Conocimiento y enseñanza

JAIME REST

Hace  unos pocos meses, al revisar viejas anotaciones que permanecieron olvidadas por largo tiempo, encontré un trozo rectangular de papel en el que habían sido anotados dos direcciones y dos teléfonos. Pese a que habían transcurrido más de veinticinco años y a que ya ni siquiera recordaba su existencia, esta hojita de inmediato evocó en mi memoria la primera entrevista entre un estudiante universitario a punto de graduarse en una disciplina humanista y un historiador de algo más de cuarenta años cuyo prestigio, justificado por la importancia de su labor, excedía sin duda la edad que había alcanzado. Lo que allí estaba registrado eran las direcciones y teléfonos del domicilio personal de José Luis Romero y de la oficina donde se estaba proyectando la difusión de una futura revista que se llamó Imago Mundi y de la que habrían de aparecer bajo su dirección doce entregas trimestrales entre 1953 y 1955. Por consiguiente, la anotación que estimuló esta casi proustiana remembranza de un mundo ya desvanecido fue el hito inicial de un vínculo de amistad y de ideas que se prolongó con muy pocas interrupciones o discontinuidades entre fines de 1952 y mediados de 1963, cuando obligaciones de trabajo me llevaron a abandonar Buenos Aires. Y ni aun esta circunstancia cortó la relación: hubo inesperados encuentros, un espaciado intercambio de correspondencia, algunas visitas que hice a Romero en su casa de Adrogué. Mantuvimos nuestra última conversación en mayo de 1975, en una recepción a la que ambos habíamos sido invitados. Su inveterada condición de viajero y un período de mala salud mía se conjugaron, quizá, para impedir que nos volviéramos a reunir antes de su muerte.

Cabe preguntarse qué estímulos o qué circunstancias gravitaron en el encuentro inicial de un joven y bastante tímido estudiante al que apasionaba la literatura inglesa y de un investigador nada viejo pero maduro en conocimientos sobre cultura europea. De parte de Romero, no tengo la menor duda, fue su habitual impulsó encaminado a “lanzar” en la actividad profesional a todo estudioso de las humanidades que se iniciaba, en este caso el reciente autor de algunos artículos acerca de T.S. Eliot aparecidos en la revista del Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras de la UBA; ello está documentado por la aparición en Imago Mundi de varios artículos, alguna traducción sobre una herejía medieval tardía y un abundante caudal de reseñas y notas bibliográficas que produje durante la breve existencia de la publicación. En definitiva, era una muestra más de la acostumbrada generosidad que siempre caracterizó su trato con la gente joven y que contribuyó a que, sin pretenderlo ni vanagloriarse de ello, se convirtiera en una figura patriarcal con respecto a sucesivas camadas de alumnos y egresados universitarios.

