgia de las raíces, la idea de ciudad orgánica griega, aquella que Marx añoraba como la infancia de la hu­manidad “sana”. Pero la versión romana, incluso en ese juego ambiguo de inclusión y exclusión social (“puedes mantener tus creencias pero debes obedecer nuestras leyes”), parece totalmente moderna. Roma, no Atenas, era una metrópoli.

La versión de Arendt puede parecer, en algunos puntos, distinta la de Cacciari. Para ella, que sigue fielmente a Aristóteles, el lugar cons­truido era tan importante como las leyes, pero arquitectos y legistas no son sino quienes fabrican el escenario en el que transcurren el discurso y la acción de un conjunto de hombres, que se piensan idealmente co­mo iguales. Discurso y acción no solo constituyen la clave de la ciudad, sino la clave de la condición humana. Separa cuidadosamente el dis­curso público, que define la condición humana, del conocimiento: po­dríamos decir, con Ortega, que si todos piensan (creen), solo algunos conocen (tienen ideas). Pero no son los que conocen quienes edifican la ciudad, no es la vida contemplativa, sino la activa la que la define. La diferencia es, para esta argumentación, solo de detalle: Arendt deja constancia de que esta polis que describe es la que surge de la destruc­ción de los lazos familiares. Una cuestión es clara tanto para Cacciari como para Arendt: “la ciudad” así definida, sin jerarquías, sin religión familiar, sin fundamento natural, no ratifica la confianza en el destino, sino la duda sistemática. Todo es precario y efímero para el hombre urbano, y el futuro se ignora precisamente porque lo nuevo, no siempre bienvenido, surge a cada paso.

Se comprende así la profunda diferencia del enfoque de Romero con respecto al de García. Al primero no le interesa nada que aluda a las raíces, pero además tiene en claro que la ciudad americana, y en particular Buenos Aires, no estuvo nunca radicada. La fluyente e ines­perada mezcla es su marca (la mezcla de la inmigración masiva en las ciudades sudamericanas no hace sino replicar, siglos después, el barro­co mestizaje de las ciudades novohispánicas), pero esta aceptación de los hechos, con voluntad progresista, no implica que el historiador se halle cómodo en la ciudad devenida en metrópoli, acentuando la ano­mia, la ausencia de fronteras, de jerarquías, de lugar, de forma.

La ciudad americana empezó como una idea –la llama explícitamen­te ciudad ideológica–, que pretendía subyugar lo radicalmente distinto –“el carácter inerte y amorfo de la realidad preexistente–.[27] El tiempo (la vida) les hizo perder su carácter genérico, pero el doble proceso de autonomía y heteronomía condujo a realidades urbanas que, pareciendo europeas, resultaban en experiencias totalmente distintas. Especialmente en el Plata donde se dan sociedades móviles, cons­cientes de la ausencia de raíces, sin nobleza y sin pasado, anunciando tempranamente las características de las metrópolis actuales.

Sobre el espacio

A la fecha de su muerte, Romero había visitado decenas de ciudades, y no solo europeas y americanas. Así, abundan en su producción los retra­tos urbanos, postales en las que la experiencia de la ciudad real se articula con sus conocimientos de la historia local, para apresar climas, caracteres, tonos espirituales, que lo reenvían a las hipótesis sobre la historia y sobre el presente. No permanece insensible ante las obras de arte que adornan, en particular, las viejas ciudades europeas; tampoco deja de admirar, en las nuevas que lo ameritan, la “belleza y vastedad del estilo moderno”.[28] Habla de edificios, de veredas y calles, de paisajes urbanos; su programa de captar la totalidad del proceso urbano no elude los aspectos materiales de la ciudad, que pueden remitir al alcantarillado o a los automóviles.

Sin embargo, en el caso de las ciudades americanas, y especialmen­te a medida en que se avanza en el tiempo, los motivos del ambiente físico se vuelven más y más genéricos. Se apela a enumeraciones: nom­bres de barrios y pueblos; tipologías (plaza, palacio, alameda, petit ho­tel); extensión de obras públicas; en épocas contemporáneas, al registro cuantitativo (densidades poblacionales, tendencias de crecimiento, etc.). Aunque cuando el retrato de la vida cotidiana lo requiere Romero pinta sedas y terciopelos, carruajes y jardines, o miserias de oscuros ca­seríos, solo constituyen apuntes cuyo color y realidad está otorgado por adjetivaciones como lujurioso, abundante, sensual, o miserable, ané­mico, deteriorado. No podríamos imaginar los rostros de las ciudades particulares a través del material que presenta; sí, en cambio, podemos comprender el sentido de las transformaciones que reenvían, inevita­blemente, al núcleo socio-político, el de las ideas y las creencias –que son, como decía Ortega, también ideas–.

