Pablo Manuel Requena
Universidad Nacional de Córdoba (Argentina)
Introducción
Es ya un lugar común señalar el rol central que José Luis Romero tuvo en el proceso de modernización, renovación, de la disciplina historiográfica en el Río de la Plata. Si bien la literatura existente sobre su figura no es poca y en ella se pueden reconocer muy buenos análisis,[1] creo que sigue siendo necesario un ejercicio de lectura pormenorizado y sistemático de su obra que prescinda de lugares comunes e intente explicar su centralidad en aquel proceso. Este artículo analiza la producción escrita temprana de Romero procurando encontrar elementos que permitan abordar la construcción de su particular concepción de la historiografía durante sus años de formación. Me concentraré en sus primeros trabajos publicados intentando encontrar, antes que un conjunto seminal de temas y preocupaciones que se mantienen perennes a lo largo de su vida y obra, los problemas que entonces le preocupaban y que orientaron su peculiar formación intelectual; el principal supuesto sobre el que trabaja este artículo para entender la génesis de aquellas preocupaciones es que a principios de los años treinta Romero era un joven que, además de ser estudiante de historia, tenía preocupaciones que excedían ese metier tal como estaba definido e institucionalizado por entonces.
Analizaré en las páginas que siguen la manera en que en estos trabajos tempranos, de un lado, se plantean un debate teórico metodológico sobre el papel de las fuentes en la escritura de la historia y el modo de indagarlas y, del otro, se produce el interés por una mirada universalista de la historia que no se reduzca a un marco nacional o regional. Me circunscribo a textos que vieron luz en el periodo comprendido entre 1928 y 1933: algunas de las reseñas publicadas en Nosotros y en Sur (Romero, 1928, 1929a, 1930a y 1933a), el texto que incluyó en el homenaje a Groussac publicado también en la revista fundada por Roberto Giusti y Alfredo Bianchi (Romero, 1929b, reeditado en 2004, pp. 305-310), los artículos que publicó en Clave de sol (Romero, 1930b, 1931a y 1931b) y, finalmente, la conferencia que dictó en el Instituto Social de la Universidad Nacional del Litoral en 1933 (Romero, 1933b). También recupero, por un lado, semblanzas que Romero escribió sobre sus Maestros en distintos momentos de los años treinta y cuarenta (Romero, 1938, 1946, 1947 y 1948) y, por el otro, la entrevista que Leandro Gutiérrez le realizó en el marco del Proyecto de Historia Oral del Instituto Di Tella en julio de 1971 (Gutiérrez, 1971) y las conversaciones que tuvo con Félix Luna en 1976 (Luna, 1986).
Contra los falsos historiadores
En julio de 1929, Romero publicó su primer artículo; tenía 20 años y era estudiante de primer año de la carrera de Historia en la Universidad Nacional de La Plata. El trabajo –titulado “Los hombres y la historia en Groussac” e incluido en el número homenaje que Nosotros dedicó al polígrafo francés que había fallecido el mes anterior– constituye por varios motivos una singularidad. Anteriormente esa revista había publicado solamente dos reseñas (en los números 228 y 235 de mayo y diciembre de 1928 respectivamente, y durante los años subsiguientes continuaría publicando en ella exclusivamente comentarios de libros), pese a lo cual compartía lugar con historiadores ya consagrados como Ricardo Levene o Rómulo Carbia.[2] Además, su artículo constituye una singularidad por otro motivo: aún distando mucho de ser un texto programático, constituía una crítica frontal contra el modo de escribir la historia predominante en Argentina durante los años veinte, encarnado por aquellos nombres consagrados. La mayor parte de la literatura canónica sobre Romero se ha detenido en este trabajo juvenil escrito por alguien que, si bien aún no había tenido tiempo de desarrollar una experiencia de investigación histórica, atacaba con llamativo aplomo a los “falsos historiadores, apegados a prácticas ridículas y antihistóricas” al mismo tiempo que ubicaba a Paul Groussac en el lugar de héroe civilizatorio que había introducido “buenas prácticas” de escritura de la historia (Romero, 1929b, p. 107).[3]
Groussac aparece como una figura de autoridad y un recurso polémico al que el joven autor recurre para atacar la concepción documentalista de la llamada Nueva Escuela Histórica (en adelante, NEH)[4] que según él propiciaba la reducción de una disciplina a un mero ejercicio, fenómeno que habría permitido, en sus palabras el extravío de lo humano por parte de la historiografía.[5] De esta manera, el homenajeado aparecía como un resguardo para la práctica historiadora toda vez que sus indagaciones eran un ejemplo de cómo “no perder de vista el lugar que en la evocación histórica guarda lo imprevisto, lo ilógico, aquello que escapa o que contradice a los documentos: en una palabra, lo humano” (Romero, 1929b, p. 108). En efecto, señalaba que el culto del dato y del detalle se había convertido en un fin en sí mismo y que en las últimas décadas se había homologado de manera sinecdóquica a un momento de la investigación (la técnica documental) con la historiografía. La lección de Groussac para cualquier historiador que Romero quería extraer era entonces despreciar una concepción de la disciplina que la reducía a un conjunto de “colecciones de nomenclaturas sin contenido alguno” (Romero, 1929b, pp. 108). Para el joven, la historiografía de Groussac –una escritura ejemplar que sin embargo nunca se esfuerza por formalizar un modelo metodológico– vuelve una y otra vez sobre el individuo y lo humano a la hora de elegir sus objetos y cita dos trabajos: “El doctor Don Diego de Alcorta” y Don Pedro de Mendoza, ejemplo de la vocación del francoargentino por contar una historia en la que lo humano tuviese un rol fundamental.[6]