De mi parte, debo confesarlo, los motivos eran complejos y no todos me resultaban enteramente claros en ese momento. Tal vez la causa principal era lo que José Luis Romero había llegado a significar para mi generación: constituía uno de los baluartes -al igual que su hermano Francisco y que un puñado de personalidades de excepción, como Victoria Ocampo, Jorge Luis Borges, Juan Mantovani- en la lucha que libraba la inteligencia argentina en condiciones harto difíciles. Pero, además de esto, la relación con Romero constituía la posibilidad de un vínculo académico fecundo. A lo largo de una experiencia universitaria de más de treinta años como estudiante, egresado y profesor he comprobado que resulta muy difícil establecer conexiones de tal naturaleza dentro de la universidad argentina, al menos en el área de las humanidades. El alumno que tiene una vocación definida carece de opciones y el profesor está compelido por la rigidez de una asignatura de amplitud tan vasta que le impide concentrarse en intensidad sobre aspectos específicos; la falta crónica de recursos impide que se multipliquen los cursos, lo cual permitiría al especialista dedicarse durante años a elaborar y perfeccionar su conocimiento e interpretación de un área que lo atrae particularmente, en tanto que facilitaría la elección que cabe al estudiante con respecto a las orientaciones y asuntos que en realidad le interesan y que se refieren al campo en que desea perfeccionarse. Pero, por añadidura, esta labor formativa sólo puede cumplirse en condiciones adecuadas, que no admiten disyuntivas ni componendas; y esas condiciones incluyen dos aspectos prioritarios e indispensables: la absoluta libertad intelectual para llegar a los resultados óptimos de la investigación sin limitaciones de ninguna índole y la tranquilidad que sólo puede resultar del orden y del respeto mutuo entre personas de opiniones y convicciones diferentes. No nos engañemos: esta reconciliación del orden con la libertad que es la base de una fructífera tarea en el mundo de las humanidades no operó jamás en la Argentina en el curso de mi paso por los distintos estadios universitarios; el imperio de una de las exigencias siempre significó el desmedro de la otra y viceversa, lo cuál debemos consignar de paso que llevó en 1965 a la renuncia de Romero como decano de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando comprobó que era imposible mantener el orden sin retacear la libertad. Agreguemos, adicionalmente, que pese a los logros obtenidos por Romero en sus funciones profesorales y académicas, éstos fueron efímeros si se los compara con la trascendencia de obras como El ciclo de la revolución contemporánea y La revolución burguesa en el mundo feudal, que sólo logró completar en los años en que estuvo alejado de la actividad docente en nuestro país. También yo me vi favorecido intelectualmente por estos períodos pues en uno de ellos, en contacto directo con Romero, conseguí perfeccionar el instrumental especulativo del que hice uso en mi desenvolvimiento ulterior. En mi paso por la Facultad de Filosofía y Letras como estudiante, entre 1947 y 1952, tuve por lo menos dos o acaso tres excelentes profesores que se desempeñaban en asignaturas literarias, o en filosofía del arte, pero el acceso pleno al ámbito específico de mi preferencia no pude obtenerlo hasta que mi trato con Romero convirtió una acumulación fragmentaria y desarticulada de conocimientos en una organización coherente de nociones criticas.

Pienso que uno de los aspectos fundamentales de mi aprendizaje con Romero consistió en que su influencia en ningún momento trató de alejarme de lo que yo era, sino que más bien se propuso confirmarlo. Sea por afinidad de ideas o porque era un rasgo inherente a su condición de maestro, la actitud que asumió ante mi perspectiva general del mundo y de la conducta tendió a consolidarla, en vez de rectificarla. Al respecto, pienso que era un hombre que tenía muy claro su pensamiento y que sabía muy bien en qué consistían sus creencias o presupuestos acerca de la realidad que era tarea habitual suya examinar e interpretar como historiador; en consecuencia, no necesitaba apuntalar sus convicciones infligiéndolas a su interlocutor, como suele ocurrir con aquellos que son dogmáticos y aun fanáticos a fuerza de sentirse inseguros de sus propias creencias.

Me atrevería a decir que, en este sentido, la posición de Romero era netamente liberal. Sé que este vocablo es asediado en nuestros días por múltiples formas de intolerancia del más variado signo que han machacado hasta lograr que aun los liberales de vez en cuando se sientan desconcertados con respecto al valor de sus convicciones; ello ha determinado cierto grado de descrédito que puede resultar muy perjudicial para la tarea intelectual, porque ésta -en un plano de intercambio y confrontación de ideas- no puede ser otra cosa que liberal en el matiz que le otorgo al término al referirme a la posición de Romero: nada le parecía tan importante como el respeto a cada nombre concreto e individual. Estaba convencido de que las creencias personales, suyas o ajenas, sólo son significativas y útiles a partir del principio básico que ha sustentado el humanismo moderno desde tiempos de Erasmo: admitir al otro y sus convicciones en la medida en que uno quiere ser admitido y en que su interlocutor está dispuesto a admitirlo, sin por ello renunciar al justo derecho que uno mismo tiene de pensar y concebir la realidad a partir de sus propias ideas, de su propia fe.

