Erudición y vivencia. Un ensayo de interpretación sobre cómo Romero y Hobsbawm comprendieron el siglo XX

ALEJANDRO SIMONOFF

La relación entre los historiadores y el siglo XX está plagada de dificultades, ya que la erudición por un lado, y sus vivencias, por otro, se presentan según la tradición historiográfica como términos en conflicto. Se considera que una manera de pensar en las respuestas es releer en profundidad los trabajos de José Luis Romero, La crisis del mundo burgués y de Eric J. Hobsbawm, El Siglo XX, ya que los propios autores brindan, a nuestro juicio, elementos que permiten encarar aquellas tensiones.

Al margen de las obras citadas -a las que debemos agregar Introducción a la historia contemporánea, de Barraclough-,[1] no se encuentran obras que interpreten los sucesos de nuestro siglo ni que persigan explicaciones globalizantes. Las obras generales consultadas que tratan el siglo XX poseen un criterio netamente acumulativo y acontecimental. Como lo señala Dosse, tal vez ello sea parte de un fenómeno donde la historia se hace migajas.[2]

Tanto la edición de “El siglo XX”, como la reedición de “La crisis del mundo burgués”, resulta sumamente significativa ante la falta de obras que interpreten los sucesos de dicho siglo.[3] Se considera que ambos textos poseen una notable sintonía. Los mundos descriptos por José Luis Romero y Eric Hobsbawm son los mismos y distintos a la vez. Sus similitudes son -en principio- cronológicas, ya que ambos explican los sucesos acaecidos desde la Primera Guerra Mundial. Sus diferencias iniciales están relacionados con sus íntimas perspectivas frente a la historia. Aunque el primero trabaja sobre un pasado muy próximo y oscuro -relacionado con las guerras mundiales, la crisis del 29, el fascismo-, es optimista sobre la expectativa de la revolución que pondría fin a la crisis del mundo burgués. En cambio, el segundo sustenta su discurso sobre ese pasado descrito por Romero, pero también sobre la derrota de sus valores y un futuro promisorio: la Guerra Fría y el abrupto fin de la experiencia soviética, motivos por los cuales su proyección sobre el devenir no alberga demasiadas esperanzas.

En Romero encontramos que el pasado próximo y su presente no se mostraban como una situación promisoria. Sin embargo, el futuro lo era, ya que en ese tiempo el autor creía ver el anuncio de la revolución. Para Hobsbawm los problemas planteados por el porvenir (la existencia de un mundo único pero no homogéneo y como unidad operativa, la desintegración de las pautas sociales y de las políticas creadas desde la Ilustración, etc.) están enraizados en los cambios operados en este siglo, para los cuales la sociedad no estaba preparada. Por ese motivo, ninguno de los dos se aferra al pasado, sino que intentan marcar las perspectivas en el futuro, librado a la construcción que los hombres hagamos de nuestra sociedad, y ese es el desafío frente a la oscuridad del porvenir. Otro dato para nada despreciable es que La crisis… fue escrito desde la periferia del mundo que por esos momentos estaba vinculada al núcleo cultural europeo, lo que le permite estar en sintonía con un producto tardío de éste. Si bien existe una diferencia de cincuenta años entre ambos escritos, las semejanzas nos hace pensar que el primero es un texto precursor sobre diversos aspectos que se expresan en el segundo.

La sintonía de los textos obedece a que ambos autores comparten una similar idea de historia. Romero hablaba de historia sociocultural y Hobsbawn de historia social. Esta es tan solamente una diferencia tipológica que debe ser despejada para comprender cuáles son las construcciones que hicieron del pasado. Para el historiador argentino su historia es:

“…la historia de los hechos, y no sólo políticos, sino también económicos y sociales, y además la historia de las corrientes de pensamiento que inciden sobre aquellos o incidirán más tarde, y de cuanto el hombre proyecta fuera de sí en relación con el mundo y la vida”. (La crisis…, 23/24)

Esta proyección de la relación con el mundo, libera al acontecimiento de ligaduras ya que para Romero éste es imprevisible e indeterminado:

“…porque nace de la decisión inalienable, que es propia del hombre, de decidirse entre posibilidades diversas, y aún antitéticas, que emanan del mismo hecho que vale como antecedente; es refractario a todo encadenamiento de hechos concebido sobre la base de una determinación rigurosa de unos por otros”. [4]

Para Hobsbawm la historia social es un campo total “que no puede aislarse” ya que “los aspectos sociales del ser del hombre no pueden separarse de los otros aspectos de su ser, excepto incurriendo en una tautología o una extrema trivialización.”[5] Esto enmarca un desafío que tiene para el autor dos ejes: el primero está relacionado con la opción de no volver a una historia acontecimental, sino proteger y estimular “una historia que ve a la gente, las ideas y los sucesos como comprensibles sólo en el marco de sociedades cambiantes”; segundo, la historia social no debe “caer en la recolección de crónicas, anticuarios y el sentimentalismo. La historia del pueblo también necesita del uso de cerebro y análisis. La historia inspiracionista y la elevación de la conciencia no bastan.” [6]

Ambos autores entienden la historia como un análisis de la sociedad, de un campo de conjunción de todas las actividades humanas y sin determinaciones previas. En cierto sentido es una historia interpretativa que reflexiona sobre la sociedad y la cultura, que moviliza la experiencia social del lector para unir a su conocimiento del presente, el del pasado. Sus definiciones nos alejan de las visiones dogmáticas y permiten que el relato histórico tenga una fluidez que nos hace repensar constantemente el acontecimiento y su relación entre el pasado y el presente. En principio, observamos que en Romero existe un concepto vital en donde el hombre proyecta su relación con el mundo y la vida que ocupa un lugar determinante en el oficio de historiador. En el caso de Hobsbawm este aspecto aparece recubierto por la acción política del historiador.

El objetivo de este trabajo es el de intentar brindar algunas respuestas a los siguientes interrogantes: 1) ¿cuál es la relación entre la disciplina, los historiadores y su propia contemporaneidad? En este sentido se indaga en elementos epistémicos que giran en torno al concepto de “historia vida” en Romero y en el de “historia memoria” de Hobsbawm. 2) si el siglo XX poseyó unas características bien definidas que lo distinguieron de otros, ¿cuáles fueron los argumentos de estos historiadores al respecto?

1. Historia y contemporaneidad

1.1. Cuestiones generales

Para un historiador investigar el presente inmediato significa uno de los desafíos más grandes, ya que nuestra formación está todavía enmarcada en los parámetros del positivismo y el academicismo decimonónicos, simulados bajo cierta fórmula de profesionalización cientificista que vedan el análisis de su propio tiempo como área de estudio. Las motivaciones de este tipo de historia se asientan en los marcos de la Escuela Histórica Alemana, donde la historia debe refugiarse en un pasado lejano y supuestamente apacible para el observador, como una garantía de su objetividad. Cosa bastante dudosa, no sólo en relación con el análisis sino con las intenciones que presentaron muchos de los que la escribieron.[7] Como se dijo, son unos pocos historiadores de nuestro tiempo quienes rompieron el cerco, y aportan una perspectiva de historiador al pasado próximo. Esta historia plantea un choque con la definición tradicional que se refiere a épocas pretéritas y sus reinterpretaciones se sustentan en la recolección y lectura de material de archivo.

La proximidad de los hechos plantea inconvenientes en cuanto a la interpretación de las fuentes como también sobre el acceso a las mismas. Por eso, la opinión generalizada en el último siglo se sustenta en la necesidad de poseerlas y en una distancia temporal “prudencial” para que a la actividad se la pueda considerar como historia.