Resulta provechoso contrastar el tono con el que Romero se aproxima al ex director de la Biblioteca Nacional con las apreciaciones de otros autores más ligados a la NEH que también participaban del homenaje en Nosotros. Por un lado, Levene en su contribución titulada “El parentesco de la historia y la arquitectura según Groussac” dice que para el homenajeado la historia era más un arte que una ciencia. Por otro, Carbia (“Groussac en la historiografía argentina”), lapidario como siempre, lamenta que con el francés se pierde “la maravilla de su estilo, que si, unas veces, lo extravió un poco del recto camino historiográfico, le permitió otras realizar el prodigio de una revivificación de verdadero encantamiento” y remata “será en esto donde –por ahora al menos– la muerte de Groussac se nos ofrecerá consternadora y patente” (Carbia, 1929, p.102). Ambas intervenciones reprochan a Groussac aquello que Romero, en parte, le elogiaba: mirar a la práctica historiográfica como un arte antes que como una técnica.[7] Groussac no era una figura homogéneamente reconocida dentro de la comunidad historiográfica de la inmediata post Gran Guerra, debe ser recordado el debate que en Nosotros entre 1914 y 1916 sostuvieron Carbia, Roberto Levillier y Diego Luis Molinari con Groussac. Mientras estos buscaban, a la inversa que Romero en 1929, desautorizar el lugar que el polígrafo ocupaba en la incipiente historiografía nacional señalando, por ejemplo, su ausencia de criterios a la hora de editar fuentes en La Biblioteca o el difuso límite entre escritura de la historia y la literatura,[8] el francés respondía atacando en el “Prefacio” a Mendoza y Garay la metodología presentada por los jóvenes como una novedad señalando que era inútil por lo obvia y criticando el manual de metodología venerado por la joven generación de historiadores. En el “Prefacio”, casi en su totalidad destinado a discutir con la perspectiva metodológica de NEH, el autor sugiere que la labor historiográfica exige “cierto don personal de sagacidad inventiva, que no se adquiere y tiene su parte de adivinación” y agrega después que esas habilidades asociadas con un don y con la adivinación no deberían ser sometidas a reglas metodológicas “tan pedantescas en la teoría como superfluas en la práctica”. Y remataba: “Cualquier historia (…) resultará siempre incompleta, del propio modo que, en la estructura del metal más denso, la masa real es menor al vacío intermolecular” (pp. 17 y 18).[9]
La estrategia tras este “uso de Groussac”, consistente en recurrir a una autoridad indiscutible (ya vimos que esto no era exactamente así) que le permita al joven recién llegado discutir con las posiciones historiográficamente más establecidas, resultaba en atacar el punto nodal del edificio político-epistemológico de la NEH: la cisura establecida entre arte y ciencia mediante el uso por parte de los historiadores de una metodología determinada y del trabajo con las fuentes. En el texto de homenaje lo expresaba de la siguiente manera: “la búsqueda del dato erudito se transformó en el objetivo final de la historia; se perdió su aspecto humano y por desprenderla de la vaga literatura, se la transformó en colecciones de nomenclaturas sin contenido alguno” (Romero, 1929b: p. 108). ¿Qué condiciones de enunciación existían para esta estrategia? Un buen ejercicio quizás sea revisar la reseña de Historia de la historiografía argentina de Carbia que Alejandro Korn, uno de sus maestros, publicó unos años antes en la revista platense Valoraciones; el texto, antes que una reseña, era un ataque mordaz hacia los modos de concebir la escritura de la historia por parte de la NEH y en uno de sus pasajes decía:
La nueva escuela histórica se distingue a primera vista por el arreglo tipográfico de sus publicaciones. Es de rigor hacerlas en dos textos paralelos; uno en cuerpo diez y otro en cuerpo ocho, sin dejar por eso de complicarlos con el agregado de innúmeras notas, subnotas y acotaciones. Relegadas las rancias preocupaciones de la composición literaria, estas obras semejan mosaicos de fragmentos harto dislocados. Para los hombres del gremio ello debe de ser una delicia; a los profanos nos encanta menos. En todo caso su lectura no es un solaz; tampoco lo habrá sido el escribirlas (Korn, 1925, p. 82).[10]
Antes que el gesto de una técnica –repetitiva, rutinaria y disciplinada– como garantía de verdad científica del saber historiográfico, Romero recupera de Groussac la idea de que la práctica histórica resguarda para sí un resto de incertidumbre y de habilidad manual, algo del orden de la irrepetibilidad de lo artístico Es como si el gesto del joven aprendiz de historiador –Groussac mediante– corriera con absoluta intención el eje de la relevancia del “objeto fuente” al “sujeto historiador”: la recolección documental no lo era todo en la labor del historiador.[11] Nuevamente, resuena como contexto de enunciación el texto en el que Korn antes que reseñar a Carbia ajustaba cuentas con la historiografía de la NEH:
en cuanto al fervor metodológico mantenemos con incurable escepticismo reservas, acaso arcaicas. Solo para el trabajo mecánico puede ser más importante el instrumento que el obrero. La labor creadora es de otro orden. La eficacia de las ‘recetas para hacer historia’ no nos convence, ni llegamos a creer que en la obra histórica el talento sea un mero detalle. A fin de cuentas no hay historia, sino historiadores, personalidades fuertes que empiezan por quebrar los moldes (Korn, 1925, p. 82. Subrayado mío)
En 1929, reseñando una biografía que caracterizaba lisa y llanamente como “mala”, Romero cuestionaba que el centro de las preocupaciones de su autor no era el biografiado sino el contexto y, lapidariamente, escribía “no sabemos más que lo que hizo, que es lo que menos importaba saber” para referirse a lo que la lectura de la biografía le había dejado (Romero, 1929a, p. 129). Como el tío del personaje de la novela de Philip Roth que decía sobre un personaje que “lo sabe todo… Lástima que no sepa nada más”, nuestro historiador aplicando el principio que en el texto sobre Groussac había enunciado –qué hay de aquello que las fuentes no refieren– decía que “es un libro erudito, cuyo autor no ignora nada, pero en la minuciosidad se le escapa la vida del biografiado” (Romero, 1929a, p. 129).