Entre paréntesis, este es uno de los aspectos que hacía de Romero un historiador tan notable: era capaz de comprender en un contexto específico ciertos fenómenos o acontecimientos cuyas consecuencias o efectos no suscribía ni aprobaba; así, en el curso de una de sus exposiciones, alguno de los presentes lo interrumpió para objetarle el hecho de que parecía justificar el advenimiento de ciertas regulaciones eclesiásticas contra la herejía a fines de la Edad Media, a lo que respondió que no tenía dudas de las ventajas que poseían porque fijaban y reglamentaban procedimientos que anteriormente habían quedado librados al arbitrio y a los excesos del titular de cada diócesis; no suscribía el valor intemporal -y por lo tanto ahistórico- de tales regulaciones ni tampoco los abusos que aparejaron en su aplicación, pero en la época y circunstancias en que fueron introducidas significaban un progreso en relación con los hechos precedentes. En ese sentido, las opiniones secularistas de Romero jamás cuestionaron mis posibles preocupaciones religiosas o trataron de desacreditar mi profundo interés en la literatura del misticismo cristiano, que allá en los comienzos de la década de 1950 me había inducido a la lectura intensiva de los autores ingleses del siglo XIV que suelen congregarse en tomo de ese libro fundamental que es The Cloud of Unknowing; por añadidura, con su amplio conocimiento de las corrientes doctrinales de la época supo proveerme de una información que juzgo preciosa acerca de todo ese proceso renovador en la piedad que se denominó devotio moderna, con la que se podría relacionar la mística alemana y de los Países Bajos, la obra de Gerson y aun las doctrinas filosóficas de Nicolás de Cusa. Esta experiencia mía, por lo demás, me la ha confirmado mi mujer, que en algún momento de su actividad universitaria decidió estudiar el ámbito sociocultural que había originado las novelas de Jane Austen y apeló a Romero para que la asesorara en su exploración del siglo XVIII inglés. La posición de éste era invariable, estuviese o no de acuerdo, en principio, con las conclusiones que le eran propuestas. En todos los casos solía decir: “Muy bien, usted sostiene que esto es así. ¡Ahora, demuéstrelo!” Nada, para él, podía ser consecuencia del prejuicio o de la mera iluminación circunstancial, todo exigía una sólida elaboración demostrativa. Si algún credo o convicción intelectual sostenía sin vacilaciones, era aquel de que únicamente es lícito aceptar la comprobación del hecho que ha sido verificado mediante las evidencias que resultan eficientes en su respectiva especie. Todo lo demás era irrelevante para el valor científico del juicio emitido. Al respecto, compartía sin retaceo aquella opinión de Virginia Woolf que alguna vez le mencioné: “Por adornadas de pieles y togas que estén, admitir autoridades en nuestras bibliotecas y permitirles que nos digan cómo debemos leer, qué debemos leer, qué valor otorgar a lo que leemos, es destruir el espíritu de libertad que alienta en esos santuarios”. En todo caso, para Romero, la única autoridad admisible, en historia, era el hecho mismo; en literatura, el texto mismo que leemos. Los demás podían, sin duda, contribuir a la formación de nuestro juicio pero jamás debían sustituirlo; inclusive al asimilar como nuestra una opinión ajena, sólo consideraba lícito ese procedimiento si habíamos comprendido en su integridad la trama de combinaciones intelectuales valederas que había conducido al autor a la síntesis final.

Romero fue, ante todo, un formidable historiador de las ideas en el significado social que éstas poseen. Con lo cual quiero decir que el pensamiento individual le interesaba en la medida en que confirmaba o rectificaba la estructura intelectual de una época o situación determinada. Si bien no he intentado un examen detenido y sistemático de su metodología, creo que uno de los aspectos esenciales de su enfoque histórico consistió en el diestro manejo de un concepto fundamental: la noción de realidad. A pesar de que nunca pareció cuestionar la existencia de un mundo que se ordenaba de conformidad con leyes intrínsecas a su funcionamiento, consideraba no obstante que la historia es una sucesión de ciclos en la que desempeña el papel protagónico la conciencia del hombre, la que jamás tiene acceso a una certidumbre tan definitiva como para quedar fijada en determinada óptica y justificar la abolición del dinamismo de cambio o del proceso transformador de las concepciones. El más radical y último de los elementos intelectuales que permiten organizar nuestra experiencia es esa noción de realidad que, al igual que todos los otros conceptos que derivan de ella, no es estable y permanente sino que se halla sujeta a un cambio más acelerado o más lento, pero siempre sostenido, ininterrumpido.