Parece ser que este prejuicio sobre el pasado próximo se remonta a los últimos dos siglos ya que, como señala Barraclough “desde el tiempo de Tucídides la mayor y mejor parte de la historia fue siempre contemporánea.”[8] E incluso algunos autores, como Galante Garrone, sostienen que “el desdén, o la desconfianza, por este tipo de historiografía son de fecha más reciente; nacen de la especialización de las disciplinas históricas, de la profesionalización de los historiadores.” [9]

La profesionalización de la disciplina ha determinado los espacios temporales sobre los que el historiador debe referirse, lejos de la actualidad que le ha llevado a perder al presente como objeto de análisis. Este proceso de profesionalización, o formación de un discurso competente, como lo dice Marilena Chauí, responde a la lógica de especialización del capitalismo. En ella aparece una excesiva valorización del discurso científico y “la simultánea represión al trabajo científico”. Es un discurso que a la vez valora y reprime el saber restringiéndose al “discurso instituido” que es “aquel en el cual el lenguaje sufre una restricción que podría ser así resumida: no cualquiera puede decir a otro cualquier cosa, en cualquier lugar y en cualquier circunstancia.” [10] El discurso de la profesionalización es un discurso político, ya que crea, separa, y profundiza diferencias, y a la vez simula no tener dicho carácter, bajo la cobertura de una técnica. Fracciona el saber, y en nuestro caso divide al pasado en dos (próximo y lejano), en donde uno tiene vedado el acceso al saber, y al decir.

El alejamiento de la actualidad es parte de este proceso de fragmentación que se complementa con la aparición de la idea de progreso, la expansión de la filología y la obra de Ranke. Fue en este tiempo, según Garton Ash, “cuando los historiadores empezaron a pensar que los acontecimientos se entendían mejor cuanto más alejado estuviera uno de ellos. Si nos ponemos a pensarlo, la verdad es que ésta es una idea muy rara: supone afirmar que la persona que no estuvo allí sabe más que la que estuvo.” [11]

Pero si el historiador desea interpretar asumiendo un doble rol de analista y testigo, ¿no debe escribir? Este no es el caso de José Luis Romero y Eric Hobsbawm. Mientras el primero asienta su saber sobre una historia-vida, el autor británico hace un juego con historia y memoria, siendo éste uno de los rasgos más peculiares de su texto, donde uno y otro elemento se reafirman y se corrigen constantemente en el libro. Pero es esta tensión lo que lleva a Hobsbawm a fundamentar su propósito en:

…comprender y explicar por qué los acontecimientos ocurrieron de esa forma y qué nexos existen entre ellos. Para cualquier persona de mi edad que ha vivido durante toda la mayor parte del siglo XX, esta tarea tiene también, inevitablemente, una discusión autobiográfica, ya que hablamos y nos explayamos sobre nuestros recuerdos (y también los corregimos). (El siglo XX, 13)

Romero se extrañaba de que no existiera “ningún ensayo logrado de interpretación de lo que nos ocurre, lo cual no deja de ser extraño abundando los materiales y los propósitos de usarlos.” El autor encuentra una ausencia de trabajos frente a la existencia de fuentes e intenciones, académicas o no, que justificarían el esfuerzo. El motivo que encuentra es que nuestra época se caracteriza por una “marcada debilidad de la conciencia histórica.” (La crisis…, 27/8) Entendiendo esto como un desinterés de su sociedad por el pasado y su proyección sobre el presente y el futuro.

Estos motivos se encuentran con un argumento de peso: la cuestión del acceso a las fuentes. Pero los autores coinciden que para el presente existe una gran variedad de ellas, incluso comparado con otras épocas. [12] Esta preocupación se orienta, sobre todo, a la documentación oficial escrita que -como señala Garton Ash- en el pasado se basaba en el hecho de que los actores de la alta política la “plasmaban en papel” pero en la actualidad, “se desarrolla, cada vez más, mediante encuentros personales, por teléfono, o mediante otros sistemas de comunicación electrónica.”[13] Un dato adicional con respecto a esta alta política es que estaba plagada de protocolos secretos que hoy en día son muchísimo más escasos. A pesar de estas transformaciones de la política aún pesan dos objeciones sobre este tipo de historia. La primera es la cuestión del secreto de sus acciones aunque esto no debe ser “un argumento decisivo a favor de esperar” ya que mientras esperamos “es posible que se olviden otras cosas tan importantes como aquella y que, en su momento, se comprendían muy bien” aunque “sí es un riesgo considerable de este género.”[14]

El olvido de esas cuestiones pueden llevar al historiador a tener una imagen sustancialmente distinta a la de los actores, y de ser así, ¿se debe esto a que los actores no conocen su tiempo, contra un observador que sí? La respuesta no tendría que avanzar en la superación de una interpretación sobre otra sino en los motivos que llevan a esta bifurcación de las perspectivas de esa realidad.

Para enfrentar este problema Romero le atribuye a su trabajo “(no) más valor que el de una opinión o sólo un poco más” pero ello no le impide “ofrecer a la consideración del lector la imagen que me he hecho de nuestro mundo” sustentado en varias razones. (La crisis…, 21) La primera tiene que ver con el hecho de que el análisis de la actualidad es:

“… un ejercicio intelectual para el que no suele estar preparado quien no se lo ha propuesto deliberadamente, de modo que no es absolutamente inútil ayudar al curioso lector a introducirse en el examen de esa peculiar realidad que le es tan cara y que está condicionando su propia existencia”. (La crisis…, 21)

La siguiente se sustenta en que ese examen del mundo actual “no tiene por qué ser de inferior valor que la que nos hacemos respecto de cualquier otra época.” (La crisis…, 22) Para finalmente señalar que:

“… me atrevo a pensar que quizá mi opinión no sea del todo desdeñable, porque creo que un historiador, aún sin poseer más experiencia personal o mejor información que otros, puede tener mejores recursos para examinar los testimonios que estén a su alcance.” (La crisis…, 22)

Estas tres razones marcan un alejamiento paulatino del paradigma positivista al no negarse a analizar el presente a pesar de los condicionamientos, valorar su opinión sobre el presente como por cualquier otro tiempo (homologando al pasado en un solo registro) y rescatando el oficio para analizar el presente, ya que frente a su propia época “o aun de una época lejana, el historiador se encuentra con obstáculos casi insuperables para alcanzar una actitud objetiva.”[15] Esos motivos llevan a Romero a tomar el guante e intentar:

“… la aventura de fijar con la mayor nitidez posible la imagen que entreveo del mundo actual, para que cada uno la contraste con la que sin duda se ha forjado. Sepa el lector que no desdeño la posibilidad de convencer a alguno de ciertas ideas que me son caras: porque este breve ensayo de historia no está escrito – como casi ninguno- sine ira et studio.” (La crisis…, 22)

Esta definición complementa la noción de vida de Romero, que no se limita a una contemplación sino en una necesaria intervención en la realidad en la pelea por las ideas, en definitiva una lucha política.

La siguiente objeción hacia la historia del tiempo reciente se refiere a “que no conocemos las consecuencias de los hechos actuales, de forma que nuestra comprensión de su importancia es mucho más especulativa y susceptible de revisión.”[16] La contemporaneidad presenta desafíos para el historiador que no están en la proximidad del pasado sino en las fuerzas que se conformarán en el futuro, ya que existen tendencias -que no se definen todavía- que están en movimiento y despiertan temores para los historiadores. Pero esta perspectiva, ¿no puede ofrecernos la dificultad de ser correcta pero también engañosa?

Para Hobsbawm el transcurso del tiempo fuerza la especulación y revisión constante que se deben a que “las fuerzas históricas que han figurado el siglo siguen actuando”(E/ siglo…, 15) y además estos movimientos llevan a que la perspectiva hacia el pasado pueda “cambiar a medida que la historia avanza”.[17] El autor británico observa la ruptura de vínculos entre el pasado y el presente y, por lo que se desprende, también el futuro, la definida como “debilidad histórica” en Romero. Pero en vez de debilidad, como define el historiador argentino, la sociedad actual tiene una memoria selectiva es decir que no destruye “completamente toda la herencia del pasado, sino que la ha adaptado de forma selectiva.”(E/ siglo XX, 25). Esta situación lleva a una recuperación parcial de la verdad histórica que pone a los historiadores frente al desafío de tener un “inesperado papel de actores políticos”,[18] para evitar la manipulación del pasado y por ello la necesidad de una interpretación del presente y del pasado hecha por “aquellos historiadores que no temen mirar a ambos a la cara.”[19] Las dificultades generadas por este tipo de historia iniciaron un camino de respuesta presentado por nuestros autores, pero creemos que ésta no sería completa si no observamos estos problemas bajo un matriz epistémica.