Cómo narrar una vida
En cierta manera, Romero es un aguafiestas respecto de las ilusiones metodológicas de los historiadores de la NEH sostenidas en las certezas que conferían horas y horas de trabajo en los archivos y páginas y páginas de reediciones documentales que, menos de una década después, se objetivarían en la propuesta de una reconstrucción desapasionada del pasado nacional con el proyecto monumental de la Historia de la Nación Argentina y en la consecuente transformación de la Junta de Historia y Numismática Americana en la Academia Nacional de la Historia, con el control de recursos estatales que ello supuso.[12] Aquello que en la autopercepción de los miembros de la NEH los distinguía de otros practicantes de la historiografía era, sin dudas, un modo que consideraban propio de trabajar con el documento –casi siempre escrito y por lo general elaborado por alguna instancia estatal– lo que se tradujo en una incesante labor de compilación y edición de series documentales con fondos públicos: actas y libros capitulares, diarios de sesiones, asambleas constituyentes, documentos relativos al periodo colonial y a la independencia (Devoto y Pagano, 2009, pp. 139 y siguientes). Y es que varios de los trabajos que Romero publicó entre 1928 y los primeros años de la década de 1930 condensan cierta inquietud e incomodidad acerca de qué pueden decir los documentos acerca de la vida. Se trasunta un vitalismo que se puede seguir en una reseña sobre un libro menor del historiador cubano José María Chacón y Calvo donde describe a la escritura de la historia como “la burocrática tarea de escarbar en los archivos y darlos a la luz con notas sobre las palabras arcaicas” (nótese, otra vez, el énfasis de Romero en plantear cómo el procedimiento documental termina homologado a la disciplina historiográfica y cuán hondo calaron las críticas de los filósofos antipositivistas como Alberini y Korn (Romero, 1930a, p. 129).
En la producción del periodo hay dos preocupaciones que van en paralelo de manera constante: la primera, la discusión acerca de cuál debe ser el vínculo del historiador con sus fuentes y con cuáles se construye el saber historiográfico, que se puede rastrear en el referido homenaje a Groussac, y la otra, las vidas individuales como uno de los objetos posibles de la historiografía. Los dos problemas del joven José Luis Romero que se van a sostener y van a madurar a lo largo de la década siguiente a partir de la pregunta constante sobre cómo y con qué materiales se narra una vida en particular y los procesos históricos en general: piénsese sino en los artículos que reunió en La historia y la vida y Sobre la biografía y la historia, ambos de 1945.[13]
En 1930 se interrogaba, una vez más, por los procedimientos para narrar una vida y las tensiones que atravesaban la escritura biográfica y postulaba “la vida de este hombre (…) es un complejo irresoluble. Partirlo en pedazos es atomizar lo que es sobre todo unidad” (Romero, 1930b, p. 16). La historiografía contemporánea es evaluada como insatisfactoria pues, o simplemente se queda en las puertas del objetivo final de narrar el pasado obnubilada por las fuentes o, de lo contrario, cuando lograr dar cuenta del pasado no puede devolver reconstrucción eficaz pues es una práctica deshumanizada en la que es difícil marcar el límite entre lo puramente disciplinar y lo puramente burocrático. La misma inquietud que en el texto sobre Groussac y que en la reseña sobre la “mala biografía”: el archivo no capta la totalidad de la experiencia vital de una persona, la densidad de lo que posteriormente llamará “la vida histórica”, y el documento tal como lo concebían los historiadores consagrados en Argentina no era la expresión cabal del pasado tal como sucedió. Metodológicamente, parece apuntar que la labor de narrar una vida y construir una biografía es atender al “horizonte pequeñito de un hombre” (Romero, 1930b, p. 9) en vez de narrar, como lo hacían las viejas biografías, la vida de un héroe siempre “artificial y contrahecho” en tanto resulta siempre “medio hombre” en el sentido de que merced al tipo de fuentes que los historiadores privilegiaban se le había amputado todo lo que no es público. Romero detecta que está siendo contemporáneo a un corrimiento teórico y metodológico en el modo en que se escriben las biografías (Romero, 1930b). No es casual la opción por este género fronterizo, a medio camino formal entre la literatura y la historia, como antídoto contra todo lo burocrático que tiene el modo corriente en que se escribe la historia: “la biografía se aleja de la pura historia y se dirige a un paradigma remoto, la novela” (Romero, 1930b, p. 16), “la vaga e intuitiva ilusión de encontrar superado por el genio literario, menos atormentado hoy que el histórico, este objetivismo glacial interpuesto (…) en la ruta de este saber que es, entre todos, humano” (Romero, 1930a, p. 131). Los límites entre arte e historiografía, la condición de posibilidad de la cientificidad de la escritura de la historia para la NEH, continúan tambaleando en la óptica de Romero y no es casual que el ejemplo de Groussac resuene, en especial pensando tal como Paula Bruno lo dice, que uno de sus temas historiográficos predilectos eran las vidas de aventureros y letrados (Bruno, 2005, pp. 198 y siguientes).[14]