Una de las principales preocupaciones de Romero, ligada a las circunstancias históricas de nuestra época, era el significado y las consecuencias de la aceleración del proceso de cambio que afecta la noción de realidad y cuya denominación propia la ofrece el vocablo crisis. Las crisis no le parecían en absoluto negativas por necesidad; pero en su condición de procesos acelerados, veía en ellas cierta cualidad que hace muy difícil dominarlas, por lo que con extremada facilidad, según hemos comprobado contemporáneamente, pueden derivar hacia un predominio de actitudes proféticas irracionales, hacia una negación del pensamiento claro; sin embargo, al margen de que sea o no inevitable, la crisis suele entrañar riesgos dignos de ser afrontados, ya que pueden traer consigo efectos estimulantes, según lo ilustran, por ejemplo, el siglo XII con el advenimiento de la mentalidad urbana y el Renacimiento con su ciclo de transformaciones. Para Romero las verdaderas revoluciones no se confunden con el circunstancial coup d’état que saca o pone gobiernos sino que entrañan esos fenómenos profundo complejos y a menudo prolongados que introducen hondas alteraciones en las formas de vida y en las mentalidades, Tampoco olvidaba, como lo señala la advertencia preliminar de la última entrega de Imago Mundi, dedicada a “la crisis contemporánea”, que para quienes viven en un lapso crítico éste se da menos como hecho objetivo que como conciencia interior; es inútil afirmar que en nuestro tiempo hay una crisis, pues en todo caso sólo es posible afirmar que tenemos conciencia de ella; si hay o no crisis tal vez únicamente pueda decidirse en la perspectiva futura; de allí que en la advertencia mencionada se declare explícitamente que “no hemos querido prejuzgar sobre si el fenómeno es ilusorio o verdadero, pues es bien sabido qué fuerza tienen los espejismos en esta especie de diagnósticos”. Sea como fuere, la idea de que cuanto se ve o se descubre en un momento determinado de la historia -próximo o lejano- está condicionado y sometido a los alcances de su respectiva noción de realidad fue una enseñanza que resultó decisiva en mi formación crítica porque me indujo a elaborar una teoría que juzgo central en mi estudio de la literatura: toda obra de arte verdaderamente significativa para su tiempo es por necesidad realista. Ello no quiere decir que lo sea en el sentido que hoy día se suele dar a la palabra realismo, a menudo confundida con consideraciones de tipo materialista o secularista. No olvidemos -y de acuerdo con esto deja de ser un mero clisé para transformarse en una comprobación vivida y reveladora- que buena parte de la Edad Media se estructuró sobre la base de un realismo de las ideas de estirpe platónica, que tuvo gravitación decisiva en la consolidación de la escolástica y que ejerció una influencia principalísima en el arte y en las letras del período; por consiguiente, la difusión de la alegoría no es en tiempos de Guillaume de Lorris un síntoma de evasión sino, por lo contrario, la afirmación del realismo, un realismo -si se quiere- distinto del nuestro, pero indudablemente vinculado a las condiciones sustanciales de la interpretación del mundo en el lugar y época en que tuvo vigencia. Esto, recíprocamente, nos debe poner a cubierto de la falacia opuesta, que consiste en tratar de que en nuestro tiempo se piense o se obre de conformidad con un cuerpo de ideas que fue muy valioso y eficaz en su momento pero que resulta deconectado por completo de la noción de realidad vigente en la actualidad. La realidad que percibe el hombre, por consiguiente, no es unívoca sino múltiple; es indispensable que el historiador, el crítico y muchos otros, por igual, lo tengan presente. Y debo reconocer que es un instrumento que fue perfeccionado y clarificado a través de mi relación con Romero.