1.2. Problemas epistemológicos

La propia concepción de historia (“vida histórica” para Romero, “historia-memoria” para Hobsbawm) de los autores hizo que cada uno se enfrentara y respondiera a problemas epistemológicos derivados de la relación entre el historiador y su tiempo.

Romero cree que en su actualidad se ha difundido “la convicción de que vivimos en un mundo ininteligible, esto es, un mundo del que sería imposible obtener una imagen intelectual fielmente representativa.” (La crisis…, 34) Esta visión difundida del pasado próximo lleva a un fuerte contraste con los análisis de otros tiempos que “nos inducirá falsamente a pensar que cualquiera de esas épocas ha sido clara e inteligible”. Esta visión que divide al pasado en uno lejano e inteligible y otro próximo oscuro e impenetrable nos hace cometer “un grosero error” que “consiste en no diferenciar suficientemente la realidad histórica viva y la imagen que de ella crea la concertación histórica.” (La crisis…, 33-4)

Este juego entre la vida histórica y la imagen que los historiadores pensamos de ella, lleva a un rescate de la primera, entendida no como un saber revestido por:

… un ropaje erudito, sino la que, construyéndose sobre la erudición, supera la etapa inquisitiva y logra alcanzar los estratos profundos de la vida histórica. Esa historia viva está escondida en los testimonios, pero no surge de ellos sino cuando se la suscita con una voz conmovida por la inquietud de la existencia.[20]

Este concepto le permite a Romero incorporar a los marcos exclusivamente temporales en los cuales el saber erudito o academicista delimita su objeto que divide al pasado, un carácter vital o existencial que constituye el núcleo de su interpretación histórica. Esta lectura vitalista emerge de sus lecturas de Paul Valèry y Edmund Husserl que aproximan su visión histórica a los discursos más recientes sobre la naturaleza de nuestro saber.[21]

La conexión entre ambas lecturas responde a que nuestro autor navega en un Marx que revela ciertas ambigüedades. De más está decir que ellas le permiten constituir una historia desde la experiencia del historiador, y no tanto en un objeto exterior a él, como lo simula el academicismo.

La vida histórica, según Romero, posee tres aspectos conceptuales: el sujeto histórico, la estructura y el proceso. El sujeto histórico es un “contenido que debe ser precisado conceptualmente primero, y ajustado reiteradamente después.” La estructura es la vida histórica vivida. El proceso histórico es la vida histórica viviente entendida como “el conjunto articulado de actos y accidentes mediante el cual opera el sujeto histórico…”[22] Esta exposición vivencial pone en cuestión la relación entre el pasado y el interés del historiador. El pasado no es algo muerto sino “simplemente, es la vida vivida… No es un fantasma. Es la realidad misma, extinguida sin duda, pero viva y actuante en la conciencia de los vivos…”[23] Esta definición se encuadra en la consabida fórmula del Dieciocho Brumario de Karl Marx, quien señala:

“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hace a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas con que se encuentran directamente, que existen y trasmite el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”.[24]

En este sentido, como en el revés de la trama, Jacques Rancière ha señalado que el historiador es “un liberador de almas”. En el sentido clásico es quien:

… tiene el poder de devolverlos a la vida. Pues sabe el secreto de su muerte, ese secreto que él resume en un deslizamiento ínfimo y decisivo del sentido: las almas muertas de los Infiernos son las de individuos que han muerto demasiado temprano para saber lo que habían vivido, que han muerto por no haber sabido lo suficientemente temprano lo que quiere decir vivir… [25]

Es decir, el registro vital ocupa un lugar en el discurso histórico pero obviamente, éste se desarrolla en un marco temporal. Por ese motivo Romero analiza que la relación entre pasado y futuro posee perplejidades, ya que “el pasado resulta ser la única realidad, puesto que el futuro es sólo una realidad virtual.”[26] El pasado se plasma en la conciencia del historiador. Podría plantease la existencia en esta composición romeriana de cierta tensión entre su planteo sistémico y su filosofía “vitalista”. Pero creemos que en él conviven las propias ambigüedades de sus fuentes intelectuales que no se restringen a percepciones científicas sino que son un fundamento para su vida, como una proyección de su actividad. Y ese proceso vital que encarna el historiador aparece cuando la historia se transforma en vida histórica. Es decir:

… cuando el presente plantea interrogantes acerados que es necesario resolver con madura responsabilidad, y el hombre reflexivo procura establecer el significado del tránsito que asiste, atento a sus raíces tanto como a sus proyecciones…[27]

La cuestión a resolver es cómo este pasado “apenas el espectro de una realidad sumida ya en la nada, de la que sobrevive tan solo su recuerdo.”[28] Pero para que este recuerdo no sea olvidado como una composición obvia:

“Solo una cosa es necesaria: no interrogar al pasado sobre lo que en el futuro es contingente sino sobre lo que es necesario, esto es, sobre lo que puede discernirse a través de una proyección cualitativa de la vida histórica vivida sobre ese vacío enigmático que es la vida histórica por vivir…”[29]

La restitución al pasado de una indeterminación que le es propia, hace de éste un lugar para la búsqueda de interrogantes, más que de certezas, y de esto se trata la labor del historiador.

En cambio Hobsbawm analiza el problema de la contemporaneidad dentro de los parámetros fijados para su historia social lejos de los planteos vitalistas de Romero, puesto que:

“… Reconozco que, en la práctica, casi todo lo que la historia puede decirnos sobre las sociedades contemporáneas se basa en una mezcla de experiencia y perspectiva histórica. A los historiadores les corresponde conocer el pasado mejor que a otras personas y no serán buenos profesionales a menos que aprendan a identificar las semejanzas y las diferencias, con o sin ayuda de la teoría…” [30]

Esta disección del tiempo pone al autor en dos perspectivas, la de un analista pero también la de un actor que repasa su vida. Su perspectiva lo lleva a cubrir una visión profesional, a través de la relación historia memoria, y menos existencial que Romero.[31] Esta relación aparece como un campo de interdicción en la descripción del pasado reciente:

“…En todos nosotros existe una zona de sombra entre la historia y la memoria; entre el pasado como registro generalizado, susceptible de un examen relativamente desapasionado, y el pasado como una parte recordada o como trasfondo de la propia vida del individuo”.

Hasta aquí el camino parece similar al del historiador argentino, pero inmediatamente aclara que la memoria como forma parte de la propia vida de los individuos es una zona que:

“…puede ser variable, así como la oscuridad y vaguedad que la caracterizan. Pero siempre existe esa especie de tierra de nadie del tiempo. Para los historiadores, y para cualquier otro, siempre es la parte de la historia más difícil de comprender…” [32]

La dificultad de esa zona de sombra para la historia se presenta como:

“…una historia del pasado incoherente, percibida de forma incompleta, a veces más vaga, otras veces aparentemente precisa, siempre transmitida por una mezcla de conocimiento y de recuerdo de segunda mano forjado por la tradición pública y privada. En efecto, es todavía parte de nosotros, pero ya queda fuera de nuestro alcance personal”.[33]

Esta tensión que aparece también en Romero, es resuelta de diferente forma por Hobsbawm, éste se afirma sobre la perspectiva desapasionada más que en sus vivencias.

Uno de los problemas detectados por Hobsbawm, como ya lo señalamos, es que en el análisis de la actualidad “las fuerzas históricas que han figurado el siglo siguen actuando.” (E/ siglo XX, 576) Y en ese desarrollo de esas fuerzas aparecen tres problemas: 1) la relación entre la vida del historiador y el período; 2) cómo la perspectiva hacia “el pasado puede cambiar a medida que la historia avanza”, y, 3) “cómo librarse de los supuestos de la época que comparte con la mayoría de nosotros”[34]

Para el primero de los puntos, el que determina la relación entre la vida del historiador y el pasado, reconoce una disputa entre los viejos historiadores, entre los que se encuentra él, y los más jóvenes:

En la medida en que el principio de comprensión histórica es una apreciación de la otredad del pasado, y que el peor de los pecados de los historiadores es el anacronismo, [los viejos historiadores] tenemos una ventaja innata que compensa nuestras numerosas desventajas.