Esta insatisfacción vislumbra otra insatisfacción, más profunda, acerca de los modos predominantes de escritura de la historia durante la década de 1920. El trabajo de archivo, el trabajo con las fuentes, sería solamente el comienzo y no un fin en sí mismo tal como sostenía Romero que lo hacían los “falsos historiadores”. De alguna manera, traficaba en la mesa de trabajo de los historiadores una caja de herramientas y de lecturas que no eran las acostumbradas ni frecuentes en los colegas argentinos de su generación: de un lado, la hermenéutica y del otro autores que por fuera de la corporación de los historiadores eran muy transitados por aquellos años como Werner Sombart, Franz Werfel, José Ortega y Gasset, Dilthey, Henry Bergson, Paul Valery, Georg Simmel y Herbert G. Wells. Dos continentes sin posibilidad de diálogo: el neokantiano y antipositivista tan de moda en la inmediata posguerra que llegaba a nuestro país vía Madrid y la Revista de Occidente y del otro el documentalismo de los historiadores argentinos. En la división de fronteras entre saberes, la moderna filosofía y la historiografía científica aparecen incomunicadas pero Romero capitaliza la influencia intelectual y las lecturas de su hermano mayor Francisco y puede traficar esos autores. En 1933 escribía lo siguiente:
hoy, yo llamaría con más justicia historiadores a muchos filósofos, novelistas, hombres de ciencia, que no a los que lo son de profesión. El historiador de nuestra época se ha cerrado premeditadamente al drama que ocurría en torno suyo; pero el mundo ha seguido girando mientras ellos escribían en sus gabinetes (Romero, 1933b, p. 14)[15]
Esta duda acerca de la eficacia de los procedimientos de la historiografía para recuperar aquello que está más allá de las fuentes y la consecuente valorización de otros medios de reconstrucción de la experiencia y el tiempo como la novela, el teatro o el cine y de saberes como la filosofía y la hermenéutica, es la duda sobre qué clase de relato histórico es el más apropiado para narrar un momento de transformación de la vida. Ese ir más allá del documento permitiría al historiador llegar a la experiencia “a punto de desvanecerse para siempre” (p. 132). Y aquí toma especial sentido leer dos textos que Romero publicó en 1931 y en 1933 –respectivamente el artículo “Variaciones sobre la acción y el peligro” que incluyó en la revista Clave de sol y la conferencia La formación histórica que bien merecerían una lectura que demuestre cuán en sistema están escritas ambas reflexiones– pues en ellos se puede seguir el tópico de la modernidad como crisis, que fue un elemento recurrente como tema durante la década siguiente, al mismo tiempo que la caracterización del presente como un momento de crisis civilizatoria. En “Variaciones…” aparece un motivo típico de la familia liberal a principios de los años treinta: la idea de que se vive un momento de peligro inminente pero que precisamente por eso mismo es un momento de profunda creatividad. En La formación histórica, una larga reflexión sobre el vínculo entre “saber histórico” y “conciencia histórica”, remata señalando que
Para el hombre de cultura no hay más historia que la historia universal, esto es, la historia humana, no en sus pueriles compartimentos, sino en un magno esfuerzo de síntesis. Si no podrá decir que posee seguro dominio de la marcha histórica, quien, además de cumplir otras condiciones, haya llenado esta de conocer íntegro su recorrido. En muchas ramas del saber es posible el saber monográfico. En historia, aun cuando sea posible, yo afirmo que es artificial, negativo de lo histórico, en cierto modo. Conocer absolutamente bien una época, captar absolutamente bien el sentido de la historia de cierto país, no es, a mi juicio, sino saberla a medias, porque se ignora lo típico del juego de la historia que es siempre relación, unidad, interacción (Romero, 1933b, p. 25).
Tal como ha afirmado Acha (2005) cuando señala que en alguna manera Romero estaba buscando una forma historiográfica acorde a la crisis terminal de occidente, de la misma manera Halperin Donghi (1996) remite al hecho de que el autor de Las ideas políticas en Argentina consideraba que existía una tradición liberal que había que reivindicar. Ha dicho Ruggiero Romano –y lo ha recuperado Julián Gallego– que la noción de crisis es central a lo largo de la producción historiográfica de Romero:[16] a principios de los treinta el drama de occidente en general y de nuestro país en particular era una crisis que no podía ser balizada solamente en términos espirituales sino civilizatorios.[17] La historia aparecía como una pedagogía política para esas masas con las que “ya si o si habría que contar” y era la condición de posibilidad para una vida pública sin los sobresaltos y contratiempos que vaticinaba. En ese marco, el futuro aparecía en el texto de 1933 como algo abierto por la propia coyuntura de crisis que no era ya la de la política argentina como en 1931, sino que era la de occidente y las formas que había creado la burguesía siglos antes. En definitiva, la incomodidad teórico metodológica de Romero era también política: la crisis de la cosmovisión burguesa amenazando con aplastar la civilización obligaba a mirar al pasado con otros lentes.