Decididamente, Romero fue uno de los principales historiadores que hasta el día de hoy se han consagrado al estudio de la cultura burguesa de Occidente. Repudiaba el empleo de toda frase hecha -de todas las idées reçues que destrozaba Flaubert con ánimo vitriólico- y habría fulminado a cualquiera de sus discípulos o alumnos que hubiese empleado la habitual fórmula “occidental y cristiano” como enunciado vacío de contenidos; pero nadie mejor que él fue capaz de indagar y exponer la validez de la afirmación de que Occidente es un significativo conjunto de nociones que poseen una dimensión histórica incuestionable de la que somos herederos y depositarios; asimismo, muy pocos hubieran podido ofrecer argumentos tan persuasivos como los suyos para confirmar que el cristianismo tuvo un poder plasmador decisivo en la instauración de ciertos aspectos culturales de la tradición europea que nos pertenece. Al menos, para Romero no cabía la menor duda de que Occidente es el vocablo que sintetiza la homogeneidad cultural de las naciones cuyos orígenes medievales comunes se vincularon a la llamada Cristiandad latina, por contraste con la zona de influencia de la Cristiandad oriental o bizantina. Al conocimiento de la historia de estas naciones -Francia, Italia, Alemania, los Países Bajos, Inglaterra, España- consagró íntegramente su vida de investigador. A pesar de que mi campo específico de estudios era la literatura inglesa, Romero supo transmitirme las nociones indispensables para que llegara a comprender las ventajas y la importancia fundamental que tiene la indagación comparada de las letras de Europa occidental consideradas como un área uniforme y unitaria cuyos fenómenos y movimientos se vinculan, se entrelazan y se explican entre sí, al punto de que sigo convencido de que la enseñanza de las literaturas nacionales europeas -hispánicas o no- resulta irrisoria entre nosotros porque presenta compartimientos estancos en vez de conexiones e iluminaciones recíprocas; de muy poco sirve, por ejemplo, otorgar especial relevancia a Don Quijote en el desenvolvimiento poético de España, país que no tuvo un papel decisivo en el período clásico de la novela, si las verdadera trascendencia de esta obra sólo es posible comprobarla a través del impacto que alcanzó en ingleses como Fielding, Sterne, Smollet o Dickens, en franceses como Diderot, en norteamericanos como Melville y Mark Twain. Por lo demás, en el enfoque histórico de los países de Europa occidental Romero halló ciertas claves primordiales del mundo moderno y de la configuración de la vida americana. Es allí donde descubrió el nacimiento, el desarrollo, las leyes estructurales de organización y de visión de la realidad, los vicios y virtudes de la burguesía, una fuerza social que ha predominado en la formación del hombre actual y cuya trayectoria fascinó a Romero, tal como lo demuestra el hecho de que su labor historiográfica culminó en la investigación del período inicial y dinámico y del ciclo acaso final y disgregatorio de las ideas que dieron continuidad y sentido al desenvolvimiento burgués. Personalmente, opino que Romero se sentía tan subyugado por este asunto porque él mismo era representante de las mejores cualidades burguesas y asumía lúcidamente su condición de tal. No debemos olvidar que entre las actitudes típicas anteriores a la crisis de su cosmovisión, la burguesía fue sostenidamente autocrítica y profundamente reformista, tal como puede comprobarse a lo largo del siglo XVIII inglés. Pienso que también era un rasgo burgués de Romero el sentido común con que trazaba los límites en que es lícito moverse intelectualmente. Al respecto, cierta vez asistí a la reprimenda que daba a uno de sus discípulos por las incursiones que éste había realizado en el pensamiento tradicional de Cliente -tan de moda y tan tergiversado en el mundo occidental- pues carecía de conocimientos adecuados (lingüísticos, culturales, religiosos) que dieran justificación válida a sus apreciaciones; este episodio lo vinculo a cierta observación que Jane Austen formuló a una sobrina suya que estaba escribiendo una novela cuyos protagonistas se trasladaban a Irlanda: “Déjalos que viajen a Irlanda; pero no pretendas seguirlos pues, como tú no conoces las maneras de ese país, correrías el riesgo de trazar una evocación falsa”.