Aunque esta ventaja, la comprensión de la otredad, tampoco es decisiva ya que:

…tanto si damos a la ancianidad ventaja sobre la juventud como si no, en un sentido el cambio de generación es visiblemente fundamental tanto para escribir como para cultivar la historia del siglo XX.[35]

Los problemas ocasionados por la primera relación hacen necesario sumarle el hecho de que el proceso histórico no se detiene, continúa, y ese devenir construye una visión histórica correcta y engañosa al mismo tiempo. Es decir ambas pueden ser correctas en los marcos donde son enunciadas y erróneas en distintos tiempos.[36]

El tercer y último punto consiste en cómo alejarse de los términos binarios en los que los conflictos de la guerra de religión, que nuestro siglo vivió, aunque hoy se puede empezar a abandonar estas pautas “todavía falta mucho para que esté claro cuál de las opciones imaginables puede sustituirla de la manera más útil. Una vez más, tendremos que dejar que el siglo XXI tome sus propias decisiones.”[37] Un dato para nada despreciable en nuestros autores es que ambos reconocen que en la historia de nuestro tiempo existe una tensión entre el pasado, el presente y el futuro. Mientras Romero homogeniza el pasado a través de su percepción vital o existencial, el historiador británico conserva la tensión entre los registros. Esta diferencia responde a los mundos en los que ambos se han formado pero también a su proyección de vida. En Romero se observa la influencia de los filósofos de la entreguerra y la inmediata posguerra, en cambio en Hobsbawm vemos el impulso de la normativización de las ciencias sociales de los años sesenta y setenta, si bien las perspectivas del primero le permiten estar en contacto con las emergencias de la transformación epistémica de las últimas décadas del siglo.

2. ¿Una especificidad del siglo xx?

Mas allá de los problemas y las perspectivas señaladas en los registros temporales, metodológicos y epistémicos, consideramos necesario avanzar sobre otro punto crucial para este saber histórico: la historia de nuestro tiempo, ¿es un saber autosuficiente? ¿Puede formar un ámbito particular?

En primer lugar, cabe señalar que, como lo plantea Barraclough,

“…la historia contemporánea sólo podrá figurar como una disciplina intelectual seria y como algo más que una ojeada rápida y superficial al escenario contemporáneo, a condición de imponerse la tarea de esclarecer los cambios estructurales básicos que han forjado al mundo moderno. Estos cambios son fundamentales porque fijan el esqueleto y el marco en que se desarrolla la acción política…”[38]

En relación a los aspectos estructurales que nuclean los acontecimientos, Romero plantea que la labor que debe imponerse el historiador “es fijar un período histórico, acotar en la constante secuencia del tiempo un lapso circunscrito con mayor o menor exactitud, del que presuponemos que posee un sentido peculiar, distinto y diferenciados” (La crisis…, 29)

Circunscribir y estructurar, son las premisas básicas de toda demarcación histórica. Por eso, nuestro siglo plantea las siguientes cuestiones: ¿tiene rasgos propios que le permiten distinguirse del siglo XIX? ¿Posee fenómenos específicos que afirmen su autonomía o su identidad frente a otra época? Para responder a ellas analizaremos las referencias generales que nuestros autores hacen del siglo para luego continuar con un fenómeno específico como el fascismo que en ambos autores tiene un lugar significativo.

2.1. Cuestiones generales.

Para los autores la autonomía del siglo XX tiene particularidades. No es posible explicarlo sino sólo en perspectiva con el siglo anterior, vinculándolo al desarrollo del capitalismo en general y a las bases del mundo decimonónico, del cual es una contracara muy singular.

Hobsbawm y Romero enlazan la relación entre los siglos XIX y XX con la “doble revolución” de fines del S. XVIII. Las periodizaciones para el XIX como para el XX poseen matices, algunos de los cuales son producto de sus perspectivas personales.

Para ambos autores el siglo XIX se extiende desde la Revolución Francesa y Norteamericana y la Industrial hasta la Primera Guerra Mundial. Para Romero las revoluciones del 48 han “acusado la sensación de un cambio, de una mutación” dividiendo a este tiempo en dos partes (La crisis…, 30). El autor británico, en cambio, lo proyectó como el período donde la burguesía concreta su proyecto (entre 1789 a 1914) dividido en tres eras (la de las revoluciones 1789 a 1848, la del capital 1848 a 1873, y la del imperio 1873 a 1914). El relato de Romero culmina en los primeros años de los cincuenta coincidente con la primera Era que Hobsbawm denomina de las catástrofes.[39] Realizaremos una comparación de ambas.

Para Hobsbawm frente al largo siglo XIX, el XX parece breve, ya que se extiende desde 1914 hasta 1991. El proyecto burgués encuentra límites y como consecuencia de ello se abandonan las ideas de la ilustración, transformándolas o destruyéndolas, y eso es lo que le da la característica de cruel. Las etapas del mismo en su reciente versión son las de un tríptico de Eras,[40] denominadas de la Catástrofe, Dorada y del Derrumbe que sostienen su caracterización de nuestro tiempo.

La Era de las Catástrofes (1914-1945), cambia la dimensión frente al horror, se empieza a hablar de millones de muertos y además que la barbarie que había sido característica de la periferia, entra en Europa. En esta etapa la sociedad mundial “sufrió una serie de desastres sucesivos” (El siglo XX, 16), como las Guerras Mundiales, las persecuciones en masa, etc. La historia del siglo en general y la de esta era en particular:

“…no puede comprenderse sin la revolución rusa y sus repercusiones directas e indirectas. Una de las razones de peso es que salvó al capitalismo liberal, al permitir que Occidente derrotara a la Alemania de Hitler en la Segunda Guerra Mundial y al dar un incentivo al capitalismo para reformarse y (paradójicamente, debido a la aparente inmunidad de la Unión Soviética a los efectos de la Gran Depresión) para abandonar la ortodoxia del libre mercado…” (El siglo XX, 90-1)

Hobsbawm vincula la Revolución Rusa, la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial como elementos que transformaron el capitalismo tal como se lo había concebido en el siglo anterior.[41] Aunque el suceso que marca esta era fue la Gran Depresión, fue un elemento de esta catástrofe, ya que ella “acabó con cualquier esperanza de restablecer la economía y la sociedad del siglo XIX.” (El siglo XX, 114)

En Romero esta etapa hobsbawniana se presenta como todo el siglo, caracteriza la experiencia contemporánea como el lugar donde se produce el “planteamiento conflictual de los problemas”:

“… se ventilaron en el terreno militar; con lo que se afirma que no se volvió ni se pretendió volver al orden de preguerra, como si la situación planteada fuera original y exigiera soluciones inéditas. No podría predecirse si es inevitable una Tercera Guerra Mundial, pero sí puede afirmarse que la Segunda dejó sin solución los problemas que la movieron, de modo que, violenta o pacíficamente, volverán a plantearse en un futuro inmediato.” (La crisis…, 31)

Pero además la irresolución de este conflicto militar no es acotado sino que “debe considerarse, pues, como un síntoma de la unidad y universalidad de los problemas fundamentales que conmueven al mundo actual”. (La crisis…, 32)

Esta situación bélica hizo al presente tener como característica la turbulencia, producto de “la debilidad del orden jurídico en vigor, tan débil que en algunos casos se ha extinguido totalmente.” (La crisis…, 53) El problema es que “al viejo sistema de ideales no había sucedido sino una especie de embriagadora voluntad de aniquilamiento.” (La crisis…, 135) La solución bélica no resuelve el problema de fondo del siglo:

“… la Primera Guerra Mundial dejó como diabólico legado un pavoroso problema social que adquirió en algunos países caracteres dramáticos y exigió soluciones de urgencia que no siempre se acertó a hallar. El hambre y la desocupación fueron los hechos más visibles, pero no los únicos.” (La crisis…, 43)

La belicosidad del siglo, o su violencia, se transformó en “la respuesta a todo el sistema de técnicas sociales que se había utilizado -y juzgado válidas- el siglo XIX.” Motivo por el cual la violencia “parecía a muchos, en efecto, la condición indispensable de la revolución, y la revolución pareció a su vez la necesidad impostergable de la hora.” (La crisis…, 154) Si bien reconoce una mejora en las condiciones de vida entre los principios del siglo XIX y XX, ésta motiva un cambio político profundo que socava los principios ideológicos liberales decimonónicos:

“La revolución era inevitable por imperio del desarrollo económicosocial, que creaba, al llegar a cierta etapa, condiciones de las que no era posible evadirse y que motivaban cambios encadenados en el sistema de relaciones sociales y, con ellos, en el sistema de ideas y valoraciones… La vida social induce al hombre a una perpetua destrucción y reconstrucción de cosas, relaciones y valores. (La crisis…,” 117-118)

En esta marcha:

“… Al liberalismo económico se oponía una economía dirigida, como la que practicaban tanto comunistas rusos como fascistas italianos y nazis alemanes más tarde, y a la que habían tenido que recurrir las democracias durante la guerra y la posguerra en parte al menos para hacer frente a las circunstancias de excepción. Al liberalismo político se oponía una doctrina de autoridad, a la que habían prestado su apoyo pensadores y políticos antes y después de la guerra, por escepticismo frente a las circunstancias de la vida europea”. (La crisis…, 105)

Para Romero estas oposiciones hacen que el mundo actual se estructure no sobre la “debilidad sino la incoherencia”. Esta estructura incoherente fue “creada por el cambio, las actitudes básicas de las sociedades y de los individuos [que] suponen siempre una definición acerca de si se la acepta o se la rechaza.” (La crisis…, 174).

En esta etapa los autores perciben la voluntad de aniquilamiento o la barbarie como algo diferenciador del siglo anterior que marca los límites del proyecto burgués. Estos límites se expresan en la aparición de alteraciones al liberalismo clásico con la Revolución Rusa, los fascismos o el New Deal. Estas similitudes pueden marcar cierta especificidad de esta realidad histórica que, más allá de los matices señalados por ellos, es pertinente marcar. En ambos autores, la Primera Guerra Mundial aparece como quiebre del orden burgués decimonónico y la consolidación de la conciencia revolucionaria en las masas, que obliga a la transformación política y económica de la sociedad actual. También señalan la tesis sobre la aparición del Estado Soviético que obliga a cambios en el capitalismo.

2.2. El fascismo europeo.

La elección del fascismo europeo como tema para ejemplificar las características específicas del Siglo XX se fundamentan en que ambos autores lo ven como una originalidad de nuestro tiempo, ya que representa una respuesta de la sociedad de masas que quiebra los parámetros decimonónicos fundados en el liberalismo. E incluso, en el caso de Romero, por una cuestión temporal, ocupa un lugar más que singular en su análisis, mientras en Hobsbawm lo vemos más acotado.

El primero aborda la formación del estado totalitario como el desarrollo del cesarismo o el bonapartismo del siglo XIX en la sociedad de masas. Para, él esto es “una novedad de nuestra época.” (La crisis…, 52) Su concepción del Estado totalitario parte de que:

“… fue no sólo un recurso de hecho para afrontar cierta situación social, sino la expresión de una actitud frente a la realidad social, de vieja data, por cierto, pero vivificada y nutrida por un sentimiento estrechamente ajustado a la situación contemporánea.” (La crisis…, 119)

Respuesta y expresión de una realidad económica y social que tiene su origen en los cambios producidos por la revolución industrial pero que a su vez está adecuada a la situación contemporánea.

Esta relación está vista como una revolución eficaz en donde las masas convirtieron el proceso en una “revolución de los dictadores” que las supieron conducir, “engañándolas en parte y en parte expresando concretamente sus oscuras aspiraciones. (La crisis…, 155)

El Estado surgido tras esas revoluciones “es en última instancia el estado absolutista.” (La crisis…, 55) Pero su organización está adecuada “al compás de los tiempos, aprovechando los innumerables recursos técnicos de que puede disponer para dirigir una sociedad de masas y moverla en su favor, y, en consecuencia, mucho más terrible que las viejas dictaduras que nacían de la mera ambición de poder en sociedades poco evolucionadas.” (La crisis…, 56)

Si bien las respuestas a la sociedad de masas son formas políticas totalitarias, Romero las distingue; una cuando las “masas rebeladas” son conducidas:

“… hacia sus propios objetivos, o es encaminada hacia intereses de otros grupos que se aprovechan del impulso de las masas para escalar el poder para su propio provecho. En mi opinión, el primer tipo de mutación está representado por el socialismo y el segundo tipo por el fascismo.” (La crisis…, 57)

Esta disección del movimiento totalitario ubica al socialismo con los objetivos de las masas y al fascismo como un intento por servirse de ellas. En ese uso estaría la legitimidad o ilegitimidad de estos movimientos. Pero por otro lado indica:

“No siempre será fácil distinguir en la práctica los movimientos de masas que tienden a conducirlas hacia sus legítimos objetivos y los que las conducen malévolamente hacia objetivos legítimos para que sirvan durante el tránsito a intereses espurios.” (La crisis…, 58)

La aparición de estos regímenes, en Romero, tiene que ver con el hecho de que algunos políticos “comprendieron que con el apoyo de las masas -sirviéndolas o sirviéndose de ellas- podía conquistarse el poder.” Esta percepción del rol de las masas es para el autor un hecho radical sin el cual “no puede entenderse el mundo actual”. (La crisis…, 45)

En estos regímenes:

“… la violencia y el poder de hecho se enmascaran -como en la concepción del principado romano que elaboró Augusto- adoptando apariencias institucionales que configuran el estado totalitario contemporáneo: así aparecen las formas políticas que desarrollaron las revoluciones de masas en Rusia, en Italia y en Alemania, y las que luego las imitaron en menor escala. “(La crisis…, 54)

Este dato singular donde la violencia y el poder están bajo un registro legal es una de las características sobresalientes de estos movimientos con respecto a otras épocas.

En segundo lugar, el autor describe la relación entre esta sociedad de masas y la economía del siglo XX. Ve los movimientos legítimos como la emergencia de “los grupos capitalistas [que] han procurado en cada caso defender sus intereses y han regateado el monto de cada concesión.” (La crisis…, 46)

Otro de los puntos para explicar el fascismo es el estudio o análisis de la sociedad de masas ya que el “hecho incuestionable es que la ciencia de masas conduce a la constitución de una sociedad multitudinaria cuya expresión política es el Estado absoluto.” (La crisis…, 61)

Un dato revelador es que la materia social:

“… adoptó una peculiar estructura que fue calificada como estructura de masa, designación que entrañaba, sustancialmente, una opinión acerca de la tendencia a la indiferenciación propia de los individuos que la constituían.” (La crisis…, 126)

Esta tendencia a la indiferenciación es lo que hace de la propuesta liberal decimonónica una fórmula fuera de lugar frente a la aparición de los derechos colectivos que todos estos movimientos reflejan. Este cambio social hacía necesario un cambio en la manera de concebir la política que “por su eficacia, revela una justa percepción de la situación social de la época.” (La crisis…, 156)

Es interesante cómo observa la conducción de los movimientos de masas:

“Paradójicamente, al tiempo que se buscaban las técnicas psicológicas para operar sobre el subconsciente de la masa y se afirmaba la superioridad de la fe sobre el conocimiento, las organizaciones de poder extremaban la organización mediante lo que dio en llamarse la “racionalización” y la “planificación”.” (La crisis…, 162)

Este carácter paradójico donde la ciencia y la fe conviven con una cierta ambigüedad con el concepto sobre la política donde está tratada como “un arte de gobernar, no una ciencia política, un arte de conducir multitudes como tales multitudes, no una ciencia de conducir hombres.” (La crisis…, 157) Estos aspectos contradictorios son para Romero los que da a estas fuerzas las características que los alejan de las conservadoras ya que:

“… Hitler recogió precisamente aquel estado de ánimo colectivo [el militarismo y el nacionalismo alemán] y preparó la reordenación de la colectividad alemana uniendo diestramente la idea de nación -o mejor, de raza- con la idea de revolución, de modo de luchar por la Alemania nazi no era simplemente luchar por la patria en los términos de 1914, sino luchar por una patria renovada y consustanciada por los nuevos sentimientos colectivos”. (La crisis…, 101)

En el caso de Hobsbawm, su lectura del fenómeno se enmarca más en un debate historiográfico donde su preocupación principal es rechazar las tesis nolteanas pero también las interpretaciones del marxismo clásico.