Lo visivo y lo concreto, pierden peso y materia, pero no porque se disuelvan, como en un cuadro impresionista, en un espacio multifor­me. Se disuelven en el tiempo porque no existe cualidad espacial en los textos de Romero.

Si hubiéramos de presentar Latinoamérica: las ciudades y las ideas en relación a géneros pictóricos, diríamos que se trata de un amplio fresco donde las multitudes humanas articulan el conjunto. Podemos imaginarlo pintado a la manera de aquellos que iniciaron el viraje, desde las hieráticas imágenes bizantinas con fondos de oro, a la sen­sualidad renascimental, ya que lo que aún no se encuentra en estas obras es representación del espacio en sentido moderno. Los hombres y su entorno permanecen en distintas dimensiones; los rudimentos perspectívicos no alcanzan a otorgar al plano una sintaxis común; los sólidos cuerpos sombreados se mantienen separados. Lejos se está de los paisajes románticos, en los que la escena natural otorga significado; o de las derivaciones vanguardistas, en las que la misma naturalización de lo que sea “espacio” es puesta a prueba.

Se podrá objetar que no es esta la tarea del historiador. Sin em­bargo, el cruce entre geografía e historia había ya transformado, en las épocas en que Romero escribía, la labor historiográfica. Probablemente sea desde la antropología donde se manifiesta con más claridad la sen­sibilidad ante umbrales, escalas, distancias y atmósferas que otorgan densidad a la noción de espacio. “El espacio posee sus valores propios, así como los sonidos y los perfumes tienen un color y los sentimientos un peso. Esta búsqueda de las correspondencias no es un juego de poetas o una farsa sino que presentan al sabio el terreno más nuevo de todos”, escribió Lévi-Strauss, quien advirtió muy temprano el lugar que el espacio jugaría en las consideraciones del siglo.[29] Y en efecto, no solo quienes se ocuparon profesionalmente del tema (antropólogos, geógrafos, arquitectos), sino también la filosofía ha alterado la fórmula occidental según la cual el espacio se trató como lo fijo, lo no dialéctico, lo inmóvil, lo derivado, en contraste con “el tiempo”. Hoy, cuando la ficción del espacio perspectívico ha dado ocasión a tantas reflexiones sobre las formas de comprensión y construcción de lo real; cuando ya se ha hecho un lugar común el estudio antropológico de dimensiones cualitativas para comprender cuestiones básicas de una comunidad si­tuada; cuando lo político ya no puede escindirse de las consideraciones sobre los dispositivos que controlan el proceso biológico de la vida en sentido lato, cruzando estratos espaciales –cuando, en fin, la última ideología, la de las ciencias humanas, es erosionada desde dentro–; resulta fácil notar los límites de un pensamiento que hizo del hilo del tiempo su centro, aun esforzándose por presentar y otorgar un sentido a circunstancias materiales concretas que la historia local jamás había considerado dignas de entrar en la gran historia.

Podríamos avanzar más allá de la profesión de historiador para pre­guntarnos por qué Romero, tan sensible a la experiencia real de las ciu­dades que buscó conocer de primera mano, y cuyo ambicioso programa acerca de la historia de la ciudad occidental no ocluía, prima facie, el estudio de la realidad física, se negó a otorgarle todo el protagonismo.

Esto se debe, en parte, a una elección ideológica que puede ras­trearse en su temprano artículo sobre Brujas. Pocas ciudades le apa­sionaron más como historiador, al mismo tiempo que su presente le repugnaba como ciudadano. Fascinación, pero también terror es lo que sentía el joven Romero ante una ciudad bellísima, pero muerta: si el viajero no fuese capaz de quemar literalmente la Bruja dormida, con los puentes de piedra y los cisnes de leyenda secular, debería que­marlos al menos en sí mismo.[30] Resultaría inútil buscar en Romero una sensibilidad patrimonial, con su culto a la memoria; para él, como para Marx, el congelamiento del pasado oprime como pesadilla el ce­rebro de los vivos. Si, como él mismo afirma, la estructura espacial de la ciudad y de sus grupos, y sus emergentes más visibles, los edificios, encarnan una compleja trama de convicciones culturales y sociales, permaneciendo material y sentimentalmente activos, en su papel de portadores de una tradición, su potencia creadora, con el tiempo, se transforma en un peso muerto. Dice Halperin:

Romero muestra un respeto nuevo por la solidez y la resistencia que formas ya inertes pueden desplegar (pero) esto no lo invita a reconocer (su) legiti­midad. La historia sigue resumiéndose para él en el acto creador de nuevas formas culturales, no en estas formas mismas.[31]

No solo en Brujas la belleza en la ciudad suele adquirir un rostro terrible, ya que el esplendor arquitectónico de las ciudades americanas es evaluado como ostentación, como máscara, como copia. Tampoco, como hemos anotado, se detendrá en lo otro de la polis, lo “natu­ral” ininteligible –todo aquello que escapa a la civilización urbana en términos europeos, incluyendo junto a las dimensiones geográficas y ecológicas las tradiciones indígenas–. Este mundo solo es evocado para afirmar el dominio al que fue sometido, y cada tanto, emerge sorpre­sivamente para desafiar el trabajo del espíritu. Es que si forma y vida permanecen como oposición característica, la “vida”, para Romero, está lejos de lo puramente biológico o del contexto material que, creado por los hombres, suele moverse con autonomía; se resuelve en el impulso productivo del tiempo, un tiempo humano, articulado por el discurso lingüístico, autosuficiente, dueño de la materia que transforma.

Escribo esto más de treinta años después de que Romero publicara Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Es lícito preguntarse, entonces, si este horizonte intelectual que describo, en el que las oposiciones tiem­po/espacio o naturaleza/ciudad pierden legitimidad, podía ser siquiera entrevisto en la década del setenta. Seguramente, no desde Buenos Aires.

Revisando la bibliografía posterior, que tanto debe a Romero, hallé que la producción rioplatense era pasible, también, de ser analizada bajo el mismo prisma, es decir, trabajos de investigación metódica en los que la articulación espacio-temporal resultara compleja y convin­cente. No se trata de que no circulen, en el campo intelectual local, las premisas teóricas a las que me he referido. Por el contrario, desde la década del ochenta al menos, es posible reconocer la deuda con los enfoques hermenéuticos y postestructuralistas en muchos de los te­mas preferidos por la historiografía más novedosa: el higienismo o el discurso médico en el espacio urbano, la distribución territorial o las fronteras en relación con los designios del poder, el sometimiento del cuerpo, etc. Sin embargo, no es necesario realizar sofisticados análisis para notar que en ellos “espacio” es simplemente pretexto para intro­ducir, sin duda productivamente, zonas del discurso ideológico que antes no habían sido advertidas. Es notable, por ejemplo, cómo los es­tudios culturales sobre paisajes y territorios rioplatenses, sensibles a la vuelta de tuerca posestructuralista, se refieren de manera hegemónica a los paisajes construidos por redes textuales –en otras palabras, es la esfera literaria, en sentido amplio, la que continúa dominando el cam­po intelectual–. Las contribuciones de aquellas disciplinas que, por sus propios instrumentos, están en condiciones de realizar lecturas más complejas del tema del espacio y sus derivados, carecieron de impacto por fuera de sus propios ámbitos. Y aun a pesar de la extendida sensi­bilidad “verde”, nos debemos una historia en la que el mundo radical­mente ajeno –el mundo “natural”– sea comprendido en su comercio concreto con la vida humana.

Me dije entonces, que no es solo el temperamento de Romero, ni su oficio de historiador, ni su firme adhesión al progreso que supone la hegemonía de la novedad parida por el tiempo, lo que lo ha llevado a no sospechar siquiera los límites de su paradigma interpretativo. Es Buenos Aires –son las ciudades del Plata–.

Regresamos así, a la hipótesis con que inicié este capítulo. Dije que Romero observaba las ciudades latinoamericanas desde Buenos Aires, pero debo corregir ahora: las observaba desde el estilo cultural rioplatense, el de las ciudades que nunca dejaron de ser letradas, cuyo importante núcleo intelectual, en continua ampliación mientras duró la escuela pública, redobló la apuesta de la cultura de occidente; las pa­labras otorgaron forma a lo que carecía de ella. Estas palabras no fue­ron ni son blandas, floridas, femeninas y sentimentales, son masculinas espadas. Colores, sensaciones, percepciones musicales, espacio, fueron interpretados como accidentes en el tiempo, desestimados a favor de aquello que no muere: las palabras que tramitan ideas (retórica pública, no imágenes poéticas).