Aprendizajes
La crítica procedimental según la cual el trabajo erudito del historiador es apenas la instancia inicial de su trabajo y no el punto de llegada y que reducir la escritura de la historia a la mera labor de archivo era rutinizar y burocratizar la labor historiográfica, era simétrica a la vastedad de lecturas e intereses que Romero había sabido transformar en un erudición temprana pero absolutamente insubsumible en ámbito institucional alguno. De muy joven, entre 1930 y 1931, junto a Horacio Coppola, Isidro Maiztegui y Jorge Romero Brest animó la revista Clave de sol en la que publicó las reflexiones sobre el boom de la biografía como género literario y, mucho más interesante aún, sobre los modos de representación del tiempo en el cine, la novela y el teatro; de hecho muchos años después recordaba que fue “miembro fundador del primer cine club que se hizo aquí, año 1928 o 29, con Borges, con León Klimovsky” y los mencionados Coppola y Romero Brest. En la entrevista que en 1971 le hizo Leandro Gutiérrez afirmaba que “tuve algunas experiencias sumamente curiosas, porque teniendo ciertas convicciones de carácter social, me encontré metido por mis gustos y por mis tendencias en sectores muy minoritarios” y luego prosigue “Todo esto era siempre, siempre, una cosa de grupo reducido; y además de eso, con mucha penetración de diletantes de la clase alta, con evidente actitud de clase, y esto fue muy marcado”.[18]
Inquietudes, curiosidades y lecturas de veinteañero que no se agotaban en la historiografía y que cuando se trataba de la historia se escapaba hacia lugares insospechados e inesperados para el horizonte de posibles. Según su propio testimonio fue alrededor de 1926 cuando comenzó a leer sobre el pasado griego –leyó a Curtius además de Mommsen, Glotz y Renan– de manera que cuando en 1929 entró a la carrera de Historia
Había leído mucha historia griega, mucha historia romana y un poquito de historia medieval, Bajo Imperio y medieval española especialmente, porque eran libros que había en mi casa (generalmente libros muy viejos y no muy interesantes) un poco naturalmente de historia medieval francesa y un poco de historia de las ciudades italianas (…) Y todo lo tenía muy claro y muy masticado cuando llegué a la Facultad (Luna, 1986, pp. 74 y 75).[19]
Casi como una provocación, en el final de su vida señalaba que entre sus lecturas juveniles de historia argentina a Vicente Fidel López y “muchos libros que aparecían en la ‘Biblioteca del Oficial’” (Luna, 1986, p. 76): nada del canon historiográfico de la NEH. Si los referentes acerca de cómo escribir la historia no se recortaban en el universo de la NEH, cabe preguntarse entonces dónde el joven estudiante y posteriormente flamante graduado encontraba los modelos a seguir. Cuando en 1938 falleció Pascual Guaglianone, quien había dirigido su tesis de licenciatura, escribió una nota necrológica para Nosotros en la que perfilaba a su profesor de la siguiente manera: “le preocuparon los problemas universales” (Romero, 1938, p. 360). En 1946 escribió otra nota similar, esta vez con motivo de la muerte de Pedro Henríquez Ureña, escribió que su amigo y maestro era un “espíritu universal [y] su clara inteligencia le impedía constreñirse dentro de cánones insuperables” (Romero, 1946, p. 3).[20] En un ensayo sobre su otro maestro, Claudio Sánchez Albornoz, escrito en 1947 decía algo bastante simétrico con las dos afirmaciones anteriores cuando escribía que “hay, aun en los procesos más circunscriptos, cierta raíz de universalidad que no debe ser desatendida y a la que es difícil llegar si no se mantiene el ánimo vigilante frente a la totalidad del proceso histórico” (Romero, 1947, p. 211). De los tres –Guaglianone, Sánchez Albornoz y Henríquez Ureña– rescata un mismo elemento: la universalidad de su mirada. Los tres encarnarían el reverso de una mirada historiográfica encerrada en el documentalismo que tanto criticaba en sus primeros escritos juveniles; lo dicho toma relieve si recordamos que en el artículo sobre Groussac, cuestionaba a los historiadores que se limitaban al “marco reducido de la historia local” y años más tarde decía que el conocimiento fragmentario y monográfico ignoraba lo propio de la historia “que es siempre relación, unidad, interacción”.[21]
En la estela de la inspiración de los referentes mencionados, ese universalismo parece haberse orientado tímidamente hacia la intelección sobre la cultura occidental. Se trata de una pregunta que se formula en el contexto de la discusión reaccionaria sobre la decadencia o crisis de occidente pero también cuando el antifascismo comienza a percibir la necesidad de defender el legado occidental amenazado por la barbarie fascista.[22] Es decir, una década en la que a Occidente se lo percibe por derecha en decadencia y por izquierda amenazado; una década en la que, además, el latinoamericanismo como cosmovisión reformista todavía manifestaba cierta vitalidad, aunque va virando hacia el antifascismo como parte de aquella nueva sensibilidad. Hasta 1946 no estuvo mayormente preocupado por la historia política como mecanismo de intelección del agitado siglo XIX rioplatense ni por la reconstrucción de las derivas institucionales del Río de la Plata y sus elites dirigentes en el periodo inmediatamente posterior a 1810: escribía “los estudios históricos se desarrollaron en la Argentina a partir de la Organización Nacional (1853) y han conservado como imborrable signo de ese origen una casi excluyente preocupación con los problemas de la nacionalidad” y lamentaba que, a diferencia de otros ámbitos latinoamericanos, “la investigación de los diversos campos de la historia general no ha merecido la preferencia de los historiadores en la Argentina” (Romero, 1947, p. 211). En 1976, tardíamente, le preguntó Félix Luna por la pertinencia de dedicarse a la historia europea dada la distancia de los archivos.
—Y ¿cómo hacía, cómo hace o puede trabajar un medievalista en la Argentina, lejos de las fuentes, lejos de los testimonios?
—En la Argentina hay muchas más fuentes de lo que parece a primera vista. Claro, no hay archivos para enriquecer la investigación mediante nuevos datos, pero esto ya ha dejado de ser un problema. Sánchez Albornoz ha hecho muy buena parte de su obra con microfilms de documentos que le mandan sus discípulos españoles. Estamos en una época en la que ese viejo problema de la localización ha desaparecido (…) Fuentes éditas en Argentina hay muchas, muchas (Luna, 1986, pp. 79 y 80).
En su respuesta, resuena Sánchez Albornoz que en el primer número de los Cuadernos de Historia de España señalaba la posibilidad de hacer historia a la distancia pues había “hallado en Buenos Aires muchos textos indispensables para nuestros trabajos”[23] y también resuena Ricci cuando en 1928 hacía un minucioso inventario de los materiales con los que contaba la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y escribía que allí se afianzaban los estudios clásicos sobre bases “serias, honestas y científicas”.[24] Separadas ambas intervenciones por poco más de quince años, ambas evidencian algo que el afán parricida del jovencísimo Romero velaba: que en los años veinte existía historiografía más allá de Levene, el Instituto y la Junta y que ya eran posibles otras preocupaciones menos locales y más universales, para decirlo con las palabras de nuestro historiador.