Por lo demás, Romero pensaba que los americanos somos necesariamente herederos de la cultura de Europa occidental, al menos en uno de sus aspectos más significativos: la concepción de la vida urbana. Varias veces en sus últimos años, mientras trabajaba en su estudio sobre las ciudades de nuestro continente, me expuso la hipótesis subyacente en la investigación: estaba tratando de hallar en la idea constitutiva de los núcleos urbanos americanos las nociones ciudadanas que sus fundadores europeos trasplantaron y expresaron. Recuerdo que hace mucho tiempo me refirió una experiencia personal que quizás haya servido de matriz primitiva y original a esta presunción. Durante una de sus permanencias en el noreste de los Estados Unidos decidió realizar una corta visita a los principales centros del cercano Canadá; para ello hizo el viaje en tren y, en el curso del trayecto, en un determinado momento advirtió que las paradas ferroviarias cambiaban de fisonomía y adquirían el aspecto de las estaciones suburbanas del sur de Buenos Aires: Temperley, Adrogué, Banfield, Turdera. “Recordé que los ferrocarriles argentinos habían sido construidos por los ingleses -agregó-, y saqué la conclusión de que esta afinidad edilicia derivaba del mismo hecho; por lo tanto, acababa de ingresar en territorio canadiense.”

A veces me han preguntado en qué se sustentaba la armonía de nuestras relaciones, cómo un historiador y un investigador de la literatura podían tener tanto en común. Creo que la exposición precedente, en parte, fue inspirada por la intención o la necesidad de dar una respuesta a esos interrogantes. Pero debo agregar que José Luis Romero, como Lucien Febvre, George Macaulay Trevelyan o Eileen Power, era un historiador a quien seducía la posibilidad de desentrañar la imagen de la sociedad a través del documento poético. He conocido pocas personas -inclusive entre aquellas consagradas exclusivamente a disciplinas literarias- que tuvieran un conocimiento de primera mano tan sólido y profundo de textos y fuentes como el que poseía Romero. Cabe señalar, entre muchas ilustraciones de ello, que fue quien hizo traducir la Vida de Dante, de Boccaccio, y Gente de la Edad Media, el admirable libro de Eileen Power que examina y comenta un puñado de textos literarios o no- harto reveladores de la existencia del hombre, ese anónimo protagonista de la historia. Poseía, además, un incalculable dominio de crónicas y testimonios escritos. Sentía un entusiasmo ilimitado por los Carmina Burana, por el prólogo general de los Canterbury Tales, por las narraciones de Chrétien de Troyes, todos ellos materiales literarios que revelaban la estructura y condiciones de la vida social de su tiempo. A veces sacaba provecho de mis conocimientos bibliográficos sobre autores ingleses y, en una ocasión, me pidió que le averiguara cuáles eran las posibilidades de conseguir el famoso e inhallable libro de Walter Map De nugis curialium. Con respecto a la obtención de materiales literarios sus métodos eran drásticos y expeditivos; solía reiterarme que “o consigo los libros o, en caso contrario, los hago filmar”. Su biblioteca era tan nutrida y notable por lo que respecta a obras impresas como a fotocopias y microfilms. Su curiosidad literaria era insaciable y sumamente fecunda.

Acerca de los poetas pesimistas que suelen afirmar que “todo tiempo pasado fue mejor” Romero solía decir con bastante ironía que nunca deja de aparecer uno de ellos cada treinta años, poco más o menos, dispuesto a repetir la misma cantilena. Sin olvidar esta admonición de la que me hago pasible, al terminar estas páginas deshilvanadas pero plenas de recuerdos y de evocaciones gratas e inolvidables, no puedo dejar de sentir cierta nostalgia por aquel que fui y por el mundo en que me tocó vivir en los años de mis diálogos frecuentes y siempre inspiradores con José Luis Romero.