El historiador maneja un esquema puramente europeo, porque considera que el período que va desde la primera guerra mundial hasta 1945 como una gran guerra civil continental y que tras esa fecha empieza una guerra civil mundial. Según Nolte,  la llegada al poder de los nazis “hizo probable que una nueva era estuviese arrancando definitivamente en Europa.” Para algunos es la era del fascismo pero el autor dice que “debe denominarse la era del fascismo, y precisamente por eso fue la era de la guerra civil europea.”[42] El nazismo, según Nolte, nace como reacción al bolchevismo pero ambos movimientos políticos tenían similitudes y diferencias que para éste se basaban en que “para el nacionalsocialismo, el bolchevismo fue motivo de temor y modelo a seguir al mismo tiempo. Sin embargo, la guerra civil librada entre ambos se diferenció notablemente de las guerras civiles comunes.” (La guerra…, 27-8)[43]

Hobsbawm rechaza esta equiparación hecha por el historiador alemán, ya que es “una racionalización a posteriori la que ha hecho de Lenin y Stalin la excusa del fascismo.” (El siglo XX, 132) Este tipo de lectura no comprende la frontera que dividía al mundo de entreguerras que no era entre el capitalismo y el comunismo sino “lo que el siglo XIX había llamado progreso [representado por la revolución soviética] y reacción [representado por la Alemania de Hitler], con la salvedad de que esos términos ya no eran apropiados.” (El siglo XX, 150) La explicación de Nolte es incompleta ya que no observa el proceso en su totalidad:

“…los apologetas del fascismo tienen razón probablemente, cuando sostienen que Lenin engendró a Mussolini y a Hitler. Sin embargo, no tienen legitimidad alguna para disculpar la barbarie fascista, como lo hicieron algunos historiadores alemanes en los años ochenta (Nolte, 1987), afirmando que se inspiraba en las barbaridades cometidas previamente por la revolución rusa y que las imitaba.”

Para el historiador británico es necesario matizar estas aseveraciones. Lo primero que hay que distinguir es que “la Primera Guerra Mundial fue una máquina que produjo la brutalización del mundo y esos hombres se ufanaban liberando su brutalidad latente.” (El siglo XX, 131)

En segundo lugar que

“… la reacción derechismo no fue la respuesta al bolchevismo como tal, sino a todos los movimientos, sobre todo los de la clase obrera organizada, que amenazaban el orden vigente en la sociedad, o a los que se podía responsabilizar de su desmoronamiento. Lenin era el símbolo de esa amenaza más que su plasmación real.” (El siglo XX, 131)

Los motivos del surgimiento de fascismo están en la barbarización de la política y de la sociedad que sufre la Primera Guerra Mundial, de la cual los bolcheviques son un producto y no el origen, ya que aquella afecta el desarrollo global de fuerzas del siglo.

Hobsbawm analiza el fascismo en dos planos: uno político y el otro económico. Desde el primer punto de vista describe su comportamiento hasta su ascenso y después en el poder. Para él “el fascismo accedió al poder con la connivencia del viejo régimen o por iniciativa del mismo, esto es, por procedimientos constitucionales”, para luego negarse “a respetar las viejas normas del juego político y, cuando le fue posible, impuso una autoridad absoluta.” (El siglo XX, 134). Este juego político es lo que Hobsbawm caracteriza como la novedad del fascismo, apoyando la tesis de que el mismo constituye una revolución desde arriba.

Desde lo económico, el autor se aleja de la tradición marxista que asigna un carácter casi matemático a la vinculación con el gran capital, estableciendo una gradación:

“… El fascismo no era “la expresión de los intereses del capital monopolista” en mayor medida que el gobierno del New Deal, el gobierno laborista británico o la República de Weimar. En los comienzos de la década de 1930 el gran capital no mostraba predilección por Hitler y había preferido un conservadurismo más ortodoxo. A pesar que colaboró con él hasta la gran depresión… Sin embargo, cuando Hitler accedió al poder, el capital cooperó decididamente con él…” (El Siglo XX, 135)

Define la política económica fascista como “una economía capitalista no liberal”. (El Siglo XX, 134). Esta definición no niega las ventajas que el fascismo brindaba para el capital que el autor puntualiza del siguiente modo: 1) eliminó  la revolución social de izquierda; 2) suprimió los sindicatos que limitaban los derechos de los patrones; 3) garantizó a los capitalistas una respuesta a la Gran Depresión; y, 4) dinamizó y modernizó la economía industrial. (El Siglo XX, 135)

Como vimos, Hobsbawm vincula la Revolución Rusa y la Segunda Guerra Mundial como elementos que transforman al capitalismo tal como se lo había concebido en el siglo anterior. Aunque el suceso que marca esta era fue la Gran Depresión, fue un elemento de esta catástrofe, ya que es ella la que “acabó con cualquier esperanza de restablecer la economía y la sociedad del siglo XIX.” (El siglo XX, 114)

Una vez aclarado esto, el historiador británico limita el concepto de guerra civil europea, ya que por un lado empieza con “el ascenso de la Alemania de Hitler” y no antes, ya que fue “el factor que convirtió esas divisiones civiles nacionales en una única guerra mundial, civil e internacional al mismo tiempo… (El siglo XX, 151)

Por otro lado, desliga a la Guerra Civil Española del conflicto europeo, al señalar que:

“… De hecho, y contra lo que creía la generación a la que pertenece el autor, la guerra civil española no fue la primera fase de la Segunda Guerra Mundial, y la victoria de Franco no tuvo importantes consecuencias en general, solo sirvió para mantener a España (y a Portugal) aislada del resto del mundo durante otros treinta años.” (El siglo XX, 162)

El rescate de la idea de Guerra Civil Europea responde también a una crítica sobre la utilización que Nolte realiza, ya que éste la extiende desde el fin de la Primera Guerra Mundial hasta el fin de la Segunda, reduciéndolo al período inmediato de la última conflagración mundial.

A pesar de ello, los trabajos de Hobsbawm y Romero fijan su interés por el fascismo desde una concepción eurocéntrica de Guerra Civil Europea. A pesar de ver la extensión del capitalismo con sus efectos políticos, sociales, culturales y sobre todo económicos, no se demuestra que el surgimiento de nuevos polos de poder mundial – como lo es la historia del siglo XX -, sea algo no muy sencillo de explicar, aunque como lo señala el mismo Hobsbawm, la distinción teórica es clara.

Esta periodización al considerar al período de entreguerra como una Guerra Civil Europea busca poner en el centro del debate historiográfico al Viejo Continente, cuando la historia del período ya es mundial. Incluso, como vimos, el propio Hobsbawm se excusa de sus opiniones anteriores. Pero nos parece necesario señalar que no se da una dimensión adecuada al conflicto pero por otro también hay que reconocerlo como legítimo, ya que la historia de este período es, ya lo hemos señalado, derivado y no original.