Conclusiones
Entre 1928 y 1933, el periodo que se propuso reconstruir este artículo, el joven Romero aún no había decidido que su campo de estudios sería la antigüedad y la edad media –un año antes de su muerte en Tokyo, le contó a Félix Luna que lo que decidió su interés y su giro al medievalismo y el mundo barroco fue el viaje que hizo a Europa con su mujer entre 1935 y 1936: es decir, no un viaje de estudios sino un viaje familiar– sin embargo, podemos notar que Romero comenzaba a perfilar un espacio historiográfico desde el cual hablar.
Lo primero que analizamos fue un esfuerzo grande y temprano por diferenciarse de la tradición historiográfica local mediante la producción de textos que contenían ataques frontales a las formas predominantes de escritura de la historia; lo segundo que pudimos constatar fue su extensa agenda de lecturas, referencias e inquietudes que, sin dudas, le daban un diferencial en relación con otros practicantes de la historiografía que le eran contemporáneos. Sus ambiciones universalistas como historiador no se condecían con el medio historiográfico local, en su mayor parte absorbido por las reflexiones en torno al pasado colonial y poscolonial: sus preocupaciones no se reducían a los intereses temáticos ni a las expectativas metodológicas predominantes y hay un esfuerzo nada desdeñable invertido en sus primeros escritos para dejarlo en claro. La ambición universalista de Romero se vio beneficiada por la presencia en Buenos Aires de figuras como Sánchez Albornoz o Henríquez Ureña y por la existencia de un ámbito de preocupaciones historiográficas no tan clausurado como lo creía el joven historiador para miradas que se salgan del Río de la Plata y tematicen a occidente. Las críticas que Romero desplegó se orientaban en parte al tipo de fuentes y, en consecuencia, a los objetos escogidos por los historiadores y cuestionaban la potencia de los relatos historiográficos a los que daban lugar. Es decir que ponían en tela de juicio toda la operación historiográfica tal como la entendía la NEH.
Tal esfuerzo debe ser enmarcado en el escenario intelectual de los años veinte y treinta en el cuál no parecía haber críticas –al menos audibles desde lugares expectables– dentro del ámbito historiográfico hacia Levene y compañía aunque, por ejemplo, las expectativas teóricas y metodológicas de la NEH venían siendo cuestionadas con frecuencia desde el ámbito del antipositivismo filosófico. Aquí es donde la agenda de lecturas del joven historiador, un tanto más amplia e inquieta que la de sus colegas, se capitaliza: muchas de sus críticas realizadas con tanto aplomo se sostenían sobre intervenciones no provenientes del campo historiográfico, como las de Korn o Ortega y Gasset, y actuaban como condición de posibilidad para que un joven recién llegado hiciese sus primeras armas polémicas.
Referencias Bibliográficas
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[1] Entre otros trabajos, véase: Acha (2005 y 2013), Altamirano (2004 y 2005), Devoto y Pagano (2009), Devoto (2013), Halperin Donghi (1996 y 2013) y Myers (2018).
[2] En el homenaje publicaron además: Alfonso de Laferrere, Ramón J. Cárcano, Alejandro Korn, Enrique Ruiz Guiñazú, Alberto Gerchunoff, Carlos Correa Luna, Juan B. González, Roberto Giusti y Alfonso Reyes entre otros.
[3] Al respecto escribía: “Groussac nos ha enseñado a construir la obra histórica y nos lo ha enseñado sin preceptivas, con la lección palpitante y perenne de sus libros” y agregaba que el ranco-argentino había favorecido “la investigación profunda y meditada; tal vez fuera él el primer investigador serio de por acá” (Romero, 1929b: pp. 107 y 108).
[4] Buscando de esa manera “denostar la reducción de la historiografía a un ejercicio erudito y fáctico” (Acha, 2005, p. 28). Según Tulio Halperin Donghi (1996), Romero invoca la “autoridad ilustre” de Groussac para condenar la operación historiográfica tal como la concebía la NEH: “Groussac había señalado con brutal precisión las razones por las cuales hallaba imposible reconocer cuales hallaba imposible reconocer en los integrantes de la nueva escuela histórica a los continuadores de su propio esfuerzo” (pp. 84 y 85). Devoto y Pagano (2009) apuntan que la “excesiva concentración de estos historiadores en la operación erudita de crítica y edición documental que iba (aunque no siempre) acompañada por un enfoque excesivamente descriptivo y demasiado orientada hacia las dimensiones ‘ético políticas’ del pasado, o la desconexión entre historia y vida (entendida como conciencia del tiempo presente) no generaban entusiasmo en Romero. Este, aunque no renegaba ni descartaba la operación documental como parte inherente a la labor del historiador, no creía en la estrecha especialización que parecía signo de la Nueva Escuela” (pp. 340 y 341). Véase también: Altamirano (2004, pp. 15 y 16) y Devoto (2013, pp. 41 y 42).
[5] Igualmente, sería un error tratar a la Nueva Escuela como un bloque homogéneo institucional, espacial, ideológica y temáticamente; no es el objetivo de este trabajo adentrarse en ese universo, por lo que remitimos a lo que a nuestro juicio es un buen mapa: Devoto y Pagano (2009, pp. 138-200). De la misma manera, sería un error considerar a Levene y Emilio Ravignani como figuras historiográficamente equivalentes, tanto porque el peso de las instituciones que prohijaron es muy distinto entre sí como porque ninguno de los dos posee trayectorias homologables. Entre Ravignani, ligado a la Unión Cívica Radical y que tuvo múltiples responsabilidades legislativas y de gestión en diversos niveles, y el joven Romero hay múltiples vasos comunicantes durante la segunda mitad de los años treinta y los primeros cuarenta que en un posterior trabajo recuperaremos: el Colegio Libre de Estudios Superiores y la sociabilidad de los grupos de opinión antifascistas, por ejemplo. De alguna manera, ambos podrían ser considerados herederos de la tradición liberal – como bien lo ha dicho Halperín Donghi de Romero – en un contexto de crisis final de ese legado en la cultura política argentina (véase Buchbinder, 2006, pp. 136 y siguientes).
