La pasión más que el método

JORGE B. RIVERA

La reciente reedición de varios trabajos de José Luis Romero, pertenecientes a diferentes etapas de su extensa trayectoria como historiador de las sociedades y la cultura de Occidente nos vuelve a colocar frente a la labor intelectual de una de las figuras más características de la moderna historiagrafía liberal argentina, corriente a la que aportó su contribución más sólida y convincente con su libro Latinoamérica, las ciudades y las ideas (1976), editado poco antes de su muerte.

Estado y sociedad en el mundo antiguo ofrece trabajos iniciales de Romero, entre ellos su tesis doctoral, “La crisis de la república romana”, escrita en 1938 y que aparece ahora junto con unas lecciones dictadas en 1936 en el Colegio Libre de Estudios Superiores (“El Estado y las facciones en la antigüedad”) y con un viejo trabajo aparecido en la revista Humanidades (“Imagen y realidad del legislador antiguo”).

Se trata, por cierto, de obras vinculadas con su etapa formativa, cuando su vocación parecía orientarse definidamente hacia el estudio del mundo clásico, dentro de la previsible tradición de los grandes modelos y de la más decantada historiografía erudita. Pero más allá de esta circunstancia casi biográfica y de la notoria madurez de estos textos liminares, vale la pena reparar (en especial por su versión del “cesarismo” romano) en su contemporaneidad con un libro con mayor encarnadura política e ideológica en la historia nacional de los años 30 y 40, como Catilina contra la oligarquía (1935), del nacionalista Ernesto Palacio.

El ciclo de la revolución contemporánea, editado por primera vez en 1948, al cumplirse un siglo de la Revolución de Febrero en París, de la aparición del Manifiesto Comunista y del descubrimiento de oro en California, se propone a su turno como una “explicación histórica de nuestro tiempo”, período ciertamente arduo y conflictivo que José Luis Romero reivindica (frente a los pesimismos radicales y a las escatologías apocalípticas) como una etapa de difícil pero fértil y desvelada creación.

Crisis y orden en el mundo feudo- burgués, por su parte, integra el ciclo de estudios “medievalistas” que el autor iniciara a comienzos de los años ’40, bajo la influencia de Sánchez Albornoz, para alcanzar su forma más depurada y erudita, tras la publicación de Sobre la biografía y la historia (1945) y La Edad Media (1949), en La revolución burguesa en el mundo feudal (1967), primera entrega de una serie que se llamaría Proceso histórico del mundo occidental y de la que solo alcanzó a redactar el libro de 1967 y parcialmente el volumen recientemente editado por Siglo Veintiuno.

En este nuevo libro, fruto de su positiva preocupación por las fascinantes alternativas de la Historia Social, José Luis Romero muestra de qué dinámica manera los vaivenes y alternativas de lo económico interactúan con la movilidad social, generando una suerte de compleja “Rueda de la Fortuna” que produce encumbramientos sorpresivos pero que, al mismo tiempo, legaliza la subsistencia de situaciones de privilegio y de obligación servil, dentro de la particular andadura histórico-social de ese momento de dislocamiento y reformulación que va del siglo XII al XIV.

No deja de resultar sorprendente, por cierto, la labor de Romero como “medievalista”, realizada —salvo una temporada no demasiado larga en Harvard— lejos de las bibliotecas, los archivos, los museos, los centros de especialistas e inclusive el clima y los marcos académicos en que se han movido habitualmente historiadores e investigadores como Pirenne, Curtius, Bury, Glotz, etcétera.

Lector y hermeneuta indudablemente sagaz, puede decirse que Romero consiguió proponernos, a pesar de estas limitaciones objetivas, una obra de síntesis e interpretación históricosocial y cultural tan amplia y rica en facetas —por lo menos a primera vista— como la realizada, muchas veces a lo largo de generaciones, por especialistas que contaban con fuentes de primera mano y con refinadas herramientas auxiliares.

Creo, sin embargo, que más que la posible autoridad u originalidad historiográfica de Romero, interesa su condición de organizador, de animador y especialmente de promotor —frente a la mera “historia de hechos”— de una mayor voluntad de rigor, de profundidad y disciplina en el abordamiento de los materiales y de la reflexión histórica. Su preocupación por la historia de la Cultura, por ejemplo, que lo llevó a dirigir Imago Mundi entre los años 1953 y 1956, o su papel como activo promotor del estudio de la Historia Social, rama que amplió de manera sensible el campo del conocimiento histórico y que estimuló el contacto con una nueva, rigurosa y atractiva bibliografía técnica en la que descollaban nombres como los de Braudel, Luzzatto, Pirenne, Tawney, Le Goff, Bloch, Vilar, Cole, Rostovsev, Hauser, Weber, etcétera.

Pero al mismo tiempo había en Romero (y algunos de los textos de La experiencia argentina lo demuestran con suma elocuencia) una suerte de curiosa dicotomía intelectual, de sorprendente escisión que lo hacía reaccionar de manera sugestivamente contradictoria frente a determinados fenómenos y sujetos de su propia realidad histórica.

Como en algún relato de Stevenson, había un Romero erudito, riguroso y metodológicamente severo —el “medievalista” el profesor de Historia Social— que exigía obsesiva y consecuentemente la técnica heurística, la atención al momento bibliográfico, el cuidado hermenéutico, la exhaustividad crítica y la inteligencia por sobre todas las cosas, y un Romero que se negaba a admitir la existencia de un “límite” entre la historia y la política (cfr. su prólogo a la quinta edición de Las ideas políticas en la Argentina) y escribía libros “no tan severos”, en los que se expresaba, según sus propias palabras, con más pasión. Desde este punto de vista, por ejemplo, Las ideas políticas en la Argentina, su libro militante de 1946, es ante todo “el libro de un ciudadano”, el fruto de una “responsabilidad moral”, aunque esta “responsabilidad”, sin embargo, lo llevase en cierta forma a reiterar esquemas historiográficos no siempre convincentes (los del más rancio y dicotómico liberalismo decimonónico) y a valorizar hechos y personajes desde una óptica claramente “pasional” (cuando no prejuiciosa).

Curiosa alternativa epistemológica, en verdad, la de elegir la “pasión” como criterio de verdad, especialmente para quien exigía incansablemente a sus interlocutores la verificación de las opiniones y el examen ulterior y riguroso de los argumentos. La “pasión”, en todo caso, y esto Romero lo sabía, como se advierte en ciertas honestísimas correcciones conceptuales de su valioso Latinoamérica, las ciudades y las ideas, asegura la “opinión”, pero no el conocimiento científico.