Es sorprendente como ambos autores analizan el fascismo bajo casi un mismo registro de reacción frente a la sociedad de masas, su cobertura de la violencia enmarcada bajo la legalidad, la apropiación del futuro que lo distingue de los conservadurismos decimonónicos, etc. Tal vez la única diferencia está dada por la interpretación económica, donde Romero se mantiene más fiel a una interpretación marxista clásica y Hobsbawm lo hace desde una crítica a esa lectura.

3. Conclusión

Desde la propia definición de historia observamos que en los autores subyace la tensión entre sus vivencias y la erudición. En Romero los sucesos son producto de una confluencia de diversos aspectos de la vida social, como en Hobsbawm, pero a diferencia de éste se proyecta al presente con cierto rasgo de indeterminación. En éste último la vivencia aparece rechazada aunque no ignorada.

Esta perplejidad en la definición de la historia nos abre los caminos para responder a las dos preguntas con las que confrontamos estos textos, sobre la relación entre la historia y la contemporaneidad y sobre si el siglo XX posee particularidades que le otorgan autonomía y distinción con respecto a otras épocas.

En los autores es evidente el intento por apropiarse del pasado reciente para la disciplina. Obviamente superan los escollos que les determina la tradición académica, que impone restricciones -en algunos casos imaginarias-, como el acceso a las fuentes o en el hecho de que los procesos aún no han terminado.

En Romero encontramos la afirmación de la opinión del historiador al margen de sus precariedades formativas. Sus vivencias prevalecen a su profesión. En el británico encontramos en cambio una necesidad política de evitar la memoria selectiva frente a una visión que se presenta como total a los acontecimientos.

Pero las dificultades del historiador no se quedan en una cuestión personal sino que trasuntan una cuestión epistémica que ambos enfrentan sin titubear.

El historiador argentino busca en la definición de historia viva una manera de resolver la cuestión cronológica planteada por el academicismo que divide al pasado en dos (uno reciente, vedado al historiador y otro lejano que no). Este llamado de aquello que en el pasado está vivo, o no del todo muerto como lo señala Rancière, suscita el interés del historiador a buscar estos horizontes.

En Hobsbawm la tensión entre la vivencia y la erudición es presentada bajo la forma de una polarización entre historia y memoria donde la primera tiene la superioridad frente a la segunda pero, la segunda, no es desechada sino puesta en juego con aquella.

Los problemas temporales, metodológicos y epistémicos no resuelven el otro problema, sobre la especificidad de nuestro siglo. Por eso los autores presentan el siglo XX como una bisagra del anterior. Está unido y separado a la vez. No podemos escindirlo arbitrariamente, aunque sí se registran fenómenos específicos como el fascismo por ejemplo, que otorgan un cariz claramente diferente.

Podría ser que los autores sean nostálgicos del siglo XIX, ya que a pesar de no compartir el proyecto burgués, éste había logrado consolidarse, frente a un siglo XX en donde la imposición del proyecto de la clase obrera se fue desvaneciendo, como las esperanzas en un régimen que de obrero y socialista tenía muy poco.

La singularidad del corte en la Primera Guerra Mundial es un dato que a ambos -a pesar de escribir esto con más de cuarenta años de diferencia- les permite tener una visión similar, basada en la idea de la violencia o la barbarie que la centuria posee.

En ambos el fascismo aparece como una repuesta de la sociedad de masas a las sociedades moldeadas por el liberalismo burgués decimonónico, produciendo un cambio de la configuración de los marcos en los que se desarrollaba la política como así también de sus concepciones. Sus reglas están fijadas por la violencia o la barbarie bajo una legalidad que ampara el proceso.

En las descripciones sobre nuestra sociedad podemos ver la existencia de un sustrato firme donde sus variaciones de perspectivas no les impide ver la existencia de elementos que están algo más allá y le dan consistencia al siglo.

Una pregunta es si la impronta de la interpretación -que es un rasgo de ambos- es lo que le permite a los autores salvarse. En Romero como una promesa del futuro, en Hobsbawm como la necesidad de analizar la actualidad para operar sobre ésta como una muestra de compromiso.

Consideramos que construir la historia de nuestro tiempo hace necesario ensayar y probar, frente a la versatilidad del presente que ubica a los historiadores en su tiempo y los ata a sus problemas, pero ello no quita que con su agudeza e ingenio construyan elementos más o menos perdurables en el análisis de sus temáticas. La perdurabilidad de sus análisis está dada por la inteligencia de sustraerse del presente y fijar lineamientos que permitan seguir debatiendo y escribiendo sobre ellos.

El mensaje más importante que dejan es que el pasado próximo debe ser un territorio que los historiadores no deben dejar de lado, para expresar las perplejidades y las opiniones bajo el prisma de los elementos que el oficio provee y, a través de ellos, reflejar esa tensión entre lo que se vive y lo que se aprende.


[1] Barraclough, Geoffrey. Introducción a la historia contemporánea, Madrid, Gredos, 1985. (1ra. Ed. 1964). Debe tomarse como una interpretación global de la historia la de Timothy Garton Ash. Historia del presente, Barcelona, Crítica, 2000.

[2] Dosse, François. La historia en migajas. De “Annales” a la “nueva historia”, Valencia, Alfons El Magnim, 1988.

[3] Hobsbawm, Eric. El siglo XX, Barcelona, Crítica, 1995 y Romero, José Luis, La crisis del mundo burgués, Bs. As., FCE, 1997. (1ra. Ed. 1956).

[4] Romero, José Luis. La vida histórica, Bs. As., Sudamericana, 1988, p. 57.

[5] Hobsbawm, Eric J. Sobre la historia, Barcelona, Crítica, 1998, p. 84.

[6] Hobsbawm, Eric J y Otros. “Agenda para una historia alternativa”, En: El cielo por asalto, Bs. As., Verano 1993/94, año III, N° 6, p. 19.

[7] Macry, Paolo. La sociedad contemporánea. Una introducción histórica, Barcelona, Ariel, 1997, pp. 18-20.

[8] Barraclough, G. Op. Cit., p.17.

[9] Saitta, Armando. Guía crítica de la historia contemporánea, México, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 8.

[10] Chaui, Marilena. “O discurso competente”, en: Cultura y Democracia, Sao Paulo, Cortéz, 1989, pp. 12-13.

[11] Garton Ash, Timothy. Historia del…, pp. 12-13.

[12] Por ejemplo: Romero señala: “La democrática costumbre de discutir públicamente ciertos problemas en los cuerpos colegiados y en las asambleas públicas ofrece la posibilidad de seguir los debates en las crónicas periodísticas o en los diarios de sesiones parlamentarias… Agréguese a esto los innumerables testimonios personales -confesiones, cartas, reportajes, memorias- que la perspectiva de éxito editorial mueve a dar a luz, las crónicas periodísticas, los noticiosos cinematográficos, la información gráfica, y se tendrá una idea del inmenso caudal de datos que poseemos para conocer aún la historia política de nuestro tiempo.” (La crisis…, p. 24)

[13] Garton Ash, T. Op. Cit., p. 13.

[14] Ibidem, p. 14.

[15] Romero, José Luis. La vida…, p. 83

[16] Garton Ash, T. Op. Cit, p. 15

[17] Hobsbawm, Eric J. Sobre la…, p. 230.

[18] Ibidem, p. 18.

[19] Hobsbawm, Eric J y Otros. Op. Cit., p. 21.

[20] Romero, José Luis. La vida…, p. 80.

[21] Se considera que el autor ha sido influenciado particularmente por La crisis del Espíritu de Paul Valèry (1919) y La crisis de la humanidad europea y la filosofía de Husserl (1935).

[22] Romero, José Luis. La vida…, pp. 17-18.

[23] Ibidem, p. 21.

[24] Marx, Carlos. El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Buenos Aires, Polémica, 1975, p. 15

[25] Rancière, Jacques. Los nombres de la historia. Buenos Aires, Nueva Visión, 1993, pp. 79-80.

[26] Romero, José Luis. La vida…, p. 21.

[27] Ibidem, p. 37.

[28] Ibidem, p. 30.

[29] Ibidem, p. 23.

[30] Hobsbawm, Eric J. Sobre la…, p. 50.