[6] “Groussac profesa sin quererlo el culto de los hombres, algo que podría ser una exageración, una singularización del culto de lo humano” (Romero, 1929b, pp. 108 y 109). Dice Bragoni que las biografías que Groussac escribió sobre Diego de Alcorta y sobre Pedro de Mendoza, le permitían a Romero “trazar un contrapunto eficaz para develar y distinguir el valor heurístico y hermenéutico de la biografía para retratar la época en la que uno y otro habían sido protagonistas. Si la dedicada a Diego de Alcorta le permitía rescatar el modo en que Groussac se había servido de la vida de un personaje de mediano relieve para pintar el cuadro variable en el que la fatal dictadura había minado la vida cultural porteña y dotarla de ‘sabor’, la de Pedro de Mendoza le permitía apreciar el modo en que la minuciosa pesquisa documental no había entorpecido la elaboración de un ‘producto orgánico’ en la que ‘el valor de cada elemento’ contribuía a la comprensión de una ‘obra integral’” (Bragoni, 2020, p. 5).
[7] En el “Prefacio” a Santiago de Liniers firmado en 1907, Groussac (1952) escribía “La historia es ciencia, es arte, es filosofía: todo el mundo lo sabe y repite; pero quiere la desgracia que ocurra a muchos confundir esa ciencia con la documentación vacía de crítica, ese arte evocador con la fraseología suntuosa, esa filosofía con generalizaciones vagas y arbitrarias que poco ganan con apellidarse síntesis (…) El estudio intenso de los documentos de una época evoca sus hombres y sus cosas con una vida y potencia casi alucinativas” (p. XXXI).
[8] “hay en el logro de esta conjunción un trabajo filosófico y artístico (…) Este interés un poco literario del autor lo desvía de sus normas teóricas; su intuición, su sentido histórico, lo aprovecha para restablecer valores menospreciados en la teoría: Groussac compensa su interés con su comprensión” (Romero, 1929b, pp. 108 y 109). Paula Bruno (2005) anota que Groussac desde una cosmovisión decimonónica “apuntaba a la compatibilización de los elementos provenientes del arte, de la ciencia y de la filosofía en los estudios históricos. Desde su perspectiva, los componentes de estos tres saberes podían confluir armónicamente”, estas características homologaban a la escritura de la historia con la arquitectura pues “ambas ramas del saber combinan elementos teóricos con elementos artísticos, por lo que la competencia en estas disciplinas supone desde un principio la necesidad de contar con conocimientos científicos, en tanto insumos para realizar las construcciones, aunque ellos no bastan, dado que deben estar complementados estética y estilísticamente” (pp. 192-193).
[9] Eujanian (2004) anota que para el francés el fetiche historiográfico de la heurística distraía a los historiadores del momento verdaderamente constructivo —la etapa de crítica y valoración de las fuentes— y, más aún, eliminaba por completo la subjetividad del autor; agrega que para Groussac “la premisa según la cual no podía hacerse historia sin haber agotado previamente todos los documentos existentes era absurda, ya que el saber histórico era siempre aproximativo y, por lo tanto, nunca absoluto” (p. 83).
[10] Korn y el joven Coriolano Alberini sostuvieron una crítica sistemática a las expectativas metodológicas de la NEH durante los años veinte. En el primer número de Valoraciones, en un texto un tanto lúdico se le atribuyen a este una serie de consideraciones sobre Levene: “pertenece a la decadencia del positivismo, cultivado entre nosotros por la generación del ochenta”, dice en un momento y luego agrega que, pese a que quiera desentenderse del positivismo en el que se formó, Levene conserva los “residuos de un positivismo decrépito” (La redacción, 1923, p. 55). Sobre la NEH, la redacción de Valoraciones le hace mencionar a Alberini “los embelecos heurísticos que preconizan ciertas escuelas históricas, que, a mi manera de ver, deberían titularse: ‘el positivismo fichológico’” (La redacción, 1923, p. 54).
[11] “Clasificación, análisis externo o interno de las fuentes, crítica de procedencia, de erudición, de interpretación, de veracidad (…) son otros tantos rótulos nuevos de cosas viejas…” (Groussac, 2009, p. 14).
[12] Para decirlo en los términos en los que Eujanian lo anotó hacen ya casi dos décadas: en las décadas de 1910 y 1920 la institucionalización y consecuente profesionalización de la práctica historiográfica fue acompañada por una estandarización y homogeneización de los procedimientos de reconstrucción del pasado; de manera que “el manejo del método, la objetividad y un estilo de escritura acorde… se transformaron en los criterios privilegiados para comenzar a definir los bordes” de un modo posible de entender la historiografía que desplazaba irremediablemente al pasado a competidores aún vivos como el mencionado Groussac, Juan Agustín García, David Peña o Ernesto Quesada (Eujanian, 2004, p. 71).
[13] Véase el exhaustivo recorrido que Beatriz Bragoni propone para el tema de la biografía en el joven Romero (Bragoni, 2020).
[14] Aventureros y letrados que se oponen a las biografías que se quedan con el personaje público, sin intimidad ni vida privada y cuyos personajes “solo interesa[n] en aquello que se confunde con la historia” (Romero, 1929a, p. 128).
[15] Contrástese con lo que escribía José Ortega y Gasset en 1928: “Nunca ha estado la conciencia culta más lejos de las obras propiamente históricas que ahora. Y es que la calidad inferior de estas en vez de atraer la curiosidad de los hombres la embotan con su tradicional pobreza (…) Se sospecha del tipo de hombre que fabrica esos eruditos productos; se cree, no sé si con justicia, que tienen almas retrasadas, almas de cronistas, que son burócratas adscriptos a expedimentar el pasado (…) Yo creo firmemente que los historiadores no tienen perdón de Dios” (citado en Devoto, 2013, p. 42, cursivas mías).