Solo basta un brillante ejemplo posterior al texto de Romero para justificar esta hipótesis: La ciudad letrada, de Angel Rama. Como es notorio, Rama se alimenta de las investigaciones de Romero, como también de los ensayos breves que antecedieron algunas de sus hipóte­sis, como los de Richard Morse.[32] La inspiración de dicho texto, como el de Romero, no ha decaído con el tiempo: es posiblemente, la única obra que pueda compararse en ambición y estímulo cultural.

Queda claro que Rama, a diferencia de Romero, conocía bien todas las observaciones epistemológicas al paradigma historiográfico, pero sin embargo el autor uruguayo tampoco trata el espacio. Las estrate­gias de poder se resuelven en el plano lingüístico, aunque el conflicto es llevado a la oposición entre lo oral, que implica una corporeidad concreta, y lo escrito. Y con más ímpetu que Romero, establece en la abstracción del discurso racional los problemas de la ciudad americana en la larga duración:

Pienso que la ciudad letrada ha pervivido a todos los trastornos, se ha re­compuesto una y otra vez y ha concluido imponiéndose a la ciudad real, con­denándola a su dependencia (…) me temo que a pesar de nuestro disgusto todos formamos parte de esas legiones (del laberinto de los signos) porque si bien es obvio que no ejercemos la potestad, no es menos cierto que la función intelectual que cumplimos solo se perfecciona en el ejercicio del poder (…) re­tornar a la búsqueda libre del sentido, como a través del balbuceo sonoro del niño (…) reconstruir la comunidad abolida pues solo dentro de ella la existencia se hace verdad; desplegar la palabra dicha para comunicamos con el prójimo, procurando así tocarlo y sentirlo; volver por los fueros del diálogo carnavalesco (…) aunque para proclamarlo, hayamos tenido que apelar a la escritura para disputarle el poder a la ciudad ordenada, letrada, escrituraria, simbólica.[33]

Lejos de Romero está, como vimos, la idea de regresar a los balbu­ceos del niño, a la indiferenciación natural, a la inversión carnavalesca. Su idea de cultura era la de un profesor que piensa en términos de le­gado, que puede y debe ser superado, pero que resulta indispensable; en términos de progreso, aunque no del lineal decimonónico; en términos de comunicación ciudadana. Rama, subyugado por las posibilidades más radicales, avanza sobre los aspectos sensibles que fueron olvidados, pero mantiene la pregnancia de la palabra. Romero y Rama saben que la ciudad de esta parte de Sudamérica fue ante todo, escrita, para de­fenderse del caos de lo real; la escritura permitió el orden, y en el siglo XX, la extendida alfabetización permitió que sectores medios, de los que provenían Rama y Romero, alcanzaran posiciones de importancia en el campo intelectual, y reflexionaran críticamente sobre su propia posición. También saben que las palabras resultaron insuficientes –que enteras dimensiones de la vida humana –de la vida, en fin– se escapa­ban de su lógica. Rama pone en tela de juicio, con cierta ingenuidad, a la razón identificada con las ideas occidentales, que aun cuando se basan en números necesita de palabras escritas, abstractas. Romero, en el final de Buenos Aires, calla cualquier explicación.

La tan citada frase con que Goya tituló uno de sus más famosos grabados, El sueño de la razón produce monstruos, puede leerse en un do­ble sentido: Cuando la razón duerme –el que explícitamente le otorgó el pintor–, o cuando la razón impone su voluntad o su utopía. Este do­ble registro está presente en los textos de Romero, ya que no desconoce la cárcel que pueden edificar las palabras, pero tampoco aplaude la simple inmersión en lo que es. Pero que la razón duerma lo aterra mu­cho más que su drástica imposición, aunque sabe y deja testimonio de que en el nombre de la razón –suponiendo una no razón en el mundo indígena– se consumó un exterminio humano en América. Sin los ins­trumentos filosóficos que Rama poseía, y sin la experiencia trágica de la dictadura militar, que cambió totalmente el cuadro de situación, Ro­mero pudo entrever los límites de la “sociedad letrada”. Pero sin duda no quiso, ni pudo, apartarse de ella. La conclusión de Buenos Aires: una historia muestra a un Romero desconcertado y triste, que no alcanza a comprender su conflictivo presente. Había apostado a las palabras, las maestras que otorgarían conciencia histórica y comprensión del pre­sente, y lo que vio emerger fue la muda violencia.


[*] Universidad Nacional de La Plata / CONICET

[1] Cf. Giorgio Agamben. Che cos’e il contemporáneo? Milano, Nottetempo, 2008.

[2] José Luis Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Buenos Aires, Siglo XXI, 1976.