[31] Obviamente en su contemporaneidad con la Guerra Civil Española o sobre la estatura de Stalin son un buen registro de esta tensión.

[32] Hobsbawm, Eric J. La Era del Imperio, Barcelona, Labor, 1989, pp. 2-3.

[33] Ibidem, p. 5.

[34] Hobsbawm, Eric J. Sobre la…, p. 230.

[35] Ibidem, p. 235.

[36] Un buen ejemplo lo encontramos en los cambios que produjo en su periodización del siglo, véase en este trabajo en 2.1.

[37] Hobsbawm, Eric J. Sobre la…, p. 240.

[38] Barraclough, Geoffrey. Op. Cit., p. 19.

[39] La relación entre estos siglos puede verse como continuidad donde el proyecto decimonónico se desmantela, como lo hace nuestros autores, o existen otros como Barraclough que apuntan a la discontinuidad, o un salto, donde los sucesos se ubican dentro de un viejo o un nuevo orden, aunque sostiene que el “nuevo mundo creció y maduró a la sombra del viejo”. Esta situación lo lleva a definir una gran transición entre un orden eurocéntrico, el del siglo XIX, y otro decididamente extraeuropeo, en el XX, donde los cambios ocurridos impiden ver al siglo actual como una simple continuidad del anterior, sino que hay saltos con distintos ritmos que permiten establecer una transición que se extiende entre 1890 y 1960. Fija esa primera fecha porque en esos años “fue cuando empezaron a hacerse visibles por primera vez la mayoría de los acontecimientos que diferencian la historia contemporánea de la moderna.” [Introducción…, pp. 28-9.] El orden bismarckiano es el último coletazo de la Paz de Viena, a partir de aquí empieza lo nuevo. Expone varios sucesos donde lo nuevo y lo viejo pujan por sobresalir. Un importante lugar tiene la Segunda Guerra Mundial donde hay preponderancia de problemas nuevos pero donde no se desplaza todavía a los viejos en forma absoluta. En 1945 aún perviven, para Barraclough, las políticas viejas. Los políticos como Kennedy son la escisión definitiva entre lo antiguo porque aquí se producen los resultados “de unos cambios básicos en la estructura de las sociedades nacionales e internacionales y en el equilibrio de las fuerzas mundiales”[Introducción… p. 49], Pero en opinión de Barraclough ninguno de estos cambios es preponderante por sí mismo en esta transición, ninguno:

…fue decisivo por si mismo -ni la transición de la política europea a unos moldes globales de la política internacional, ni la aparición de la democracia de masas, ni el desafío de los valores liberales-, ninguno por sí solo fue capaz de producir el cambio de un período a otro. Lo decisivo fue su confluencia. [Introducción… p. 30 ]

Pero en Barraclough vemos un punto de contacto con los autores, ya que ninguno expresa su mirada positiva sobre el presente y su proyección. En éste autor existe mucha cautela ya que señala sobre la pervivencia de lo viejo:

Es posible que éstos sean elementos en descomposición, hojas muertas que se llevará el viento de unas cuantas generaciones… También es posible que sobrevivan como elementos constitutivos de la nueva sociedad -aunque, claro está, transformados y adaptados a las nuevas condiciones-, pero potentes y activos. No sabemos lo que será y no tiene sentido el cavilar sobre ello… [Introducción… p. 35]

La aparición reciente de “viejos temas”, como el nacionalismo por ejemplo, muestran las perplejidades de este tipo de caracterización ya que ésta es relativa a una perspectiva que se adopta al valorar los sucesos. Una tensión entre una historia lineal y progresiva y otra cíclica que no es nueva ya que en Vico o en el propio Marx están presentes, y que en cualquier historiador que intente interpretar el pasado aparece.

Es interesante ver como Hobsbawm sobre la base de la transformación que el Siglo XX tuvo, primero en 1985 al señalar la agenda para la radical history detalla la necesidad de analizar “el desarrollo mundial desde los años treinta, y tratáramos de verla en perspectiva histórica tan larga como las fases tempranas del desarrollo social. Hemos vivido, y estamos viviendo, en un período de cambio económico, social y cultural de una profundidad y rapidez sin precedentes.” [Agenda…, p. 20],

Esa idea dio la base para que en 1988 se:

…podía ver el siglo corto como una especie de díptico. Su primera mitad -de 1914 al periodo posterior a la segunda guerra mundial- fue obviamente la época catastrófica… La segunda mitad del decenio de 1940, fue exactamente lo contrario: una era en que, de un modo u otro, la sociedad capitalista se reformó y se restauró y floreció como nunca antes…

Pero la caída del mundo soviético deparó “consecuencias económicas imprevistas pero catastróficas” que implican no sólo cambios para la sociedad burocrática sino también para occidente, que lo lleva a ver en los noventa a “la historia del siglo XX corto parecía ahora un tríptico o un emparedado: una edad de oro relativamente breve entre dos periodos de crisis importante. Todavía no conocemos el resultado del segundo periodo de crisis. Habrá que dejar que de ello se ocupen los historiadores del próximo siglo” [Hobsbawm, Eric J. Sobre la…, pp. 237-238.]

[40]  Es interesante ver como Hobsbawm sobre la base de la transformación que el Siglo XX tuvo, primero en 1985 al señalar la agenda para la radical history detalla la necesidad de analizar “el desarrollo mundial desde los años treinta, y tratáramos de verla en perspectiva histórica tan larga como las fases tempranas del desarrollo social. Hemos vivido, y estamos viviendo, en un período de cambio económico, social y cultural de una profundidad y rapidez sin precedentes.” [Agenda…, p. 20].

Esa idea dio la base para que en 1988 se:

… podía ver el siglo corto como una especie de díptico. Su primera mitad -de 1914 al periodo posterior a la segunda guerra mundial- fue obviamente la época catastrófica… La segunda mitad del decenio de 1940, fue exactamente lo contrario: una era en que, de un modo u otro, la sociedad capitalista se reformó y se restauró y floreció como nunca antes…

Pero la caída del mundo soviético deparó “consecuencias económicas imprevistas pero catastróficas” que implican no sólo cambios para la sociedad burocrática sino también para Occidente, que lo lleva a ver en los noventa a “la historia del siglo XX corto parecía ahora un tríptico o un emparedado: una edad de oro relativamente breve entre dos periodos de crisis importante. Todavía no conocemos el resultado del segundo periodo de crisis. Habrá que dejar que de ello se ocupen los historiadores del próximo siglo” [Hobsbawm, Eric J. Sobre la…, pp. 237-238.]

Como dato ilustrativo, indicaremos las dos Eras restantes del siglo XX. La Edad de Oro (1945- 1973) prevalece la variable económica por la ubicación central que ocupa en el discurso la universalización del estado de bienestar. No obstante sus lazos económicos y sociales, esta etapa dio su paso a otra, el Derrumbamiento (1973-1991) que es la última del siglo y es definida como “una nueva era de descomposición, incertidumbre y crisis, y para vastas zonas del mundo como África, la ex Unión Soviética y los antiguos países socialistas de Europa.” (El siglo XX, 16). Y con ésta concluye el siglo XX, abriendo una nueva etapa.

[41] Como dato ilustrativo, indicaremos las dos Eras restantes del siglo XX. La Edad de Oro (1945- 1973) prevalece la variable económica por la ubicación central que ocupa en el discurso la universalización del estado de bienestar. No obstante sus lazos económicos y sociales, esta etapa dio su paso a otra, el Derrumbamiento (1973-1991) que es la última del siglo y es definida como “una nueva era de descomposición, incertidumbre y crisis, y para vastas zonas del mundo como África, la ex Unión Soviética y los antiguos países socialistas de Europa.”(EI siglo XX, 16). Y con ésta concluye el siglo XX, abriendo una nueva etapa.

[42] Nolte, Ernest. La guerra civil europea, 1917-1945. Nacionalsocialismo y bolchevismo. México, Fondo de Cultura Económica, 1994, p. 14.

[43] Ibidem, pp. 27-8.