[16] La cita famosa: “Su idea —que era casi una obsesión— era la de sorprender el momento, el instante fugaz, de una sociedad, de situaciones, de acontecimientos. Un nacimiento en el seno de una crisis. Es ahí, entre la crisis y el nacimiento (o más exactamente la concepción) donde se sitúa el núcleo del pensamiento de José Luis Romero”. (Romano, 1984, p. 10).
[17] En 1931 analiza la coyuntura abierta con el golpe del 6 de septiembre de 1930 en clave histórica: el contexto que volvía entendible la crisis política debía estirarse hasta 1890. Se trata de un texto significativo por dos elementos: por un lado, es la primera vez que aparece su preocupación por Argentina y, por el otro, en el trabajo aparece como elemento central de análisis la cuestión de la inmigración. Julián Gallego se pregunta “¿De qué crisis se hace historiador José Luis Romero?” y continúa “la crisis de la mentalidad burguesa aparece como el marco más general que permite entender la Argentina aluvial sin proyecto” ni sujeto (Gallego, 2009, p. 21). Se trata de reflexiones que obviamente terminarán decantando en su Las ideas sociales en Argentina. En su análisis sobre el paso de la pasividad típica de las masas a la acción y por lo tanto a la revolución, un análisis muy orteguiano, decía que “por primera vez desde hace 40 años [desde 1890], la masa ha vuelto a adquirir conciencia de sí misma, sentido de su específico querer” y remataba con la conclusión de que una vez sucedido esto, la política debería contar con la masa “a riesgo de sufrir sobresaltos y contratiempos” (Romero, 1931b, pp. 81-82). En 1933, daba una vuelta de tuerca más al asunto cuando escribía que “la masa (…) no se ha hecho revolucionaria; acaso nunca como ahora se muestra el pueblo reaccionario e indeciso” y postulaba a la conciencia histórica —algo distinto del saber histórico— como aquello que permitiría a los hombres observar su propio tiempo en perspectiva.
[18] Rememora en esa entrevista las recepciones en la Embajada de México que daba Alfonso Reyes, las tertulias literarias de Nieves Gonnet de Rinaldini, “las tertulias de Sur, tanto en la casa que tenía Victoria detrás de la Embajada de España o en San Isidro” y la sociedad musical Diapasón. Sobre la Sociedad Cultural Diapasón. Véase Corrado (2007).
[19] En el temprano 1928 publicó en Nosotros una reseña del Manuel d’Archeologie orientale de Georges Conteneau en la que se traslucía cierto manejo corriente de la literatura sobre oriente antiguo que le permitía señalar algunas de sus constantes y en ese marco valorar las virtudes del texto reseñado. Se trata de una reseña común y corriente, pero lo más interesante es que Romero tiene 19 años y manifiesta, al menos si le creemos, cierta familiaridad con la historiografía de oriente antiguo. Habla de los “libros corrientes que el lector tiene a su alcance” que “tienden a darnos del asunto una visión geográficamente fragmentada”; señala “un error frecuente” en la literatura sobre el tema en el uso de categorías políticas inadecuadas y critica también la “falsa impresión de localismo” resultante de criterios geográficos estrechos (Romero, 1928, pp. 406 y 407).
[20] En una nota que oficia a la vez de necrológica y de comentario (muy) lateral de Historia de la cultura en América Hispánica que escribió para Realidad: “Vivía demasiado activamente Pedro Henríquez Ureña los valores de la cultura occidental para imponerse constricciones (…) esa curiosidad sin límites y esa activa adhesión a lo universal decantaban al fin en él bajo forma de una devoción decidida por todo lo que proviniera de América” (Romero, 1948, pp. 122-123).
[21] En 1933 escribía: “Para el hombre de cultura no hay más historia que la historia universal, esto es, la historia humana, no en sus pueriles compartimentos, sino es un magno esfuerzo de síntesis. Solo podrá decir que posee seguro dominio de la marcha histórica quien, además de cumplir otras condiciones, haya llenado esta de conocer íntegro su recorrido. En muchas otras ramas del saber, es posible el saber monográfico. En historia, aun cuando sea posible, yo afirmo que es artificial, negativo de lo histórico, en cierto modo”. (Romero, 1933b, p. 25).
[22] De la misma manera que Pedro Henríquez Ureña en sus prólogos para editorial Losada ponía en un marco latinoamericano a la literatura occidental, Romero hasta mediados de los años cuarenta estuvo abocado a la labor editorial de poner en circulación aquellos materiales con lo que él consideraba que debía reconstruirse la historia de la cultura occidental: en editorial Nova publicó a Agustín Thierry, a Hernándo del Pulgar, a Ernesto Renán y a Thomas Carlyle, mientras que en Argos editó a Boccaccio y en Jackson a Suetonio.
[23] “La incomunicación total en que vivimos con los estudiosos de la historia española de allende el Atlántico y la falta de materiales y de bibliografía que padecemos, nos obligará, por ahora, a verter nuestra atención sobre aquellos temas que podamos estudiar científicamente con los documentos de que disponemos en Argentina. Por fortuna he logrado salvar muchas de mis fotocopias y de mis notas y he hallado en Buenos Aires muchos textos indispensables para nuestros trabajos. Pero aun así, mientras no cesen las tristes circunstancias actuales, no podrá menos de ser muy limitado el campo de acción de nuestras investigaciones” (Sánchez Albornoz, 1944, p. 8).
[24] “Las colecciones documentales, los corpora de inscripciones y papiros, el material numismático, las reproducciones facsimilares, los códices que no teníamos en el país, y de los cuales si había alguno había que rastrearlo (es la palabra) en las bibliotecas públicas y privadas con distracción de tiempo y esfuerzo por no estar organizados con la finalidad precipua (sicde los estudios históricos, están ahora en la Facultad” (Ricci, 1928, p. 642).