[3] Buenos Aires, una historia fue publicado inicialmente en el tomo 7 de la Historia Integral Argentina, CEAL, 1972, pp. 90-112. Fue reeditado en José Luis Romero. La ciudad occidental. Buenos Aires, Siglo XXI, 2009, pp. 299-334.

[4] José Luis Romero y Luis Alberto Romero (directores). Buenos Aires: historia de cuatro siglos. Buenos Aires, 1ra edición, 1983. Segunda edición ampliada y actualizada: Buenos Aires, Grupo Editor Altamira, 2000.

[5] “La pasión por la historia”, reportaje a José Luis Romero, Hebraica N° 539, marzo-abril 1970.

[6] Cf José Luis Romero. La ciudad occidental, op. cit., p. 51.

[7] Me refiero al plano de repartimiento de solares, sin escala, que exhibe 135 “manzanas teóricas”, cuyo testimonio legal y probable copia fue efectuada en 1594.

[8] Cf J. L. Romero. Buenos Aires: una historia, op. cit., p. 334.

[9] Cf. José Luis Romero y Luis Alberto Romero (directores). Buenos Aires: Historia de cuatro siglos, op. cit., Tomo I, p. 9.

[10] Cf. José Luis Romero. “La estructura histórica del mundo urbano”, Siglo XXI. Revista de Historia N° 11, México, 1992.

[11] José Luis Romero. La ciudad occidental, op. cit., p. 108.

[12] José Ortega y Gasset. Ideas y creencias [1934], La cita proviene de la edición de 1959 de Espasa-Calpe-Austral, la sexta edición en español.

[13] José Luis Romero. La ciudad occidental, op. cit., p. 137.

[14] José Luis Romero. La ciudad occidental, op. cit., p. 51.

[15] Cf. Carlos Altamirano. “José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial”, Prismas. Revista de Historia intelectual N° 5. Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2001.

[16] Entre 1947 y 1950 se concreta el Estudio del Plan de Buenos Aires (EPBA) dirigido por el arquitecto Ferrari Hardoy y el arquitecto Juan Kurchan, quien reorganiza posteriormente la oficina con los equipos técnicos del EPBA. Cf. “Evolución del Gran Buenos Aires en Tiempo y Espacio”, Revista de Arquitectura. Buenos Aires, Sociedad Central de Arquitec­tos, 1955.

[17] Aún más explícito es Romero en este homenaje, en el inicio de las clases dictadas en la Biblioteca del Consejo de Mujeres, publicadas bajo el título: “De la ciudad gótica a la ciudad barroca” en La ciudad occidental, op. cit., p 103.

[18] Juan Agustín García. La ciudad indiana [1900], en: Obras Completas de Juan Agustín García. Buenos Aires, Ediciones Antonio Zamora, 1955, Tomo I, pp. 285-286.

[19] Juan Agustín García, op. cit., pp. 418-423.

[20] Juan Agustín García, op. cit., p. 422.

[21] Fustel de Coulanges. La ciudad antigua, estudio sobre el culto, el derecho y las institu­ciones de Grecia y Roma [1864], México, Porrúa, 2007.

[22] Juan Agustín García, op. cit., pp. 474-475.

[23]  Hannah Arendt. La condición humana. Barcelona, Paidós, 1993, p. 40.

[24] José Luis Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas, op. cit., pp. 10-11.

[25] Cf. nota 11.

[26] Massimo Cacciari. La citta . Milano, Pazzini Editore, 2004, p. 7.

[27]  José Luis Romero. Latinoamérica: Las ciudades y las ideas, op. cit., p. 13.

[28] José Luis Romero. La ciudad occidental, op. cit., p. 221.

[29] Claude Levi-Strauss. Tristes trópicos. Barcelona, Paidós básica, 1997.

[30] José Luis Romero. “Brujas: meditación y despedida” (1937), en La ciudad occidental, op. cit., p. 187.

[31] Tulio Halperin Donghi. “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, en José Luis Romero: Las ideologías de la cultura nacional y otros ensayos. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1982, p. 219.

[32] Para una puesta en paralelo de Morse, Romero y Rama, ver Adrián Gorelik. “Cultura urbana latinoamericana: un canon y sus destiempos’’, Brújula, Volumen V, Número 1, Uni­versity of California, Davis, diciembre 2006, pp. 9-30.

[33] Ángel Rama. “La ciudad letrada”, en Richard Morse y Jorge Enrique Hardoy: Cultura urbana latinoamericana. Buenos Aires, CLACSO, 1985, p. 34. El párrafo citado solo aparece en esta versión del artículo, presentado como ponencia en un simposio realizado en la Universidad de Stanford, en 1982.